Dinero fácil

Dinero fácil


Capítulo quinto

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Capítulo quinto

CAPÍTULO QUINTO

Un billete de un dólar tiene un aspecto humilde y doméstico. Un billete de cinco dólares tiene algunas molestas pretensiones. Uno de diez es vigoroso, franco y honesto, como un líder de boy scouts. Uno de veinte, al acercárselo al oído como una caracola, emite un lejano sonido a música de night club. Uno de cincuenta luce la tenue mueca burlona de la pista de carreras. Tiene un porte majestuoso, necesita una afeitada, usa un diamante amarillo en el dedo meñique. Y uno de cien es muy altanero en verdad.

Luego está la cantidad. Un fajo de billetes de a uno en el fondo de un mugriento bolsillo, o abanicado entre los dedos en una partida, en un callejón. O tres de a cinco, deshilachados, en una chata billetera barata. Está después la billetera ostentosa, rellena hasta engordar con billetes de uno, de cinco, de diez y de veinte. El escalón siguiente es el broche de platino, con su exquisita carga de billetes de veinte y cincuenta, crujientes y doblados una sola vez. Después de eso está el sobre sin leyenda, con su fresco fajo de a cien, deslizándose de una mano a otra en el corredor de un edificio gubernamental.

O bien hay bancos. Y cuando llegas a la ventanilla, hay junto al codo del cajero una pila que puede detenerte el corazón.

Cuando las muchachas monas visitan la Casa de Moneda, el amable encargado les deja a veces tener en las manos un millón de dólares. En billetes de diez mil, la clase de billetes que circulan dentro de los misteriosos y cabalísticos recovecos del sistema federal de cambios. Cien de ellos. Un pequeño fajo, apenas así de grueso para todo un millón de dólares. Y si la niñita llegara a escapar con él, no le serviría absolutamente de nada.

Pero no había nada como lo que miré cuando aparté de un tirón aquel trozo de tela. Nada. Yo era un hombre cuando forcé los cerrojos. Y fui otro después de mirar el dinero. Y de algún modo demente, supe que jamás podría volver a ser el hombre que forzó los cerrojos, por muy desesperadamente que pudiera quererlo.

Estaba sentado sobre los talones. Alcé la vista hacia Vince en su sillón. Nuestros ojos se encontraron y nos miramos de modo extraño por uno o dos instantes, con vergüenza y culpa y una exhaltación vertiginosa, delirante, incómoda. Luego apartamos la vista, incómodos.

—¿Qué se dice en un momento como éste? —preguntó Vince.

—Se dice contémoslo.

Los billetes estaban atados con alambre en bloques de unos diez centímetros de grosor, dos hilos de alambre en torno a cada bloque enroscados y apretados más o menos a tres centímetros de la punta de cada bloque y luego cortados. Los bloques estaban acomodados en la valija, bien apretados. Retiré uno. El billete de más arriba y el de más abajo eran de cien. Ninguno era nuevo. Lo hice saltar en la palma de la mano, mirándolo ceñudo. Vince pidió verlo y se lo pasé. Sosteniéndolo entre las rodillas, pasó los apretados bordes de los billetes por el pulgar de su mano izquierda.

—Probablemente sean quinientos —dijo.

—Cincuenta mil por bloque.

—¿Y cuántos bloques?

Los saqué, contándolos a medida que los retiraba. Parecía ser algo que se debe hacer con lentitud, pero mis ojos no cesaban de adelantarse. Sesenta y ocho bloques de billetes de a cien. Y un solo bloque de billetes de a quinientos dólares, del mismo tamaño.

—No puedo hacerlo de memoria —dijo Vince anhelante—. Jerry, ese bloque de a quinientos es un cuarto de millón de dólares. Trae lápiz y papel y entonces…

—Espera.

Tome del fondo de la valija un trozo de papel que había estado oculto bajo el dinero. Cifras ripeadas en una máquina vetusta, con la cinta gastada y los tipos muy desalineados. Después de mirarlo se lo pasé.

34.000 x 100 dólares = 3.400.000 dólares

500 x 500 dólares =    250.000 dólares

3.650.000 dólares

Del escritorio saqué un lápiz y papel. Sesenta y ocho por quinientos eran treinta y cuatro mil, de modo que había quinientos en cada bloque. Yo no hubiera creído que hubiera treinta y cuatro mil billetes de cien dólares en existencia. Dos millones para Vince y uno para mí.

—¿Carmela está eliminada?

—Ya oíste lo que dijo ese tipo. Así que todo lo que excede a tres millones se reparte por mitades.

De modo que yo tenía un millón trescientos veinticinco mil dólares todos míos. Miré el dinero apilado.

—Tendremos que abrir uno de estos bloques.

—Adelante.

El alambre era demasiado grueso para desenroscarlo. Utilicé la palanca. Rompí mucho el billete de arriba. Cuando el alambre reventó, los billetes ocuparon mucho más espacio. Reacomodé el fajo desparramado y lo dividí por el medio a ojo. Conté la mitad. Eran doscientos sesenta y dos billetes. Entonces retiré doce y lo puse junto al otro fajo. Retiré mis doscientos cincuenta billetes y los puse en mi valija. Bajo la ropa interior. Cambio chico. Veinticinco mil míseros dólares. El billete roto estaba encima. Lo agité hacia Vince diciendo:

—Mejor tiramos éste.

—No qué diablos. Dámelo y llévate uno de los míos.

—¿Puedes darte ese lujo?

—Por un amigo…

Saqué los cigarrillos y el encendedor. Él sostuvo el billete roto. Yo le prendí fuego. Vince lo extendió, encendió mi cigarrillo y después el suyo. Sostuvo el billete por la punta hasta que la llama le llegó a los dedos.

—Jamás creí que llegaría a hacer eso —dijo.

Y de pronto estábamos riendo de un modo jadeante, abandonado, como si estuviésemos drogados o hubiéramos enloquecido. Entonces recordé sus quinientos dólares y quise devolvérselos, pero él dijo que no, que lo estaba insultando. Dividimos el montón. Obtuve veintiséis bloques de a cien. Vince dijo que él tomaría los de quinientos. Dijo que donde iba a estar podría deshacerse de ellos con más facilidad.

Contemplé mi fajo y lo distribuí de otro modo. Luego miré su montón de dinero. Y sentí una súbita punzada de resentimiento. El montón suyo era más grueso, más frondoso, más abrumador. Después me dije que me estaba portando como un niño. Una vez que supimos la distribución, volví a guardarlo todo en la valija de metal. Aunque las cerraduras estaban rotas, yo había palanqueado con tanto cuidado que ajustaban, manteniendo la valija cerrada. La puse en el armario grande y cerré la puerta. Le llevé más agua; después lo ayudé a ir al baño, luego a desvestirse y acostarse. Vince dijo que había empezado a ponerse rígido. Yo conocía esa sensación.

Salí, di unas vueltas en la camioneta y encontré un merendero, donde comí. Llevé a Vince dos hamburguesas y un recipiente con café. Cuando abrí la puerta tuve el presentimiento ridículo, pero absurdamente fuerte, de que él y el dinero habían desaparecido.

Pero estaba dormido. Pensando que debía comer, lo desperté. Logró tragar una hamburguesa y la mitad del café.

—¿Y ahora? —pregunté.

—Ahora veremos cómo me repongo.

—Eso no va a ser muy pronto.

—Si la carne no empieza a estropearse, con diez días debería bastar. Entonces podré marcharme.

—¿Adónde?

—Tengo un lugar, y una manera de llegar a él. Y el pequeño percance de Carmela significa que no tendré que hacer un viaje colateral.

—¿Quieres decir que lo que yo no sepa no te hará daño?

—Exactamente.

—¿Y esos diez días?

—El lugar más seguro y más cómodo que se me ocurre, Jerry, es tu casa.

Lo medité. Él tenía razón, pero era una imposición. Yo quería librarme de él. Se lo podía vincular con lo sucedido con mucha más facilidad que a mí.

—Oye, ¿entraste legalmente?

—Esta vez, sí.

—Pero si te llevo a mi casa, eso aumenta el riesgo para mí.

—Eso es cierto.

—Cuanto más riesgo, más ganancia, Vince.

Me miró largos segundos; luego bostezó diciendo:

—Dilo tú.

—Un fajo más de los billetes pequeños.

—Esa tarifa es muy alta. Es un alquiler muy elevado.

No creo que el hombre que forzó la valija hubiese tratado de hacer esa clase de trato. Pero yo no era ese hombre. No era tan blando como lo fue él.

—La alternativa, Vince, es que yo te encuentre un lugar donde alojarte. Iré a verte una vez por día y te llevaré comida.

—¿Qué me costaría eso?

—Eso sería gratis.

Cerró los ojos. En el preciso momento en que yo creía que se había quedado dormido, los abrió.

—Está bien. Tú casa. Ahora tienes veintisiete juguetes con los que jugar. Quizá me puedas sacar unos cuantos más.

—Hazme el favor de irte al infierno, Biskay. De todos modos, a ti no te cuesta nada. Cinco de tus fajos de billetes pequeños habrían sido para Carmela. De modo que aún te quedan cuatro de más. Y, amigo mío, yo habría podido escapar con aquel auto mientras tú jugabas al vóleibol con Zaragosa.

Cerró los ojos y dijo:

—Buenas noches, mi querido y viejo amigo. Por eso te elegí, ¿recuerdas? Porque tú no escaparías.

Al día siguiente, lo torturaba el dolor cada vez que intentó moverse. No nos pusimos en marcha hasta poco después de las diez. Durmió con frecuencia, gimiendo en el sueño. Cuando encontré una parada donde merendar, no pudo comer.

Al caer la tarde, cuando lo miré, vi una expresión extraña en sus ojos. Puse el dorso de la mano contra su frente.

—¿Fiebre? —preguntó él.

—Viejo, pareces un horno.

—Es la pierna.

—Tenemos que encontrar un médico.

—¡Al diablo con eso! Soy duro. Sigue la marcha, teniente.

Pero una hora más tarde, en las afueras de Birmingham, se puso a barbotar en español y trató de abrir la portezuela a noventa kilómetros por hora. Se lo impedí. Entró rápidamente en un estupor, mascullando constantemente.

Conseguí alojamiento para los dos en un motel del otro lado de Birmingham, en la Ruta 78 a Memphis, y me costó mucho trabajo meterlo en la habitación. Me dieron una vivienda bien atrás. Vince había perdido el sentido. Pensé lo fácil que sería irme simplemente con el dinero. Con todo. No eran más que especulaciones ociosas.

Llevando dinero suficiente, volví a Birmingham y encontré en una calle pobre a un médico barato que pensaba que cinco mil dólares en billetes de a cien era todo el dinero del mundo. Suficiente para justificar que no informara sobre las heridas de un hombre que se había baleado accidentalmente… dos veces. Lo llevé al motel; él aplicó inyecciones y píldoras y vendó las heridas; luego lo llevé de vuelta donde lo había encontrado. Dijo que Vince no debía viajar por unos cuantos días. Me levanté al amanecer. Vince estaba débil y lúcido. Se le veían los ojos hundidos. Expliqué lo del médico y lo que éste había dicho. Vince afirmó que si yo podía llevarlo al automóvil, podría viajar en él. Tomé cuatro frazadas del motel para hacer una cama en la parte trasera de la camioneta, y dejé un billete de cincuenta dólares en un sobre para el gerente, por si acaso él había corregido el número de patente anotado por mí.

Vince pasó un día muy malo. El dolor que le causaba viajar lo puso de color gris amarillento. Después de oscurecer estacioné junto al camino y dormí dos horas. Luego seguí en la noche, atravesando Springfield y Preston y Kansas City, exigiendo al vehículo. Llegamos a casa a las cinco de la tarde del sábado, exhaustos por el trayecto. Yo tenía la esperanza de que Lorraine no estuviera en casa. No estaba, ni tampoco Irene. Ayudé a Vince a entrar y subir la escalera. No podía caminar. Yo no quería correr el riesgo de una caída. Se sentaba en cada escalón y me ayudaba tanto como podía cuando yo lo alzaba hasta el siguiente. Había adelgazado con rapidez, pero igual era demasiado corpulento para llevarlo.

Lo desvestí, le puse unos pijamas y lo llevé a la cama del cuarto de huéspedes donde se había alojado tan poco tiempo antes.

Todo aquello llevó cuarenta minutos. Después encaré el problema del dinero. Lorraine tenía una mente demasiado activa e inquisitiva. Y yo sabía que iba a indagar para averiguar dónde había estado y qué había estado haciendo yo. Bajé la valija negra por la escalera del sótano. La casa tenía calefacción a petróleo, pero había sido diseñada inicialmente para carbón con un cargador automático. Yo guardaba la leña para la chimenea en el depósito. Podían descargarla directamente en el sótano desde el camión y después apilarla. Había mucha; roble, abedul y arce, casi dos cuerdas, todo apilado. Calculé que esa maldita valija pesaba más de cincuenta kilos, y el mango, mal diseñado, me cortaba y pinchaba la mano. Encendí la luz del depósito; dejé en el suelo la valija y reacomodé la leña encima de ella, trabajando tan rápido que me clavé astillas en la mano. No habíamos usado mucho la chimenea el invierno anterior. Las chimeneas son adecuadas para largas y placenteras veladas matrimoniales. Nosotros habíamos llegado al punto en que encendíamos fuego únicamente cuando dábamos una fiesta.

Había pedazos cortos y gruesos suficientes para que yo pudiese hacer un trabajo aceptable. Al volver, me lavé las manos y me extraje las astillas más evidentes con las pinzas para las cejas de Lorraine. Ansiaba darme una ducha, pero todavía quedaba el problema de los veinticinco mil dólares en mi valija. Trasladé quinientos a mi cartera, puse el resto en un grueso sobre de papel Manila, retiré totalmente el último cajón de mi escritorio y pegué el sobre detrás con tela adhesiva. Aunque era lo bastante abultado como para impedir que el cajón se cerrara del todo, pensé que estaba seguro.

Eran más de las seis. Fui a ver cómo estaba Vince. Dormía con sueño liviano. Cuando me senté en el borde de la cama, despertó.

—¿Qué tal sigues?

—¡Dios santo, me alegro de haber salido de esa carretera! El infierno es un lugar donde te tienen encerrado en una camioneta.

—No hemos tenido muchas ocasiones de hablar. Tengo que decirle algo a Lorraine.

—No le digas mucho.

—Si hacemos un gran misterio, será peor.

—Entiendo a qué te refieres, Jerry.

—Sería bueno omitir las balas, ella lo deducirá a partir de allí. Tres copas y hablará hasta por los codos. Tiene que ser algo aburrido.

—No hay en el mundo nada más aburrido que la operación de otra persona, Jerry.

—Buena idea, pero ¿de qué clase?

—Que sea algo así como una bursitis. Me abrieron el hombro y la cadera y me rasparon porquería del hueso o lo que se haga en esas ocasiones.

—Está bien. Tú me dijiste la vez anterior en que estuviste aquí que te ibas a hacer operar. Puedes decir que se lo dijiste a Lorraine también. Cuando está medio borracha oye muchas cosas que no recuerda, de modo que lo aceptará. Así que yo me detuve para ver cómo seguías. Pero ¿dónde?

—Digamos Filadelfia.

Sonaba bien. Yo había traído a Vince a mi casa. Tratándose de Vince, Lorraine no objetaría, dado el modo en que reaccionaba hacia él.

—¿Y el dinero? —preguntó él.

—Está seguro.

Me miró antes de responder:

—Muy bien. Es bueno saber eso. Pero ¿adónde está?

—Ya te dije que está seguro.

Con un esfuerzo se apoyó en el codo izquierdo. El sol, ya bajo, penetraba por las ventanas del oeste. Tocaba la incipiente barba, oscura, aunque con un matiz cobrizo.

—Jerry, tratemos de mantener esto controlado. Es mucho dinero. Es tanto dinero que te puede distorsionar, impedirte pensar cuando estás demasiado cerca de él. Creo que yo debería saber dónde está.

—En el sótano. En el depósito de carbón. Le apilé leña encima.

Suspiró al reclinarse, diciendo:

Perfecto.

En ese momento, oí el enérgico y laborioso traqueteo del Porsche de Lorraine al entrar en la calzada.

Bajé y salí a su encuentro cuando ella entraba en la cocina.

—Vaya, vaya, ¿qué tal? —preguntó. Llevaba puesta una breve y colorida malla, un albornoz azul de playa que le llegaba a las caderas. Tenía el oscuro cabello enroscado, tirante por el agua.

—¿Fuiste a nadar?

Llevó al mostrador una cubetera con hielo.

—¡Cielos, no! Fui a bailar. ¿Tuviste buen viaje, querido?

—Bastante bueno. Traje un huésped.

Echó hielo en su vaso, y girando sobre sí misma me miró furiosa.

—¿Qué clase de ridícula…

—Recordarás que Vince nos habló de la operación que se iba a hacer. Eso en los huesos del hombro y la cadera.

Se le nublaron los ojos y se mordió el labio inferior.

—Algo vagamente, creo.

—Lo visité en Filadelfia, a ver cómo seguía.

—¡Fuiste hasta Filadelfia!

—Estuve en muchos lugares. No estaba demasiado bien atendido allá. Por eso lo convencí de que volviera conmigo. Tendrá que permanecer un tiempo en cama.

—¡Pobrecito!

—¿No tienes inconveniente?

—¡Por favor! Yo no lo tengo. Irene tal vez sí. Pero lo cierto es que no ha tenido gran cosa que hacer aquí en los últimos tiempos. ¡Cuernos, le dije que podía irse después del almuerzo! ¿Qué va a comer Vince?

—No va a querer gran cosa. Sopa y tostadas. Yo puedo comer afuera.

—Voy a cenar en el club. Puedo prepararle algo antes de salir —me miró con atención—. Jerry, tienes un aspecto desastroso. Estás demacrado.

—Es que manejé mucho.

Se llevó arriba el vaso lleno. Cuando fui a nuestra habitación, la oí hablar con Vince, oí la voz profunda de él contestarle.

Me di una rápida ducha. Cuando entré en el dormitorio en calzoncillos, Lorraine estaba con su túnica junto a mi escritorio, mirando un librito de fósforos de papel.

—Sí que anduviste, querido. Estos fósforos son de un motel de Stark, Florida.

—Pues… no llegué tan lejos. Debo haberlos recogido en otro motel. Quizás sea una cadena.

—Nuestra cuenta bancaria está prácticamente agotada. ¿Qué piensas hacer al respecto?

—Depositaré algo, pero no mucho. Lorraine, tienes que andar despacio. Las cosas ya no son como antes.

—¿De quién es la culpa? Podrías volver a empezar con papá el lunes, ¿lo sabes?

—Anda despacio, ¿quieres?

—Tal vez lo haga y tal vez no. ¿Qué harás tú con respecto a un trabajo?

—No lo he decidido.

—¿Así que tus tan queridos amigos no quisieron prestarte un centavo? No me sorprende. Mejor será que decidas lo que vas a hacer. La gente va a pensar que estás un poquito chiflado. ¡Qué aspecto horrible tiene Vince!

—Creo que estuvo bastante enfermo.

—Me parece que no estaba en condiciones para viajar tan lejos.

—Es duro.

Después de darse una ducha, preparó sopa y tostadas para Vince. Después se quitó la túnica para ponerse un vestido de noche. Desde la ventana de Vince, la observé alejarse, con la capota del autito baja, el negro cabello sujeto en su lugar con un colorido pañuelo. Oí el traqueteo cuando Vince dejó aparte su bandeja.

Lo ayudé a ir al baño y después lo acomodé para pasar la noche, con agua, pildoras y despertador en la mesita de luz. Yo sentía que debíamos hablar de algo, pero tenía la mente demasiado embotada por la fatiga. Estaba muy cansado para salir a comer. Dejé la bandeja de Vince en la cocina. Comí el trozo de tostada que él había dejado, bebí leche y me fui a la cama. El sueño llegó tan rápido que fue como ahogarse en un charco de tinta negra y tibia.

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