Diablo

Diablo


Capítulo 15

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—GRACIAS, Emmy. —De pie y con los brazos a la espalda ante la ventana de su salita, Honoria observó a la criada que recogía la bandeja de su merienda—. ¿Ha vuelto a casa su alteza?

—Me parece que no, señorita. —Emmy se irguió con la bandeja—. Si quiere, puedo preguntar a Webster.

—No, gracias, Emmy. —Honoria esbozó una sonrisa forzada—. Era una pregunta ociosa.

Muy ociosa. Se preguntó cuánto más ocio podría soportar. Habían regresado de Berkeley Square pasadas las tres de la madrugada y había caído presa de un sueño profundo. El placer que le había proporcionado Diablo la había satisfecho y, al despertar, había decidido no esperar más tiempo para pedir más. Ataviada con uno de sus atuendos más atractivos, se dirigió a la planta baja.

Al llegar, descubrió que la sala del desayuno estaba vacía; los lobos estaban ausentes. Webster la informó de que su alteza había desayunado temprano y había salido a dar un largo paseo. Tras desayunar en solitario esplendor —la noche anterior la duquesa madre había declarado su intención de no levantarse hasta pasado mediodía—, Honoria se retiró a su salita, donde esperó, cada vez más impaciente.

¿Cómo se había atrevido Diablo a pedirle una declaración y luego marcharse a dar un largo paseo? Apretó los dientes y oyó cerrarse la puerta principal. Le llegaron unas voces airadas y frunció el entrecejo. Se acercó a la puerta, la abrió y reconoció la voz de Webster, que profería exclamaciones.

¿Algo había sacado a Webster de su imperturbabilidad? Honoria fue hacia las escaleras. Tenía que haber ocurrido una catástrofe.

Conteniendo el aliento y con unos ojos como platos, se recogió la falda y corrió.

Al llegar a la galería, se inclinó sobre la barandilla y vio una escena preocupante. En el vestíbulo, los criados se arremolinaban alrededor de una figura maltrecha y soltaban exclamaciones. Se trataba de Sligo, pálido, tembloroso, con un brazo en un improvisado cabestrillo y cortes y contusiones en la cara.

Con el corazón palpitando, Honoria oyó la voz de Diablo, profunda y sonora. Se sintió tan aliviada que tuvo que apoyarse en la barandilla para superar el mareo. Respiró hondo y siguió bajando.

Diablo salió de la biblioteca y Honoria se agarró de nuevo a la barandilla. Llevaba la chaqueta desgarrada y sus pantalones de ante, siempre inmaculados, estaban polvorientos y manchados, lo mismo que sus botas. Unos alborotados rizos negros enmarcaban su rostro fruncido, en cuya mandíbula había una herida.

—ID a buscar a los matasanos. Silgo necesita que le arreglen ese hombro.

—¿Y vos, su alteza? —Webster, que lo seguía, movió las manos como si quisiera sostener a su amo.

Diablo se volvió y vio a Honoria en las escaleras. Con la mirada clavada en la de ella, dijo:

—No me pasa nada a excepción de unos cuantos arañazos —dijo. Miró a Webster con ceño—. Deja de preocuparte. Los Cynster somos invencibles, ¿no lo recuerdas? —Dicho esto, se dispuso a subir—. Que me suban agua caliente —añadió—. No necesito nada más.

—Yo mismo os la subiré, su alteza. —Con la dignidad herida, Webster se dirigió a las cocinas.

Diablo subió la escalera y Honoria esperó. En las desgarraduras de su chaqueta había astillas de madera.

—¿Qué ha ocurrido?

—Se ha soltado un eje del carruaje —respondió Diablo mirándola a los ojos.

En la camisa tenía pequeñas manchas de sangre y él se movía deprisa, aunque sin su elegancia habitual. Continuó subiendo y Honoria lo siguió.

—¿Dónde?

—En el páramo de Hampstead. —Sin esperar que ella formula otra pregunta, añadió—: Necesitaba que me diera el aire, por lo que fui hacia allí y dejé que los caballos galoparan. Íbamos casi volando cuando se soltó el eje.

—¿Se soltó? —Honoria palideció.

—Se rompió —aclaró él encogiéndose de hombros—. Tal vez chocó contra algo, pero no lo creo.

Al llegar a lo alto de las escaleras, enfiló el pasillo. Honoria imaginando la escena y, como no le gustó nada, lo siguió.

—¿Y los caballos? ¿Eran los bayos?

—No. —Diablo le lanzó una mirada—. Estaba probando la velocidad de un par de caballos negros. —Torció la expresión—. Tuve que matar a uno inmediatamente, pero sólo llevaba una pistola. Por fortuna apareció Sherringham y me prestó la suya y nos trajo de vuelta.

—Pero ¿qué ocurrió, exactamente? —insistió ella.

—El eje se soltó debajo de la caja del asiento. En realidad lo que se soltó fue el faetón. —La miró con impaciencia—. Tuvimos mucha suerte, pues Sligo y yo salimos despedidos y yo caigo mejor que él.

—¿Y el carruaje?

—Hecho astillas.

Llegaron al final del pasillo. Diablo abrió la gruesa puerta de roble y entró. Se detuvo en el centro de la estancia, sobre una alfombra de intensos colores. Empezó a quitarse la chaqueta.

—Trae —dijo Honoria, detrás de él, tirando de la prenda. Le quitó un hombro, luego el otro y después las mangas—. ¡Cielos! —exclamó, dejando caer la chaqueta.

La camisa estaba desgarrada en la espalda, en el lugar que había recibido el impacto de la caída. Las heridas habían sangrado y se veían numerosos cortes. Por fortuna, los pantalones y las botas lo habían protegido. De cintura para abajo no tenía heridas.

Antes de que ella reaccionara, Diablo se quitó la camisa pasándosela por encima de la cabeza. De pronto se quedó inmóvil y al punto se volvió como movido por un resorte.

—¿Qué demonios haces aquí?

Honoria tardó un instante en posar la mirada en su rostro. Por un momento, la expresión de Diablo le pareció incongruente; detrás de él había una maciza cama con dosel. Con una rápida mirada, ella vio los suntuosos colgantes, en distintos tonos de verde, el cabezal con espléndidos adornos tallados, las sábanas de seda, el grueso edredón y varias almohadas. Honoria lo miró de nuevo.

—Tienes cortes que sangran en la espalda. Habría que curarlos.

—No tendrías que estar aquí —dijo Diablo, maldiciendo para sus adentros.

—No seas ridículo. Las circunstancias justifican esta inconveniencia.

—Pues no estoy en mi lecho de muerte —replicó Diablo.

—Pero tienes muchos cortes y arañazos en la espalda.

Diablo la miró enojado y se volvió para mirarse por encima del hombro.

—Pues no me duelen, no están tan mal. Puedo cuidar de mí mismo.

—¡Cielo santo! —Honoria puso los brazos en jarras—. Deja de comportarte como un niño. Lo único que pretendo es limpiarte las heridas y aplicarles un poco de bálsamo.

—De eso precisamente se trata —repuso él—. No soy ningún niño y tampoco estoy agonizando.

—Por supuesto que no —coincidió Honoria—. Pero si eres un Cynster, eres invencible, ¿no te acuerdas?

—Honoria, si quieres jugar a ser mi ángel salvador, primero tendrás que casarte conmigo —dijo Diablo con aspereza.

Honoria perdió la paciencia. Había esperado tanto para anunciarle que se casaría con él que ya no sabía cómo decírselo. Se le acercó, puso el dedo índice sobre su pecho y proclamó:

—Si finalmente decido casarme contigo —él retrocedió instintivamente un paso—, quiero estar segura de que te comportarás como una persona razonable. —A Honoria empezaba a dolerle el dedo—. ¡En cualquier circunstancia! —Diablo retrocedió más sin que ella se despegara y chocó contra el extremo de la cama. Honoria siguió clavándole el dedo—. ¡Por ejemplo, ahora! —Lo miró con expresión de desafío y le hincó el dedo una vez más—. ¡Siéntate!

Él compuso una expresión inflexible. Los ojos, verde sombra, ardían en rescoldos de ofuscación. Estaban frente a frente, sosteniéndose la mirada, las voluntades enfrentadas, pero de repente Diablo desvió la mirada hacia la puerta.

Honoria aprovechó esa oportunidad y, tras apoyar las manos en su grueso pecho, lo empujó con fuerza.

Diablo cayó sentado en la cama y masculló entre dientes.

—El agua, su alteza. —Con el codo, Webster abría la puerta, que había quedado entornada.

—Necesitaré un poco de bálsamo, Webster.

—Por supuesto, señorita. —Sin pestañear, Webster le tendió la jofaina—. Voy a buscarlo inmediatamente.

Cuando se marchó, Honoria se volvió y vio que Diablo la miraba furioso.

—No es una buena idea —dijo.

Ella arqueó la ceja, dejó el recipiente en el suelo y lo riñó.

—No te quejes. Sobrevivirás.

Diablo vio que la falda se le ceñía sobre las nalgas y sacudió la cabeza.

—Tal vez sí, pero ¿me curaré?

Honoria lo midió con la mirada al tiempo que escurría un paño. Se puso en pie, dobló la tela y se plantó junto a él, casi rozándole el muslo con las piernas. Descubrió un corte profundo en un hombro. Bajo sus dedos, la piel de Diablo quemaba. Estaba muy viva.

—Piensa en otra cosa —dijo ella, antes de empezar a lavar la herida.

Diablo cerró los ojos y respiró hondo. «Piensa en otra cosa». Porque estaba sentado, si no, ella habría sabido en qué cosa estaba pensando. Sus arañazos y cortes apenas contaban entre sus aflicciones. Su herida más grave pulsaba de manera uniforme y eso sólo acababa de empezar. Honoria estaba muy cerca, inclinada sobre él, palpándole el hombro, y su perfume lo envolvía, turbándole los sentidos.

Diablo apretó los puños y los apoyó en las rodillas. Cuando Webster regresó con el bálsamo, suspiró aliviado.

—¿Cómo está Sligo?

Le costó un esfuerzo pero consiguió que su mayordomo siguiera hablando hasta que, con todas las heridas lavadas y untadas de bálsamo, Honoria retrocedió un paso.

—Ya está. —Se secó las manos en la toalla que Webster le tendía y lo miró de soslayo inquisitivamente.

Diablo le devolvió la mirada con rostro inexpresivo. Esperó que Webster recogiera sus maltrechas prendas, las toallas, el bálsamo y la jofaina y saliera de la habitación. A continuación, Diablo se levantó y se puso detrás de Honoria. Hacía cinco minutos que había perdido la batalla con sus demonios.

—¡Oh! —exclamó ella, sobresaltándose—. ¿Qué…? —Al ver que él la miraba a los ojos, tuvo la sensación de que estaba a punto de ser devorada. Él le tomó el rostro con la mano y bajó la cabeza.

No esperó a que le dieran permiso, tácito ni de ningún otro tipo, sino que la besó con rapacidad. Honoria sintió que se le derretían los huesos. Ante aquel asalto, su resistencia cayó. Él la empujó suavemente y las piernas de Honoria chocaron contra la cama, en la que cayeron juntos. Ella boca arriba y él encima.

Directamente encima de ella.

Todo intento por recuperar el control se desvaneció; el deseo rugía en su interior, y su cuerpo estaba tenso, rígido, dispuesto a poseerla, a encender de inmediato las hogueras. Honoria le pasó los brazos alrededor del cuello y, en un estado febril, le devolvió el beso.

Diablo hundió las manos en la colcha y las deslizó debajo de sus caderas para apretarla contra su cuerpo. Honoria sintió la columna de su pasión, más hinchada y más fascinante que nunca. Se restregó instintivamente contra aquel bulto, deseosa y anhelante.

—¡Dios todopoderoso!

Pero Diablo se apartó y la levantó rudamente de la cama. Llevada en vilo en sus brazos y parpadeando frenéticamente, Honoria vio que se acercaban a la puerta y que Diablo la abría y luego la depositaba en el pasillo.

—¿Qué…? —Con los pechos hinchados, lo miró a la cara, con el resto de la pregunta escrito en los ojos.

—Tu declaración —repuso Diablo, señalándole la nariz con el dedo. Se le veía dispuesto a todo, con el cabello negro despeinado, el entrecejo fruncido y los labios apretados. Su pecho subía y bajaba de manera palpitante.

Honoria respiró hondo.

—¡No, ahora no! —La regañó Diablo—. Será cuando hayas pensado en ello de la forma adecuada.

Y acto seguido cerró la puerta.

Honoria se quedó boquiabierta y al punto se dispuso a abrir la puerta. Justo en ese instante, oyó que él echaba el pestillo por dentro.

Incrédula, miró la puerta de nuevo. Luego cerró los ojos con fuerza, apretó los puños y esperó.

Abrió los ojos y la puerta seguía cerrada.

Honoria encajó la mandíbula, se volvió sobre los talones y se alejó.

Diablo huyó de la casa y se refugió en la galería Manton’s. La tarde estaba avanzada y a esa hora muchos de los amigos que todavía estaban en la ciudad se acercaban por allí y pasaban un par de horas disparando a unas dianas en un ambiente de camaradería.

Miró los puestos de tiro y distinguió una cabeza morena. Se acercó y esperó que disparase la pistola antes de decirle:

—Vaya, hermanito, casi no has apuntado antes de disparar.

Richard volvió la cabeza y arqueó una ceja.

—¿Te estás ofreciendo a darme clases, hermano?

—Hace años que he desistido de enseñarte nada —replicó Diablo con una sonrisa—. Yo pensaba en una competición amistosa o algo así.

—¿Diez libras cada diana? —propuso Richard también sonriendo.

—¿Y por qué no quinientas todo el lote?

—Hecho.

Empezaron la competición. Los conocidos que se acercaron hacían comentarios jocosos, a los que los hermanos respondían con el mismo buen humor. Nadie que los viese juntos podía dudar del parentesco. Diablo era unos centímetros más alto y Richard carecía de su desarrollada musculatura, pero lo que más los diferenciaba eran los cuatro años que Diablo le llevaba. Vistas por separado, las caras no se parecían ya que las facciones de este eran más delgadas, más duras y austeras. En cambio, vistas una al lado de la otra, en ambas destacaban los mismos rasgos patricios, la misma nariz y cejas arrogantes, la misma barbilla agresiva.

Con una sonrisa, Diablo se apartó para que su hermano disparase. Aparte de Veleta, que era como su propia sombra, nadie estaba tan unido a él como Richard. Su similitud era muy profunda, no se limitaba sólo a lo físico. De todos los miembros de la hermandad Cynster, Richard era el que Diablo más conocía y del que siempre sabía cómo reaccionaría… porque Richard reaccionaba exactamente como él.

El pistoletazo retumbó en todo el puesto. Diablo vio que el orificio estaba tres centímetros a la izquierda del centro de la diana. Utilizaban un par de pistolas cortas y una de las especiales de Manton’s, que era más larga. Aunque estaban todas bien equilibradas, a la distancia que disparaban, la máxima permitida en la galería, entre las armas había una gran diferencia. Utilizarlas de manera rotatoria los obligaba a tener que reajustar cada vez la puntería.

El ayudante que los atendía cargó la siguiente pistola. Diablo la sopesó en la mano. Richard se apartó. Diablo alzó el brazo. Su disparo dio en medio del centro y el disparo de su hermano.

—¡Tú siempre impulsivo, Sylvester! Con una décima de segundo más habrías mejorado tu disparo —oyeron decir a Charles, que apareció de improviso.

Richard, que estaba apoyado contra la pared, se irguió y su expresión hasta entonces relajada se tensó. Lo saludó con la cabeza y volvió a fijarse en el chico que cargaba las armas.

En cambio, la sonrisa de Diablo se ensanchó malévolamente.

—Como ya sabes, Charles, perder el tiempo no es mi estilo.

Charles parpadeó y arrugó brevemente el entrecejo.

Diablo lo notó. Sin abandonar el tono cortés, le tendió la pistola recién cargada y dijo:

—¿Te importaría enseñarnos cómo se hace?

Charles fue a cogerla pero titubeó un instante. Luego tensó la barbilla y agarró la pistola. Se apartó de Diablo y se preparó. Flexionó los hombros una vez y luego alzó el brazo. Apuntó, y tardó un momento más en disparar de lo que había tardado Diablo.

El centro de la diana desapareció.

—Bravo —lo felicitó Diablo—. Eres uno de los pocos capaces de hacerlo. —Charles lo miró y Diablo sonrió—. ¿Quieres apuntarte en este pequeño torneo?

Charles accedió y, pese a su inicial rigidez, Richard estudió el estilo de su primo mayor. El tiro era una de las pocas aficiones propias de los caballeros que Charles compartía con los miembros de la hermandad Cynster, y el tiro con pistola era su especialidad. Aceptó los cumplidos fáciles de Diablo pero al cabo de veinte minutos recordó que tenía otro compromiso y se despidió.

Al ver que se marchaba, Richard sacudió la cabeza y dijo.

—Si no fuese tan engreído sería soportable.

—¿Cómo llevamos el tanteo?

—Cuando Charles apareció, perdí la cuenta. —Richard miró las dianas e hizo una mueca—. Lo más seguro es que hayas ganado, como siempre.

—Digamos que ha sido un empate. —Dejó las pistolas en el mostrador—. Yo he conseguido lo que quería.

—¿Y qué querías? —preguntó Richard, arqueando las cejas.

—Distraerme. —Tras saludar a Manton con la cabeza, Diablo salió de la galería seguido de Richard.

—Pues sí, te veo distraído —dijo Richard al llegar a la calle.

Diablo frunció el entrecejo.

—¿Qué?

—Que pareces distraído. —Richard arqueó más las cejas.

—Es que… —Hizo una mueca—. Es que creo que he olvidado algo relativo al asesinato de Tolly.

—¿Algo importante? —Richard se puso serio.

—Tengo la sensación de que puede ser algo crucial pero, cada vez que intento recordarlo, desaparece otra vez entre la niebla.

—Pues no lo intentes tanto. —Richard le apoyó una mano en el hombro—. Habla con Honoria Prudence, distráete más. —Esbozó una sonrisa—. Ese detalle te vendrá a la mente en el momento menos pensado.

Diablo se abstuvo de mencionar que era precisamente de Honoria Prudence de quien quería distraerse. Se separaron. Richard volvió a casa y Diablo se encaminó a Grosvenor Square.

Con aquel estado de ánimo, un paseo no le vendría mal.

Cuando llegó a casa de madrugada, se había levantado viento, Después de dejar a Richard, había regresado a casa sólo para vestirse para la noche. Como las noches anteriores, la había dedicado a seguir la pista, utilizando palabras de Honoria, del «rumor deshonroso» de Lucifer. Era algo que ni él ni sus primos podían investigar directamente.

Nadie hablaría del tema ante ellos, lo cual significaba que necesitaban a alguien que investigara por ellos. Finalmente se había decidido por el vizconde Bromley, un hombre aburrido, de vida disipada, muy aficionado al juego y que siempre iba en busca de distracción.

Como Diablo jugaba muy bien a las cartas, le había resultado fácil ponerle un señuelo y luego desplumarlo. Aquella noche, el vizconde estuvo a punto de perder hasta la camisa, y Diablo no tuvo piedad.

Con una torva sonrisa. Diablo hizo una pausa, con la llave en la mano. Entrecerró los ojos y observó el cielo nocturno. Estaba oscuro pero se veían grandes nubarrones suspendidos sobre los tejados de las casas.

Entró deprisa. Esperaba que Webster se hubiese acordado de sus instrucciones.

La tormenta empezó con un potente trueno.

Honoria se sintió transportada al infierno aunque en esa ocasión era un infierno distinto, con una escena de muerte distinta.

Desde lo alto veía un carruaje destrozado, con toda la madera astillada y los asientos de cuero aplastados. Los caballos se habían quedado trabados con las riendas y relinchaban. Junto al vehículo yacía un hombre de largas extremidades. Unos mechones negros le tapaban los ojos y tenía el rostro pálido como la muerte.

Yacía completamente inmóvil, con la quietud del que ha dejado este mundo.

El dolor que se acumulaba en el corazón de Honoria era más desgarrador que nunca. La transportó a un abismo de desolación, un valle de lágrimas interminables.

Él había muerto y ella no podía respirar, no tenía voz para protestar ni fuerzas para llamarlo. Con un sollozo ahogado y las manos tendidas, caminó hacia delante.

Sus manos encontraron un cuerpo cálido, con vida.

—Tranquila.

La pesadilla se hizo añicos. La angustia desapareció, retirándose a la oscuridad. Honoria se despertó.

No estaba en la cama sino frente a la ventana, descalza. Fuera, el viento aullaba y la lluvia repiqueteaba contra los cristales. Tenía las mejillas mojadas de lágrimas que no recordaba haber vertido. Su camisón de dormir era muy fino y en la habitación hacía frío. Tembló.

Unos brazos cálidos la rodearon. Alzó la cabeza sin saber qué era realidad y qué sueño, y entonces notó el calor que atravesaba su camisón. Con un sollozo, se refugió en sus brazos.

—Cálmate. —Diablo la estrechó y con una mano le acarició el cabello. Honoria temblaba y se agarraba a su camisa con fuerza. Él le acariciaba la nuca, apoyando la mejilla en su cabeza—. Ya ha pasado todo.

Honoria sacudió la cabeza pero su voz quedó amortiguada por el pecho de Diablo, que notaba sus lágrimas en la piel. Aferrada a su camisa, intentaba sacudirlo.

—¡Te habías matado! —sollozó—. Estabas muerto.

Diablo parpadeó. Supuso que la pesadilla estaba relacionada con la muerte de sus padres y hermanos.

—No estoy muerto. —Eso lo sabía seguro. Honoria no llevaba más que un delgado camisón, algo que sus lascivos sentidos habían notado de inmediato. Por fortuna se había preparado. Alargó una mano y cogió la manta que había dejado en el asiento de la ventana—. Ven, siéntate junto al fuego.

Honoria estaba tensa y temblorosa y tenía frío. No se dormiría hasta que entrase en calor y se relajara.

—No hay fuego. Uno de los criados lo apagó. Pasa algo raro en la chimenea —explicó Honoria sin alzar la cabeza. No sabía qué ocurría. El corazón le latía con fuerza y era presa del pánico.

—En la salita —dijo Diablo, llevándola hacia la puerta al tiempo que le echaba la manta por los hombros.

Honoria aceptó sus cuidados y no se apartó de él. Diablo murmuró algo y luego la abrazó. Al volver a pegar la mejilla contra su pecho, Honoria suspiró aliviada. La turbulencia que sentía en su interior era aterrorizante.

Como si fuera una niña. Diablo la llevó a la sala y se sentó en un sillón delante del fuego, sentando a Honoria en su regazo. Ella enseguida se acurrucó contra su cuerpo. El sillón y el fuego no estaban como los había dejado antes de ir a dormir pero, en ese momento, ese era un detalle mínimo en la confusión que nublaba su mente.

Su corazón seguía latiendo alocadamente y sus labios estaban secos. Tenía un sabor metálico en la boca y la piel húmeda y fría. Los pensamientos y los temores pasados y presentes se arremolinaban en su mente, exigiendo respuestas. La realidad y una imaginación llena de miedos se fundían, se separaban, volvían a fundirse como compañeros de baile en una sombría danza.

No podía pensar, no podía hablar ni sabía cómo se sentía.

Diablo no le hizo preguntas, se limitó a tenerla en sus brazos. Le acarició el cabello y la espalda con unas manos que se movían despacio, sin ninguna intención erótica. Su tacto era puro consuelo.

Honoria cerró los ojos y se apoyó en su fortaleza. Se le escapó un suspiro tembloroso al tiempo que la tensión remitía. Permaneció en su regazo mucho rato, escuchando su corazón, firme y seguro debajo de la mejilla. La fortaleza de Diablo era su ancla; bajo su influencia, las emociones encontradas se aplacaban… De repente, todo le resultó claro.

—El faetón. —Apartó la cabeza para mirarlo—. No fue un accidente, alguien pretendía matarte.

Las llamas iluminaban su rostro y ella vio que tenía el entrecejo fruncido.

—Fue un accidente, Honoria. Ya te lo he dicho. Se rompió el eje.

—¿Y por qué se rompió? ¿Suelen romperse los ejes de tus carruajes?

—Debimos de chocar con algo. —Diablo apretó los labios.

—Dijiste que no.

—Fue un accidente, Honoria —suspiró—, y lo tuyo fue una pesadilla. Mira, estoy vivo.

—¡Pero querían matarte! —Intentó incorporarse pero los brazos de él se lo impidieron—. Yo no tengo pesadillas sobre muertes que no han ocurrido. Tenías que haber muerto, la única razón de que estés vivo es… —A falta de palabras, hizo un vago gesto.

—Porque soy un Cynster —añadió él—. Soy invencible, ¿recuerdas?

No lo era. Era un hombre de carne y hueso, eso ella lo sabía mejor que nadie.

—Si alguien hubiese manipulado el eje, ¿podrías averiguarlo? —preguntó ella.

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