Cross

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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 13

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El Carnicero aparcó cosa de una manzana más arriba, en la misma calle Cuatro; entonces salió del coche y caminó apresuradamente de vuelta a la acogedora casa, de la que el poli tenía el piso de abajo. Conseguir la dirección correcta le había resultado bastante fácil. Para algo tenía la Mafia lazos con los federales. Avanzó por un lateral a pasos largos, tratando de no ser visto, pero no preocupado porque le vieran. En estos barrios, la gente no hablaba de lo que veía o dejaba de ver.

Este trabajo lo iba a despachar rápidamente. Entrar y salir de la casa, cuestión de segundos. Luego, a volver a Brooklyn, a cobrar su último trabajo y celebrarlo.

Pasó pisando por un frondoso macizo de diamante que rodeaba el porche trasero y se encaramó arriba. Entró tranquilamente por la puerta de la cocina, que gimió como un animal herido.

De momento, ningún problema. Había entrado en el lugar con toda facilidad. Se figuró que el resto sería también coser y cantar.

Nadie en la cocina.

¿Nadie en casa?

Entonces oyó llorar a un bebé y sacó su Luger. Tanteó el bisturí en su bolsillo izquierdo.

Este imprevisto era prometedor. Con un bebé en casa, la gente se volvía descuidada. Ya se había cargado a más de un tipo de esta manera, en Brooklyn y en Queens. A un chivato de la Mafia lo había cortado en pedacitos en su propia cocina, y luego había llenado con ellos la nevera familiar a modo de mensaje.

Atravesó un corto pasillo, moviéndose como una sombra. No hizo el menor ruido.

Luego asomó la cabeza por el saloncito, el cuarto de estar, lo que coño fuese.

Aquello no era precisamente lo que esperaba encontrarse. Un hombre alto, bien parecido, cambiándoles los pañales a dos críos pequeños. Y al tío parecía dársele bien, además. Sullivan se daba cuenta porque años antes había estado a cargo de tres mocosos, sus hermanos, en Brooklyn.

—¿Eres la señora de la casa? —preguntó.

El tipo levantó la vista y no pareció asustarse de él. Ni siquiera parecía sorprendido de que el Carnicero estuviera en su casa, pese a que tenía que haberse quedado de piedra, y probablemente tendría miedo. Era el detective Alex Cross. Conque no cabía duda de que el poli tenía un par de cojonazos, en todo caso. Desarmado, cambiándoles los pañales a sus hijos, pero demostrando entereza, auténtico carácter.

—¿Quién eres? —preguntó el detective Cross, casi como si dominara la situación.

El Carnicero cruzó los brazos, ocultando el arma a los críos. Diantre, a él los niños le gustaban. Era con los adultos con quienes tenía un problema. Como su viejo, por poner un ejemplo flagrante.

—¿No sabes por qué estoy aquí? ¿Ni idea?

—Puede que sí. Supongo que eres el sicario del otro día. Pero ¿por qué estás aquí? En mi casa. Esto no está bien.

Sullivan se encogió de hombros.

—¿Bien? ¿Mal? ¿Quién puede decirlo? Se supone que estoy un poco loco. Eso me dice la gente, al menos. Igual es

eso. ¿No crees? Me llaman el Carnicero.

Cross asintió.

—Eso he oído. No hagas daño a mis hijos. Aquí no hay nadie más que yo. Su madre no está en casa.

—¿Y por qué iba yo a hacer eso? ¿Daño a tus hijos? ¿Daño a ti delante de tus hijos? No es mi estilo. Te voy a decir lo que haré. Me abro. Como te he dicho: loco. Has tenido suerte. Adiós, criaturas.

Entonces el sicario hizo otra reverencia, como había hecho después de abatir a Jiang An-Lo.

El Carnicero se dio media vuelta y salió del apartamento por donde había entrado. Dejó al detective estrella tratando de entender aquello. A pesar de todo, su locura obedecía a un método; cada paso que daba respondía siempre a un método. Sabía lo que hacía, y por qué, y cuándo.

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