Cross

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TERCERA PARTE - Terapia » 47

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Los viejos hábitos no desaparecen así como así. Pero no era Kyle Craig, ni ningún otro majara psicótico de mi pasado que hubiera venido a hacerme una visita.

Era mi primera paciente.

La visitante ocupaba casi todo el hueco de la puerta, en donde se había detenido, como si tuviera miedo de entrar. Tenía un mohín de amargura en la boca, y seguía con la mano puesta en el pomo mientras recuperaba el aliento tratando de mantener algo de dignidad.

—¿No piensan poner un ascensor un día de éstos? —preguntó entre jadeo y jadeo.

—Muchas escaleras, sí, lo siento —dije—. Usted debe de ser Kim Stafford. Soy Alex Cross. Pase, por favor. Hay café, o si quiere puedo traerle agua.

La primerísima paciente de mi recién estrenada práctica profesional entró por fin, caminando pesadamente, en mi consulta.

Era una mujer corpulenta, calculé que de veintimuchos años, aunque podría haber pasado por una de cuarenta. Iba vestida muy formal, con falda oscura y una blusa blanca que parecía vieja, pero de buena factura. Llevaba un pañuelo de seda azul y lavanda, cuidadosamente anudado bajo la barbilla.

—¿Decía usted en el contestador que venía de parte de Robert Hatfield? —le pregunté—. En tiempos trabajé con él en la policía. ¿Es amiga de él?

—En realidad, no.

«Vale, no es amiga de Hatfield». Esperé a ver si decía algo más, pero nada. Siguió plantada en mitad de la consulta, aparentando examinar tranquilamente cuanto había en la habitación.

—Podemos sentarnos aquí —propuse. Ella esperó a que me sentara yo primero, y así lo hice.

Kim se decidió a sentarse ella también, de modo precario, al borde mismo de la butaca. Con una mano enredaba nerviosamente el nudo de su pañuelo. La otra la tenía firmemente cerrada en puño.

—Es sólo que necesito que me ayuden un poco a entender a una persona —comenzó—. Alguien que a veces se enfada.

—¿Está hablando de alguien próximo a usted?

Ella se puso tensa.

—No voy a decirle su nombre —dijo.

—No —acordé—. El nombre no tiene importancia. Pero ¿es alguien de su familia?

—Mi prometido —admitió.

Asentí.

—¿Cuánto tiempo llevan juntos? Si no le importa que se lo pregunte…

—Cuatro años —dijo Kim—. Quiere que pierda algo de peso antes de casarnos.

Puede que fuera la fuerza de la costumbre, pero yo ya estaba empezando a elaborar un perfil del novio. En su relación, le echaba la culpa de todo a ella; nunca tenía en cuenta sus propias acciones; el peso de ella era su válvula de escape.

—Kim, cuando dice que se enfada a menudo… ¿Podría darme más detalles?

—Bueno es sólo que… —Se detuvo a pensar, aunque estoy seguro de que era vergüenza y no falta de claridad lo que la detenía. Entonces asomaron pequeñas perlas a la comisura de sus ojos.

—¿Se ha puesto físicamente violento con usted? —pregunté.

—No —dijo, un poco demasiado deprisa—. Violento no. Es sólo… Bueno, supongo que sí.

Con un suspiro trémulo, pareció renunciar a las palabras. Prefirió desanudarse el pañuelo del cuello y dejarlo caer suavemente en su regazo.

Lo que vi me repugnó. Los verdugones eran más que evidentes. Se prolongaban alrededor de su garganta como bandas borrosas.

Yo ya había visto ese tipo de marcas estriadas. Normalmente, en cadáveres.

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