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Todo aquel día de calor y viento Phil Wittacher lo pasó encerrado dentro del Viejo. Un reloj hidráulico, se dice a sí mismo mientras abre los conductos del depósito y deja bajar el agua siguiéndola en sus giros descendentes por el mecanismo de cuerda. Repite la operación decenas de veces. No logra comprenderlo. Se sienta. Cansado. Piensa. Se levanta. Sigue un hilo que sólo él conoce y que lo lleva a dar vueltas por el Viejo, de un engranaje a otro, hasta la esfera esmaltada, con sus hermosas trece cartas de diamantes. Las mira. Largo rato.

Horas.

Al final, comprende.

—Hijo de puta.

Dice.

—Genial hijo de puta.

Sale del Viejo con la cabeza vaciada por el cansancio. En el vacío zumban, unas tras otras, las preguntas. Todas empiezan: ¿Por qué?

No vuelve a su habitación, va directamente a casa de las hermanas Dolphin. Olor a madera y a verduras. Dos rifles colgados sobre la estufa.

—¿Qué ocurrió aquella noche entre Arne y Mathias? Las hermanas están sentadas, en silencio.

—He preguntado qué ocurrió.

Julie Dolphin se mira las manos, apoyadas en su regazo.

—Tuvieron una discusión.

—¿Qué clase de discusión?

—Usted repara relojes, saber ciertas cosas no le servirá de nada.

—Ése es un reloj extraño.

Julie Dolphin vuelve a mirarse las manos, apoyadas en su regazo.

—¿Qué clase de discusión? —pregunta Phil Wittacher.

Melissa Dolphin levanta la cabeza.

—El río ya no daba más oro. En las montañas no habían encontrado nada. Mathias tuvo una idea. Se había puesto de acuerdo con otros cinco cabezas de familia. La idea era apoderarse del oro y marcharse de noche.

—¿Marcharse con el oro?

—Sí.

—¿Y qué pasó?

—Mathias le preguntó a Arne si se unía a ellos.

—¿Y qué dijo?

—Arne dijo que no quería saber nada del asunto. Le dijo a Mathias que era un canalla, y que lo eran los otros cinco, y todos, en el mundo. Parecía hablar sinceramente, sabía actuar cuando se lo proponía. Dijo que si aquél iba a ser el final de Closingtown, él no quería verlo. Dijo que para él todo había terminado en aquel momento. Recuerdo que cogió su reloj, un reloj de bolsillo de plata, se lo dio a Mathias y le dijo: la ciudad es tuya. Luego recogió sus cosas y partió. Dijo que no volvería nunca más. Y no ha vuelto.

Phil Wittacher piensa.

—¿Y Mathias?

—Estaba borracho. Se puso a romperlo todo, después salió y estuvo fuera durante horas. Volvió por la mañana. Fue a donde tenían el oro. No encontró nada y comprendió que Arne se lo había llevado todo. Reunió a otros cinco y partieron al galope, tras las pistas de Arne.

—¿Se trataba de los mismos cinco cabezas de familia de antes?

—Eran sus amigos.

—¿Y luego?

—Cuatro días después volvieron los caballos. Y en las monturas estaban sus cabezas cortadas, con los ojos quemados.

Phil Wittacher piensa.

—¿A qué hora llegaron?

—Ésa es una pregunta estúpida en este lugar.

Phil Wittacher sacudió la cabeza.

—Okay. ¿Qué era, de día, de noche, o qué?

—Por la noche.

—¿Por la noche?

—Sí.

Phil Wittacher se levanta. Va hacia la ventana. Mira la calle y el polvo que vuela delante de los cristales.

Le cuesta hacerlo, pero al final lo pregunta:

—¿Fue Arne quien asesinó el tiempo?

Las hermanas Dolphin callan.

—¿Fue él?

Las hermanas Dolphin están allí, con la cabeza agachada y las manos en el regazo. No se sabe muy bien cuál es, de las dos, la que dice

—Sí. Se lo llevó todo cuando se fue.

Phil Wittacher coge su guardapolvo. Y el sombrero. Las hermanas Dolphin se quedan sentadas.

Parece que esperen a ser fotografiadas.

—Ese reloj…, el reloj de plata, ¿lo encontraron?

—No.

—¿No estaba colgado de la silla de montar, o entre las cosas de Mathias?

—No.

Phil Wittacher dice en voz baja: ya.

Luego, más fuerte:

—Buenas noches.

Sale. Cruza la ciudad, entra en el

saloon, está a punto de subir a su habitación cuando ve al indio de siempre, viejo y borracho, sentado en el suelo, apoyado en la pared. Se detiene. Va hacia él, y se pone en cuclillas delante.

Lo mira y dice:

—Arne Dolphin, ¿te suena este nombre?

Los ojos del indio son húmedas piedras engastadas en una máscara de arrugas.

—¿Me oyes?… Arne Dolphin, vuestro amigo Arne, el gran Arne Dolphin.

Los ojos del indio no se mueven.

—Te estoy hablando a ti… Arne Dolphin, ese inmenso canalla bastardo de Arne Dolphin, el gran hijo de puta.

Y luego, en voz baja:

—El asesino del tiempo.

Los ojos del indio no se mueven.

Phil Wittacher sonríe.

—Cuando haga falta, ya te acordarás de él.

El indio abre y cierra los párpados.

¿Hará que vuelva a funcionar ese reloj?, le preguntaba a Shatzy, y también se lo preguntaban las demás. Ella se reía. A lo mejor no lo sabía ni ella. No sé cómo se hacen los

westerns. Es decir, si se sabe ya desde el principio cómo acabarán o bien lo descubres después, poco a poco. Yo no he hecho nunca ningún

western. Una vez hice un niño. Pero ésa es una extraña historia. Y precisamente tampoco sabías cómo acabaría. Dice el doctor que cuando esté curada, tendré que ponerme a ello, con paciencia, y

explicármela. Pero no sé cuándo sucederá. Recuerdo que se llamaba Gould, y también otras muchas cosas, algunas de ellas bonitas, pero todas me hacen daño. Era lo único que odiaba de Shatzy. Ella hablaba de ese niño, de mi niño, como si nada, y yo no lo soportaba, no quería que hablara de él, ni siquiera sé cómo podía ser amiga suya, tendría quince años más que él, no quería saber qué había entre ellos, no quiero saberlo, llevaos a esa chica, no quiero volver a verla, doctores, dejadme en paz, ¿qué hace esa chica aquí?, llevaos a esa chica, la odio, lleváosla o la mataré.

Decía que Gould ya no necesitaba nada ni a nadie.

Se quedó aquí seis años. En cierto momento, se marchó a Las Cruces, decía que había encontrado allí un trabajo en un supermercado. Pero luego, unos meses después, la vimos regresar. No le gustaba que en aquel sitio en que trabajaba todo fuera una oferta especial. Dijo que se pasaba todo el día obligando a la gente a consumir más de lo que necesitaban, y que eso era una estupidez. Empezó a trabajar de nuevo en el hospital. Aquí, en efecto, es difícil que cada dos ataques de histeria te regalen un tercero con un boleto para el sorteo de un electroshock gratis. En eso no le faltaba razón. Vivía sola, en un apartamento no muy lejos de aquí. Yo siempre le decía que tenía que casarse. Ella me decía: Ya lo he hecho. Pero ya no recuerdo muy bien cómo seguía su historia. Lo cierto es que no tenía a nadie. Resulta extraño, pero era una chica que no tenía a nadie. Es algo que nunca entendí de ella: cómo se las arregló, al final, para quedarse tan sola. Aquí, en el hospital, todo se fue al garete tras el asunto aquel del robo. Dijeron que había robado dinero de la caja de la farmacia. Es más, dijeron que venía haciéndolo desde hacía meses, que ya estaba avisada, pero nada, había seguido haciéndolo. Yo creía que no era verdad, había gente aquí que la odiaba, que eran capaces de hacerle la cama. Por eso le dije que yo no lo creía, que era todo un montaje. Ella no dijo nada. Cogió sus cosas y se marchó. Halley, mi marido, le encontró un trabajo de secretaria en una asociación de viudas de guerra. Tal como suena, no lo parece, pero era bastante divertido. Las viudas de guerra hacen un montón de cosas, ni te lo imaginas. De vez en cuando, iba a verla. Tenía una mesa para ella, el trabajo no era muy pesado. Tenía un montón de tiempo para trabajar allí en su

western.

Phil Wittacher se levanta, echa un último vistazo al viejo indio y va hacia la escalinata.

—Es como sacarle sangre a una piedra. Hace años que no le oigo decir una palabra —dice Carver, mientras seca el enésimo vaso.

—Ya.

—¿Whisky?

—Quizá sea buena idea.

—Whisky.

Phil Wittacher se apoya en la barra.

Carver le sirve un vaso.

Phil Wittacher intenta no pensar. Pero piensa.

—Carver.

—¿Sí?

—¿Había en esta maldita ciudad alguien que odiara a Arne Dolphin?

—¿Antes de que se marchara?

—Ahora cualquiera serviría.

—Ya.

—¿Y antes?

Carver se encoge de hombros.

—¿Quién no tiene un enemigo en este mundo?

Phil Wittacher bebe. Deja el vaso.

—Carver…

—¿Sí?

—Mathias, su hermano Mathias, ¿lo odiaba?

Carver se queda quieto. Mira a Phil Wittacher.

—¿Alguna vez has tenido un hermano que fuera un dios?

—No.

—Pues bien, lo odiarías, cada día de tu vida, en secreto y con toda la fuerza del mundo.

Sobre su mesa tenía dos fotos enmarcadas. Shatzy. Una de Eva Braun, la otra de Walt Disney.

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