Daisy

Daisy


Capítulo 4

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Daisy desvió la vista casi al instante. La mirada de Tyler era demasiado directa, demasiado desconcertante. Además, estaba convencida de que él había pasado parte de la noche en su cama. La intimidad que eso implicaba la avergonzaba. Además, le producía el mismo extraño efecto de la noche anterior. Daisy reconoció la tibieza de la vergüenza que le subía por el cuerpo y amenazaba con encenderle la cara.

—¿Cuándo podré ir a casa? —preguntó. No era lo que quería decir, pero esos cálidos ojos marrones que la miraban desde un rostro peludo le producían sentimientos contradictorios. Quería salir corriendo, pero también quería quedarse, quería descubrir cómo sería el hombre que se escondía detrás de aquella barba.

Tenía que hacer algo. Sencillamente, no podía quedarse acostada mientras él la observaba. Tyler se movió primero. Apartó las mantas y se sentó. Daisy se tranquilizó cuando descubrió que él había dormido completamente vestido.

—Estás demasiado débil para viajar.

—No me siento débil…

Tyler dobló las mantas con movimientos rápidos y precisos.

—Es posible que puedas moverte dentro de la cabaña e incluso dar un paseo corto por la montaña, pero nunca sobrevivirías a un viaje de dos días con una temperatura helada.

—No me puedo quedar aquí para siempre.

—Te quedarás el tiempo que sea necesario.

Daisy se enfureció. ¿Por qué tenía que estar diciéndole siempre lo que debía hacer? Hoy se sentía más fuerte y él la irritaba mucho más.

Tyler dobló el colchón y lo enrolló junto con las mantas en un rincón. Acercó un fósforo a la estufa para prenderla y puso una olla a hervir. Comenzó a cortar tiras gruesas de panceta y a ponerlas en una sartén negra y pesada.

—Yo puedo hacer el desayuno —dijo Daisy.

—Quédate donde estás.

La muchacha obedeció, pero se sintió culpable. Cocinar era tan propio de la condición de la mujer como tener senos y ocuparse de los bebés.

—¿No te molesta cocinar?

—Le encanta.

El sonido de la voz adormilada de Zac desde el camastro superior ayudó a Daisy a aliviar la tensión que sentía. Mientras alguien más estuviera despierto en la cabaña, la sensación de intimidad se disipaba. Aunque no conocía a ninguno de los dos hombres lo suficientemente bien para confiar del todo en ellos, confiaba más en dos que en uno. Además, Zac no le despertaba aquella extraña sensación. El fuego había calentado el aire helado de la cabaña, pero ella se volvió a meter entre las mantas.

—Ha estudiado cocina todo lo que ha podido —continuó Zac, que parecía aburrido con el tema—. Además, ¿qué otro buscador de minas tendría en su cabaña la suficiente cantidad de víveres como para abastecer al restaurante de un hotel?

Entonces Tyler era un buscador de minas, un explorador, pensó Daisy, con una mezcla de sorpresa y disgusto. Daba el tipo: barba, ropa vieja y largos silencios. Pero no entendía por qué un hombre al que le gustaba cocinar se escondía en las montañas.

—A mi madre le habría gustado cómo cocinas —dijo Daisy con espontaneidad—. Era buena cocinera. Siempre que comía platos de la cocinera pensaba que ella los hacía más ricos.

—Si la familia de tu madre tenía una cocinera, ¿qué estaba haciendo en este lugar olvidado de Dios? —preguntó Zac.

—Siempre he admirado la costumbre turca de cortarle la lengua a los sirvientes —comentó Tyler, mientras le lanzaba a Zac una mirada amenazante.

—Simplemente estoy diciendo en voz alta lo que tú te estás preguntando —dijo Zac, sin perturbarse lo más mínimo.

—Mi madre creció en circunstancias muy distintas a las que le tocó vivir después —explicó Daisy—. Mi padre también. Simplemente, nunca tuvo el don de manejar el dinero. —A Daisy no le gustaba tener que admitir las limitaciones de su padre, pero no tenía sentido defenderlo.

—No tienes que explicarle nada a Zac —dijo Tyler, sin apartarse de la estufa—. Siempre ha sido grosero, no tiene sentido de la decencia y siente una malsana curiosidad por saber lo que no es asunto suyo.

—Si vamos a estar encerrados en este lugar, tendremos que hablar de algo —replicó Zac—. Además, eso podría ayudarnos a entender por qué alguien querría matarla.

—No me importa contestar a tus preguntas —dijo Daisy, lo cual era una absoluta mentira—. Habéis sido muy amables al tomaros tantas molestias por mí.

—Eso no nos da derecho a ser entrometidos.

—Claro que sí nos da derecho —contradijo Zac—. Supón que ese asesino despiadado todavía esté tras ella. Ahora nosotros también estamos en peligro.

—Me encantaría que te pillaran, poder deshacerme de ti —dijo Tyler—. Tal vez sea la única manera de controlar tu lengua.

—¿Crees que están detrás de mí? —preguntó Daisy.

—¿Por qué no? —dijo Zac—. Uno de ellos volvió ya en una ocasión.

—Nadie ha podido seguirnos —dijo Tyler—. Ha estado nevando durante dos días seguidos.

Daisy no estaba tan segura de ello. Era posible que el asesino no supiera dónde estaba ahora, pero podía estar esperando a que saliera de las montañas para localizarla.

—¿Es ese uno de los problemas para que vuelva a Albuquerque?

Tyler asintió con la cabeza.

—¿Qué puede hacer entonces tu hermano?

—Nadie te hará daño si Hen está contigo —dijo Zac con orgullo—. Puede sacarle los ojos a una serpiente de un solo tiro. En realidad, él es peor que la serpiente más venenosa.

—Hen era comisario de policía —explicó Tyler—. Sabrá lo que debes hacer. Ahora, a menos que no tengáis hambre, es hora de desayunar. —Lanzó algo de ropa a la litera de Zac—. Vístete antes de bajar. Dudo que la señorita Singleton quiera arruinar su desayuno con la visión de tu desnutrido cuerpo.

—Tampoco es que tu cuerpo sea una visión maravillosa.

—La gente no se fija mucho en mí. Pero, según lo que tú dices, eres tan adorable que nadie puede dejar de mirarte.

Daisy sonrió al ver la disputa entre los dos hermanos. Aparentemente creían las cosas horribles que se decían, pero a ninguno de los dos parecía importarle lo más mínimo las pullas del otro. Su padre habría sufrido un ataque de apoplejía, si ella o su madre le hubieran hablado de esa manera. Él esperaba que nadie lo criticara, sencillamente esperaba obediencia ciega e inmediata. Daisy no entendía la relación entre los dos hermanos, pero se sentía fascinada por ella. Seguramente era necesario un lazo muy especial, un sentimiento de pertenencia muy fuerte, para hablar y actuar con tanta libertad.

Toda la vida se había sentido limitada por el carácter dominante de su padre y los esfuerzos de su madre por volverla lo más atractiva posible y encontrarle marido. Guardaba para sí un montón de cosas que hubiera querido contar, pero nunca había tenido el coraje de hacerlo. Oía a Zac y a Tyler con envidia. Sentir tanta desinhibición debía de ser como encontrarse en el paraíso.

El olor de la panceta diluyó sus pensamientos. Sintió que la boca se le hacía agua. Era desconcertante darse cuenta de que el hambre del cuerpo podía dejar en segundo plano el hambre del alma. Podía hacer que olvidara sus ideas de libertad.

Pero no podía hacer que olvidara que Tyler había dormido con ella para mantenerla caliente, pero se había levantado antes del amanecer para que no se diera cuenta y no se asustara. Eso había cambiado por completo lo que pensaba de él. Sin duda, Zac era increíblemente bien parecido, incluso recién levantado y sin afeitar. Pero era un hecho que Daisy buscaba todo el tiempo a Tyler con la mirada.

No era por su conversación. A duras penas hablaba. No era por los ojos o la frente amplia. El color marrón de sus ojos era común y corriente, y él se cuidaba de no expresar ninguna emoción. Tenía una frente bonita, eso sí, pero prácticamente estaba escondida debajo de aquella maraña de pelo castaño oscuro. Su padre tenía la cabellera de un color muy parecido, pero no tenía pelo en el resto del cuerpo. Podía recordarlo sentado en la bañera, con el cuerpo blanco y suave.

Daisy se preguntaba si Tyler tendría pelos en el pecho. Se preguntaba cómo sería su vello corporal, cómo se sentiría al tacto. ¿Sería largo y sedoso o crespo y grueso?

Daisy sintió que se sonrojaba. Involuntariamente, dirigió la mirada hacia Tyler. Él la estaba mirando. El calor que le encendía las mejillas se volvió más intenso. Aunque él no podía saber en qué estaba pensando la joven, las mejillas coloradas podían indicarle que estaba pensando en él.

La mirada de Tyler no se alteró.

—Será mejor que te pongas los zapatos —dijo. Se dirigió a la repisa que había al lado de la puerta y agarró los zapatos de Daisy. Parecían muy pequeños al lado de sus botas—. Te puedes clavar una astilla si caminas descalza.

—Y yo tendré que sacártelas —añadió Zac—. Tyler no puede ver sin gafas algo tan pequeño como una astilla. Por eso busca oro grueso, rocas doradas. No podría ver algo tan pequeño como el polvo de oro.

Mientras se debatía entre dos emociones opuestas, Daisy clavó la mirada en Tyler.

—¡Estás buscando oro!

—Hace tres años —respondió.

—¿Las minas perdidas de los indios?

Asintió.

Daisy sintió como si de repente le hubieran sacado el aire de los pulmones. Ahí estaba, a punto de entusiasmarse con Tyler por haber puesto en peligro su propia vida para salvarla, y resulta que él era víctima de la fiebre del oro, igual que su padre.

Se sintió mareada. Desvió la mirada hacia las mantas que la cubrían. Se reprochaba la fe que había puesto en que él fuera un hombre sensato y de confianza.

—Si no quieres levantarte, te puedo llevar el desayuno a la cama —ofreció Tyler.

—No, estoy bien —dijo Daisy, al tiempo que retiraba las mantas. El aire frío era un alivio para el calor que le producía la vergüenza y el impacto de la noticia de las ocupaciones del gigante. No le importaban las astillas. Cualquier cosa era preferible a seguir con sus reflexiones.

Daisy observó por la ventana los copos de nieve que caían al suelo como confeti celestial. El mundo entero parecía blanco: la tierra, los árboles, las montañas que se veían a lo lejos, incluso el mismo aire. El viento había cedido al fin. Ahora nada se movía. No se oía ningún ruido, ni siquiera el crujir de los pinos y los abetos, que trataban de adaptarse al frío cortante. Lo único que evidenciaba la presencia de una criatura viviente fuera de la cabaña eran las pisadas de Tyler en la nieve.

El hombre barbudo era la razón por la que estaba mirando por la ventana. Trataba de entender por qué la mortificaba tanto saber que era un buscador de oro. No lo conocía tanto como para estar tan consternada.

Era el primer hombre que la había hecho sentirse especial, no simplemente una mujer como tantas, que cocinaba y hacía la limpieza. Parecía que no le importaba lo alta que era, ni las pecas, ni el horrible vendaje ni el peligro que la rodeaba. Tyler lo había manejado todo con maravillosa calma, incluso su llanto.

Había arriesgado su propia vida por ella y continuaba haciéndolo, al parecer sin esperar nada a cambio. Eso la hacía sentirse importante. Daisy valoraba mucho esa sensación. La hacía sentirse valiosa, como nunca antes se había sentido.

Pero ahora eso ya no valía nada. No podía apreciar la opinión de un hombre que iba a desperdiciar la vida buscando oro. Sin embargo, al mismo tiempo que estaba tomando la determinación de sacárselo de la cabeza, de no querer saber nada más de él, de no tener nada que ver con él, comenzaron a rondarle las dudas.

Tyler la había salvado. La había conducido a la cabaña, a sabiendas de que los asesinos la estaban persiguiendo, que lo más seguro era que estuvieran también detrás de él. De pronto pensó que no estaba tan desesperado por la búsqueda de oro como su padre. Pensaba en otras cosas.

Daisy se reprendió por ser tan tonta. Lo más probable es que estuviera concediendo demasiada importancia a los actos de generosidad de Tyler. Cualquier hombre decente habría hecho lo mismo. Sería mejor que se fuera de aquella montaña antes de que la imaginación la metiera en problemas.

Daisy suspiró profundamente.

—El tiempo está mejorando —le dijo a Zac—. Parece que el sol va a salir. Creo que me puedo ir mañana.

Tyler la había dejado sola con Zac casi toda la mañana. Parecía estar tratando de evitarla. Estuvo tentada de decirle que estaba exagerando su reacción. Ella no tenía ningún deseo de vivir en esta montaña con un buscador de oro taciturno, que no tenía dinero y hacía todo lo posible por parecer desagradable.

—¿Por qué tienes tanta prisa por marcharte? —preguntó Zac—. Parece que nos tuvieras miedo.

—No tengo miedo, ya no, pero estoy segura de que tu hermano quiere volver a disfrutar de su cama. Y, para ser franca, me sentiría mejor en casa.

—Pero ya no tienes casa. Se quemó.

¡Qué tonta, por haberlo olvidado! No podía hacerse a la idea.

—Quise decir en la casa de mi amiga. —El nudo que tenía en la garganta le hacía difícil pronunciar las palabras—. Además, él no logra acostumbrarse a tener una mujer cerca.

—No está acostumbrado a tener a nadie cerca.

Zac había estado toda la mañana haciendo solitarios con las cartas. Daisy se preguntaba qué podía encontrar de interesante en las cartas un hombre casi hecho y derecho.

—Cuando aparecí por aquí casi se muere de rabia.

—¿Entonces tú no vives aquí con él?

—Por Dios, no. Estaba en la escuela, pero me escapé.

—¿Por qué? —Daisy siempre había querido ir a la escuela. Su padre le había hablado de las escuelas para mujeres que habían surgido después de la guerra civil, pero ella sabía que no iba a tener oportunidad de ir a ninguna. Zac había tenido esa magnífica oportunidad y la había desperdiciado.

—Es aburrida. La detesto. Me gustan la acción y la diversión.

—Entonces, ¿por qué viniste aquí?

—Porque me estoy escondiendo de George.

—¿Quién es George?

—Mi hermano mayor. Se cree el cabeza de familia —dijo Zac, molesto—. Dejó que todos hicieran lo que querían, pero a mí me mandó al colegio.

—¿Quiénes son todos?

—Mis seis hermanos.

—¡Seis!

—Ninguno ha ido a la escuela, excepto Madison. Ni a Monty ni a Hen podrías llevarlos ni con pistola. Quizá a Jeff, pero a nadie más.

—Bueno, pues me parece que eres un tonto por escaparte. Solo piensa en todo lo que te estás perdiendo.

—Sé lo que me estoy perdiendo, por eso me escapé —dijo Zac, al tiempo que dejaba de barajar las cartas y la miraba—. ¿Por qué te importa tanto?

—No es que me importe, pero creo que deberías haberte quedado en la escuela.

Daisy volvió a mirar por la ventana para evitar la mirada de indignación de Zac. Pensó en la posibilidad de salir a pasear para estar sola unos minutos. Necesitaba algo de intimidad. Echaba de menos su habitación. Era difícil estar siempre en presencia de otra persona, especialmente cuando esa persona no estaba contenta con ella.

Miró otra vez por la ventana. El sol no había salido, pero ya había dejado de nevar. Y se veía con la suficiente claridad como para saber que la nieve estaba demasiado alta para pensar en irse a casa.

Daisy se volvió y echó un vistazo a la cabaña. Era más pequeña que su casa. Tenía suelo de madera, pero carecía de buhardilla y el elemento dominante era la estufa más grande y completa que había visto en la vida.

Era evidente que la cabaña estaba muy bien construida. Las puertas y las ventanas no tenían rendijas y encajaban perfectamente. Todo se veía recto y bien hecho. Incluso los troncos que formaban las paredes estaban bien cepillados y el barro que los unía había sido esparcido de manera uniforme, lo cual les daba un acabado pulido. Las tablas del suelo estaban puestas con cuidado, sin espacios entre ellas ni añadidos.

La cabaña estaba sorprendentemente bien amueblada. Además de la cama había una mesa con cuatro asientos, un armario con cajones y un baúl enorme. A uno y otro lado de la puerta había una hilera doble de ganchos para los abrigos, impermeables y sombreros. En el suelo había espacios, a modo de repisas, para guardar los zapatos. Los estantes que cubrían el fondo de la cabaña contenían libros, una amplia selección de herramientas y la colección de ingredientes, condimentos y utensilios de cocina más grande que Daisy había visto.

Miró a su alrededor, pero no pudo encontrar ni una sola señal de que alguna mujer hubiera vivido en la cabaña. No había nada decorativo.

Y había suficiente espacio para que ella pudiera hacerse con un pequeño rincón.

—¿Tu hermano tiene por ahí un poco de cuerda o algo parecido?

La respuesta de Zac fue hosca.

—¿Para qué lo quieres?

—Para poner una cortina en ese rincón —dijo, al tiempo que apuntaba hacia la ventana que acababa de abandonar—. Necesito algo de privacidad.

—No veo para qué.

—La necesitaré cuando me bañe.

Zac abrió los ojos de par en par.

—No creo que Tyler te vaya a dejar.

—¿Por qué no? Él se baña, ¿no?

—¿Cómo lo sabes?

—Todos los buscadores de oro que conozco huelen espantosamente, pero tu hermano no.

—Mira tú misma. Si encuentras lo que buscas, para ti. —Zac señalaba las repisas que había entre la puerta y la chimenea.

Daisy encontró varios rollos de cuerda, pero todos eran demasiado gruesos para lo que ella necesitaba.

—¿Podrías hacerme el favor de poner un par de clavos?

—Por nada del mundo. No quiero que Tyler me rompa la cabeza.

—¿Crees que le molestaría?

—Tyler detesta que hurguen en sus cosas. Siempre decía que prefería ponerse la ropa sucia antes que permitir que Rose se encargara de su colada.

—Te refieres a tantas personas —dijo Daisy—, que a duras penas sé de qué estás hablando.

—Rose es la esposa de George. Prácticamente fue la mujer que me crio.

Daisy pensó que Rose no había hecho un muy buen trabajo con Zac, pero se quedó callada.

—¿Dónde está tu hermano? Ya que dices que puede estar en desacuerdo, será mejor preguntarle a él.

—Asoma la cabeza por la puerta y da unos gritos. No debe de estar muy lejos.

—O sea, que está ocupado —dijo Daisy—. Mejor esperaré.

—Si esperas a que Tyler termine de trabajar, te harás vieja.

Daisy sintió ganas de decirle a Zac que trabajar demasiado era mejor que pasarse la mañana haciendo solitarios, pero se abstuvo. Pensó que él no debía estar acostumbrado a que una mujer lo reprendiera, especialmente una a la que casi no conocía.

Frank entró en la choza de adobe. El viento silbaba a través de las rendijas de la puerta. A la entrada había por lo menos una docena de montoncitos de nieve, pues el viento había colado bastantes copos por las ranuras.

—La nieve ha amainado un poco —dijo Frank—. Creo que ya podemos subir a las montañas.

—Estás como una cabra —protestó Ed—, el exterior está más helado que el culo de un oso. —Ed tenía puesta toda su ropa y sin embargo estaba acurrucado al lado de la estufa, tratando de buscar calor.

—No hará más frío que en tu tumba, si esa mujer logra llegar hasta Albuquerque.

—Sin duda habrán muerto en medio de la ventisca —dijo Toby. Estaba acostado en una litera, con las mantas cubriéndole hasta la nariz—. Toda la maldita montaña está cubierta de dos metros de nieve, por lo menos.

—No voy a arriesgarme —respondió Frank—. No debería seguir vivía después de que disparé contra ella. Nadie tenía que entrar en la casa antes de que se quemara. Pero de repente llegó ese hombre, antes de que pudiera rematarla. Esa mujer tiene demasiada suerte.

—¿Qué vas a hacer cuando la encuentres? —preguntó Ed.

—Matarla, demonios, ¿qué crees que voy a hacer?

—¿Y qué pasa con los dos hombres?

—Son míos —dijo Toby, al tiempo que el tedio desaparecía de sus ojos.

—Seguro —dijo Frank. Se ponía nervioso cuando los ojos de Toby brillaban de aquella manera. Generalmente quería decir que deseaba matar a alguien.

—No me gusta tanta matanza —dijo Ed, nervioso.

—No tenemos otra opción —dijo Frank—. Si hacemos bien este trabajo, la gente como ese maldito Regis Cochrane empezará a respetarnos. Si no lo hacemos, seremos solo unos miserables cobardes, a los que nadie tendrá ninguna consideración.

Tyler regresó por el camino de la cumbre. Hizo una pausa para observar el panorama con sus poderosos prismáticos, pero no detectó ningún indicio de vida humana. Había pasado toda la mañana buscando rastros, indicios de que los asesinos los habían seguido a las montañas. No había encontrado nada, pero de todas maneras estaba nervioso. Un sentimiento visceral le decía que un hombre que había tratado de matar dos veces a alguien no se iba a dar por vencido fácilmente.

La ventisca había cesado y los asesinos ya podían desplazarse, así que tendría que hacer otra inspección al día siguiente. Ellos podían moverse con rapidez. No tenían una mujer herida de la cual ocuparse. Debía llevar a Daisy a Albuquerque lo más pronto posible. Si los sorprendían en la cabaña, serían presa fácil.

Al aproximarse a la cabaña, disminuyó la longitud de las zancadas. Se había quedado afuera más tiempo del necesario, porque la proximidad de Daisy lo ponía nervioso. Y a juzgar por la manera en que la muchacha se sonrojaba y se escondía en el rincón, era obvio que ella también se sentía incómoda cuando él estaba cerca.

Tyler se detuvo a mirar el magnífico paisaje que tenía frente a él: imponentes montañas con los picos cubiertos de nieve. Contra el blanco deslumbrante de la nieve, el verde de los abetos y los pinos se veía más intenso y profundo. El aire estaba cargado, parecía que en cualquier momento iba a empezar a nevar otra vez.

Miró hacia la cima. El paso por la cumbre era la única manera de bajar a Albuquerque, y estaban muy lejos. Además, por lo menos habría tres metros de nieve sobre el camino. Pasarían varios días antes de que fuera posible cruzarlo. Y si tenían que rodear la montaña, el viaje sería el doble de largo. Por otro lado, si toda la nieve se derretía al mismo tiempo, las aguas provocarían inundaciones. Aunque no le gustara, lo más prudente era que Daisy se quedara en la cabaña hasta que pasara todo peligro relacionado con la nieve, el frío o una inundación.

Tyler sintió que la tensión que tenía en el pecho aumentaba. Cada día que pasaba, la nieve que se acumulaba en el suelo lo acercaba más al 17 de junio, su cumpleaños número 26. Le había prometido a George que renunciaría a la idea de buscar una mina, si para ese momento no había hecho un hallazgo importante. El solo hecho de pensar en renunciar lo ponía más tenso y nervioso. Tenía que volver a las montañas. Estaba cerca de hallar algo. Lo sabía. Pero no tenía sentido culpar a Daisy ni a Zac por retenerlo. No podría salir a buscar oro aunque estuviera solo.

También se había quedado fuera porque quería escapar de la extraña forma en que Daisy lo miraba desde que supo lo del oro. Había visto el impacto y la expresión de disgusto en sus ojos. No podía esperar nada distinto. Casi todo el mundo reaccionaba así al enterarse.

Por lo que podía recordar, siempre había sido indiferente a las opiniones de la gente. De esa manera había logrado sobrevivir al hecho de que era el Randolph feo, aquel del que su padre decía que era demasiado alto y flaco para ser un atleta como sus hermanos. No le había importado que sus hermanos dijeran que la búsqueda de oro era una locura, así que no entendía por qué debía importarle lo que Daisy pensara.

Pero le importaba.

Bueno, la verdad es que podía dejar de preocuparse. Después de todo, no era más que una pérdida de tiempo. Ella se marcharía dentro de pocos días. No quería tener nada que ver con un hombre como él, y él no deseaba una relación permanente con ninguna mujer. Sería mejor que se la fuera sacando de la cabeza cuanto antes. Pero eso era más fácil de decir que de hacer. Mientras maldecía su suerte, Tyler alzó una carga de leña y se dirigió a la cabaña.

Al llegar, el viento le arrebató la puerta de las manos. Daisy y Zac brincaron como si los hubieran atrapado haciendo algo malo.

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