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Las primeras veces Shatzy venía, se quedaba un rato, y después se marchaba. Podían pasar hasta días sin que la viéramos. En aquella época yo estaba ingresada en el hospital. Era uno de esos períodos. Así que podían pasar días sin que la viera. Luego, no sé cómo ocurrió, pero ella empezó a quedarse, y al final me dijo que la habían contratado para trabajar allí. No sé. No tenía trabajo, creo. Necesitaba trabajar. No era exactamente una enfermera, no había estudiado, pero hacía algo parecido. Estaba con los enfermos. No es que le gustaran todos, eso no, había algunos con los que verdaderamente no congeniaba. Y me acuerdo de que una vez la encontraron en un rincón, llorando, y no quería decir por qué. Los locos, de vez en cuando, pueden ser muy

desagradables. Podemos ser muy desagradables.

Hedor de cigarro y de mierda, las cortinas medio corridas en la ventana, toda la habitación repleta de periódicos, periódicos viejos, recortes de periódicos —justo en el centro hay una gran cama de hierro, y echado sobre la misma, el juez, enorme: los pantalones desabrochados, extraños zapatos en los pies, pelo grasiento peinado cuidadosamente hacia atrás, barba amarillenta. De vez en cuando, se asoma para coger un orinal que está en el suelo, escupe dentro flemas marrones, y vuelve a dejarlo en el suelo. Y, además, habla. Phil Wittacher escucha.

—Arne Dolphin. Digan lo que digan, ése era un tipo que sabía hablar. Si le dabas un poco de tiempo, era capaz de convencerte de que eras un caballo. Tú te reías, pero seguro que a la primera ocasión te echabas un vistazo en un espejo, así, por si acaso. Ya me lo imagino, allí, en la ciudad, tocando las pelotas a todo el mundo con esa historia del Oeste. Tenía mapas, y en los mapas había un valle, más allá de las Montañas Sohones: un paraíso, decía él. Convenció a dieciséis familias. Diecisiete, con la suya: dos hermanas y un hermano, Mathias. Hablaron de ello hasta los periódicos: la caravana de Arne Dolphin. Viajaron durante seis meses y llegaron más lejos de lo que nadie había llegado nunca. Hacía semanas ya que se habían perdido cuando llegaron a estas tierras. No había nada. Sólo indios, en los

canyons de los alrededores, escondidos en sus poblados invisibles. Arne Dolphin hizo que la caravana se detuviera para pasar la noche. No sé adónde pensaba ir al día siguiente. De todos modos, no fue nunca. Por la mañana, alguien regresó del río y dijo que allá abajo el agua brillaba. Oro. Buscaban bosques, tierra fértil, pastos. Encontraron oro. Arne Dolphin decidió que aquello debía permanecer en secreto. Propuso a los otros dieciséis cabezas de familia un pacto. Cinco años trabajando aislados del mundo, después cada uno podría tomar el camino que quisiera, con su oro. Aceptaron. Nació Closingtown: la ciudad que no estaba en ningún mapa del mundo.

Trabajaron duramente. Arne Dolphin había logrado implicar también a los indios. No sé cómo lo consiguió, pero poco a poco los convenció para que trabajaran para él. Se sentía fascinado por esa gente. Había aprendido su lengua, estudiaba su misterio. Se convirtió en su pasión. Se pasaba las horas haciéndoles preguntas, escuchándolos, aprendiendo extraños rituales. Los indios lo respetaban, le habían dado incluso uno de sus nombres, se había convertido en su hermano. Indios, póquer y relojes: eran las tres cosas que lo volvían loco. Si escuchabas lo que decía, sin embargo, eran una misma cosa, las tres caras de una misma cosa. Quién sabe lo quería decir. Indios, póquer y relojes. A las mujeres casi ni las miraba, beber no bebía, y el dinero parecía importarle más bien poco. Se sentía el padre de todo aquello, el inventor de todo lo que estaba sucediendo: eso le bastaba. Tenía que ser algo parecido a sentirse Dios. No está mal como emoción.

De vez en cuando, desde el desierto llegaba algún infeliz, o algún carro perdido con colonos. Arne Dolphin los acogía, les explicaba lo del oro, y si le fallaban, los mataba. De juicios ni siquiera se hablaba. Arne Dolphin no administraba justicia: él

era la justicia. De vez en cuando, algún recién llegado intentaba fugarse para llevar la noticia al mundo: partían él y su hermano Mathias y lo perseguían. Regresaban días después, llevando atadas en sus monturas las cabezas cortadas de aquellos miserables. También les quemaban los ojos, para que el mensaje fuera más claro. Era un hombre tranquilo, alegre y feroz.

No sé si los demás tenían miedo de él. Pero no hacía falta. Era el hombre que había inventado el mundo en que estaban viviendo. Antes de temerlo, lo amaban. Se lo debían todo, y él se parecía condenadamente a lo que cada uno de ellos habría soñado ser. No, sólo tenían confianza ciega en él, incluso fe, si prefieres. Para que veas: todo el oro que encontraban se lo entregaban a él. Lo digo en serio. Y él lo escondía en un lugar seguro. Un lugar que sólo él y su hermano conocían. Era un buen sistema para evitar que a alguien le entraran ganas de marcharse antes del plazo, jodiendo a los demás. Era un buen sistema para que no les robaran todo los primeros forajidos que pasaran. El oro, Arne Dolphin lo hacía desaparecer, literalmente: había más oro en Closingtown que en todos los bancos de Boston, pero si llegabas a la ciudad, y no lo sabías, no podías encontrar ni un gramo, ni una pepita, nada. Todos estaban de acuerdo en que se lo repartirían al terminar los cinco años. Nadie quería saber dónde estaba antes del plazo. Lo sabían Arne Dolphin y su hermano Mathias. Con eso bastaba. Closingtown no era una ciudad: era una caja fuerte.

Después de tres años, o tres años y medio, el río dejó de traer pepitas de oro. Durante un tiempo esperaron, pero no ocurrió nada. Entonces Arne Dolphin envió a su hermano con algunos indios río arriba. Pensaban que encontrarían en las montañas un filón o algo por el estilo. Volvieron al cabo de un mes. No habían encontrado nada. Esa noche, en su casa, hubo una buena bronca. Una discusión entre los dos hermanos, tal vez alguna cosa más. A la mañana siguiente, Arne había desaparecido. Mathias fue a ver donde tenían el oro y halló el depósito vacío. La gente no quería creerlo. Mathias escogió a cinco hombres y sin decir ni una palabra partió con ellos al galope hacia el desierto. Unos días más tarde vieron regresar a los caballos, al paso. Atadas a las monturas, estaban sus cabezas, con los ojos quemados. El último caballo era el de Mathias. La última cabeza era la suya. Fin de la historia, muchacho. Si preguntas por ahí, te contarán distintas versiones, cada uno tiene su teoría sobre cómo pudo Arne Dolphin llevarse todo aquel oro. Pero la verdad es que nadie lo sabe. Y que aquel hombre era un genio, a su manera. Nadie ha vuelto a verlo nunca más. Y nada más ha pasado, desde el día en que se marchó. Ésta es una ciudad de fantasmas. Murió ese día. Amén.

Phil Wittacher deja pasar unos instantes.

Silencio.

—¿Cuándo sucedió? —pregunta.

—Hace treinta y cuatro años, dos meses y veinte días.

Phil Wittacher calla. Piensa.

—¿Por qué no fueron a buscarlo?

—Lo hicieron. Contrataron al mejor cazarrecompensas que encontraron, para que fuera tras él.

—¿Y el resultado?

—Lo perseguí durante veinte años, estuve a punto de cogerlo mil veces, y no conseguí ni siquiera verle la cara.

—¿Usted?

—Yo.

—Pero usted es juez.

—Los jueces son policías cansados.

—Quedándose aquí no lo cogerá nunca.

—Te equivocas, muchacho. Si pierdes un caballo, puedes hacer dos cosas: correr tras él, o quedarte donde hay agua y esperar a que tenga sed. A mi edad, se corre fatal, pero se espera divinamente.

—¿Esperarlo

aquí? ¿Y por qué debería regresar?

—Sed, muchacho.

—¿Sed?

—Conozco a ese hombre mejor que a mi picha. Volverá.

—A lo mejor está muerto, a lo mejor está bajo tierra desde hace años.

El juez sacude la cabeza y sonríe. Hace un gesto hacia los periódicos, kilos de papel que impregnan la habitación de palabras.

—Indios, póquer y relojes. Cambia de nombre, cambia de ciudad, cambia de cara, pero no resulta difícil reconocerlo. Hasta el estilo sigue siendo el mismo. Megalómano, tranquilo, alegre y feroz. No es alguien a quien le guste esconderse. Huir sí, en eso es un maestro, pero en cuanto a esconderse…, no sería propio de él. Basta con saber leer bien los periódicos, y es lo mismo que ser la mosca cojonera de su caballo.

Phil Wittacher mira al juez. Tiene unas manos gordas, a punto de reventar, y las uñas largas y sucias. Los dedos negros de tinta. Tiene unos ojos hermosos, de un azul como de niño. Vagan al azar, mirando a las ánimas danzantes en el aire. Phil Wittacher se queda allí observando hasta que se dan cuenta, se vuelven hacia él y lo miran fijamente, esperando. Entonces dice

—Gracias.

Se levanta. Coloca la silla en el sitio de donde la ha cogido. Va hacia la puerta. En la pared ve la fotografía enmarcada de una muchacha que hace como que lee un libro. Tiene el pelo recogido en la nuca, y un cuello delgado, perfecto. Hay también algo escrito, a mano, con tinta azul. Intenta leerlo, pero está en una lengua que desconoce. Piensa en Bird, y esa historia de que desde hace años se aprende de memoria los diccionarios de francés, de la A a la Z. No es tonto, piensa mientras mira ese cuello delgado y perfecto. Tiene la mano en el tirador de la puerta cuando se detiene y se vuelve hacia el juez.

—¿Y el reloj?

—¿Qué reloj?

—El Viejo.

El juez se encoge de hombros.

—Típico de Arne Dolphin. Quería construir el reloj más grande del Oeste. Y lo hizo. Puso a los indios a trabajar, y lo hizo.

El juez se asoma para escupir. Luego se queda de nuevo tendido.

—Si quiere que le diga la verdad, yo nunca lo he visto funcionar.

—Le creo.

—¿Ya sabe qué se ha roto ahí dentro?

—No está roto. Está parado.

—¿Acaso es distinto?

Phil Wittacher gira el tirador, oye el mecanismo de la cerradura.

—Sí —dice.

Abre la puerta y sale a la luz que, pegada al polvo, aletea en el aire festivo del mediodía, llevándose los pensamientos a dar volteretas como trapecistas enamorados en la tierra quemada por ese sol sin descanso, decía Shatzy, es más, casi lo cantaba, como si fuera una balada —y riéndose, eso lo recuerdo bien —se reía. Incluso cuando empecé a volver a casa, un par de días a la semana, seguí viéndola, y escuchándola, cuando le entraban ganas de contar. Llevaba consigo una grabadora, siempre, de manera que cuando se le ocurría alguna idea la decía allí, y era una manera de no perderlas. Pensé que podía ser buena idea. Que quizá fuera un buen modo para poner

orden entre las propias cosas. Durante un tiempo, también yo deseé tener una grabadora como aquélla. Así, en el caso de que pudiera ver las cosas lúcidamente, todo lo que había ocurrido y lo que

no había ocurrido, podría decirlo allí. Y podría explicarme a mí misma cuál era la situación. Ideas extrañas que se me ocurren de vez en cuando.

Una vez Shatzy me dijo que ella había conocido a mi niño.

En el hospital corrían muchos rumores sobre ella. Decían que iba con los médicos. Que se iba a la cama, vamos. No sé. No había nada malo en ello. Los había casados, pero también solteros y además, en el fondo, ¿eso qué significa? Halley, mi marido, decía que era buena chica. Quién sabe si me fue fiel mientras yo tenía la cabeza en otra parte, cuando apenas lo reconocía. Sería bonito que lo hubiera hecho. Sería para reírse del asunto durante años.

—No es por darle prisas, mister Wittacher, ¿pero cree ir por buen camino para saber qué es lo que no funciona en el Viejo? —dice Julie Dolphin.

—Todo funciona.

—¿Nos está tomando el pelo?

—No está roto. Está parado.

—¿Acaso es distinto?

Phil Wittacher coge su sombrero en la mano.

—Sí —se dice a sí mismo.

Mi niño se llamaba Gould.

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