Dinero fácil

Dinero fácil


Capítulo sexto

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Capítulo sexto

CAPÍTULO SEXTO

Cuando desperté a las diez, Lorraine seguía durmiendo. Irene tenía los domingos libres. Bajé y saqué el diario dominical del seto donde el repartidor lo había tirado; puse a hacer café y examiné cuidadosamente el diario.

Había un largo y pausado análisis de la rebelión de Meléndez. Lamentablemente, Raúl Meléndez se había ahorcado en su celda de la prisión federal en la capital. La rebelión estaba totalmente aplastada, y el ejército del general Peral se había apoderado de las armas acumuladas. Todas las figuras claves de la rebelión estaban muertas o en prisión. Las cuantiosas posesiones de Meléndez habían sido incautadas por el Ministro del Interior. Se había levantado el toque de queda, y se creía que la industria turística no sufriría efectos adversos.

Casi al final del largo artículo había un breve párrafo significativo. Venía después del relato sobre el infortunado vuelo de Carmela de la Vega.

“Se busca también al piloto personal y ayudante confidencial de Meléndez, un ciudadano naturalizado del país, de origen norteamericano, llamado Vince Biskay. Se ha establecido que Biskay salió del país en transporte aéreo comercial el cuatro de mayo, cuatro días antes de la rebelión. Se ignora adónde iba. En vista de su estrecha asociación con Meléndez durante un período de varios años, no se considera probable que regrese. Fuentes informadas creen posible que Biskay busque asilo político en Cuba, donde la familia Meléndez conserva cuantiosos intereses. Biskay era considerado como un hombre misterioso y un soldado de fortuna”.

También se asignaba considerable espacio al asesinato en Tampa, pero en ninguna de las dos crónicas se sugería alguna conexión entre los dos acontecimientos. El Ford azul y blanco había sido recobrado en Ybor City, la sección latina de Tampa, y se estableció que había sido robado de una playa de estacionamiento en el centro de Tampa alrededor de la una, dos horas antes del tiroteo. El sedán negro, manejado por un chofer, en el cual el moreno desconocido había escapado de los criminales, había sido hallado por la policía de Tampa, resultando ser un coche alquilado. Según los registros de la agencia, el hombre que lo había alquilado era un residente local llamado Daniel Harland, un pescador comercial. Al ser detenido e interrogado por la policía, Harland dijo haber sido interpelado en la calle por un hombre bien vestido que le preguntó si tenía licencia para conducir y la llevaba consigo. Harland le contestó que sí. Cuando Harland aceptó ayudar al desconocido, caminaron hasta media cuadra de la agencia de automóviles alquilados. El individuo envió a Harland con un depósito de cien dólares e instrucciones de alquilar un sedán negro de mediano precio para arriba. Cuando Harland entregó el auto al desconocido, éste le dio los cincuenta dólares que le había prometido por sus molestias.

Cuando se recobró el coche, tenía una ventanilla destrozada por una bala, y gran cantidad de sangre en el suelo atrás, lo cual condujo a la policía a suponer que el hombre que había escapado de los criminales estaba gravemente herido. Se había avisado a todos los médicos de la zona que estuvieran alerta si alguien solicitaba tratamiento para una herida de bala.

La policía había encontrado huellas digitales borroneadas y confusas en ambos vehículos; aún no se sabía si se las podría utilizar para fines de identificación.

El embajador de… en Washington había hecho una declaración discreta y cautelosa a los efectos de que no faltaba ningún documento oficial, que evidentemente el crimen no tenía motivaciones políticas y que era probable que el asesinato del señor Álvaro Zaragosa hubiese tenido alguna razón personal.

Cuando subí llevando a Vince el diario y un poco de café, estaba en el baño. Cuando salió me adelanté para ayudarlo. Estaba pálido como el yeso bajo su tostado, con los labios fuertemente apretados, los ojos agobiados de dolor. Lo ayudé a llegar a la cama. Se estiró y lentamente su color mejoró.

—¿Por qué no llamaste?

—Tengo que poner la maquinaria en marcha alguna vez. Estuve demasiado tiempo de pie afeitándome. Casi me desmayé —agregó apoyándose en las almohadas mientras yo le pasaba su café—. ¿Estamos en los titulares? —preguntó, advirtiendo el diario.

—Se te menciona por tu nombre.

Pareció dejar de respirar. La taza de café se sacudió; luego se afirmó.

—¿Tampa?

—No, lo otro.

—No vuelvas a hacerme eso, hijo de perra. Bien sé que era probable que se me mencionara respecto de ese otro asunto. Déjame verlo —leyó ambos artículos, luego tiró el diario a un lado—. Nuestra situación se presenta cada vez mejor, teniente.

—Eso es algo de lo que quiero hablarte. Desperté pensando en eso. Tú creíste reconocer a uno de esos dos pillos.

—No estoy seguro ni mucho menos.

—Pero él pudo haberte reconocido. Tal vez por eso hayan cometido la estupidez de atacar a Zaragosa en un sitio tan público. Tal vez pensaban seguirlo y apoderarse del dinero en un lugar más sensato, pero al reconocerte con Zaragosa comprendieron que debían actuar enseguida.

—¿Y?

—Vince, ¿existe alguna remota posibilidad de que sepan dónde estás ahora?

Se pellizcó el puente de la nariz.

—Ni una posibilidad en el mundo. ¿Te sientes mejor?

—Mucho mejor. Ahora, la cuestión siguiente. Hasta que podamos separarnos, Vince, hasta que estés bien como para partir, estamos metidos en esta situación. Pero no termina cuando nos separemos.

—¿A qué te refieres?

—No te hagas el tonto, Vince. Suponte que yo meta la pata y me arresten y me pidan que explique de dónde saqué un millón de dólares en efectivo, ¿crees acaso que van a dejarme decir que lo encontré bajo una hoja de lechuga, que lo gané a las carreras o que lo estuve ahorrando durante mucho tiempo? Querrán saber adónde fui cuando me ausenté. Por qué te traje. Adónde fuiste tú al irte, cuánto dinero tenías, de dónde lo sacaste y cómo. Y me seguirán interrogando hasta que yo te implique en lo sucedido. Eso significa que tú tienes un verdadero interés en asegurarte de que yo no cometa errores. Y esto vale en ambos sentidos. Quiero tener la certeza de que no cometerás errores.

Vince me miró burlón.

—Jerry, yo sé muy bien cómo voy a salir del país. Sé adónde voy. Tengo una nueva identidad completa que adoptaré. Lo único que me importa es que no te metas en líos durante ocho días después de mi partida. Después de eso, muchacho, puedes conseguirte un camión sonoro y recorrer las calles de arriba a abajo contando todo lo sucedido. Me importará un cuerno.

—¿Cómo piensas sacar el dinero del país?

—Tengo un método infalible. No hace falta que sepas más.

—¡Demonios! ¿Y si yo quiero sacar el mío también?

Amigó el entrecejo al responder:

—Veamos… No manejas aviones. Te ofreceré entonces una variante. Ve a la zona de San Diego o a la de Brownsville donde tenemos límite acuático común con México. Alquila una embarcación para pescar. Baja por la costa mexicana. Toca tierra en un lugar desierto. Esconde el dinero donde puedas encontrar lo. Regresa y devuelve la barca. Cruza legalmente la frontera, ve en busca del dinero y sigue camino. O bien, si quieres un método bien sensato, ve a Nueva York, compra giros bancarios a cambio de efectivo, de a quince y veinte mil dólares por vez. Visita todos los bancos que puedas. Después ve a Boston y haz lo mismo, y a Filadelfia y haz lo mismo. Sesenta o setenta bancos. Sesenta o setenta papeles. Vete en avión a Suiza. En la Aduana no tendrás problemas con los giros. Di que vas en viaje de compras. Abre una cuenta numerada en un banco suizo. Haz un acuerdo inversor con ellos. Cuando te establezcas en algún lugar, escríbeles diciendo cuánto quieres por mes. Vivirás para siempre como un rey. O bien… déjame ver, contrabandea el dinero, si quieres correr el riesgo. Eres un sujeto hábil. Compra un coche norteamericano grande y oculta el dinero en él. Hay muchos lugares adecuados. Embarca el automóvil a Europa con tu pasaje. O si quieres algo realmente rápido, compra diamantes. Tendrás una gran pérdida cuando te deshagas de ellos en el extranjero, porque todo el tráfico de contrabando es en sentido opuesto y nadie los estará buscando. Déjame seguir pensando, y se me ocurrirá algo más. Podrías…

—Está bien, Vince. Está bien. Es suficiente.

—Ayer cuando me encontraba muy debilitado, Jerry, tu esposa estuvo tratando de sondearme acerca de tus planes. De lo que vas a hacer. Pensaba que yo podía haber hablado contigo. Te diré que está bastante alterada.

—No tengo ningún plan especial.

—¿Qué harás?

—Después de tu partida, aceptaré las condiciones de ella para un divorcio. Esperaré a que sea definitivo; luego saldré del país.

—No me interesa lo que hagas después de mi partida, muchacho, pero no querré viajar durante una semana por lo menos. Tal vez más. Y no quiero que ella se extrañe porque tú crees que no tienes que trabajar. De modo que, ¿por qué no vuelves con su padre? Luego puedes renunciar otra vez. Pero eso la tranquilizará.

Aunque la idea era asombrosamente desagradable, supe enseguida que tenía razón. Volver al antiguo esquema. Entonces no se llama la atención. Entonces la gente no empieza a extrañarse por lo que uno hace. Probablemente no sería tan difícil, puesto que yo sabría que era solamente algo temporario.

—Pues… empezaré el lunes —dije.

—Así me gusta.

Pude oír el estruendo de la ducha de Lorraine. Me di cuenta de que la oía desde hacía un rato. Hablé un poco con Vince y luego volví a nuestro dormitorio. En blusa anaranjada y pantalones negros, Lorraine, inclinada hacia el espejo de su tocador, se dibujaba una boca con pintura.

—Buenos días —le dije.

—Hola. ¿Cómo está el paciente?

—Le llevé un poco de café, pero le vendría bien comer algo.

—Habrá comida en seguida. ¿Huevos revueltos, te parece, Jerry?

—Le vendrán bien. Y a mí también, si hay huevos suficientes. ¿Té divertiste anoche?

Se encogió de hombros al responder:

—El grupo de costumbre.

—Lorraine, mi vida, estuve meditando y he decidido volver mañana a mi antiguo puesto.

—¿Volverás con papá? —exclamó muy complacida; yo asentí con la cabeza—. Creo que te estás mostrando muy inteligente, Jerry. Sinceramente, me has tenido tan preocupada. Tengo que saber cuál es la situación. Tú sabes eso. Simplemente odio la inseguridad. —Se levantó y creí que deseaba que la besara, pero me eludió, apretó su mejilla contra la mía y dijo:

—No me enchastres la boca.

Como yo había cedido ante ella, estaba dispuesta a ser cordial. Una tregua incierta, pero era lo mejor que pudimos lograr jamás. En todas las disputas anteriores habíamos ido demasiado lejos, diciendo todas las cosas que no debían haberse dicho, tratando en nuestra desesperación de infligir una herida mortal. Y así pusimos fin a nuestra capacidad de herir profundamente. Ahora las peleas eran una rutina vacía, una pasión simulada. Era como si representáramos pequeños papeles en una pieza teatral de éxito que estaba en cartel desde hacía años. Todos los pies se habían vuelto automáticos. Sentíamos una indiferencia casi total el uno hacia el otro, pero teníamos que mantener el simulacro de interés, de ligazón. Recordando lo que había dicho Liz sobre casarse con un hombre, deseé haberme casado con una mujer. Pero estaba casado con una niña traviesa, desordenada y un tanto depravada. Mamita y papito estaban cerca, y estaba Irene para las tareas pesadas, y el club como terreno de juegos y el Porsche como juguete, y ella podía cruzar a la deriva todos sus pequeños días vidriosos con una copa en la mano.

—Jerry, ¿por qué no vas a decírselo a papá? Ha estado realmente muy inquieto. Y tú fuiste muy grosero con él.

—¿Después de todo lo que hizo por mí?

Me miró de manera peculiar.

—Sí, por supuesto.

—Yo estaba en una esquina mendigando cuando llegaron los Malton, y…

—Por favor no empecemos otra vez con eso. No te hará ningún daño ir a decírselo. Ya habrán vuelto de la iglesia. Y cuando regreses, tendré el desayuno preparado.

De modo que caminé desde el ciento dieciocho de la calle Tyler hasta el ciento doce de la misma calle y oprimí el botón que desencadenó un verdadero concierto de campanillas. Antes de apagarse las últimas notas, apareció Edith Malton desde la penumbra de la sala, oliendo a lavanda y algo parecida a una criatura del mar temerosa y comestible que nada hacia la entrada grieta en el coral, con la esperanza de burlar a algo que se dispone a comérsela.

En su relincho eléctrico me dijo que su Edward estaba en la cocina tomando más café.

Sentado en mangas de camisa, menudo y pulcro y rosado y blanco, E. J. parecía como si una madre indulgente lo hubiese bañado y peinado y anudado su corbata cinco o seis veces hasta dejarla exactamente bien.

—Vaya, buen día, buen día, buen día —dijo entrechocando vajilla—. Siéntate. Toma un poco de café, toma un poco de café. Edith, dale a Jerry un poco de café.

Lo hice rápido, en la esperanza de que así sería un poco menos penoso. No lo fue.

—E. J., si me aceptas, puedo empezar a trabajar de nuevo mañana.

Los dos me miraron radiantes, como si yo acabara de recordar todas mis líneas en la representación teatral navideña. E. J. dijo que no me guardaba rencor. Dijo que su modo de hacer las cosas era el modo correcto, y que él sabía que tarde o temprano yo comprendería eso. Pensaba que yo tenía la cordura suficiente para ver eso. Se alegraban por el bien de Lorraine, que había estado muy inquieta por todo lo sucedido. La pobre chica estaba en medio de todo. Su primer deber era hacia su marido, por supuesto, pero era muy desagradable cuando había peleas en la familia. Podíamos olvidarnos de todo lo referente a esta pequeña dificultad. Lo descontaría de mis vacaciones. Ja, ja, ja. Ahora trabajaríamos juntos y haríamos de Park Terrace el mejor proyecto de urbanización de este lado del Estado. Quizá fuese buena idea vender las casas en calle Tyler y mudarse a otras nuevas en Park Terrace.

Emprendí el regreso a pie. Se habían pegado a mí largo rato. Vince y Lorraine habían terminado el desayuno. Ella me había guardado el mío. Mientras yo comía, fue a sentarse frente a mí en el reservado de la cocina y dijo:

—Esta tarde Dave y Nancy Brownell volverán a ofrecer una de sus comidas. Nos invitaron el miércoles pasado. Les contesté que no sabía si tú estarías de vuelta, pero que yo iría. Dijeron que si volvías a tiempo, no dejaras de ir.

Los Brownell vivían en la calle Van Dorn, la siguiente, y tan cerca que cuando íbamos, podíamos salir por los fondos de nuestra casa y cruzar la propiedad de Carl Gowan. Lorraine dijo que podía llevar un plato desde la fiesta para alimentar a Vince.

Fuimos un poco después de las dos. La fiesta estaba en plena ebullición. Unos cuarenta adultos y setenta y cinco niños. Tinas llenas de hielo y cerveza, o hielo y bebidas gaseosas. Aunque había allí muchos amigos de Lorraine, el grupo era razonablemente convencional. Divisé a George Farr y Carl Warder. Fui al sitio donde Tony, del club, atendía un bar al aire libre y me conseguí un buen martini. Después bebí un poco más. Tal vez fuese el alivio de la tensión sufrida en Tampa y durante el viaje. Bebí tanto, que fui descortés con Carl Warder, que había tratado sinceramente de ayudarme, y un poco menos descortés con George Farr, que había querido darme empleo. Estaba en gran forma. Comí la tercera parte de un enorme bistec, luego volví a la casa y observé a Lorrie y sus dos mejores amigas, Mandy Pierson y Tinker Velbiss, que con risas y sonrisitas falsas se apretujaban en torno a la cama de Vince, turnándose para ofrecerle grandes trozos de carne. Él molía la carne con sus lentas mandíbulas y se lo veía arrogante, perezoso y satisfecho. Volví a la fiesta, bebí cerveza y volví de nuevo a la ginebra; perdí el sentido en una silla de lona y desperté después de oscurecer, mucho después de que todos los niños se fueran a casa. Pequeños grupos elevaban sus lúgubres voces en cerrada armonía, y algún gracioso me había llenado los bolsillos de papas fritas.

Tinker me encontró en la oscuridad y me acarició sobre la silla de lona. Hacía mucho tiempo que andábamos en un flirteo estilizado. Ella dijo que su Charlie se había quedado dormido y mi Lorrie había ido al club con su grupo.

El bar estaba cerrado y decidimos que necesitábamos un trago, de modo que recorrimos dos cuadras hasta la casa de ella donde Charlie había quedado metido en la cama. Ella envió a la bay sitter a su casa. Preparamos unos tragos. Nos sentamos en el living-room a oscuras, bebimos nuestros tragos y luego, sin plan ni designio, estuvimos sobre el diván, ebrios pero expertos, Jerry Jamison y la mejor amiga pelirroja que su esposa había tenido jamás. Todo fue turbulento, carente de sentido y competente. Después compartimos un cigarrillo. Y ella tuvo un ataque de monstruosos bostezos. Y nos acomodamos las ropas en la oscuridad. Y ella me acompañó a la puerta y nos dijimos buenas noches en culpables susurros, y ella dejó de bostezar el tiempo suficiente para besarme con total indiferencia.

Cuando llegué a casa Vince leía, sentado en la cama. Me pidió que le llevara un poco de cerveza fría y algunas galletas y queso si teníamos. Cuando se lo llevé, me dijo que fuese a limpiarme el lápiz labial. Tinker me había pintarrajeado generosamente.

Y me fui a la cama tropezando. Cuando estaba por dormirme, me pregunté qué iba a comprar Vince con su parte del dinero. Y qué compraría yo. Me pregunté qué deseaba. No una serie de Tinkers, con sus piernas lindas aunque algo gruesas y su promiscuidad automática.

Tal vez lo que yo quería era lo que había creído obtener al casarme con Lorrie.

Pero para eso era un poco tarde.

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