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TERCERA PARTE - Terapia » 48

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Tuve que recordármelo a mí mismo: «Has dejado atrás los asesinatos; esto no es más que una sesión de terapia».

—Kim, ¿cómo se hizo esas marcas del cuello? Cuénteme todo lo que pueda.

Ella hizo un gesto de dolor mientras volvía a anudarse el pañuelo.

—Si me suena el móvil, tendré que contestar. Él cree que estoy en casa de mi madre —dijo.

Una expresión turbada contrajo su rostro por un momento, y comprendí que era demasiado pronto para pedirle que hablara de episodios concretos de abusos.

Sin atreverse a mirarme aún, se desabrochó el puño de la blusa.

No tuve claro qué estaba haciendo hasta que vi una herida inflamada por encima de la muñeca, en el antebrazo. Apenas empezaba a curarse.

—¿Eso es una quemadura? —pregunté.

—Fuma puros —dijo ella.

Tomé aire. Lo había dejado caer como si tal cosa.

—¿Ha avisado a la policía?

Ella soltó una risa amarga.

—No, no lo he hecho —admitió Kim.

Se llevó la mano a la boca y volvió a desviar la mirada. Estaba claro que aquel hombre la había asustado para que lo protegiera, a toda costa.

Sonó el pitido de un móvil dentro de su bolso.

Sin decirme a mí una palabra, sacó el teléfono, miró el número y respondió.

—Hola, cariño. ¿Qué hay? —Su tono era afable, desenfadado, y totalmente convincente—. No —dijo—. Mamá ha salido un momento a por leche. Claro que estoy segura. Le diré hola de tu parte.

Era fascinante observar la cara de Kim mientras hablaba. No estaba simplemente actuando para él. Interpretaba el papel para sí misma. Así era como lo iba sobrellevando, ¿no?

Cuando por fin colgó, me miró con una sonrisa absolutamente fuera de lugar, como si no hubiéramos tenido ninguna conversación en absoluto. Duró apenas unos segundos. Luego se desmoronó, de golpe. Un gemido grave dio paso a un sollozo que sacudió su cuerpo, se echó hacia delante, aferrándose la cintura con los brazos cruzados.

—E-esto es muy duro —dijo entrecortadamente—. Lo siento. No puedo hacerlo. No puedo… estar aquí.

Cuando sonó el teléfono por segunda vez, se incorporó en su asiento con un respingo. Aquellas llamadas de control eran lo que le hacía más difícil estar allí; tratando de formar malabarismos, admitiendo los hechos y negándolos a un tiempo.

Se secó la cara como si su aspecto importara y luego contestó en el mismo tono afectuoso de antes.

—Hola, cariño. No, me estaba lavando las manos. Lo siento, cariño. He tardado un momento en llegar hasta el teléfono.

Podía oír al hombre gritar no sé qué mientras Kim asentía pacientemente y lo escuchaba. Al cabo, me indicó que esperara con un dedo y salió a la escalera.

Aproveché el rato para repasar alguna de mis agendas de proveedores y calmar mi propia ira. Cuando Kim volvió a entrar, intenté darle los nombres de algunos centros de acogida de la zona, pero los rechazó.

—Tengo que irme —dijo bruscamente. La segunda llamada había sellado sus labios—. ¿Cuánto le debo?

—Pongamos que esto ha sido una consulta inicial. Págueme por la segunda cita.

—No quiero caridad. De todos modos, no creo que pueda volver más. ¿Cuánto?

Respondí de mala gana.

—Son cien a la hora, según una escala móvil. Con cincuenta será suficiente.

Contó el dinero ante mí, casi todo billetes de cinco y de un dólar, que probablemente había ido ahorrando con el tiempo. Después abandonó la consulta. Mi primera sesión había concluido.

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