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PRIMERA PARTE - Nadie va a quererte nunca como te quiero yo (1993) » 14

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Aquella noche con el Carnicero me afectó más que cualquier otra cosa que me hubiera pasado hasta entonces como policía. Un asesino dentro de mi casa. Plantado en el salón, junto a mis hijos.

¿Y qué se suponía que debía deducir yo de aquello? ¿Que había recibido un aviso? ¿Que tenía suerte de estar vivo? ¿Uf, qué suerte tengo? El asesino había perdonado la vida a mi familia. Pero ¿por qué había ido a por mí, de entrada?

El día siguiente fue uno de los peores que había pasado como policía. Mientras un coche patrulla vigilaba la casa, me citaron para tres reuniones distintas sobre la cagada en lo de Jiang An-Lo.

Se habló de una investigación interna, la primera en que me veía involucrado.

A causa de todas esas reuniones no programadas, que se sumaron al papeleo extra y a mi carga de trabajo habitual, llegué tarde a recoger a Maria en Potomac Gardens por la noche. Me sentí culpable por ello. No había llegado a acostumbrarme a que ella pasara tanto tiempo en un proyecto como el de Potomac Gardens, especialmente después de ponerse el sol. Ya estaba oscuro. Y Maria volvía a estar embarazada.

Pasaban un poco de las siete y cuarto cuando aquella noche llegué a la sede del proyecto. Maria no estaba esperándome fuera en la puerta como acostumbraba.

Aparqué y salí del coche. Empecé a andar hacia su oficina, que estaba situada cerca de mantenimiento, en la planta baja. Acabé echándome a correr.

Entonces vi a Maria salir por la puerta principal, y la noche se me arregló de golpe. Llevaba la cartera cargada con tantos papeles que no había podido cerrarla. Acarreaba debajo del brazo un montón de carpetas que no habían cabido en ella.

Aun así, se las arregló para saludarme con la mano y sonreír cuando me vio acercarme caminando. Rara vez se enfadaba porque yo cometiera errores, como pasar a recogerla con más de media hora de retraso.

Me daba igual que resultara cursi o pasado de moda, el caso era que verla me emocionaba, y así sucedía siempre entre nosotros. Había reordenado mis prioridades: Maria y nuestra familia en primer lugar, y luego el trabajo. Sentía que así debía ser, que era el equilibrio indicado.

Maria tenía una forma alborozada de llamarme por mi nombre.

—¡Alex! ¡Alex! —gritó, y me saludó con la mano mientras yo trotaba para reunirme con ella frente al edificio. Un par de pandilleros del barrio que estaban apoyados en la verja de la fachada se volvieron hacia nosotros y se echaron unas risas a nuestra costa.

—Hola, preciosa —exclamé—. Siento llegar tarde.

—No pasa nada. Yo también tenía trabajo. ¿Qué pasa, Reuben? ¿Estás celoso, chico? —le dijo a voces a uno de los pandilleros recostados en la verja.

Él se rió y le respondió del mismo modo:

—Ya te gustaría, Maria. Ya te gustaría tenerme a mí en vez de a él.

—Sí, claro. Qué más quisieras —respondió ella.

Nos besamos; no haciendo alarde, porque estábamos delante de su lugar de trabajo y los pandilleros estaban ahí mirando, pero sí como para que se notara que era un beso sentido. Luego le cogí las carpetas del trabajo, y nos dirigimos hacia el coche.

—Llevándome los libros —se mofó de mí—. Qué tierno, Alex.

—Si tú quieres, te llevo a ti.

—Te he echado de menos todo el día. Más incluso que de costumbre —dijo ella, y volvió a sonreírme. Luego apoyó la cara en mi hombro—. Te quiero tanto…

Maria se abandonó entre mis brazos, y entonces oí los disparos. Dos estallidos lejanos que no sonaron a gran cosa. No llegué a ver al tirador, ni el menor rastro. Ni siquiera tuve claro de qué dirección habían venido los tiros.

—Ay, Alex… —susurró Maria, y luego se quedó callada y muy quieta. No estaba seguro de que respirara.

Antes de hacerme a la idea de lo que ocurría, se me escurrió y cayó sobre la acera. Pude ver que le habían dado en el pecho, o en la parte de arriba del estómago. Estaba demasiado oscuro y era todo muy confuso como para aseverar nada más.

Traté de escudarla, pero entonces vi que le salía mucha sangre de la herida, así que la levanté en brazos y eché a correr.

Yo estaba cubierto de sangre también. Creo que grité, pero no estoy del todo seguro de qué ocurrió después de que comprendiera que habían disparado a Maria y que la cosa tenía mala pinta.

Me seguían a muy poca distancia dos de los pandilleros. Uno era Reuben.

Quizá querían ayudar. Pero yo no sabía si todavía era posible ayudar a Maria. Temía que estuviera muerta en mis brazos.

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