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Le quitan el móvil durante la clase de educación física.

Alguien entra impunemente en los vestuarios y saca el aparato del bolsillo lateral de la mochila. Se trata de una operación rápida, supervisada por el director del centro, señor Mediavilla. Alicia Garvey ha encontrado el móvil en el primer bolsillo donde ha mirado. Si se hubiera visto obligada a registrar toda la mochila, habría descubierto que está llena de ropa, zapatos, una muñeca, objetos personales y un neceser, que no hay ningún libro, que esto no es la mochila de una estudiante sino el equipaje de alguien que se va de casa. Pero no ha tenido que mirar más, y se da por satisfecha con haber conseguido el móvil de la chica.

Alicia Garvey cree que tiene controlada la situación.

Prueba de que hoy Eva es una nueva persona, muy diferente a la de ayer, es su reacción al descobrir que ha desaparecido el móvil. Lo había desconectado antes de entrar en clase de gimnasia, previniendo que entrara la llamada de Supermask y a alguien se le ocurriera contestar, o sea que recuerda exactamente que lo llevaba consigo y dónde lo tenía, y ahora, cuando quiere conectarlo otra vez, se encuentra con que ya no está ahí.

Por un momento, es como si le hubieran dado un golpe en la cabeza, como si hubiera perdido el conocimiento por unos instantes y volviera a la vida completamente desconcertada. ¿Y ahora? ¿Qué puede hacer?

Ayer, seguramente Eva se habría echado a llorar y se habría hundido definitivamente. Ayer, habría corrido a esconderse, avergonzada y acobardada, y se habría callado, igual como calló cuando le birlaron el mp3. Era capaz de soportar cualquier cosa con tal de no organizar un escándalo, para no romper el precario equilibrio en que vivía. Pero hoy es una mujer fría e impaciente, es la Eva Mutante del IES y tiene fuerte el corazón y la leche cada vez peor y no está dispuesta a permitir que las cosas queden así.

De manera que, después de buscar y rebuscar por todas partes, sale de los vestuarios dando zancadas largas y enérgicas y se presenta en la sala de profesores sin llamar.

Allí están el director, corrigiendo exámenes en la mesa de reuniones; y Adelaida, la de Sociales, que va caminando hacia la máquina de café donde el Tolondro se está preparando un corto descafeinado; y el profe de Mates y el de Naturales, y todos se vuelven hacia ella para mirarla con las cejas arqueadas.

—Me han robado el móvil —anuncia, exaltada—, y yo no sé ustedes pero yo sé perfectamente quién ha sido, y éste es un instituto de ladrones y me parece que ustedes tendrían que ser los encargados de procurar que la gente no ande robando móviles y mp3 y todo eso...

Se le acaba la cuerda. De pronto, se le ocurre que Mediacaca puede llamar a sus padres, y que a sus padres a lo mejor se les ocurre venir y le arruinan la fuga.

«Calla», dice una voz dentro de su cabeza. «Calla, no lo eches todo a rodar, ahora que estás tan cerca del Paraíso.»

Y ya da media vuelta y, como es la hora del recreo, corre a su refugio.

Mientras está encerrada en la biblioteca, donde siempre esquiva intromisiones, se da cuenta de que tiene la respiración alterada y el corazón le late con fuerza. No lo atribuye al miedo sino a la furia. Es entonces cuando se dice que no puede irse así, de manera cobarde y vergonzosa. Supermask le dijo una vez que, en la vida, al final sólo te arrepientes de lo que no has hecho, y Eva decide que, si no hace lo que tiene tantas ganas de hacer, deberá cargar durante el resto de su vida con una opinión demasiado lastimosa de sí misma. Y no se lo perdonaría nunca.

De manera que sale de la biblioteca muy decidida, como galgo en día de caza, buscando a diestro y siniestro, por pasillos y escaleras, en el vestíbulo y en los lavabos, y en las aulas, con ansia vengadora.

No encuentra a Elisenda y las Tiburonas hasta la hora de clase de Tecno, la última del día. Como no quiere escándalos antes de tiempo, se espera hasta el final. De momento, es la Eva de siempre, abstraída y melancólica, a quien ya no vale la pena preguntar nada porque seguro que no conoce la respuesta correcta. El Tolondro les explica que hoy terminarán de diseñar la página web y Chesco está por allí, aumentando la memoria de los ordenadores o alguna cosa por el estilo.

Hasta que llega el final de la última clase de Tecno de toda su vida y, entonces, Eva deja la mochila cerca de la puerta y se al fondo de la clase, donde están Elisenda y las Tiburonas cotilleando y soltando risitas burlonas y estúpidas.

«¿Qué pueden hacerme?», se va diciendo entre dientes, sulfurada. «¿Me van a pegar?»

No recuerda haber visto que las Tiburonas pegaran nunca a nadie, y eso la reafirma en sus intenciones. La maldad de las Tiburonas está en lo que dirán de ti, lo que murmurarán, las mentiras que puedan divulgar, las situaciones ridículas o humillantes en qué te pueden meter, y eso, dentro de pocos minutos, a Eva ya no la podrá afectar de ninguna de las maneras.

Es ahora cuando se hace patente que el malestar de anoche no era una enfermedad sino una mutación. La Eva de ayer nunca habría podido hacer algo así.

—¡Eh, tú, Elisenda! —grita—. ¡Sé perfectamente que has sido tú la que me ha robado el móvil! ¿Me oyes? ¡Pues mírame, que tengo que decirte un par de cosas!

Plantada en medio del aula, descarada y feroz. Todos se vuelven hacia ella, salvo las Tiburonas que se miran y se ríen, «ya está esa loca haciendo el número», apenas una ojeada furtiva, «el lunes la destrozaremos, se arrepentirá mil veces de estos gritos».

—Ah, ¿no me oís? Pues, si no me oyes, Elisenda, no te importará que te diga lo que pienso de ti, ¿verdad, media mierda?

Lo que sigue es una retahíla de insultos como nunca se ha oído en esta aula, como una vomitona de improperios dolorosos como dardos, palabras gruesas que hacen que sus destinatarias se tambaleen como si fueran puñetazos. Y Elisenda y las Tiburonas se van poniendo coloradas, coloradas, coloradas, hasta llegar al tono pálido blancuzco del hierro al rojo. Y la catarata de ofensas no dolería tanto si Eva la soltara gritando y enloquecida, en pleno ataque de histeria. Pero lo está haciendo con una serenidad escalofriante, tan entera que parece que cada palabra, cada concepto, cada insulto son verdades irrefutables, dogmas compartidos por todos. Y, para que eso quede claro, sólo faltaban las risas, primero contenidas y después estallantes, de los compañeros presentes. Una carcajada que equivale a un grito unánime: «Sí, Eva Fabregat tiene razón, todos pensamos lo mismo de vosotras, y nos produce un intenso placer que Eva se haya decidido a escupíroslo a la cara!»

La carcajada es tan terrible como el grito de euforia del público cuando el equipo local marca el quinto gol en un mismo partido. Esto ya no hay quien lo soporte. Coloradas como fresas salvajes, o blancas como un buche de mala leche, moviendo sus boquitas como peces fuera del agua pero incapaces de pronunciar ni una palabra, Elisenda y las Tiburonas se baten en retirada, escorridas, corriendo a pasitos cortos y sin mirar atrás. Y los aplausos, los silbidos, los gritos y las risas las persiguen sin piedad hasta el agujero que hayan elegido para esconderse.

A continuación, el centro de atención es Eva. Por una vez, deja de ser invisible y los ojos que la contemplan dicen que les gusta lo que ven.

Pero ahora ya es tarde para reparar las antiguas ofensas.

Eva expulsa aire por la nariz, descargando tensión con el soplido, vuelve hacia la parte delantera del aula, agarra la mochila y, sin mirar al profesor que está cerca de la puerta sin saber cómo reaccionar, sale al pasillo. Está a punto de chocar con Adelaida, la de Sociales, que cualquiera diría que estaba escuchando detrás de la puerta, y echa a correr sin disculparse ni nada, y baja la escalera, cruza el vestíbulo y ya está en la calle.

No quiere mirar atrás. No mira atrás. No ve que aquella mujer rubia, de ojos azules y gafas de miope, sale en su persecución. La emoción la ciega y la ahoga mientras se dirige a la plaza de Calatañazor, donde Supermask la está esperando.

Entonces, Ernesto se materializa a su lado.

—¡Hola!

Y Eva se da cuenta de que, durante todo el día, lo ha visto mariposeando a su alrededor, sin duda con ánimo de abordarla, y que ella ha evitado el encuentro. Cuando él aparecía por una puerta, ella se escabullía por otra; si lo veía al fondo de un pasillo, daba media vuelta; en el comedor se ha sentado a una mesa donde no cabía nadie más; y en las clases no se puede hablar. Pero ahora no puede esquivarlo.

—¡Has estado muy bien, Eva! —la felicita, admirado.

Pensándolo bien, quizá ha sido él quien ha empezado a aplaudir, en el aula.

—Ya sé que no quieres hablar conmigo —continúa diciendo el chico— pero, por favor, escúchame. No hace falta que digas nada. Tú sólo escúchame. —Ella no dice nada, ni lo mira. Sólo continúa andando. Pero ésta también es una manera de escuchar. Y no puede impedir que otro ciudadano camine a su lado, al mismo paso y a la misma velocidad—. ¿Puedo acompañarte?

Eva, quién sabe por qué, no le dice que no. «Que haga lo que quiera», piensa.

O a lo mejor es que hay una parte de su cerebro, despavorida bajo la capa de seguridad y dureza, que clama: «¡Sí, sí, que venga, acompáñame, por favor!».

Pero Ernesto no puede oír este grito. Ni siquiera se imagina que ese grito sea posible.

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