Cristal

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Cristal

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En Estados Unidos viajaba en coche y avión, y luego, algunas veces, en autobús, cuando ya estábamos más o menos depauperados. También viajé en tren por Estados Unidos, alguna vez, sobre todo entre Nueva York y Boston, y Clarence y yo tomamos dos veces un tren que hacía todo el recorrido entre Nueva York y Los Ángeles, ida y vuelta. Quiero decir trenes de pasajeros, claro: de todas las personas que he conocido en mi vida, Clarence es la única que realmente viajó en trenes de mercancías, aunque fue por escribir algo para una revista, lo cual tiene muy poco que ver con viajar de veras en trenes de mercancías. Evidentemente, aun suponiendo que no me hubiera despertado, o que me hubiera despertado y no hubiera visto el cartel, no por ello dejaría de haber pasado por Suiza una vez en mi vida. Por otro lado, si no me hubiera despertado, etcétera, y el tren de hecho solo hubiera pasado por Francia, como parece que debería haber hecho, ello no habría supuesto ninguna diferencia en mi vida: quiero decir que no hay ninguna verdadera diferencia entre cruzar Suiza durmiendo y cruzar Francia durmiendo. Lo cual me lleva a preguntarme si lo importante es lo que ocurrió de veras en el pasado o lo que recordamos que ocurrió. Supongo que el momento en que estoy puede haber experimentado alguna diminuta modificación por el conocimiento que poseo ahora de que Suiza está entre los países que he visitado. Por otro lado, la modificación sería la misma si hubiera pasado por Francia pero hubiese imaginado que paraba en Suiza; imaginado, quiero decir, por haber leído mal algún cartel de alguna estación francesa o porque no me despertase para nada y no hubiera hecho sino soñar que estaba en Suiza. Claro está que si el tren hubiera pasado por Suiza, como ocurrió realmente, estoy convencida, pero se hubiera despeñado por un barranco, todo desde luego habría sido muy distinto de cruzar Francia durmiendo.

No fue tan malo como suponía. En cuanto levanté la tapa, el bicho se metió en su tubo y de ahí no salió, pero la peste era horrorosa. Lo saqué todo, utilizando una espátula de cocina, dispuesta a darle con ella en la cabeza si se le ocurría reaparecer, y limpié el suelo con Clorox, provocando un diminuto estornudo dentro del tubo, un ruido como de rasgar un sello de Correos. Puse las bolitas sucias en una bolsa de plástico que luego dejé fuera, en la salida de incendios. Francia, cuando allí regresé con Clarence, fue la segunda extravagancia que nos permitimos con mi dinero, del que aún quedaba una considerable cantidad. La primera fue un viaje a África. Aun ahora, tantos años después, sigue haciéndoseme raro pensar que una vez estuve de safari en África, y no la clase de excursión que hoy llaman safari, sino un auténtico safari de caza con un objetivo consistente en matar todos los animales grandes que pudiéramos, aunque nunca matamos un elefante, que es el mayor de todos, claro: a lo más que llegamos fue a cobrar un búfalo. No fui yo quien lo maté, fue Clarence, yo me había quedado en el hotel con trastornos estomacales. No era lo que normalmente se entiende por un hotel, solo un toldo largo con unos camastros y un par de letrinas con el techo de hojalata en el exterior, donde, si me veía obligada a utilizarlas durante el día, como me pasaba con frecuencia, por los trastornos estomacales, me asfixiaba de calor y pestilencia. La sensación que sigo teniendo de que el safari fue un suceso raro en mi vida se debe probablemente al hecho de que no encajaba con mi personalidad, aunque sí con la de Clarence. La foto que había en el marco cuyo cristal se me rompió era de aquel viaje. La saqué del marco para detectar mejor los trozos de cristal que habían quedado en las ranuras, y por ahora la tengo pegada en el cristal de la ventana, donde normalmente solo pongo notitas, porque viene a ser una nota para acordarme de que tengo que comprar un cristal de recambio. Está Clarence con dos leones muertos. Está pisándolos, con una bota en el anca de uno de ellos —el macho, supongo: eran macho y hembra—. La foto no se tomó en el sitio donde los matamos. Están en mitad de nuestro campamento; los africanos los dejaron ahí tirados tras sacarlos a rastras de la trasera del Land Rover, con dos hombres tirando de las patas hasta que los cuerpos cayeron al suelo. Se ve al fondo la trasera del Land Rover. Los leones cayeron uno encima del otro. El encuadre les corta la cabeza, por eso no sé si Clarence tenía el pie en el macho o en la hembra. La verdad es que se les ve tan poco en la foto que hay que saber que son leones para no pensar que Clarence está junto a un par de sacos terreros, o de trigo, o lo que sea, con el pie apoyado en uno de ellos. Se le ve con una copa de champán en la mano alzada, aunque naturalmente por la foto tampoco puede saberse lo que contiene la copa: era champán, sin embargo, de la última de las muchas botellas que habíamos comprado en Nairobi para ocasiones como esa, cuando matábamos (Clarence mataba, normalmente) algo grande. Habíamos utilizado lo que nos quedaba de hielo unos días antes, y el champán estaba tibio y repugnante, me pareció a mí, aunque no recuerdo que a Clarence le importara. Un momento antes yo estaba a su lado, chocando mi copa con la suya, y me salí del encuadre para tomar la foto. Haber matado un león me tenía un poco aturdida, de ahí seguramente que dejase fuera de la foto detalles tan importantes como las cabezas. Ahora lamento haberla tomado, aunque en su momento fuera fácil, cuando aún me hallaba bajo la influencia de Clarence. Me parece que era bastante feliz entonces. No quiero decir que fuese feliz del todo, solo que recuerdo haber sido feliz durante la mayor parte de ese viaje en concreto, feliz de ese modo que hace tan fácil ser indiferente a los sentimientos ajenos, sobre todo tratándose de leones, que tienen fama de ser bastante indiferentes en ese sentido. Fue durante ese viaje, también, cuando adquirí la costumbre de llamar a los criados con un silbido. Cuando digo que fue fácil matar al león, quiero decir, claro, que fue moralmente fácil; pero de hecho fue un tiro bastante difícil. Y cuando digo que estaba bajo la influencia de Clarence, quiero decir que estaba bajo su influencia en cosas extrañas como matar leones y jugar al tenis, pero en todo lo restante era más bien él quien estaba bajo mi influencia. Una vez, hace años, cuando Potts y yo aún andábamos probando a ver si podíamos ser algo más que vecinas amables, me hizo preguntas sobre la foto, durante una de sus visitas, y le conté todo lo relativo a la época en que maté al león. Creo que se quedó horrorizada al comprender lo mucho que yo había disfrutado haciéndolo. Es de extrañar que me haya confiado su rata. Aunque se quedaran tantas cosas fuera del encuadre, todavía hay mucha realidad en la imagen. Quiero decir que cuando se piensa en Clarence durante sus últimos años tiende uno a ver un hombre de pie, solo, con una copa en la mano, y si verdaderamente confundimos los leones con sacos terreros, entonces la foto se hace todavía más auténtica, porque captura la sensación de batalla interior característica de aquellos años: batalla interior, pero también fortaleza, entendiendo por tal el whisky, claro, pero también la sensación que más tarde adquirió por su acercamiento a Lily, la ilusión de fortaleza. Clarence se sintió fortalecido por la furiosa energía que ella ponía en todo, en un momento en que él estaba quedándose sin carburante, verdaderamente, y eso lo hizo sentirse vivo otra vez, aunque a mí me hiciera sentirme exhausta; pero sobre todo por su juvenil belleza, por el hecho de que siguiera poseyéndola. Estaban la simetría y la claridad de sus rasgos, en los que no había nada suelto ni accidental, pero creo que lo que verdaderamente atrajo a Clarence y lo hizo sentirse fortalecido fue el hecho de que Lily se hallara en una coyuntura de vida y vigor en que resultaba difícil que la idea de la muerte encontrase algún punto de apoyo. Me digo a mí misma: «Ya está bien de Lily», y quiero seguir adelante, pero estoy atascada, o embobada, o atrapada incluso, por un súbito acceso de memoria espontánea. No creo que en mi mente haya nada que me pertenezca. Lily está sentada en la ventana en la casa del papel amarillo, con una onda de pelo negro oscureciéndole parte del rostro. Veo la cegadora tarde sureña a través de la cortina de tiras que ha hecho para mi ventana. El calor ha silenciado incluso a los insectos, sofocándolos. Lily me habla, pero yo no oigo sus palabras —quiero decir que en mi memoria no oigo palabras—. Lily había adquirido el hábito de mirar por la ventana mientras hablaba, de modo que uno tenía la sensación de no estar con ella, de hallarse en algún punto del lejano horizonte, no tumbada en un sofá desvencijado, que era donde realmente me encontraba, y hablaba sobre el futuro como si hubiera sido un espacio cercano, a no más de un paso de distancia, no un tiempo quizá inalcanzable del que nos separaba una profunda sima de impredecibilidad. Escuchándola me di cuenta —entiéndase que de pronto me vino con toda claridad la idea, deslumbrante en su obviedad— de que eran iguales, Clarence y ella. No creo que lo pusiera en estas mismas palabras,

son el uno para el otro, pero eso fue lo que sentí, súbitamente. No sé por qué la recuerdo siempre con el pelo negro, cuando en realidad era castaña.

Anteayer, creo que fue, la última vez que les di de comer a los peces, no me acordé de colocar de nuevo la tapa del acuario, y los caracoles deben de haberse salido. Los caracoles, evidentemente, se han salido; no hay caracoles en el tanque. Los busqué por el suelo, y en las macetas, pensando que ese sería el sitio en que se ocultarían, como caracoles que son, aunque no de jardín. Encontré una linterna en un cajón de la cocina, para mirar bajo los muebles, no fueran a haberse arrastrado hasta allí. La bombillita produjo una débil luz amarilla durante varios segundos y luego se apagó del todo. He dejado sin poner la tapa del acuario, por si les da por volverse a meter, como quizá les apetezca, como caracoles de agua que son. Tendré que vigilar mis pasos, sobre todo en las alfombras de dibujo oscuro, donde un caracol de agua color marrón sería casi invisible. Me senté en el sillón del marido de Potts y estuve mirando cómo comían los peces: las minúsculas obleas de comida caían lenta y suavemente, como copos de nieve, y los peces se lanzaban en una u otra dirección, atrapándolas con la boca —copos de nieve, entiéndase, en el aire verde del verano—. Un año, Papá me llevó fuera durante una tormenta de nieve, en brazos, y recorrimos de arriba abajo y de abajo arriba el camino de acceso a la casa. Copos gigantes, como bolas de algodón, caían hacia mí, y yo abría la boca y los atrapaba, y el aire entonces era azul y negro. Tras un rato de observar a los peces, me quedé adormilada en la mecedora del señor Potts, y ya estaba oscuro cuando me desperté. La luz de la escalera no funciona y tuve que subir a casa tanteando las paredes con las manos. Me acordé de la cubierta de mi ejemplar de

Crimen y castigo: Raskolnikov subiendo por una oscura escalera en esa misma postura, cuando se dispone a matar a una vieja inútil. Y ahora, se me ocurre, soy yo la vieja inútil, disponiéndome a matar…

¿Qué? El tiempo, supongo. Estaba ya de regreso en mi sillón cuando me acordé de que no había regado las plantas, a pesar de haber bajado precisamente para eso. Fui a la ventana y miré al exterior. Está lloviendo otra vez. La rata da vueltas en su rueda. Ahora lo hace durante horas y horas, incluso en mitad del día. Parece haberse vuelto más activa estos últimos días: efecto del cambio de tiempo, supongo, aunque tal vez sea que yo lo noto más, por la lluvia. Hace dos días, cuando estaba tecleando lo de los días que pasan como las ventanas iluminadas de un tren a toda velocidad, y lo siguiente, lo de no saber si estaba en Suiza o en Francia, me di cuenta de que en aquel momento no sabía a qué día de la semana estábamos, el nombre de la ventana, por así decirlo, que me estaba pasando por delante. Es decir que no sabía qué día de la semana era mientras le daba a la tecla, no estando en el tren, aunque, claro, tampoco eso lo sé, con la cantidad de años que han pasado, pero supongo que en aquel momento sí lo sabría: no puede uno andar por ahí viajando, cogiendo trenes y metiéndose en hoteles y etcétera, sin saber el día de la semana. Dado que hace dos días no sabía a qué día de la semana estábamos, ahora, consiguientemente, sentada de nuevo ante la máquina, tampoco sé a qué día de la semana estamos. Me está costando mucho trabajo, últimamente, evitar que las ideas se me desbarajusten. El desbarajuste parece empeorar cuanto más me empeño en aclararme, como les pasa a los insectos en las telarañas, cuando sus esfuerzos por escapar no hacen sino ponerles las cosas más difíciles. Una vez, viendo el desorden de mi cuarto, le dije a Clarence que no podía seguir viviendo tan descompuesta. Él entendió otra cosa, y no tuve más remedio que ponerme a gritar: «¡No necesito un

médico! ¡Necesito una

criada!» Era típico de Clarence lo de entender las cosas al revés.

Puedo sentirla delante casi físicamente: una vasta intransigencia contra la que sigo dándome de cabezadas. No puedo describirla con exactitud; nunca he logrado obtener una percepción clara de ella. Si es porque la tengo demasiado cerca o porque la tengo demasiado lejos, no logro decidirme. Solo sé que obstaculiza, que está hecha de algo extremadamente duro que me romperá la cabeza si no tengo cuidado, si sigo dándome golpes contra ella, y que me cierra el camino. Alguna rara vez, sin embargo, cuando hay sol, con las ventanas abiertas, y los pájaros gorjeando, no la siento delante y soy feliz. Me preparo una primera taza de café y la llevo a la mesita, demasiado nerviosa para entretenerme en desayunar. Ya tendré tiempo luego, pienso, lo primero es lo primero… Y acerco el asiento y meto una hoja nueva de papel en el carro de la máquina. Pero incluso mientras estoy haciendo esto puedo notar cómo se me vacía la confianza, me resbala a pesar de todos mis intentos (mentales) por aferrarla. Es algo que viene sucediendo desde hace mucho tiempo. Y algo les pasa a las begonias: se les han caído casi todas las hojas y tienen los tallos cubiertos de algo blanco con pinta de mohoso.

Tomé un tren y dos autobuses para llegar a Potopotawoc. Me pasé horas en el segundo autobús, rebotando y bamboleándome por una carretera de montaña estrecha y serpenteante, bajo las ramas de unos árboles cuyas hojas empezaban a amarillear. Llegué antes que todos los demás. Permanecí en la escalinata del Toldo y los vi llegar, desparramándose de las camionetas y autobuses con sus divertidos sombreros. Unos llegaban mareados por las curvas del camino y se tambaleaban y abrían y cerraban los ojos al sol fresco y brillante de septiembre; otros silbaban o gritaban o levantaban el puño al bajar de los vehículos, mientras los que habían llegado antes que ellos se agrupaban con el personal al borde de la zona de aparcamiento y aplaudían y saludaban con la mano. En otros tiempos Potopotawoc había sido campamento de verano para chicos, y en la localidad lo seguían llamando «el Campamento». Para los residentes era sencillamente «el Campamento», y se llamaban acampados entre ellos: era «Hola, acampado», cuando se encontraban por un sendero, o «Pásame el kétchup, acampado», en la cafetería. A diferencia de otros campamentos, sin embargo, los otros —los empleados, los mandos, si se les podía llamar así— no eran considerados consejeros: eran «personal». «Personal» era un término colectivo, como en «El personal va a tener una reunión arriba en el Toldo», pero otras veces no, como en «Cuidado, hay personal detrás de tu ventana», y luego, al mirar, no había más que una persona allí acuclillada. Algunos de los residentes eran pequeños famosos, muy conocidos en determinados círculos, pero no eran distinguidos, los círculos no eran distinguidos, y ellos, las personas, se habían desmoronado y entrado de algún modo en decadencia, por haberse quedado sin talento o sin ímpetu o por lo que fuera, y la estancia en Potopotawoc se suponía que iba a ayudarles a recuperarse; a ponerse en pie de nuevo, era la frase. Teniendo en cuenta su condición, el ambiente era incansablemente alegre, en parte, supongo, porque muchos de ellos eran unos inconscientes —unos engañados, eso es lo que eran— y otros muchos, unos borrachos. Engañados sobre sí mismos y sus perspectivas, quiero decir, engañados sobre su talento, no engañados en un sentido alucinatorio más amplio. El campamento consistía, desde el punto de vista geográfico, en una colina y un lago. En lo alto de la colina había un edificio con la fachada de cristal, de un estilo intensamente moderno, con las vigas visibles y las paredes de piedra arenisca sin pulir, inclinadas hacia delante, que llamaban el Toldo, por su techo largo y con caída, tan bajo en la entrada que los hombres de más altura a veces se abrían la cabeza al entrar, y soltaban palabrotas. No lejos había otro edificio de ladrillo más viejo y más pequeño, con cornisas decorativas y ventanas altas de perfiles barrotillo, como una vieja fábrica textil, y a ese lo llamaban la Fábrica. Casi todos los residentes, junto con una parte del Personal, tenían sus habitaciones en la Fábrica. Los demás nos alojábamos en cabañas diseminadas por el bosque. No sé si era por casualidad o por designio, pero el caso era que todos los tipos más ruidosos e hipersociables estaban alojados en la Fábrica, donde casi todo ocurría, las fiestas y las peleas, generalmente no a puñetazos: peleas de palabras y de agua, a veces de papel higiénico. A veces se tiraban libros. Casi todas las peleas ocurrían en sus fiestas, creo. Nunca estuve en ninguna, pero las oía desde mi cabaña. Una pradera ancha bajaba desde el Toldo, cruzando por su mitad el bosque, hasta el lago. Al borde del lago había un cobertizo para embarcaciones, medio podrido, con tres o cuatro canoas desbaratadas que siempre estaban soltándose y quedándose atolladas en los cañaverales de la orilla opuesta. El lago estaba demasiado lleno de maleza como para nadar en él, y nunca había remos. Casi todas las cabañas estaban al otro lado de la pradera, con respecto a la mía, de modo que no solía encontrarme con nadie, si solo utilizaba los senderos de mi lado.

Los moradores de Potopotawoc, excluido el Personal, eran permanentes o provisionales. Yo era provisional, con permiso para rondar por ahí, mirando, durante tres semanas de otoño, dijeron, y luego ya verían —ya verían cómo encajaba, así lo pusieron en su carta—. Lo cual me hizo reír al leerlo, por el verbo

encajar, que molestó a Clarence, que se había esforzado mucho, cumplimentando solicitudes y apelando a amigos influyentes, para que me acogieran. Fue por las páginas que Clarence les había enviado —tras reunirlas sin decírmelo: más o menos al azar, estoy segura, porque tampoco en aquel entonces las numeraba— por lo que me aceptaron. Les dijo que eran las primeras páginas de mi novela, el primer capítulo de una novela titulada

El balcón de Brunilda, en la que llevaba veinte años trabajando, aunque en realidad no eran el principio de nada, no eran más que unas cosas que habían salido dándole a la tecla, y Brunilda era una persona como yo en casi todos los aspectos, como yo era cuando escribí aquello, no como soy ahora que he tenido tiempo de pensar. Los permanentes, por lo general, miraban por encima del hombro a los temporales, aunque no a las mujeres temporales, de las que pretendían apoderarse. Surgían peleas por las mujeres, porque no había muchas, se formaban camarillas, y algunos no podían sentarse en según qué mesas de la cafetería. Era como si la gente, nada más pisar aquel suelo, se viera infectada por el espíritu de las adolescencias pasadas, un espíritu corrompido por la edad y el fracaso hasta convertirlo en una especie de ligereza juvenil que ellos suponían despreocupada y fresca, aunque saltaba a la vista que era pura desesperación. Y los recién llegados no tardaban en sucumbir: a lo mejor se bajaban de la camioneta con los labios muy apretados y los ojos hundidos, pero luego, dos o tres días más tarde, me los encontraba en el pimpón o ante los tableros de damas y estaban como pajarillos de contentos. «Hola, acampada —gorjeaban—, ¿una partidita?» Yo no tenía la menor idea de por qué estaba allí. El personal los distribuía en equipos; jugaban al fútbol y al

frisbee en la pradera, y por la noche los oía en las canoas, remando en el lago con las manos. No sé cómo, pero el caso es que yo me introduje entre los permanentes. No quiero decir que me introdujera de un modo especial, de convivencia, si no contamos las partidas de damas, sino que los encargados me consideraban uno de ellos. Estaba ahí todos los días, más o menos arraigada, y pasado un tiempo a nadie se le ocurría preguntar: «Y tú ¿qué haces aquí?» Los permanentes no estaba previsto que se marchasen, o no estaba previsto que se marchasen permanentemente: se iban en otoño y reaparecían en primavera, como los patos. La mayor parte de ellos reaparecían, debo decir, junto con otros que no habían estado antes o habían faltado durante mucho tiempo. Y así Potopotawoc se renovaba constantemente. «Interesante», dijo alguien, refiriéndose al constante advenimiento de gente nueva; «interesante y rejuvenecedor», dijo esta misma persona durante el cónclave del Toldo al inicio de la segunda sesión. Yo miraba en derredor y apenas lograba distinguir una persona de otra.

Dejé de darle a la tecla y fui a sentarme en el sillón. Estaba tratando de recordar, pero la rata no paraba de rascarse. Lo mismo tiene pulgas. Cuando se rasca golpea el cristal con el codo. No sé muy bien si esa parte de las ratas se llama codo. Era consciente de lo mucho de Clarence que se me había evaporado, pero no lograba pensar, por culpa del golpeteo, y me dije: «Vale, pues me pondré a recoger los papeles», señalando mentalmente los papeles que han resbalado de la mesa y que a estas alturas son ya casi todos. Están dispersos por el suelo, como estoy segura de haber mencionado ya, y he estado pisándolos. He estado a punto de caerme unas cuantas veces, porque resbalan cuando los pisas. Puse en el suelo un cojín del sofá y me arrodillé encima, y, estirándome todo lo posible, logré juntar a mi alrededor los papeles más próximos. Intenté utilizar una de las ramas rotas del helecho para acercarme los más alejados, pero era demasiado fláccida, y además acabó quebrándose. Hice un montón con los papeles que pude alcanzar. Nigel había cesado en sus golpecitos. Levanté la vista y estaba mirándome, con los bigotes enhiestos, me figuro, aunque no me hallaba lo suficientemente cerca como para distinguir algo tan pequeño como unos bigotes de rata. Arrugué uno de los papeles. Mirando al suelo como si buscase algo, fui amasando la página arrugada con mucho tiento, para no levantar sospechas, hasta convertirla en una bola pequeña y apretada. Levanté la cabeza: el bicho seguía mirando. «¿Qué estás mirando?», le grité, al tiempo que lanzaba la bola de papel. Tuve la impresión, al arrojarla, de que iba a atravesar la pared de cristal del tanque de Nigel como una piedra. Salió de mi mano, voló unos palmos y cayó al suelo, detenida en mitad de la trayectoria, como si una mano invisible le hubiera dado un palmetazo. Hice otra bola, más apretada que la anterior, haciéndola rodar contra el suelo con la palma de la mano, mientras Nigel, sin prestar atención, me miraba desde arriba. Esta hizo el trayecto completo y chocó blandamente contra el cristal. El bicho dio un respingo, pero no se refugió en su tubo. No hice otra bola: no puedo seguir arrugando páginas si quiero progresar en la tarea. Me enderecé en el sillón, sin levantarme, agarrada a ambos brazos, con el corazón saliéndoseme del pecho. Mirando con furia, seguramente con el ceño fruncido. Nigel hacía girar su rueda.

Es jueves, hoy. Fui a Starbucks para averiguar a qué día de la semana estamos. A una mesa de cerca del escaparate había una mujer con la que en tiempos tuve amistad, pero no pareció verme, y no voy a hablar de ella ahora. Y mientras estaba allí me comí un cruasán de almendras y me leí el periódico. Normalmente no compro el periódico —cojo un ejemplar de la estantería, lo leo y lo vuelvo a poner—, porque no me interesa gran cosa lo que viene en los papeles hoy en día, salvo el crucigrama. Fui a Starbucks en vez de a la cafetería adonde suelo ir a tomar café porque en esta última el periódico está en un dispensador, enfrente, en la acera, y hay que echar una moneda para sacarlo. Antes de devolver el periódico a la estantería le quito el crucigrama, presionando el papel contra el muslo, bajo la mesa, y arrancándolo con mucha suavidad, para no hacer ruido. Normalmente, cuando hago eso también escribo a lápiz sobre la cabecera del periódico «Sin crucigrama»: así, quien quiera el crucigrama, como yo, quien quizá vaya a comprar el periódico solo por esa razón, sabrá que debe elegir otro ejemplar. Hoy no me molesté en hacerlo. No sé por qué. De camino a casa entré en la tienda y compré pilas para la linterna y uvas sin semilla en una bolsa de plástico transparente. En vez de Elvie, había en la caja una joven desconocida para mí. ¿De dónde pueden venir las uvas en esta época del año? No sé si habré mencionado la estación. Seguramente no, pero no voy a releerme lo que llevo escrito para averiguarlo. Lo que voy a decir, ahora mismo, para que quede constancia, es que por «esta época del año» hay que entender finales de la primavera. No podría ser invierno, evidentemente, porque en tal caso habría mencionado el frío, lo cual estoy segura de no haber hecho desde que conté mi viaje a la tienda de máquinas de escribir, viaje que, cuando hablé de él, había ocurrido unas cuantas semanas antes. Llevamos meses sin el frío insoportable que padecimos en pleno invierno y al que con toda seguridad me habría referido si entonces hubiera estado dándole a la tecla. En ocasiones, cuando Clarence y yo estábamos relativamente depauperados, hacía tanto frío en las casas que le daba a las teclas con unos mitones puestos, y lo mismo, más tarde, durante los inviernos de Potopotawoc. Nunca se me ocurrió utilizar guantes de ese tipo cuando hacía ese frío tan horrible en la granja de Francia, de la que pienso hablar en algún momento, y es raro, porque recuerdo que uno de los trabajadores que vino a reponer los cristales de las ventanas en casa de Papá, durante un invierno nevado, llevaba precisamente unos guantes así, de modo que ya debía yo de conocer su existencia cuando estaba en Francia, ya debía de saber que hay guantes sin dedos. El primer par me lo compré en una ferretería de Ocean City, Nueva Jersey, cuando andábamos depauperados por esa zona. En Potopotawoc me encontré unos guantes de lana debajo de una silla, en el Toldo, y les corté los dedos, pero así y todo los dedos se me ponían morados cuando hacía frío de verdad. Y quizá fuera esa la razón de que dejara de darle a la tecla, allí, y no nada que me diera vueltas en la cabeza ni que dijera nadie. Una vez me descuidé y fui al Toldo con esos guantes puestos, y un acampado me dijo: «Oye, ¿no son míos esos guantes?» Cuando vio que les había cortado los dedos, dijo: «Diablos, pues quédatelos.» No sé si he mencionado antes el hecho de que allí dejara de darle a la tecla. Fue la única vez, antes de venirme aquí, en que dejé por completo de darle a la tecla durante una larga temporada, y eso que Clarence intentó varias veces convencerme de que debía parar, cuando le pareció que estaba dándole demasiado y que no comía como es debido, con lo que quería decir sentada a la mesa y de un modo civilizado, en vez de hacerlo delante de la máquina, sobre todo cuando nos íbamos de vacaciones. De hecho, me daba una rabia enorme que se me llenara la máquina de migas y solo comía delante cuando estaba tecleando cosas que me daba miedo perder, temerosa de que se me cayeran de la cabeza si iba a sentarme a la mesa del comedor con los demás, atendiendo a sus conversaciones y etcétera. Clarence quería que prestase atención al campo, tan verde y tan pacífico, probablemente, o lleno de sol y siniestro, según los casos —pasábamos las vacaciones en sitios diversos—. En Starbucks siempre hay un montón de gente tecleando en los ordenadores. Veo que mueven los dedos, pero no oigo nada, no logro eliminarme la sospecha de que están haciendo como que escriben. No quisieron, en Potopotawoc, al principio, devolverme la máquina de escribir, pero yo insistí. Le dije al director que me iba a quedar plantada en su despacho hasta que me la devolvieran. Y luego la guardé conmigo, llevándola cuesta arriba y cuesta abajo entre la cabaña y el Toldo muchas veces al día y utilizándola de apoyapiés en la cafetería.

Era una Smith Corona de las que van en una caja de plástico con asa, de modo que parecía una maletita, y llevarla a cuestas no resultaba tan difícil como cabría pensar. Pero me preocupaba la idea de que pudieran robármela mientras dormía. Me había traído un tendedero de interior para poner a secar la ropa en la habitación, como hacía en casa cuando estábamos relativamente depauperados, y utilicé parte de la cuerda para atarme la máquina de escribir a la muñeca durante la noche. Era cuerda gruesa, de tender la ropa, como ya he dicho, no alambre, de manera que cualquiera que hubiese querido cortarla habría podido hacerlo con unas simples tijeras. Lo que pensé fue que, no sabiendo que iban a encontrarse con la cuerda, difícilmente se les ocurriría traerse unas tijeras, y sin unas tijeras o un cuchillo se verían superados por los nudos verdaderamente difíciles que había aprendido en mis tiempos de hacer montañismo con Clarence. Al cabo de un tiempo, no obstante, cuando comprendí que de todas formas no iba a darle a la tecla, dejé de ir por todos lados con la máquina de escribir a cuestas, y tampoco volví a usar la cuerda del tendedero. El caso fue que cuando volvía a casa, estando en Penn Station, me robaron de veras aquella máquina, solo tuvieron que alargar el brazo y llevársela del respaldo del banco en que estaba sentada, tratando de descifrar mi billete. Me bajé del tren en Trenton y me compré otra igual, a pesar de que no estaba muy segura de volver a darle a la tecla alguna vez.

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