Despertar

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Capítulo 7

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Aquella misma tarde, pero un rato después, el doctor Davidoff volvió a llamar a mi puerta. Al parecer, era hora de una lección de historia. Me llevó a su despacho e introdujo el código de seguridad en una cámara grande como un armario y cubierta de libros.

—Tenemos otros libros de consulta, además de éstos, por supuesto. El resto se encuentra en la biblioteca, que pronto visitarás. No obstante —añadió, haciendo un ademán hacia la cámara—, eso es lo que una biblioteca pública consideraría su colección especial, donde se contienen sus volúmenes más escasos y preciados.

Deslizó de la balda un volumen encuadernado con cuero rojo. Unas letras de plata rezaban: Nigromancia.

—La primera historia de la raza de los nigromantes. Es una edición del siglo XVIII. Sólo se conocen tres copias, incluyendo ésta.

Lo bajó posándolo en mis manos con la ceremonia propia de la cesión de las Joyas de la Corona. Yo no quería que me impresionase, pero me recorrió un estremecimiento al sentir el cuero raído sobre las manos y oler el moho del tiempo. Yo era la fantasía de todo héroe salido de la ignominia al que después le daban un libro mágico y le decían «esto es lo que eres de verdad». No pude evitar sentirme encantada… Toda esa historia estaba muy enraizada en mi mente.

El doctor Davidoff abrió una segunda puerta. Dentro se extendía una sala de estar sorprendentemente acogedora, con butacas de cuero, toda una jungla de plantas y un tragaluz.

—Mi escondite secreto —dijo—. Puedes leer tu libro aquí mientras yo trabajo en el despacho.

Estudié el estrecho tragaluz después de que él abandonase la sala pero, incluso arreglándomelas para trepar los casi siete metros, nunca podría atravesarlo. Por tanto, me senté en una butaca con el libro.

Acababa de abrirlo cuando regresó.

—¿Chloe? Tengo que irme. ¿Va todo bien?

¿Iba a dejarme sola en su despacho? Intenté no asentir con demasiado entusiasmo.

—Si necesitas cualquier cosa, marca el nueve para hablar con recepción —me dijo—. La puerta quedará cerrada con llave.

Por supuesto…

Esperé hasta que oí cerrarse la puerta exterior. Estaba segura de que había cerrado la mía con llave, como prometió, pero tenía que comprobarlo.

Era una cerradura de niña rica, como hubiese dicho Rae… De la clase que sólo retiene a chicos que jamás han tenido que compartir un cuarto de baño y, de vez en cuando, han tenido que forzar su puerta para coger un cepillo mientras su hermana acaparaba la ducha.

A un lado había una mesa con una pila de libros en rústica. Encontré uno con la cubierta lo bastante dura para cumplir su función y después imité a Rae introduciéndolo por la rendija hasta oír el chasquido del cerrojo.

Voilà. Mi primer allanamiento. O mi primera fuga. Entré en el despacho del doctor Davidoff. Lo que necesitaba era un fichero de archivos repleto de discos sobre el estudio, pero todo lo que encontré fue un ordenador personal de sobremesa.

Al menos era un Mac… Estaba más familiarizada con ésos que con los PC. Moví el ratón y el ordenador salió de su estado de suspensión. Apareció la pantalla con el logo de usuario. Allí sólo había una cuenta, la de Davidoff, con una bola negra como avatar. Pinché sobre ella y apareció la pestaña de contraseña. No le hice caso y pinché en «¿Ha olvidado su contraseña?». Apareció la pista: «habitual». En otras palabras; su contraseña habitual, supongo. Eso sí que ayudaba.

En cuanto salió la pestaña de contraseña, tecleé «Davidoff». Después «Marcel».

«Esto… ¿De verdad creías que iba a ser tan sencillo?»

Lo intenté con todas la variaciones de las palabras «Residencia Lyle» y «Grupo Edison» y después, siguiendo lo que consideré un golpe de perspicacia, escribí «Agito» empleando varias posibilidades ortográficas. Después de mi tercer intento fallido, volvió a saltar la pestaña de la pista: «habitual». Unos cuantos intentos más y me pidió que introdujese la contraseña maestra para poder restablecer la contraseña del usuario. Genial. Si supiese cuál era la contraseña maestra…

Recordé haber leído que la mayoría de la gente tiene su contraseña escrita cerca de su ordenador. Miré debajo del teclado, bajo la alfombra del ratón y bajo el monitor. Y al echar un vistazo bajo el escritorio, una voz susurró:

—Es «Jacinta».

Salté tan rápido que me golpeé la cabeza.

Una risa tintineante.

—Una niña alegre —era el semidemonio. Otra vez.

—¿La contraseña es «Jacinta»? —dije mientras salía en cuclillas de debajo del escritorio—. Ése es el nombre de la madre de Rae. ¿Por qué iba él a…? —me detuve.

—¿Qué relación tiene el doctor Davidoff con Rae y su madre? Otro jugoso secreto. Todos esos científicos, tan orgullosos y altaneros, pretendiendo estar por encima de las simples flaquezas humanas. Estupideces. Son presa de todas ellas… Codicia, ambición, orgullo, lujuria. Yo siento una particular afición por la lujuria. Es muy entretenida.

Tecleé «Jacinta» mientras ella continuaba cotorreando. La pestaña de contraseña desapareció y el ordenador del doctor Davidoff comenzó a cargar.

Abrí el explorador de archivos y realicé una búsqueda con mi nombre. La ventana comenzó a llenarse de entradas. Intenté pinchar en una carpeta llamada «Génesis II sujetos», pero lo hice mal y en su lugar pinché en otro archivo llamado simplemente «Génesis II», en el directorio raíz con el mismo nombre.

El primer párrafo parecía un artículo extraído de una revista médica de tía Lauren… La reseña de un experimento.

Leí.

La bendición de los poderes sobrenaturales es contrarrestada por dos serias desventajas: efectos colaterales peligrosos o desagradables y la lucha constante por ser asimilados en la sociedad humana. Este estudio pretende reducir o eliminar estas desventajas a través de la modificación genética.

¿Modificaciones genéticas? Se me erizó el vello de la nuca.

El ADN de cinco sujetos pertenecientes a las cinco razas más importantes fue modificado in vitro. En origen, dicha modificación fue diseñada para reducir los efectos colaterales de un poder sobrenatural. Se esperaba que la reducción de tales efectos ayudase a la asimilación, pero este aspecto se investigó con más profundidad en veinte hijos ignorantes de su herencia. Los cinco restantes sirvieron como grupo de control y se criaron como sobrenaturales. Durante los años de intervención el experimento sufrió el desgaste de sujetos (véase Apéndice A), aunque ha vuelto a restablecerse el contacto con la mayoría.

¿Desgaste? Debía de estar refiriéndose a los chicos cuyo rastro habían perdido… Rae, Simon y Derek. ¿Significaba eso que había otros como nosotros por ahí fuera? ¿Gente a la que aún no habían encontrado?

Mientras los sujetos restantes atravesaban su adolescencia hubo una drástica reducción de los efectos colaterales en nueve de ellos (véase Apéndice B). Sin embargo, en esos sujetos que no mejoraron, la propia modificación genética ha causado una serie de serios e inesperados efectos colaterales (véase Apéndice C).

Tecleé «Apéndice C» con dedos temblorosos en la barra de búsqueda. El documento se abrió.

Un problema detectado en los nueve sujetos con resultados positivos fue una reducción general en sus poderes, lo cual puede ser una consecuencia inevitable al paliar los efectos colaterales negativos. Parece, no obstante, que en los casos de sujetos carentes de éxito sucedió lo opuesto. Sus poderes se potenciaron, así como los efectos colaterales negativos, en particular la súbita explosión de los mencionados poderes y, aún más grave, su naturaleza incontrolable y basada, al parecer, en las emociones.

Poderes incontrolables. Basados en las emociones.

Recuerdo a Tori sollozando que no podía evitarlo, que cuando se enfadaba esas cosas, sencillamente, sucedían. Como Liz. Como Derek. Como Rae. ¿Como yo?

Pasé a la página siguiente. En ella se detallaba cómo habían afrontado los casos de esos sujetos sin éxito. Se los internaba en una residencia de terapia, trataban sus poderes con medicamentos y los convencían de padecer una enfermedad mental. Cuando eso fracasaba…

Los poderes de los sobrenaturales aumentan durante la pubertad, y eso implica que los poderes de aquellos sujetos fallidos continuarán creciendo. Podemos plantear la hipótesis razonable de que esos poderes se convertirán en una característica cada vez más inestable y falta de control, llegando a amenazar la vida de los sujetos, las de los inocentes a su alrededor y, quizá lo más importante, colocar a todo el mundo sobrenatural en el riesgo de una tremenda exposición.

Emprendimos este experimento con la esperanza de mejorar las vidas de todos los sobrenaturales y no podemos, mediante nuestros actos, poner en peligro a ese mismo mundo. Como científicos comprometidos, debemos aceptar la responsabilidad de nuestro fracaso y afrontarlo con decisión con el fin de minimizar el daño. Aunque la decisión no fue unánime, se aprobó que el sujeto fuese exterminado, con nuestro más profundo dolor y mediante el modo más rápido y humanitario, si fracasaba el proceso de una rehabilitación predeterminada.

Al final había una lista de nombres. Al lado de cada uno se especificada su estado actual.

Peter Ricci: rehabilitado.

Mila Andrews: rehabilitado.

Amber Long: exterminado.

Brady Hinch: exterminado.

Elizabeth Delany: exterminado.

Rachelle Rogers: rehabilitación en progreso.

Victoria Enright: rehabilitación en progreso.

Y por último, al final de la lista, dos nombres más:

Derek Souza: ¿¿??

Chloe Saunders: ¿¿??

No sé cuánto tiempo me quedé mirando esa lista, y aquellos signos de interrogación, antes de que algo me golpease el cráneo. Me giré y vi una grapadora rebotando contra la alfombra.

* * *

—Café moca —dijo el doctor Davidoff justo al otro lado de la puerta—. Descafeinado y con leche desnatada.

Mi vista voló entre la puerta de la sala de lectura y el hueco de la mesa del escritorio mientras abandonaba la sesión. El hueco estaba más cerca, pero entonces quedaría atrapada. Una punzada de valor me envió hacia la puerta. Lo conseguí: llegar a ella, no atravesarla e ingresar en la sala de lectura, cuando la puerta del pasillo se abría con un chasquido. Giré apretándome contra la pared, tras una alta biblioteca. Me encontraba fuera de su vista, pero por poco.

Me estiré hacia el picaporte de la sala de lectura. Él lo advertiría si lo abría lo suficiente para colarme dentro.

«Vete al escritorio —rogué—. Revisa tu correo. Escucha tus mensajes de voz. Por favor, por lo que más quieras, no vayas a controlarme a mí».

El sonido de sus pasos se dirigía directo hacia mí. Me aplasté contra la pared y contuve la respiración. Apareció uno de sus brazos. Después su rodilla. Y luego…

Se detuvo. El brazo y la rodilla se volvieron hacia el escritorio. Se agachó y recogió la grapadora.

Ay, Dios. Él lo sabía. Y yo tenía que confesar. Preparar una historia y volver dentro antes de que me pillasen. Avancé un paso. Un castañeo rompió el silencio. ¿Eran mis dientes? No, el bote de lápices colocado sobre su escritorio se agitaba, haciendo sonar sus lápices y bolígrafos.

El doctor Davidoff se quedó mirándolo, moviendo la cabeza como si se preguntase: «¿Yo estoy haciendo eso?». Sujetó el bote de lápices y éste dejó de agitarse. Mientras apartaba su mano, el ratón se movió por la alfombra.

—¿Y bien? —me dijo una voz al oído—. ¿Vas a quedarte ahí plantada?

Liz se situó junto a mi hombro y lanzó un dedo señalando la puerta.

—¡Vete!

Me aseguré de que el doctor Davidoff estuviese de espalda a mí y después me escabullí al otro lado de la puerta.

—¡Ciérrala con pestillo!

Estiré un brazo rodeando la puerta y coloqué el cerrojo. Los lápices traquetearon de nuevo, disimulando el chasquido del cierre.

Liz entró atravesando la pared y me indicó una butaca con un gesto como si acariciase un gato. Apenas me había acomodado en ella con el libro cuando se abrió la puerta.

El doctor Davidoff lanzó un lento vistazo alrededor de la sala, frunciendo el ceño como si se preguntase qué estaba buscando. Me obligué a deslizar mi mirada por encima de Liz, sentada sobre la mesa lateral.

—¿Doctor Davidoff?

No dijo nada, sólo miró a su alrededor.

—¿Se le ha olvidado algo?

Murmuró algo acerca de supervisar el asunto de la cena y después se fue no sin antes detenerse en la puerta una última vez y lanzar otro lento vistazo.

—Gracias —le dije a Liz después de que el doctor Davidoff me encerrase de nuevo—. Sé que estás enfadada conmigo por decirte que estabas muerta…

—Porque, evidentemente, no estoy muerta, ¿verdad? Dijiste que la razón por la que no podía tocar o mover cosas era porque yo era un fantasma —sonrió con aire de suficiencia, levantando las rodillas, abrazándolas—. Así que trabajé con mucho empeño en lograr mover cosas. Si me concentro, puedo hacerlo. Eso significa que debo de ser un chamán.

Antes había intentado explicar por qué no le había dicho antes que era un fantasma. Dije que había creído que podía ser un chamán porque Derek me contó que ellos eran capaces de realizar proyecciones astrales… Aparecer sin sus cuerpos.

—Me mantienen drogada —continuó—. Por esa razón continúo tan confusa con todo. No puedo despertar, por eso mi espíritu se mueve por ahí en mi lugar.

Volvió a descolgar las piernas y trazar figuras en forma de ocho con los pies, observando danzar a las jirafas de sus calcetines. No creía lo que estaba contando. Ella sabía que estaba muerta, pero no estaba preparada para afrontarlo.

En cuanto a lo de ser capaz de mover objetos, el doctor Davidoff había dicho que existía un tipo de fantasma capaz de hacerlo: un semidemonio telequinésico. Cuando Liz se enfurecía, los objetos atacaban a cualquiera con el que se hubiese enfadado. Entonces, siendo un fantasma, por fin había aprendido a controlar su poder.

En vida, Liz creyó que tenía con ella un fenómeno extraño. Una vez muerta, ella era uno. Aún no podía aceptarlo. Y yo no iba a obligarla a hacerlo.

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