Cristal

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Cristal

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Uno de los peces flotaba de lado, uno de los tres de color naranja —todos los demás eran rojos y blancos—. Tenía una larga cola gris y estaba rigurosamente muerto. Todos tienen la cola larga, y este era antes de color naranja, debo aclarar, aunque ahora se ha vuelto blanco pastoso y está haciéndose pedazos dentro del agua, disolviéndose o empalideciendo, menos por la cola, que no ha cambiado con la muerte, como les pasa a nuestro pelo y nuestras uñas, según dicen. Llevaba varios días sin bajar, de modo que no sé cuándo murió, ni, claro, tampoco por qué —no de hambre, de eso estoy segura—. Lo saqué con una espumadera y lo tiré al váter, y luego les di de comer a los demás. No había terminado en la universidad cuando murió mi padre. Mamá también había muerto por entonces, aunque no sé si él lo sabía, porque jamás hablábamos de ella. Papá murió de pronto un día, estando yo en clase, de lo que siempre me he empeñado en llamar apoplejía, término victoriano y más digno que el correcto —infarto agudo de miocardio—, que suena totalmente despiadado, feo y solitario, tres días tendido boca arriba en el suelo del cuarto de baño, hasta que lo encontraron. El infarto de miocardio fue la causa próxima, debo aclarar, porque, más que de ninguna otra cosa, en realidad, de lo que murió fue de beber demasiado. La casa estaba vendida, las deudas pagadas, y no quedaba mucho dinero —no mucho, entiéndase, si lo comparamos con el que había durante mi niñez, pero bastante si lo comparamos con el que tuvo Clarence durante su niñez, es decir nada; y ahí, seguramente, radicaba la principal diferencia entre nosotros. Me gasté gran parte del dinero viajando por Europa y viviendo en un bonito piso neoyorkino, con grandes ventanales y palomas en el balcón, hasta conocer a Clarence, y luego más, lo que gastamos en nuestro intento de ejercer la profesión de escritor en vez de trabajar. Cuando ya se nos había ido más de la mitad, metí lo restante en inversiones que tendrían que haberlo hecho crecer, siguiendo el consejo de un señor que había sido socio de Papá, pero lo cierto es que no hubo tal crecimiento: más bien lo contrario, aunque tan despacio que no noté cómo iba encogiéndose día tras día hasta pasados unos años, y en ese momento ya había encogido. Ello ocurrió, seguramente, porque, como supe más tarde, aquel señor iba a cazar codornices con mi padre, pero no tenía ni idea de finanzas, y de hecho se ganaba la vida pintando cuadros de caballos de carreras. El hecho de que el dinero siguiera encogiendo hizo caer en la desesperación a Clarence, que andaba siempre detrás de mí para que hiciera algo, pero yo no hice nada, porque siempre parecía haber suficiente para ir tirando los dos, solo con que redujéramos un poquito los gastos. Hoy en día tiendo a considerarme empobrecida. Tiendo a ello, sobre todo, hasta el punto de fijarme en la idea, cuando estoy deprimida por cualquier otra razón, porque se me ha cortado la leche, por ejemplo, y en tales momentos incluso he llegado a decírselo a la gente, que estoy empobrecida. Potts, que se ofreció a prestarme dinero, fue una de las personas a quienes se lo dije. En rigor, no estoy empobrecida, ni a dos velas, salvo de vez en cuando, a fin de mes, que me veo en apuros. Con cuatro cenas de restaurante, dos viajes a Starbucks a tomarme un café con pastas y un trayecto en taxi desde el centro, por culpa de una bolsa de la compra demasiado llena, este mes ya estoy en apuros, nada más empezar, y aún queda el asunto del alquiler, aunque tal vez debería haber dicho la

cuestión del alquiler, porque se ha hecho cuestionable, porque no lo he pagado completo ni este mes ni el anterior. En lugar de empobrecida, debería decir «en situación precaria», aunque, claro, sí que voy a estar empobrecida dentro de unas semanas, por haberme excedido como acabo de describir. Durante una temporada pensé que si esto llegaba a convertirse en un libro lo podría titular

Los pobres, pero he decidido que no, porque eso, a secas, sin más explicaciones, transmite una falsa impresión: Clarence y yo nunca fuimos pobres en el sentido de vivir en una chabola de cartones y comer en platos de hojalata. Me refería a los pobres en un sentido más amplio, en cuanto miembros de la pobre humanidad sufridora. Tecleé esto último y accioné el carro de la máquina y la rata me estaba mirando, erguida contra el cristal y balanceándose de un lado a otro, como Clarence delante de la puerta tras una noche en la ciudad, agarrado al quicio, me llevó a pensar. Su presencia se me está haciendo molesta y pesada. Tras la muerte de Papá, viajé a Francia por primera vez ya de mayor. Casi todos mis conocidos viajaban en barco por aquel entonces; fui en el

Île de France con una amiga llamada Rosaline Schlossberg. Íbamos con idea de pasar todo el verano juntas, pero nos peleamos durante la primera semana en París, y ella se fue a Londres sola y desde allí se dedicó a difundir toda clase de rumores. No era una amiga en el sentido estricto de la palabra, más bien una conocida; en el sentido estricto de la palabra, mi único amigo era Clarence. Supongo que habrá quien preferiría que dijera algo así como que Clarence era el amor de mi vida. Igual podría decir que era el aburrimiento de mi vida, el fastidio de mi vida, el principal obstáculo para alcanzar metas más altas en mi vida, y etcétera. Puedo afirmar, sinceramente, que era la persona con quien más disfrutaba dándole a la tecla, en muchas máquinas diferentes.

Me gusta mucho la máquina en que le doy a la tecla ahora, me gustó desde el día mismo en que la compré, en una tienda de la calle Lafayette de Nueva York, más o menos un mes antes de mudarme a este piso, aunque ya hubiera tomado la decisión de mudarme y una máquina de escribir fuera a ser un estorbo más en el traslado. Me vine aquí y encontré trabajo —no el trabajo al que recientemente dejé de ir, sino el de antes— en una tienda de comestibles. Era la primera vez que trabajaba normalmente —pecuniariamente, debería decir, porque a mí no me pareció normal—. Evidentemente, había esperado que las circunstancias se desarrollaran de otro modo: no habría comprado una máquina nueva solo para mecanografiar unas cuantas cartas y luego meterla en el armario. Había poseído toda una serie de máquinas en el pasado, pero nunca disfruté tanto dándole a la tecla en ellas como dándole en esta. Es una máquina bastante grande —podríamos descubrirla como una máquina de oficina de las más pequeñas—, marca Royal, y emite un sonido amortiguado pero sólido cuando la acciono, a diferencia de las máquinas pequeñas, que suenan a lata. No tiene uno más que oír el ruido de las máquinas pequeñas, como lo oía yo constantemente cuando Clarence se pasaba las horas escribiendo en nuestro cuarto, para convencerse de que nada válido puede salir de ellas, aunque, claro, a veces sí que sale de veras algo. Cuando digo que Clarence escribía a todas horas, me refiero a la costumbre que adquirió en sus años intermedios de escribir cuando se había pasado de copas. Íbamos a un montón de fiestas, en aquel entonces, en las que había auténticas hordas de personas inteligentes pululando a nuestro alrededor. Clarence se enardecía con las conversaciones inteligentes, y para cuando volvíamos a nuestra habitación ya se había convencido, por lo general, de estar en la pista de algo tremendamente inteligente y bello. Le impresionaban terriblemente las cosas tan ingeniosas que se le habían ocurrido durante la fiesta y no tenía más remedio que ponerlas por escrito en ese mismo momento, por miedo a que se le borraran mientras dormía. Se plantaba delante de aquella espantosa Olivetti pequeñita, las más de las veces en paños menores, y montaba un estrépito mientras yo trataba de conciliar el sueño, parando de vez en cuando para leer lo que acababa de escribir. Siempre le parecía bien lo que escribía en tal estado; lo oía murmurar alabanzas de sí mismo: «precioso», «fantástico», «se van a enterar». Gracias a Dios, lo normal era que yo también hubiese bebido bastante, como solía hacer en aquella época, y me las apañaba para quedarme dormida al cabo de un rato y no despertarme hasta que cesaba el estrépito, despabilada por el silencio o por la sacudida de la cama cuando Clarence acababa acostándose, con la luz gris del alba en la ventana. Como es natural, al día siguiente no le parecía tan estupendo como había imaginado lo que había escrito en aquellas condiciones: a veces ni siquiera lo entendía, o lo entendía pero eran cosas trilladas o secundarias o cualquier otra cosa mala, y a continuación se deprimía más que nunca. Ni que decir tiene que sentirse así le aumentaba las ganas de ir a fiestas, por más que yo le dijera que deberíamos instalarnos en el campo y olvidarnos de toda esa gente, dar un paseo por montes y valles todos los días y seguir un horario regular y beber menos. Creía yo que si conseguía olvidar, aunque solo fuera por un momento, lo de hacerse famoso, para empezar de cero, se pondría bien. Pero, claro, no fue capaz, porque en el fondo de su corazón sabía que no estaba bien. Y luego, cuando por fin lo hicimos, lo del horario regular, los largos paseos, y toda la pesca, resultó una verdadera catástrofe; bueno, quizá no una catástrofe, para ser exactos; resultó un jarro de agua fría, en un momento en que ya no podíamos aguantar un solo jarro de agua fría más. Clarence deseaba triunfar como escritor, alcanzar cierto grado de reconocimiento, más que ninguna otra cosa en este mundo, salvo quizá, más adelante, el whisky, y más adelante aún el whisky y Lily, y a su modo de ver ello implicaba el éxito comercial, aunque fuera modesto, y que lo respetaran como escritor los demás escritores, e implicaba comportarse como escritor y hacer cosas de escritor como corregir pruebas y asistir a presentaciones de libros de escritores que a duras penas conocía y que, cuando nos cruzábamos con ellos por la calle, no se dignaban ni a hacer una inclinación de cabeza en nuestra dirección. Siempre estaba mirando por encima del hombro mientras escribía, como queriendo averiguar, con preocupación —y, ya al final, con desesperación— lo que otras personas, sobre todo la gente del mundo editorial y luego del cinematográfico, iban a decir de lo que estaba escribiendo. Su idea de haber llegado era comer en un restaurante de los Hamptons y oír que alguien, en otra mesa, le susurraba a otro que el señor que estaba con esa señora tan rara era el escritor Clarence Morton. Comprendí que lo suyo era una enfermedad hereditaria, que le venía de sus orígenes, de haber sido un don nadie al nacer y de haberse criado entre personas que estaban siempre utilizando la palabra «éxito», que no fue solo una actitud que un día decidió adoptar, y que por eso fue por lo que nunca pudo liberarse, por más que yo, cuando empezamos a vivir juntos, estuviera convencida de que sí, de que lograría liberarse. Era muy capaz de describir a alguien que acababa de conocer en una de esas fiestas suyas, cuando yo ya había dejado de burlarme, como «escritor de éxito» o autor de «una película de éxito». Yo siempre ponía objeciones a esa forma de hablar, pero no creo que Clarence llegara a entenderme: se me quedaba mirando desconcertado y decía cualquier idiotez del tipo: «¿Qué tienes contra el éxito?» Claro está que no tenía sentido contestarle. Esta aversión mía fue, de hecho, la razón de que dejara de asistir a las fiestas. Y, volviéndose hacia mí, alguien me preguntaba: «Y tú, Edna, ¿también escribes?» Y yo le contestaba: «No, yo le doy a la tecla.» Cuando colaboraba con regularidad en las revistas, tras la publicación de

El bosque de noche, fue un verdadero escritor de éxito, pero entonces ya no era capaz de valorarlo. No lo valoraba por mi culpa, posiblemente, porque sabía que yo no atribuía ningún valor a eso. De manera que en nuestra vida en común se le planteó la cuestión de a quién iba a valorar, a mí o a sí mismo, y no fue capaz de decidirse hasta que conoció a Lily. Con ella, que no valoraba nada que yo valorase, consiguió liberarse y volver a ser él mismo, aunque para entonces ya fuera demasiado tarde también para eso. Si me diera por ser irónica, mi libro se titularía

Cómo ser escritor profesional Y tengo que hacer algo con las virutas de la rata; no puedo seguir añadiendo las nuevas encima de las viejas. El tanque ya está medio lleno, y la rata ha hecho túneles contra el cristal, como en una granja hormiguero. Una granja ratera.

Antes, cuando hablaba de los motivos que podían llevarme a dejar de darle a la tecla —la necesidad de rumiar algo o el deseo de hacer cualquier otra cosa por un rato—, olvidé los atascos de las teclas. Antes nunca me pasaba, pero ahora ocurren casi todos los días, y siempre en el peor momento, cuando me siento menos inclinada a dejar de darle a la tecla. No los he mencionado hasta ahora porque resulta difícil hablar de ellos sin dar la impresión de estar uno quejándose. A veces me dejo arrebatar por el tecleo, estoy metida en ello tan a fondo, que las ideas me van más deprisa que los dedos, se me amontonan, y cuando tengo muchas ideas alborotándome en la cabeza al mismo tiempo, bien puedo flaquear, los dedos se me trastabillan, y vienen los espasmos: las teclas entran en colisión, se arraciman y se enmarañan de un modo espantoso. Para liberar las teclas lo único que tengo que hacer es soltarla con los dedos, empezando por la de más arriba, y etcétera: nada especialmente difícil ni digno de mención, si ahí terminara la cosa. Pero es que ahí no termina la cosa Una vez liberadas las teclas, resulta que me he manchado los dedos de tinta y tengo que levantarme de la mesa y desplazarme pesadamente hasta la cocina o el cuarto de baño. Y una vez allí no me basta con enjuagarme la mano: la tinta no es polvo. Tengo que esperar, dando golpecitos con el pie en el suelo o silbando de puro enfado, seguramente, hasta que el agua empieza a salir caliente (viene del sótano y tarda bastante), frotarme los dedos y luego secármelos con una toalla, suponiendo que la haya, porque ahora mismo acabo de encontrarme con que no la hay, porque la última la utilicé de trapo del polvo, como creo que ya he mencionado, o secármelos en el vestido, como acabo de hacer, o en los pantalones, o sacudirlos en el aire, dando paseos mientras. Los atascos de teclas son enloquecedores. Le vienen a uno ganas de emprenderla a puñetazos con la máquina o de arrojarla a la otra punta de la habitación, como hizo Clarence una vez, y a veces golpeo el teclado con la frente, aun sabiendo que no sirve de nada, salvo, claro, en lo psicológico. Clarence no tiró la máquina por un atasco de teclas; la tiró porque acababa de decidir que nunca más escribiría nada, o por lo menos eso es lo que gritaba cuando la lanzó al suelo. Hubo otra vez en que también la tiró, pero tampoco entonces fue por nada relacionado con ningún atasco de teclas, ni siquiera con ninguna máquina de escribir. No tiró las dos veces la misma máquina: la que tiró primero quedó totalmente inservible y no cabía tirarla por segunda vez, salvo, claro está, a la basura. Fue mi máquina la que lanzó la segunda vez, y no la rompió, porque la lanzó contra la cama. Se me ocurre ahora que hace falta haber cumplido más o menos los treinta años para comprender en qué puede consistir un atasco de teclas. Si esto llega alguna vez a ser un libro, voy a tener que explicar cómo funcionan las máquinas de escribir, incluyendo en el texto la imagen de una máquina de escribir con un pequeño recuadro dentro en que se muestre en primer plano un atasco de teclas, para que se entienda. En Potopotawoc se llevaron mi máquina de escribir. Había enviado el equipaje por delante, y cuando llegué las maletas estaban esperándome junto al catre en la cabaña, pero faltaba la máquina. Me dijeron que se había perdido durante el viaje, que me conseguirían otra, pero no cumplieron. Luego, dos semanas más tarde, la vi en el despacho del director. Pasaba por delante, la puerta estaba abierta, y la vi en el suelo, bajo una silla. El hombre me dijo que acababa de llegar, pero no me lo creí. También el libro de Peter Handke se ha caído, llevándose detrás varios de mis folios, chocando contra el suelo con un ruido muy fuerte y dándome un susto. Ahora hay muchísimas páginas en el suelo. Supongo que no se puede hablar de granja habiendo un solo animal.

Puede que no esté progresando nada en absoluto. Podría ser incluso que estuviera retrocediendo. La vida sigue, ese es el problema. No es que siga a lo grande, pero el caso es que sigue, poquito a poquito. Lo que hace, supongo, es más bien renquear, palmo a palmo, como más arriba apunté. No está ocurriendo casi nada, en el pleno sentido de ocurrir, pero me encuentro con que no soy capaz de procesar ni siquiera ese poquito con la velocidad suficiente para no retrasarme, a pesar de lo buena mecanógrafa que soy. Da la impresión de que mi retraso aumenta a cada segundo que pasa. Aquí estoy, a la máquina, tratando de contar cosas que ocurrieron hace cincuenta años, mientras Lily y la casa empapelada de amarillo y Francia en invierno jadean a mi lado, en espera de que los procese, y se rompe un marco de foto, y me veo obligada a mencionarlo y también los atascos de teclas y el polvo y etcétera, y ¿cuándo va a parar esto?

En la universidad les pasaba cosas a máquina a otras personas. Ellas me lo pedían y yo lo hacía sin quejarme. Me confería estatus, supongo, aunque no recuerdo que el estatus me preocupara especialmente, de modo que seguramente no era esa la razón: ya entonces me encantaba darle a la tecla. Y de paso les corregía la puntuación y la gramática y, ya puestos, la ortografía. La corrección gramatical es algo natural en mí, como respirar, por mis antecedentes familiares, la clase social a que pertenezco, y demás, y a otros, en cambio, les cuesta muchísimo trabajo. Solo con pronunciar una frase en voz alta ya sabía si estaba bien, mientras que ellos tienen que aprenderse las reglas de memoria, e incluso cuando conseguían escribir correctamente —algunos lo conseguían al cabo del tiempo, cuando yo les había indicado esto y aquello, explicándoselo— en seguida me daba cuenta, solo por su estilo, de que estaban acordándose de las reglas. El propio Clarence tropezaba de vez en cuando, por culpa de sus antecedentes familiares. Le costaba mucho darse cuenta de que algo funcionaba mal en alguna de sus frases, igual que tampoco lo notaba siempre cuando escribía algo muy trillado o poco original. Me traía las cosas para que se las volviera a mecanografiar —él era muy lento dándole a la tecla, y muy torpe, y muy fallón—, corrigiéndoles los fallos gramaticales. Y yo, a veces, iba un poco más lejos de eliminar lo peor y asear el resto, gramaticalmente hablando. A veces cambiaba bastantes cosas, a fondo. Entonces le decía que ahí seguían todas las palabras que él

había querido escribir, pero que ahora quedaban mucho más claras sus intenciones. Ni que decir tiene que se daba cuenta de lo que hacía yo, pero nunca me pidió que lo hiciera, y nunca lo hablamos. Nunca me dijo: «¿Puedes corregir esto, Edna, puedes mejorarlo?» Siempre era: «¿Puedes pasarme esto a limpio, muchacha?» Cuando me gritaba lo de que fuera al grano, cuando empezaron a saltársele los plomos con la facilidad que ya he mencionado, siempre era porque había estado con Lily —porque había estado con Lily tras la hora de cierre de la farmacia, no todavía porque hubiera estado con ella en público—. Lily le daba a la tecla con dos dedos. Lo cual apenas tenía importancia, claro, porque en aquel momento Clarence ya había abandonado la escritura. En algún momento voy a tener que explicar lo de Lily y la farmacia, y todavía no me he metido con Potopotawoc, algo que por sí solo ya les resultará extraño a algunos. Si Clarence leyera esto, le resultaría extraño, estoy segura —extraño y, por emplear una de sus frases favoritas, enteramente sintomático—. Y ahora estoy descarrilando, otra forma interesante de decirlo, pero que no voy a utilizar aquí, a no ser que me dé por hablar de trenes, como tengo en mente hacer en algún momento. Debería decir descarrilando

otra vez, porque la triste realidad es que a duras penas estoy progresando algo, incluso sin entrar en Lily y la farmacia. Y si pretendo acostarme de nuevo en el sofá no voy a tener más remedio que quitar la montaña de cosas que tengo ahí amontonadas, los libros y las fotos y demás, y las cajas de las cintas. No me han venido ganas de echarme con tanta frecuencia como me venían hace unas semanas, cuando me pasaba la mayor parte del día en horizontal. Podría echarme en el dormitorio, claro, si me entraran las ganas, o en la alfombra de al lado de la mesa, como hacía también algunas veces. Ahora no creo que me apeteciese echarme en la alfombra, con toda la porquería que hay en el suelo, las páginas terminadas que han ido resbalando de la mesa, así como una gran cantidad de folios arrugados que extraigo de la máquina y tiro al suelo y que hasta ahora no he mencionado para no dar la impresión de que estoy desanimada, más las hojas del helecho que se quebraron cuando empujé la maceta contra la pared, y las bolitas de Nigel que se me han ido cayendo cada vez que las traía en la mano desde la cocina, donde tengo la bolsa, y el libro de Peter Handke, y la dificultad de levantarme una vez acostada. Y debería haber mencionado antes que cuando digo suelo también incluyo la alfombra; casi todos mis folios están en la alfombra. Pienso «bueno, pues voy a tener que limpiar», y luego no lo hago.

He puesto los libros del sofá en la librería pequeña. No eran muchos. Tengo la mayor parte de mis libros en la estantería alta del pasillo. La puerta de la cocina está en el extremo opuesto del pasillo —no es una puerta propiamente dicha, sino un vano—. Desde el cuarto de estar la vista recorre el piso entero, hasta la ventana del fondo, desde la cual en realidad no se ve nada, solo la estructura metálica de la escalera de incendios y la parte de detrás del edificio de ladrillo que hay en el callejón, que en tiempos fue una escuela, pero que lleva años abandonado, con las ventanas tapiadas. No se ve nada, entendámonos, en cuanto cosas animadas como personas y árboles, pero la ventana de la cocina da al oeste, con lo cual abarca en parte las puestas de sol, aunque el resto del encuadre resulte bloqueado por la escuela. A un lado del pasillo está la puerta de mi dormitorio, y con excepción de esa puerta y del vano que da a la cocina, el resto está cubierto de libros hasta el techo, incluidos los dinteles. Buscarme un carpintero que me fabricara las estanterías fue prácticamente lo primero que hice al llegar a esta casa. En mis idas y venidas cotidianas, entrando y saliendo de la cocina y del cuarto de baño, que está al lado de la cocina, tengo que pasar junto a la biblioteca, aunque normalmente no miro los libros, como por lo general no mira uno las cosas que están siempre ahí. No quiero decir que evite mirarlos. Es sencillamente que en estos momentos apenas leo libros, o sea que para qué mirarlos. Ni siquiera sé muy bien por qué los conservo, salvo que muchos de ellos los tengo desde hace largos años, decenios en algún caso. Incluso huelen a viejo, como la ropa vieja y los colchones viejos. Una vez leí que los libros viejos son peores que los gatos para la salud. Los libros están, ahora que lo pienso, entre los pocos objetos personales que no pueden lavarse. La rata está montando un jaleo espantoso. Otra vez está con las zarpas delanteras apoyadas en el cristal. Le castañetean los dientes, produciendo un ruido terrible, cada vez más fuerte, y tiene los ojos abultados, como a punto de salírsele de las órbitas. Si me identificara un poco más con este bicho, podría pasárseme por la cabeza que está tratando de decirme algo, inflando los carrillos y farfullando en un fútil intento de expresar algo terriblemente importante para él, si no es que le está dando un ataque. Voy a tener que cambiarle las bolitas en algún momento, y no me quedará más remedio que introducir el brazo en el tanque. No voy a hacerlo con el bicho dentro, desde luego. A lo mejor puedo pasarlo a la bañera mientras lo hago. La última época en que leí mucho fue en Potopotawoc, donde me parece haber estado leyendo casi todo el tiempo, sobre todo revistas, porque allí no podía darle mucho a la tecla, y era o leer o ponerme de los nervios o mirar por la ventana cómo caían las hojas, o la nieve, y luego, transcurrido un largo espacio de tiempo, las hojas nuevas, y etcétera.

Solo revistas, de hecho: no creo haber leído un solo libro durante mi estancia allí. No tenía televisor, aunque en el edificio principal había uno enorme que siempre estaba puesto, incluso cuando no había nadie alrededor, y a veces me subía a ver un rato de tele. No tengo televisor aquí tampoco: el que tenía se lo di a un joven que vino a limpiarme las ventanas hace ya un montón de años, como quizá haya mencionado antes. Ya estoy oyendo decir a la gente: «¿En qué demonios ocupabas el tiempo, fuera del horario laboral, si no leías, ni le dabas a la tecla, ni veías la tele?» La respuesta es que no lo sé, la verdad. Daba paseítos, limpiaba un poco la casa, preparaba comiditas, hacía alguna pequeña compra, me asomaba unos minutos a la ventana, echaba una cabezadita, pensaba un poco, y se había acabado el día: las pequeñeces se iban amontonando hasta convertirse en todo lo que había. No es difícil llenar un día, no porque tenga una cantidad terrible de cosas que hacer, sino porque el tiempo se mueve muy deprisa. Los días, quiero decir, son un abrir y cerrar de ojos; hasta los más aburridos transcurren en un fogonazo. Digo esto y me viene la imagen de un tren pasando a toda velocidad con las ventanillas iluminadas. Llevo bastante tiempo sin ejercer como lectora, pero incluso cuando dejé de leer, menos las revistas, seguí comprando libros, con intención de leerlos en algún momento del futuro, seguí comprándomelos incluso cuando ya no podía permitírmelo. En diversos momentos de mi vida he conocido personas que cuando no podían pagarse los libros iban y los robaban, sencillamente. Antes de que nos conociéramos, Clarence robaba libros constantemente, aunque nunca habría robado ninguna otra cosa. Si la experiencia no me engaña, la gente como Clarence piensa que está bien robar libros, y donde digo «como Clarence» entiéndase aspirantes a escritor. Y he conocido pintores que se dedicaban a robar pinturas. Hace años, en un día como hoy, bien podría haber visitado alguna librería. Pasaba horas en las librerías, leyéndome capítulos enteros ahí de pie, junto a las estanterías, y de vez en cuando se me acercaba alguien y me decía cosas como: «Veo que está usted leyendo a X o Y. ¿Qué le parece?» Más hojas han caído de la mesa al suelo, con un ruido vibrante, como de varios pájaros aleteando. Una chaqueta es el único objeto significativo que recuerdo haber robado: significativo en comparación con objetos triviales como bolígrafos y clips, que también me llevaba del trabajo en algunas ocasiones, aunque supongo que a nadie le habría importado un comino si me hubiera visto hacerlo. Me llevé la chaqueta el pasado otoño. Un hombre daba golpes en el cristal de la puerta exterior mientras yo estaba en la oficina clasificando. Como Brodt se encontraba en las plantas superiores, abrí yo misma, y el hombre me tendió una chaqueta de mujer, de cuero, que había encontrado en el suelo del garaje. La colgué en el respaldo de mi asiento, con intención de entregársela a Brodt cuando volviera, pero al final me la llevé a casa. No recuerdo haberme quedado con ninguna otra cosa, salvo, como acabo de decir, objetos pequeños como clips, y una vez una grapadora bastante grande, de color azul, y más adelante una radio en miniatura no mayor que un paquete de cigarrillos. Dejé los auriculares, pensando que no me gustaría ir por ahí con un botón de plástico en cada oreja, pero cuando llegué a casa descubrí que el aparato no podía oírse de otro modo, porque carecía de altavoces, y la tiré. No estaba constantemente llevándome cosas, desde luego. Aun así, creo que Brodt sospechó algo en un momento determinado. Un viernes, al volver de mi reparto por las plantas superiores, mi nómina estaba sobre mi mesa, como de costumbre, y cuando abrí el bolso para guardármela vi que el interior no estaba en el orden habitual, como si alguien hubiera estado rebuscando dentro. Brodt no podía haber visto al hombre que me hizo entrega de la chaqueta, pero sí que podía haberse tropezado con él más tarde, podía incluso haber ocupado el asiento contiguo en algún partido durante el fin de semana siguiente, por ejemplo, podía ser que hubieran entablado conversación y que al hombre aquel se le ocurriera mencionar que había dejado una chaqueta de cuero en la oficina de Brodt el otro día, tras lo cual Brodt no habría tenido más que llegar a la conclusión de que dos y dos son cuatro. O algo parecido. El incidente de que alguien fisgara en mi bolso tuvo lugar hace mucho tiempo, y puede que no lo recuerde en el orden correcto. Puede que el registro fuera antes de que me quedase con la chaqueta, no después, y en ese caso Brodt habría estado rebuscando por alguna otra razón, si es que de veras había rebuscado. ¿Por qué iba a rebuscar en mi bolso? Me gusta la expresión «trampa de la memoria» para cosas como esta, como cuando alguien que no recuerda algo lo mismo que tú acaba diciéndote: «Me parece a mí que la memoria te está haciendo trampas, querida», con lo cual se viene a sugerir que a la memoria le gustan las travesuras, o incluso que es una malvada. Una vez fui en coche cama de Sevilla, España, a Heidelberg, Alemania. El cese del movimiento en cada parada del camino me despertaba del sueño, y subía la cortinilla para echar un vistazo al andén y descubrir quién había. Los nombres de las estaciones estaban escritos en carteles que colgaban por encima del andén, pero a veces el vagón en que iba yo no paraba en un sitio desde el que pudiera ver el cartel, ni siquiera apretando la cara contra el cristal, y me quedé sorprendidísima cuando, en plena noche, al ver el cartel, descubrí que estábamos en Suiza. ¿Quién iba a pensar que un tren procedente de Sevilla, España, con destino a Heidelberg, Alemania, pasaría por Suiza? Viajé por toda Europa —toda la Europa por la que estaba permitido viajar en aquel entonces—, pero nunca volví a pasar por Suiza, de modo que si no me hubiera despertado en aquel momento en el tren procedente de Sevilla, o si el tren no se hubiera detenido en esa posición exacta del andén, me habría pasado la vida entera ignorando que una vez visité Suiza.

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