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La Eva Fabregat que llega al instituto el viernes por la mañana es una chica diferente a la que salió ayer. Aquella inquietud, aquella fiebre, el desasosiego, el pánico que siguieron a la llamada de Supermask, más que los síntomas de una enfermedad, eran los síntomas de una mutación.

Anoche, cayó en el sueño como si resbalara por un tobogán, sin tener que hacer ningún esfuerzo, como si se sumergiera en un líquido negro, cálido y acogedor, un mar mágico del que ha salido esta mañana convertida en otra persona.

Una persona decidida, dura y fría, como la heroína de una película de Tarantino, que ha saltado de la cama sin pereza, que ha cargado la mochila como si no pesara en absoluto y que ha salido de casa para siempre diciendo simplemente «Adiós», sin mirar a sus padres a los ojos, no fuera caso que las emociones la pillaran desprevenida, o le ataran los pies, o le arrigaran el corazón. No traga saliva porque le da miedo descubrir que tiene un nudo en la garganta.

Y así llega al instituto, firme, dispuesta a soportar con estoicismo la última clase de Naturales, la última clase de Mates, la última clase de crédito variable, la última clase de educación física y la última clase de Tecno.

Pasa junto a Alicia Garvey, que está hablando con el Mediacaca, pero ella no sabe quién es, claro. Para Eva, aquélla sólo es una chica rubia y pocacosa, con cola de caballo y las gafitas, quizá la madre o la hermana de algún alumno, o una profesora nueva, qué más da.

Alicia ha mostrado disimuladamente su placa al director del centro, señor Mediavilla. Se presenta:

—Subinspectora Alicia Garvey, de la Policía Autonómica, Grupo de Menores. Quiero hablar con usted a propósito de Eva Fabregat.

Al señor Mediavilla le cae el alma a los pies y se le hace añicos. Oh, Dios mío, ya le dijo su mujer, en casa, que tendría que vérselas con la policía por lo que le había dicho a la marginada del instituto. Hoy en día, los profesores no pueden hablar así a los alumnos, aunque sean directores del instituto y aunque los alumnos sean neuróticas impertinentes y maleducadas.

—¡No, oiga, perdone! Todo tiene una explicación. Todo esto es una confusión y ya pedí perdón...

Alicia parpadea, sorprendida.

—Por favor —le dice Mediavilla, abrumado por los remordimientos—, venga a mi despacho.

La arrastra al despacho y, una vez encerrados en él, los dos solos, empieza a hablar atropelladamente. Está muy pálido y se le ve dispuesto a ofrecer sus muñecas a las esposas, con ojos de llanto y boca de súplica.

—Yo no tenía intención de ofender a Eva Fabregat. En realidad, quiero mucho a esa niña. Es mi preferida de todo el instituto. Yo, yo, yo no sé qué hacer para conseguir que sea feliz. Sólo quiero su felicidad, no sé si me entiende.

Alicia tiene que hacer un esfuerzo por disimular. ¿Eso es la confesión de un pederasta?

—¿Y qué piensa hacer para que consiga ser feliz?

—Yo, yo, yo, lo que sea. ¡Haría cualquier cosa para que Eva fuera feliz! A veces, eso da lugar a situaciones que a las niñas no les gustan, claro...

—¿Cómo dice?

—Cosas desagradables para ellas, que ellas de momento no entienden, pero después...

—¿De qué tipo de cosas me está hablando?

—Pues reñirles, por ejemplo. Hacerles ver que lo que hacen no está bien hecho... Por eso, el otro día, me pasé un poco con ella...

—¿Se pasó un poco con ella?

—Sí, sí, lo confieso. Pero, créame, era por su bien, porque yo, por esa chica, haría lo que fuera, cualquier sacrificio, créame...

—¿Se la llevaría a su casa? —prueba Alicia.

El señor Mediavilla sólo duda un instante:

—¡Pues claro que me la llevaría a casa! ¡La adoptaría legalmente, si hiciera falta!

La expresión de Alicia es cada vez más severa.

—¿Y qué más haría, si hiciera falta, por la felicidad de esa niña?

—Pues... No lo sé... —Mediacaca pasea los ojos desesperados por el despacho, buscando la respuesta correcta. Tiene la sensación de que la policía le está pidiendo alguna cosa concreta pero no sabe qué—. Le haría regalos...

—¿Regalos?

—Sí, esa chica necesita mucho amor...

—Mucho amor.

—Sí: la mimaría, le daría todo el cariño del mundo...

—Todo el cariño del mundo...

—Abrazos...

—¿Abrazos?

—Y besos...

—¿Besos?

—Sí, sí, señora, muchos besos...

—¿Muchos besos?

Alicia formula la pregunta de una manera que enciende una luz de inteligencia en el rostro del director del centro y da un sentido nuevo a sus palabras. Ahora, se da cuenta de lo que ha estado diciendo, y se pone aún más pálido, a punto del desmayo, los ojos se le abren tanto que están a punto de caer al suelo y una especie de convulsión lo sacude de pies a cabeza.

—¡Eh, no, no, no! ¡No me malinterprete! ¡Quiero decir, eh, que estoy casado, que tengo hijas, no vaya a creer lo que no es! —Sin duda, nota el sudor que le congela la frente porque se lo limpia con la palma de sus pequeñas manos—. No, no, por favor, le ruego que me entienda bien. Yo no soy... Oh, no soy un... Yo no quiero adoptar a Eva Fabregat, era una manera de hablar, ya tengo dos hijas...

Alicia sonríe para tranquilizarlo. Es evidente que un pederasta no habría hablado nunca de forma tan inconsciente como lo ha hecho este pobre hombre.

—No se preocupe. De momento, para ayudar a Eva Fabregat, creo que bastará con quitarle el móvil.

El señor Mediavilla queda petrificado, como si hubiera chocado con una pared.

—Quitarle el móvil. No entiendo...

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