Daisy

Daisy


Capítulo 19

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Tyler regresó al campamento. Atendió a los animales, limpió las herramientas, preparó la cena y se la comió. Había encontrado piedras de un color más interesante. Sabía que estaba cerca de dar con una veta de oro.

Cuatro días después de salir de Albuquerque, el tiempo cambió por completo y ahora el sol brillaba con la misma intensidad que antes tenía el frío. El suelo estaba tan húmedo que cada hoyo que cavaba se llenaba de agua en segundos. Pensó que tenía que haber llevado un toldo impermeable, pero la cabaña estaba a casi veinticinco kilómetros, demasiado lejos para volver únicamente a por eso. Se sentó en una piedra, mientras observaba las montañas que terminaban en el valle del Río Grande, a unos treinta kilómetros. Millones de estrellas brillaban en el cielo despejado, pero Tyler apenas se dio cuenta.

En lo único que podía pensar era en Daisy, y así había sido casi todo el tiempo durante la última semana. Trató de planear lo que haría al día siguiente, pero en lugar de eso empezó a pensar si Daisy estaría todavía con Hen y Laurel y si los Cochrane ya habrían vuelto de Santa Fe. Mientras estudiaba la manera en que el agua corría desde las montañas hacia abajo y trataba de adivinar dónde estaría la mina, de acuerdo con el lugar donde había encontrado las pepitas doradas, comenzó a pensar si, después de todo, Daisy se casaría con ese tal Guy Cochrane. Cuando trataba de decidir dónde comenzaría a cavar al día siguiente, se preguntó si ella estaría feliz.

Él no estaba feliz. En la vida se había sentido tan miserable.

Echaba mucho de menos a Daisy. No tenía sentido seguir negándolo. Parecía ridículo, después de todo lo que había hecho para escaparse de ella, pero así era. Se pasaba el tiempo recordando pequeñas cosas de las que ni siquiera se había dado cuenta antes.

Le gustaba la manera en que los rizos se le amontonaban a los lados de la cara después de haberle cortado el pelo. Tenía un aspecto más joven, era más encantadora de lo que ella creía. Tyler recordó que el vendaje de la cabeza parecía uno de esos turbantes que usan los turcos. A Daisy no le molestaba en absoluto. Se había vuelto casi parte de ella. Pero su recuerdo favorito era la imagen de Daisy completamente envuelta en uno de sus abrigos. Esa imagen le despertaba un intenso sentimiento protector.

Lo que más le preocupaba era que ella permaneciera a salvo. Estaría segura mientras estuviera con Hen; pero, ¿qué pasaría después? A Tyler le preocupaba que Daisy se casara con Guy Cochrane porque creía que no tenía otra salida. Le preocupaba que ella no fuera feliz. Pero él no podía ayudarla en eso.

Tyler se puso de pie. Sería mejor dormir un poco. Le esperaba un largo día de trabajo excavando.

Pero después de acostarse tampoco pudo recobrar la calma. Siguió recordando los instantes en que tuvo a Daisy entre sus brazos. En ese momento no solo lo impulsaba la lujuria. Era un sentimiento que no se sentía capaz de transferirle a la próxima mujer que conociera. Era algo que solo le inspiraba Daisy y que todavía sentía vivo dentro de él.

Menos mal que no tenía que ir a comprar provisiones a Albuquerque por lo menos en un mes. Le parecía que iba a necesitar mucho tiempo para que ese sentimiento se muriera. Pero le daba pánico pensar que tal vez lo único que hiciera el tiempo fuese volverlo más fuerte.

—¡Eres un estúpido, un completo idiota, no tienes nada en el cerebro! —le gritó Regis Cochrane a Frank Storach—. Te dije que no tocaras a la chica.

—Pero me vio saliendo de la casa —protestó Frank. Estaba en uno de los almacenes de Cochrane, cargando sacos para llenarlos de lana. Pronto comenzaría el tiempo de esquilar a las ovejas.

—¿Te vio matar al viejo? —le preguntó Cochrane, sin bajarse del coche. El suelo estaba embarrado.

—No.

—Entonces habrías podido mentir, decirle que te habías detenido a pedir una taza de café y que lo habías encontrado muerto.

Frank hizo una pausa en su tarea. A pesar del frío, estaba sudando. Se limpió la frente con la manga.

—Pero ella oyó el disparo, de todas maneras se iba a imaginar que había sido yo.

—No podía probar nada. Tú y los imbéciles que contrataste habríais podido desaparecer y no habría pasado nada. ¿Dónde están ellos ahora?

—Camino de Nuevo México.

—Bien —dijo Regis, aunque parecía estar pensando en otra cosa—. Tú debes hacer lo mismo. Vete lejos, hasta Montana si es necesario, pero no vuelvas a Nuevo México. Tengo que pensar en alguien a quien echarle la culpa.

Frank se acercó al coche.

—Todavía puedo matar a la chica.

—Necesito que herede sus tierras, estúpido.

A Frank no le gustaba que lo llamaran estúpido.

—Usted todavía me debe dinero.

—Te daré cien dólares, lo suficiente para que te vayas, pero ni un centavo más. No fuiste capaz de hacer el trabajo y me va a costar mucho volver a poner las cosas en orden.

Regis contó el dinero y se lo entregó a Frank.

—Maté al viejo tal y como usted quería —dijo Frank—. Me debe ese dinero.

—No.

—Conozco a mucha gente que estaría interesada en varias cosas que sé.

La crueldad implacable de la naturaleza de Regis se asomó claramente a sus ojos.

—Nadie que haya osado traicionarme está vivo, recuérdalo —dijo con impaciencia, e ignoró la amenaza de Frank, como si no tuviera ninguna importancia—. Sal rápido del pueblo, antes de que sospeche el comisario. Daisy Singleton puede hacer una descripción precisa de tu rostro. —Dicho esto, Regis agarró las riendas y se fue.

Con rabia en el corazón, Frank contó el dinero antes de metérselo al bolsillo. A él le había tocado hacer todo el trabajo y había pasado casi una semana congelándose mientras buscaba a la chica. Sabía que ella podía identificarlo. Si lo agarraban, lo iban a colgar.

Continuó trabajando, pero la rabia contra Cochrane le ardía en el corazón. Se había negado a darle un dinero que era suyo por derecho. Cuando lo contrató para matar al viejo y quemar la casa, acordaron doscientos cincuenta de anticipo y otra suma igual después de realizar el trabajo. Cochrane le había robado ciento cincuenta dólares. Por eso se merecía que él matara a la chica, pues así no podría poner sus sucias manos sobre esa tierra.

Laurel estaba radiante.

—Es un niño. Grande y rubio como el padre.

La feliz madre estaba sentada en la cama que había compartido con Daisy aquella primera noche. Parecía cansada pero dichosa. Hen, que estaba de pie al lado de ella, como un silencioso pero orgulloso bastión entre su esposa y el resto del mundo, le había enviado a Daisy un mensaje a la hora del desayuno. La joven llegó tan pronto como pudo.

—Debes de estar muy orgullosa —dijo Daisy.

—En realidad esperaba una niña —confesó Laurel—. Ya tengo dos niños. Aunque debí haberlo sabido. Excepto Rose, todas las demás tenemos niños en esta familia. Fern tiene cuatro.

—A mí solo me puedes culpar por uno —dijo Hen.

—Con seguridad te podré echar la culpa de varios más —respondió Laurel—. Ahora puedes ir a dar una vuelta con los niños sin tener que preocuparte por mí. Daisy me acompañará mientras regresas.

—No me moveré ni un centímetro —dijo Daisy, al ver que Hen dudaba—. Si veo que tiene la más mínima molestia, buscaré al médico.

—Olvídate de los médicos, ya he tenido bastante trato con ellos —le dijo Laurel a Daisy, después de que Hen saliera de la habitación—. He tenido que hacer gala de todo mi poder persuasivo para que me permitieran enderezarme en la cama. Le dije a Hen que, cuando nació Adam, di a luz por la mañana y por la noche me preparé la cena. —Laurel se rio entre dientes—. Pero eso solo sirvió para que se pusiera más nervioso.

Hablaron un rato de cosas sin importancia, hasta que oyeron un llanto que provenía de la cuna de mimbre.

—¿Te importaría alcanzarme al bebé? —preguntó Laurel—. Es hora de darle de comer. Lo traería yo misma, pero estoy segura de que Hen se daría cuenta.

—Nunca he cogido en brazos a un bebé —dijo Daisy.

—No es difícil. Simplemente le pones una mano debajo de la cabeza y otra en las nalgas. Se va a mover como si fuera de gelatina, pero no se te caerá.

Fue exactamente tal y como Laurel dijo. Daisy decidió que los niños tenían algo mágico. Esta era la primera experiencia que tenía con uno, pero la cautivó al instante. Aunque lo sostuvo solo unos segundos, no quería entregárselo a la mamá.

—¿Cómo se llama?

—William Henry Harrison Randolph. Le puse el mismo nombre de su padre, a pesar de las objeciones de Hen —dijo Laurel, mientras se preparaba para darle de comer al niño—. Sé que es demasiado largo, pero no es posible que Hen tenga tres hijos y ninguno lleve su nombre. Lo más posible es que terminemos llamándole Harry, pero intentaré que le digan Harrison.

El niño empezó a comer con una fuerza sorprendente para una criatura tan pequeña.

—Es un glotón, eso es lo que es —dijo Laurel con dulzura—. Igual que sus hermanos. Encajará muy bien en la familia.

El bebé era adorable. Harrison, pese a su tamaño, ya era una persona de verdad y algún día crecería y sería igual que su padre.

Eso era un milagro.

Daisy no necesitó mucha imaginación para verse alimentando a su propio hijo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no sentir envidia, para no desear más de lo debido que ese bebé fuera su hijo. Siempre había querido tener niños. Pero hasta ahora no había sabido hasta qué punto.

Pero lo que más la sorprendió es que se imaginó sosteniendo en sus brazos al hijo de Tyler, no al de Guy.

—¿Cómo van tus cosas? —preguntó Laurel, una vez que se aseguró de que el bebé estaba cómodo comiendo.

—Bien —respondió Daisy, mientras dejaba a un lado sus pensamientos—. Los Cochrane no podrían ser más amables si fueran mis parientes.

—Maravilloso. ¿Has sabido algo de la familia de tu padre?

—No. —Daisy ni siquiera había pensado en buscarlos—. No sé la dirección. —Pensaba que el papel donde estaba apuntada debía de haberse quemado en el incendio—. No sé cómo contactar con ellos.

—Pon un anuncio de su fallecimiento, una esquela en todos los periódicos, con tu nombre y dirección. Con seguridad te buscarán.

Daisy no estaba segura de querer hacerlo. No sabía qué hacer si la familia de su padre se ponía en contacto con ella.

Laurel la miró con detenimiento.

—¿Cómo te sientes?

—Un poco aterrada. Estaba segura de que Guy no iba a querer casarse conmigo. Le conté todo lo que pasó e insistió en que no importaba.

—Quise decir que cómo te sientes con respecto a Tyler.

Daisy sintió que se ponía roja. No había tenido el coraje de hacerse esa pregunta ella misma.

—Me lo he quitado de la cabeza. —No se sentía capaz de discutir lo que sentía por Tyler, ni siquiera con Laurel. Estaba demasiado confundida con respecto a sus sentimientos por aquel hombre.

—Tal vez sea lo más sabio.

—Guy me está presionando para que fije una fecha para el matrimonio. Dice que está ansioso por quitarme de encima todas las preocupaciones.

—Eso es estupendo, me alegro por ti.

Pero Daisy se dio cuenta de que Laurel trataba de ver algo más en su expresión.

—Le dije que no estaba lista.

—Puedo entenderlo —dijo Laurel, mientras miraba a su hijo. Luego lo cambió de lado—. De todas maneras, lo mejor es no estar mucho tiempo dando vueltas a las cosas. Lo sé por experiencia propia. Perdí a mi madre, a mi padre y a mi marido. Todo será más fácil si te casas pronto. Abrir campo a un hombre en tu vida es un gran cambio. Lo he hecho dos veces y ninguna de las dos veces fue fácil.

—¿Ni siquiera con Hen?

—No le digas nunca que te he dicho esto —le confió Laurel, con una sonrisa—. Fue una dificultad distinta. Siempre es difícil cuando te casas con un hombre tan fuerte. No se dan cuenta, pero les cuesta trabajo dar su brazo a torcer.

Por lo que Daisy había podido ver, Tyler jamás daba su brazo a torcer.

—Guy y su familia han hecho todo lo posible para protegerme de la curiosidad de la gente respecto a la muerte de mi padre. El señor Cochrane se ha encargado de averiguar quién lo mató. La madre de Guy va a organizar la boda.

—Eres muy afortunada. —Laurel levantó a su hijo y se lo puso sobre el hombro. El niño la recompensó con un eructo inmediato.

—No es una manera muy elegante de demostrar satisfacción.

—¿Lo puedo tener un poco? —preguntó Daisy.

—Claro.

Daisy tomó a Harrison de los brazos de su madre. Esta vez no se sintió tan rara. Era increíblemente pequeño y maravilloso.

—Se parece mucho a Hen —dijo Daisy.

—Todos los niños Randolph se parecen a sus padres. Los hijos de Fern son todos idénticos; si no fuera por las distintas edades, no podría saber cuál es cuál. Los hijos de Rose tampoco se parecen a ella. Son totalmente Randolph.

—¿Y eso no te importa?

—No me imagino nada más maravilloso que tener un hijo que se parezca tanto al hombre que amo.

—Lo amas profundamente, ¿verdad?

—No te imaginas cuánto. A veces me asusta mucho.

Daisy la miró con desconcierto.

—Hen solía usar la pistola. Me casé sabiendo que podría perderlo en cualquier momento. —Laurel sonrió—. Yo detestaba todo lo que él representaba, pero no sirvió de nada, de todas maneras me enamoré como una loca.

El bebé se durmió en los brazos de Daisy, aunque ella apenas si se dio cuenta.

—¿Te casaste con un hombre cuya manera de ser reprobabas?

—Era eso o sentirme desgraciada el resto de mi vida. Lo mismo les pasó a Iris y a Fern. Ninguna mujer en su sano juicio quiere casarse con un Randolph. Pero sencillamente es inevitable. Ahora puedes poner a Harrison de nuevo en la cuna. Dormirá hasta que vuelva a tener hambre.

Daisy lo acostó en la cuna. Se sentía muy perturbada. Tres mujeres se habían casado con tres hermanos Randolph aunque al principio no querían hacerlo. Sin embargo, a las tres les había funcionado el matrimonio.

Pero había una enorme diferencia, se recordó a sí misma. Tyler no quería casarse con ella. Mientras esto fuera así, lo demás no tenía importancia.

Cuando Daisy dio media vuelta, oyó que la puerta de la sala se abría y entraba un murmullo de voces.

—Deben de ser Hen y los niños —dijo Laurel con una sonrisa que le iluminó la cara—. Parece que están contentos.

Daisy sintió que quería llorar. Si tenía que sentarse a ver una familia feliz, seguro que rompería en sollozos.

—Mejor me voy —dijo—. La señora Cochrane se preocupará si me retraso. Todos están convencidos de que soy tan frágil que me voy a desmoronar en cualquier momento.

—¿Y tú qué piensas?

—No sé lo que pienso.

Un niño de unos ocho años entró en la habitación.

—Mama, deberías haberlo visto. Le gané a Jordy.

—No me habrías ganado si ese jamelgo que estaba montando no fuera tan miedoso —dijo Jordy, disgustado—. Te dije que Adam y yo deberíamos haber traído nuestros propios caballos.

—¿Y cómo le fue a tu padre?

—Ah, bien, él siempre gana —se quejó Adam—. Además, ningún caballo le gana a

Brimstone.

Un viento gélido azotaba el terreno rocoso y escarpado. Después de una semana lo bastante caliente como para derretir la nieve que quedaba, el tiempo seguía frío, pero el cielo estaba azul y despejado. Tyler continuaba sacando pedazos de cuarzo con el pico. Casi no se había dado cuenta de la presencia de la tenue veta de oro que se adhería a la roca y brillaba suavemente con la luz del sol. Apenas había notado que se iba agrandando a medida que cavaba en la montaña. No podía dejar de pensar en Daisy. No había podido sacársela de la cabeza después de partir de Albuquerque.

No podía olvidar la última noche en la cabaña, la manera en que la había estrechado entre sus brazos, el sabor de los besos de Daisy, la pasión que había encendido el cuerpo de ella con el mismo ardor que él sentía.

Pero no solo se trataba de esa noche. La añoraba mucho. Ya había tenido tiempo suficiente para darse cuenta de que ninguna mujer había reaccionado nunca ante él de la manera en que Daisy lo había hecho. Otras mujeres no sabían qué hacer con él. Tenían cuidado de no ofenderlo. Era curioso que le gustara precisamente la que más parecía querer molestarlo. Realmente era tan terco y obstinado como el resto de su familia.

Siempre había tratado de mantener la mente centrada en el trabajo. Pensaba que nada era más importante que encontrar oro. Esa era la base sobre la cual había tomado todas las decisiones en los últimos tres años, pero muchas cosas habían cambiado en solo dos semanas.

Cuanto más pensaba en el asesino, menos confiaba en que los Cochrane pudieran proteger a Daisy. Tyler estaba seguro de que el comisario debía de estar tras la pista del asesino, pero no creía que los Cochrane entendieran lo peligroso que era ese hombre. Él no creía que fuera a dispararle a Daisy en Albuquerque. Probablemente esperaría a que fuera a visitar la tumba de sus padres.

Tyler clavó el pico profundamente en la roca. Sacó las piedras sueltas y comenzó a cavar con más ferocidad. Un ruido metálico sobre la roca lo hizo mirar hacia arriba. Willie Mozel estaba acercándose por la cumbre. Tyler dejó de cavar. Cuando Willie llegó al campamento, ya tenía el café listo.

—Vengo a ver cómo te va —dijo Willie. Aceptó una taza de café y se sentó en una piedra—. ¿Dejaste a la chica instalada en el pueblo?

Tyler asintió con la cabeza.

—La voz no se te va a gastar si me contestas —dijo Willie.

Tyler sonrió a medias.

—La dejé con mi hermano. Sus amigos estarán de vuelta pronto.

—Tuviste visitas en la cabaña —dijo Willie, mientras sorbía el café ruidosamente—. Se quedaron dos o tres días, por lo que pude ver.

—¿Los tres asesinos?

—No sé si eran asesinos, pero eran tres. Mis tres viejos amigos. Se sintieron como en casa.

Tyler esperó, sabía que Willie tenía algo más que decir.

—Pero no se fueron juntos —dijo finalmente Willie—. Dos se fueron hacia el sur. Me imagino que hacia México. El dinero dura más por allí.

—¿Y el otro?

—Es un hombre grande, que montaba un caballo grande. Era imposible no ver sus huellas.

—¿Adonde fue?

—No lo puedo decir con certeza, pero si tuviera que adivinar, diría que se fue hacia Albuquerque.

Tyler sabía que eso iba a suceder. Había pasado muchas noches despierto pensando qué lo haría volver. Ya no tenía que preguntárselo más.

—Entonces, supongo que lo mejor es que regrese a Albuquerque.

—Me imaginé que lo harías. ¿Quieres que te acompañe?

—No hay necesidad. Hen sigue allí. Además, si ella está con los Cochrane, no podré hacer mucho más que advertirle.

—¿Es todo lo que piensas decirle?

—¿Qué más podría decirle?

—Eso no me corresponde definirlo a mí —dijo Willie, con un resoplido burlón—. Yo no estuve encerrado con ella en la cabaña durante casi dos semanas.

—Solo fueron nueve días y Zac estuvo casi todos los días menos uno.

—Más dos de camino.

—No pasó nada.

Willie sorbió el café de manera ruidosa. Tyler interpretó el ruido como una muestra de incredulidad.

—¿Por qué no estás trabajando en tu mina? —preguntó Tyler.

—Resultó que no valía nada. Estoy buscando otro lugar.

—Hagamos un trato. Trabaja la mía mientras yo no estoy y te daré un cuarto de todo lo que encuentres.

—Un tercio —regateó Willie.

—Bien.

Willie no parecía muy emocionado.

—Un tercio de nada sigue siendo nada.

—Echemos un vistazo —dijo Tyler.

Después de inspeccionar la veta, Willie parecía mucho menos escéptico.

—No puedes irte a perseguir asesinos —exclamó—. Esta mina puede ser un gran hallazgo.

—Supe que tendría que irme en cuanto te vi en la cima de esa loma.

—Podría tratar de robarte tu mina.

—Si lo hicieras, te perseguiría y te mataría.

—A lo mejor saco todo el oro que pueda y me largo para México.

—En México no hacen muchas preguntas cuando se encuentran un cadáver feo y escuálido.

Willie se rio.

—Vete. Supe que estabas enamorado de esa muchacha en cuanto os vi juntos.

—Y viniste hasta aquí para ofrecerte a cuidar mi mina, de modo que yo pudiera ir tras ella.

—Algo así.

—Bueno, pues estás equivocado respecto a eso de que estoy enamorado de ella, pero es cierto que no puedo dejar que ande por ahí ignorando que el asesino todavía está tras ella.

Tyler no sabía si Daisy iba a querer verlo. Probablemente creía que el tal Guy era la única protección que necesitaba. Pero él no se iba a sentir tranquilo sin echarle un vistazo a ese Cochrane. Independientemente de que Daisy quisiera o no que él fuera a Albuquerque, se iba a asegurar de que ella estaba bien.

—¿Cuándo estarás de vuelta? —preguntó Willie.

—Dentro de cuatro o cinco días, supongo. No debería tardar más. Una vez que hable con los Cochrane y con el comisario sobre ese hombre, no tendré motivos para quedarme.

Pero mientras se encaminaba a Albuquerque, Tyler sabía que tenía por lo menos un motivo más para prolongar la estancia. Tenía que cerciorarse de que Daisy estaba enamorada de Guy Cochrane. No iba a dejar que se casara con él si no lo estaba.

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