Dinero fácil

Dinero fácil


Capítulo décimo cuarto

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Capítulo décimo cuarto

CAPÍTULO DÉCIMO CUARTO

Desperté en medio de la noche con un horrible dolor de cabeza. Viendo en el cielorraso un diseño de luz familiar, comprendí que Lorraine se había levantado para ir al baño y había dejado la puerta del baño entreabierta. Dondequiera que hubiese sido la fiesta, debía haber sido algo sensacional.

Lo mejor era darme vuelta y tratar de dormirme otra vez. Traté de darme vuelta y no pude. Entonces me alarmé. Cuando empecé a investigar comprobé que estaba totalmente vestido, que yacía en la cama boca arriba, con las muñecas y los tobillos atados quién sabe cómo a las cuatro puntas de la cama.

Así que la fiesta había sido en nuestra casa y yo había perdido el sentido y algún gracioso me había amarrado.

—¿Lorraine? —después, un poco más fuerte—: ¡Lorraine!

No hubo respuesta. Ni garantías de que ella estuviese siquiera en la casa. Si la fiesta se había trasladado a otra parte, allí estaría ella. Tal vez a ella se le hubiese ocurrido la idea de atarme. Claro está que eso le daría más libertad de acción. Trataría de dormir de todos modos.

Lo intenté. No pude. Estaba demasiado incómodo. Oí un ruido abajo. Había alguien allí.

—¡Eh! —vociferé—. ¡Eh, que venga alguien!

Y unos pasos subieron la escalera con rapidez. Era más de una persona. Entró alguien, buscó a tientas la llave de la luz y finalmente la encontró. Pestañeé por el súbito resplandor, sonreí avergonzado y dije:

—Alguien con un sentido del humor algo extraño me dejó así. Desáteme, por favor, ¿quiere?

Tres hombres habían entrado en el dormitorio. No reconocí a ninguno de ellos. Uno era alto, robusto y rubio. Tal vez uno de los nuevos amigos de Lorraine. Los otros dos no eran su tipo. Menudos, morenos y flacos, y vestidos con demasiada ostentación. Ninguno sonreía.

—Desátenme, ¿quieren? ¿Dónde está Lorraine?

El rubio alto se paró al pie de la cama y me miró desde arriba. A juzgar por el aspecto del costado de su rostro, había sufrido una fuerte caída reciente.

—Jamison, fue muy listo al enviar a esa trotacalles en busca de su coche. Pero por treinta dólares más ella colaboró con sumo agrado.

Lo miré sin entender.

—No sé de qué está hablando. ¿Quiénes demonios son ustedes y dónde está mi esposa?

—¡Qué buen actor! —dijo el grandote—. Queremos el dinero. ¿Dónde está?

Y entonces entendí la situación. Esto era un robo. Tenía mucho descaro para entrar y atarme así. Me pregunté qué le habrían hecho a Lorraine.

—Escuchen —dije—. No tenemos dinero guardado en casa. Unos cuantos dólares, pero dinero importante no. Llévense nomás lo que tenemos.

Uno de los más bajos y morenos dijo algo al otro en un idioma que no pude identificar. El interpelado introdujo la mano en su bolsillo interior y sacó el fajo más grueso de billetes de cien dólares que yo había visto fuera de un banco. Me los mostró diciendo:

—Encontramos esto, Jamison. ¿Dónde está lo demás?

—¿Lo demás de qué? No pueden haber encontrado tanto en esta casa.

Todos me miraron un rato; luego se apartaron de la cama y hablaron en voz baja. Yo estaba preocupado por Lorraine. Si aún estaba ausente, podía llegar y encontrarse con esta situación. Acaso le hiciesen daño. Ella no sabría cómo encarar una situación así. Lo más conveniente sería entregarles lo que querían.

Ellos tomaron una decisión. Del cuarto de baño trajeron una esponja de plástico azul. Las persianas del dormitorio estaban cerradas. El más alto me apretó fuertemente con los pulgares las articulaciones de la mandíbula, obligándome a abrir la boca. Uno de los otros metió la esponja a la fuerza en mi boca. Luego la sujetaron con una de mis corbatas. Me quitaron el zapato y el calcetín derecho y me ataron con más firmeza el tobillo. Uno de los morenos abrió un cortaplumas, se sentó en la cama dándome la espalda y se puso a trabajar en mi pie descalzo.

Hasta que empezó el dolor, no pude evitar el pensar que era alguna broma complicada. Me estaba preguntando si alguno de mis amigos habría contratado a estos muchachos para darme un susto mortal. Pero cuando empezó el dolor, todo se tornó real. Procuré apartarlo de mí. Traté de empujar hacia abajo, de modo que el dolor se quedase allí en mi pie. Pero subió y se volvió parte de mí, hasta que no hubo otra cosa que dolor. Rugí contra la esponja. Me sacudí y grité, con los ojos salientes, pero él no se interrumpió. Me bamboleé con violencia en torno a una vertiginosa curva y me precipité en las tinieblas. Reaccioné con las lágrimas secándose en mi rostro, me miraron y él empezó de nuevo, con la angosta espalda encorvada sobre mi pie descalzo. Los otros dos no lo miraban. Forcejeé contra las ligaduras hasta que me crujieron los hombros y se me entumecieron las manos. Lancé silenciosos alaridos y me desmayé otra vez. Cuando reaccioné, la esponja ya no estaba. Sentía el pie como si estuviese pisando carbones encendidos, pero el dolor estaba lo bastante embotado como para soportarlo.

—El resto del dinero —dijo el más alto.

Yo tenía poco resuello, como si hubiese corrido un largo trecho.

—No sé de qué están hablando. Esto… esto es un error. Pueden llevarse lo que quieran. No… no vuelvan a hacerme daño así.

—Sufrirá una vez y otra y otra —dijo el más alto—. Tenemos tiempo de sobra. Otra y otra y otra vez, hasta que consigamos el dinero.

Uno de los más bajos y morenos, el que no se había ocupado de mi pie, dijo:

—Aguarda un minuto —encendió la lámpara de cabecera, puso la mano en mi barbilla, volvió mi rostro hacia la luz y me miró a los ojos—. ¿Qué fecha es hoy, Jamison? —preguntó, con un acento que no pude ubicar.

—Déjeme pensar. Abril. No sé qué día de abril.

—¿Qué hizo ayer?

—¿Ayer? Trabajé, creo.

Traté de recordar el día de ayer. No pude recordar nada al respecto con nitidez.

—¿Cuándo vio por última vez a Vince Biskay?

—¿Vince? ¡Dios mío, hace ya… trece años! Pero…

—¿Pero qué?

—Acabo de tener la extraña sensación de haberlo visto recientemente. Sólo por un momento. Con un anillo en el dedo que tenía una piedra roja. Pero eso es un disparate.

—¿Le vas a creer eso? —preguntó el más alto.

—Eres demasiado brusco, amigo mío —dijo el que me había interrogado. No creo que nuestro amigo sea lo bastante inteligente como para simular un caso clásico de amnesia traumática. Sospecho que le provocaste una buena conmoción cerebral. Y no creo que tolerara tan bien tanto dolor.

El más alto se mostró consternado.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que recobrará la memoria, ya sea poco a poco o todo de una vez. En diez minutos, diez días o diez semanas. Hasta entonces nada podemos hacer.

—¿Memoria de qué? —pregunté.

El más bajo me miró sin ninguna expresión. Miró su reloj pulsera.

—Son las tres de la mañana del sábado catorce de junio —dijo.

Lo miré con fijeza, sin entender.

—¿Está usted loco?

—No le estoy mintiendo. Tiene mucho que recordar. Empiece con Biskay. Trate de recordar a Biskay. Y trate de recordar dinero. Mucho dinero.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

—Esperaremos hasta que recuerde.

—¿Dónde está mi esposa?

—Ya no está aquí. Hace más de un mes que no está aquí.

—¿Dónde está ella? ¿Dónde demonios está?

—Nadie parece saberlo.

Volvieron a conferenciar en susurros en un rincón alejado de la habitación. El que me había lastimado el pie lo vendó con destreza, utilizando gasa que sacó del botiquín. Él y el más alto se fueron. Los oí bajar la escalera. El otro me miró un momento con fijeza, frunciendo los labios, y luego los siguió, apagando la luz al salir del cuarto.

Biskay y dinero. Me pregunté cómo estaba Vince, me pregunté qué había estado haciendo todos estos años. Catorce de junio. Dos meses evaporados. No podía creerlo. Traté de obligarme a creerlo, traté de captar recuerdos perdidos. Cuando yo era pequeño, tuvimos un gatito gris durante casi un año. Se llamaba Neblina. Durante semanas después de que fue arrollado, yo seguí viéndolo con el rabillo del ojo, justo fuera del alcance de mi visión. Entonces me daba vuelta, pero por supuesto no estaba allí porque yo había visto a mi padre enterrarlo, y le había puesto una cruz.

Estos recuerdos eran como aquel gato gris. Parecían estar allí, pero tan pronto como lograba captar indicios de uno y trataba de encararlo directamente, desaparecía.

Un recuerdo, o seudo recuerdo, fue claro el tiempo suficiente para que yo lo captara. Había luz de sol en el dormitorio. Frente al tocador estaba sentada Tinker Velbiss, desnuda, cepillándose el rojo cabello. Eso, por supuesto, era absurdo.

Y después algo acerca de una mampara de cobre, agujeros en una mampara. Pero también eso desapareció.

Me pregunté si ese sujeto me habría mentido acerca de Lorraine. ¿Por qué iba a irse ella? ¿Adónde podía ir?

Mi pie palpitaba y ardía. Y yo sentía brotar una fría cólera, una cólera nacida del dolor, la humillación y la indignidad. No importa lo que hubiese sucedido en los meses perdidos, estos hombres no tenían derecho a hacerme eso. Y parecía más fácil y más satisfactorio pensar en cómo desatarme que tratar de explorar recuerdos que no estaban allí. Probé mi pie sano y mis manos cuidadosamente, cada uno por turno. Podía tocar las ligaduras con los dedos. Al tacto parecía que hubiesen utilizado corbatas. La cama era de Hollywood, con una cabecera corta y sin barandilla a los pies. Por el ángulo de mis muñecas, parecía que las otras puntas de las ligaduras estuviesen atadas al armazón. Habían dejado encendida la lámpara sobre la mesita de noche, pero yo no podía levantar la cabeza tanto como para ver ninguna de mis muñecas.

Me eché lo más a la derecha que pude, tironeé hasta sentir que me estaba dislocando el hombro izquierdo. Así logré aflojar un poco la presión sobre la muñeca derecha. Moví el brazo derecho de un lado a otro hasta donde lo permitía el aflojamiento, frotando la atadura contra el filo metálico del armazón de la cama. Resbalaba con facilidad. Me estiré para cambiar el ángulo. Después de varias tentativas sentí engancharse un poco de tela en un filo o aspereza metálica. Trabajé en ello, descansando de vez en cuando. Sentí los pequeñísimos desgarrones, los hilos que se soltaban. Sin embargo, cuando tironeé con fuerza, se mantuvo firme. El frecuente tironear había apretado tanto el lazo de mi muñeca, que tenía la mano entumecida. Esa posición me causaba un dolor insoportable en los músculos extendidos del brazo y el hombro.

Tuve la sensación de que no podría zafarme. Hice un último esfuerzo convulsivo, empleando los restos de mi fuerza que se extinguía. De pronto hubo un desgarrarse y reventar de tela tensa y mi brazo quedó libre. Lo puse encima del vientre y descansé un rato, con la respiración agitada, sintiendo que la tensión y el dolor se iban de los músculos. Aflojé con los dientes el nudo de la muñeca y luego me quedé inmóvil, tendido, moviendo los dedos entumecidos, sintiendo cómo volvían los aguijones de la sensación.

Me di vuelta apoyándome en el hombro izquierdo, me estiré y, en pocos minutos, solté mi muñeca izquierda. Entonces me senté, masajeándome las manos, frotándome los brazos. Y oí pasos en la escalera.

Sobre la mesita de noche había un pesado cenicero de vidrio. Lo tomé con la mano izquierda y me recliné, abriendo los brazos igual que antes, con el cenicero oculto sobre el borde más apartado de la cama. Tan sólo podía esperar que fuese uno de ellos, y que no encendiese las luces principales. Volví la cabeza hacia la puerta y cerré los ojos, no del todo, dejándolos abiertos apenas lo suficiente para verlo vagamente. Y cuando él entró lancé un gemido.

Se acercó a la cama. Se inclinó sobre mí, apenas lo suficiente como para estar dentro del círculo de mi brazo derecho al moverse. Lo lancé en un arco, le sujeté la nuca y le estrellé el pesado cenicero de lleno en la cara. El cenicero se me cayó de la mano sobre el vientre. Él lanzó un sonido apagado, mientras se movía débilmente. Volví a levantar el cenicero y lo lancé contra su rostro. Esta vez se despedazó. Era uno de los más morenos, no el que me había torturado. Se desplomó encima mío, resbalando de espaldas hacia el suelo. Lo sostuve y lo bajé despacio al suelo junto a la cama. Tenía la cara destrozada para siempre. Estirándome por sobre el costado de la cama, revisé sus ropas. No tenía ningún arma de fuego encima. Había un cortaplumas de oro, diminuto y chato, con una sola hoja. Lo usé para cortar las sogas que ataban mis tobillos. Luego me alcé hasta el extremo de la cama y allí me quedé un momento sentado, preparándome para el momento en que pudiese arriesgarme a apoyar mi peso en el pie herido. Me paré con todo el peso sobre la pierna izquierda y cautelosamente oprimí el pie derecho contra el piso. La habitación se bamboleó y se ladeó; me senté de nuevo. Volví a probar. Esta vez pude soportarlo, aunque me causaba náuseas y mareo.

El cortaplumas de juguete no era un arma. Recordé mi pistola automática, y me pregunté por qué no se me habría ocurrido antes. Fui cojeando al escritorio. No estaba en su sitio de costumbre en el cajón. Yo la había lanzado a… y el recuerdo se fue. Algo sobre un sitio oscuro. Sacudí la cabeza en vano intento de despejarla, pero sólo conseguí despertar una zona de dolor tras mi oreja izquierda. La toqué con las puntas de los dedos. Tenía la presión y sensibilidad de una infección, y una sensación de calor.

Saqué un calcetín del cajón de mi escritorio y fui al cuarto de baño, dando pasos pequeños y rápidos con el pie herido. Cuando encendí la luz del baño, vi a Lorraine delante mío en el suelo, con la cabeza en un ángulo siniestro. Lancé una exclamación ahogada de espanto, entonces ella se esfumó bruscamente y desapareció. Fue como si la hubiese mirado fijamente largo rato y luego, al volverme con rapidez, hubiese visto la post-imagen retinal de ella sobre el piso de baldosas en ese instante antes de que se disipara y desapareciera. Tuve la sensación de estar enloqueciendo.

Abrí el botiquín, saqué un frasco de crema desodorante y lo metí en la punta del calcetín. Era de pesado cristal. Cuando balanceé el calcetín, comprobé que su peso era mortífero.

Quedaban otros dos de ellos. Dos que yo supiera. El más alto y el que me había torturado. Pero podía haber más. Entré en el dormitorio y miré al que estaba tendido en el suelo. Parecía respirar muy lenta y pesadamente. Encendí la lámpara de mesa y fui al teléfono del dormitorio. Oí el tono para discar. Disqué cero. Contestó la operadora. Pedí la Jefatura de Policía.

—Jefatura de Policía, sargento Ascher.

—Quisiera hablar con el teniente Heissen.

Oí que mi propia voz queda pronunciaba un nombre que yo jamás había oído hasta entonces. Alguien a quien no conocía. Mucho tiempo atrás había conocido a un Heissen. Paul. Un jugador de fútbol valeroso, empecinado e inconmovible.

—No está de turno.

El miedo llegó de no sé qué fuente inexplicable. Algo en las tripas. Endeble y crujiente, como papel demasiado cerca del fuego, retorciéndose y tostándose al calor.

Cuando deposité suavemente el teléfono en la horquilla, el sargento estaba repitiendo:

—¿Hola? ¿Hola?

Yo no podía comprender ni explicar ese miedo. Me hallaba en un túnel que se precipitaba a través de un largo túnel. Veía las luces del túnel pasar veloces junto a mí, iluminando fragmentos de escenas que yo no podía entender.

Entonces oí a otro en la escalera.

Me moví lo más rápido que pude. Puse demasiado peso en mi pie derecho, de modo que por unos instantes me hallé en un vasto lugar hueco, lleno de ecos y puntitos de resplandor que remolineaban y oscilaban ante mis ojos. No caí. Me trasladé al otro lado de la puerta, y cuando aquella alta sombra traspuso el vano, blandí el pesado calcetín con todo el furioso vigor del pánico. Sentí y oí que el duro frasco de vidrio se fragmentaba contra el cráneo. Y más allá de eso, intuí el espantoso disgregarse del cráneo mismo. Me adelanté para sostenerlo, pero apoyé el peso en el pie derecho, él era demasiado pesado y se me resbaló y cayó con un estruendo que llenó la noche y el silencio.

Desde abajo se oyó un ronco llamado, un llamado de pánico, interrogación y alarma. Yo estaba arrodillado en la oscuridad. Con manos torpes busqué a tientas entre sus ropas. Él estaba de bruces. Con un gruñido por el esfuerzo, lo levanté un poco. Un bulto metálico bajo la pechera de la chaqueta. Una fría culata dentada que encajaba en el frío sudor aceitado de la palma de mi mano. Al tacto, el arma era larga y de caño pesado. Me moví de rodillas hacia el vano, me golpeé el pie entumecido, caí hacia adelante, medio dentro y medio fuera del dormitorio. La luz del pasillo de abajo estaba encendida. Cuando él llegó a lo alto de la escalera, un instante después de mi caída, estuvo en silueta. El gatillo estaba duro. Disparé. Fue un ruido muy curioso. Un ruido apagado. Tal como un hombre en la iglesia podría contener su tos con su pañuelo dominical.

En lo alto de la escalera, el sujeto estaba dando un paso adelante. Tocó el suelo con la punta del pie. Y luego lo balanceó hacia atrás, de modo que fue como un paso de baile, muy lento. Dio otro paso atrás y quedó con la espalda contra la pared. Y emitió un largo sonido de terror, extraviado y semejante a un balido.

Y volví a disparar dos veces más. En cada ocasión el ruido fue apreciablemente mayor, pero el último no fue más sonoro que el que haría un libro al caer de plano sobre una alfombra. Entonces él dio medio paso sin rumbo hacia la escalera, se inclinó con antigua elegancia y cayó. De cabeza. Escuché el inconexo retumbar de su caída, lo oí reposar al fin en silencio. Oí un tenue ruidito boqueante y después nada.

A mi mente acudieron melodías y sentí distenderse mis labios en el tipo de sonrisa que uno adquiere cuando tropieza con alguien con torpe descuido. Hacía mucho, mucho tiempo, había visto una película sobre un asesino. Un asesino que tenía una canción propia: “Fuerte como una rosa”. La silbé entre dientes, un sonido tintineante en la casa silenciosa. Solamente el estribillo. Una y otra vez. Sobre manos y rodillas, retrocedí hasta entrar en la habitación, acerqué la boca del arma a la cabeza del más alto, la aparté unos centímetros y oprimí el gatillo. No sé cómo llamarlo, pero es fuerte como una rosa. Y lo mismo al que tenía la cara arruinada. El más alto no se movió cuando yo hice fuego. El moreno corcoveó, tamborileó con los talones, golpeó el piso con una mano y suspiró. Me pregunté qué sueños habría destrozado el proyectil, en qué oscuros corredores habría penetrado. No sé cómo llamarlo, pero…

Encendí una luz. No los miré. Con suma ternura, me puse un calcetín en el pie herido y lo introduje con cuidado en mi zapato, mordiéndome el labio para aguantar el dolor. Até bien los cordones. Era más fácil estar de pie, pero cuando llegué a los escalones los bajé poco a poco, de a uno por vez, con el pie sano primero. El tercer sujeto yacía en la sala de adelante, bajo la luz, boca abajo, un brazo doblado bajo su cuerpo, los tobillos cómodamente cruzados. Le perforé un redondo agujero en la nuca, directamente en el centro, con la limpieza de una buena jugada de billar, un golpe de golf hasta el hoyo, una jugada enhebrada. Luego alcé la vista hacia la escalera y vi, antes de que se esfumara, a una mujer desnuda forcejeando con una bata.

Según el reloj eléctrico de la cocina eran las cuatro y cuarto. Las llaves no estaban en mi coche. Tuve que revisarles los bolsillos. Fui afortunado. Estaban en el bolsillo del que yacía en la sala de abajo.

Subí a la camioneta. Y repentinamente recordé muchas cosas. Me vinieron en grandes bloques y en desparejos trozos. Era yo como quien está de pie bajo un edificio que se derrumba, protegiéndose la cabeza con los brazos, aguardando ese trozo grande del techo que lo aplastará contra el suelo. Esperé debajo hasta que los ruidos del derrumbe terminaron. Entonces contemplé lo que había caído. Faltaban caer más trozos. Pero ahora tenía partes. El Porsche cobrizo girando en el aire al caer en el lago. Llevando a Lorraine hasta la camioneta. Tinker y Mandy. Paul Heissen.

Y el dinero. Los gruesos fajos de billetes atados con alambre, bien ajustados dentro de la negra valija de metal.

Tenía que apoderarme del dinero, y tenía que marcharme. Pronto.

Pensé en el dinero y recordé dónde estaba. Manejé hasta Park Terrace. Detuve la camioneta junto a un alto montón de escoria. Utilicé un pedazo de escoria para romper el cerrojo de un cobertizo de herramientas. Sabía el lugar exacto. Un pico y una pala bastarían. Las estrellas me permitirían ver. El hormigón era claro. Traté de balancear el pico con mucha energía, pero no me quedaba fuerza. Poco más pude hacer que levantarlo con gran esfuerzo y dejarlo caer bajo su propio peso. Al caer se ladeaba un poco hacia un lado u otro, el mango giraba en mis manos y resonaba sobre el hormigón. Al cabo de un largo rato, me arrodillé y tantee el agujero. Tenía la mitad del tamaño de una manzana, con el hormigón alrededor de él agujereado por las veces en que le había errado.

No había nada en el mundo entero sino el dinero sepultado y la necesidad de llegar a él. Tenía las ropas empapadas de sudor. A veces me caía. Cuando caía me quedaba tendido y aguardaba hasta poder levantarme de nuevo y recoger el pico. Finalmente la punta atravesó la tierra de abajo. Me detuve y miré en torno. El mundo estaba gris. Yo no había visto irse la noche, ni las estrellas. El mango del pico estaba resbaloso y pegajoso de sangre. Fui al cobertizo y saqué una larga barreta. Al regresar con ella caí; al cabo de un rato me levanté otra vez. Con la barreta pude romper trozos de hormigón. Con la barreta pude romper la trenza de la malla reforzadora.

Cuando el agujero tenía el tamaño de una tapa de una cesta mediana, una voz dijo:

—¿Qué demonios estás haciendo, Jerry?

Me di vuelta y lo miré con fijeza. Era Red Olin. Y el sol estaba bien alto. Yo no lo había visto salir.

—Tengo que conseguir el dinero, Red.

—¿Qué dinero? ¿De qué estás hablando?

—Lo enterré aquí antes de que ustedes echasen los cimientos. Está en una valija negra de metal. Es muchísimo dinero.

—Se te nota enfermo.

—Es muchísimo dinero, Red. Tres millones y algo más. No recuerdo exactamente cuanto.

En efectivo. Tengo que conseguirlo e irme de aquí.

—Claro, claro —me sonrió él—. Tienes que irte de aquí. Es cierto.

Le devolví la sonrisa. Siempre me he llevado muy bien con Red. Hemos trabajado bien juntos. Nos entendemos.

—Una vez que se empieza a matar gente, Red, hay que irse.

—Es cierto.

—¿Qué tal si me ayudas? Te daré una parte.

—Claro. Te ayudaré, Jerry. Con gusto.

—Con dos será más rápido.

—Volveré en dos o tres minutos, Jerry. Tú sigue cavando en busca de ese dinero.

—¿Adónde vas?

—Es que… todavía no tomé mi café. Podré cavar mejor después del café. Podría traerte un poco.

—Bueno. Pero daté prisa. Como te dije, tengo que irme de aquí.

Había excavado unos treinta centímetros cuando volvió Red con todos los demás. Paul Heissen y los demás policías y el médico. Querían llevarme consigo. Pero le pedí a Paul. Él hizo que me dejasen quedarme. Me quedé donde podía observar. Los policías jóvenes cavaron con mucha rapidez.

—Busquen una valija negra de metal —les dije.

Pero no era para nada la valija negra de metal. Y entonces me llevaron.

Este libro se acabó

de imprimir en los

Talleres Gráficos EMOGRAPH S.A.

en el mes de mayo de 1981

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