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Ernesto hoy tarda un poco más en conectarse, primero porque ha estado montando guardia con Eva en la plaza de Calatañazor esperando no se sabe a quién, segundo porque vive más lejos que Eva y tercer porque, al llegar a su casa, después de los rituales de saludos e informes acerca de cómo ha ido el cole y qué ha hecho y qué ha pasado, se ha puesto a redactar un poema que se le ha ocurrido por el camino. Es un poco más atrevido que los anteriores porque, después de una introducción muy lírica y delicada donde habla de la luna llena y del olor de tierra mojada, acaba rimando observación con penetración y corazón con cojón.

A las diez menos cuarto, su madre está untando el pan con tomate que todos los viernes comen en la sala, con unos cuantos embutidos, mientras una peli alquilada. Su padre está poniendo la mesa y rezonga porque el niño no ayuda. Entonces, llaman a la puerta.

No suena el portero automático, sino la puerta del piso, de manera que hay que pensar que se trata de un vecino. Alguien que necesita un poco de aceite o de sal. En el peor de los casos, alguien que tiene una emergencia. Una fuga de agua. O a lo mejor necesiten una aspirina, o una ambulancia. ¿Quién será?

El padre va a abrir la puerta con la prevención de quien siente violada su intimidad de zapatillas y rutina familiar.

Abre y se encuentra con tres personas desconocidas. No son vecinos. Una chica menuda y rubia, con los cabellos recogidos en cola de caballo y ojos azules agazapados detrás de unas gafas de miope; y un joven de barba negra, camisa a cuadros y vaqueros; y un mosso d’esquadra inconfundible, con su uniforme. Los tres muy estirados y serios.

—¿Señor Codina? —dice la chica, que parece que es la que manda. Se identifica mostrando una placa y un carnet profesional, como en las películas—. Subinspectora Alicia Garvey, de la Fiscalía de Menors. ¿Podemos entrar?

El señor Codina no dice que sí. Ni siquiera se aparta de la puerta. Tiene que defender su casa y su familia de cualquier peligro y ahora le parece que se trata de un peligro terrible. Dice:

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Tenemos una orden judicial... —empieza a decir la mujer, al mismo tiempo que le muestra un papel que, naturalmente, el señor Codina no piensa leer.

—¿Pero por qué? ¿Qué...? —la interrumpe.

Lo piensa mejor. Más vale no armar jaleo en el rellano de la escalera. Les invita a entrar con gesto impaciente, y entran, y la señora Codina se hace oír desde la cocina:

—¿Quién es, Ramón?

—Tendremos que echar una ojeada a su ordenador. —Continúa la mujer de los ojos azules. Es una orden. Y, dando por supuesto que será obedecida, suelta la pregunta siguiente—: ¿Conoce a una chica que se llama Eva Fabregat?

El dueño de la casa niega con la cabeza, visiblemente azorado, y ya inicia el gesto de avanzar hacia el interior del piso, pero se resiste:

—¿Puedo saber por qué...?

—Eva Fabregat es una menor y pensamos que, desde el ordenador de esta casa, la están asediando.

Al señor Codina se le cae la mandíbula. Ahora lo entiende todo. Insiste en que lo sigan. Van hacia la habitación de Ernesto. Enfurecido, el padre no puede reprimir el grito:

—¡Ernesto!

Cuando avanzan por el pasillo, sale la señora Codina de la cocina. Está haciendo un esfuerzo por sonreír, pero no puede.

—Hola, ¿qué pasa?

Ve el uniforme del policía. Piensa «Dios mío, ¿qué ha hecho el niño?» y sigue al grupo limpiándose las manos con un paño.

—¿Pero qué pasa? ¿Podéis decirme qué pasa?

—No te preocupes —dice el señor Codina—. No pasa nada.

Llega la comitiva a la habitación.

—¿Conoces a una chica que se llama Eva Fabregat?

El chico, que está buscando una palabra que rime con vulva, después de hacer rimar harina con vagina, levanta la cabeza sorprendido. Ve a mucha gente en la puerta de su habitación y se pone colorado al tiempo que oculta con manos y antebrazos lo que está escribiendo. Tarda en contestar, de manera que su padre, hecho una furia, debe insistir:

—¿Conoces a una chica que se llama Eva Fabregat?

El chico afirma antes con la cabeza que con los labios:

—Sí.

—¿Y te comunicas con ella por ordenador?

—Sí.

—¿¿Y qué?? —estalla su padre.

Ernesto, cada vez más ruborizado, no puede olvidar los poemas que tiene bajo sus dedos, esos que empiezan muy románticos y acaban muy guarros. No le salen las palabras.

Dice el policía de la barba negra:

—Tendremos que precintar y llevarnos el ordenador.

El padre reprime los gritos que necesita volcar sobre su hijo y, tartamudeando y temblando, se vuelve hacia las fuerzas de la ley:

—Pero, esperen, no puede ser tan grave, son cosas de chicos...

—No estamos buscando a un chico, señor Codina —dice Alicia clavando en el hombre sus ojos tan claros y tan duros—. Buscamos a un adulto.

Mientras el policía de la barba y la camisa a cuadros se sienta delante del ordenador, el señor Codina se queda en pausa durante tres segundos. Reacciona parpadeando, dirigiendo una ojeada hacia su esposa con una muy auténtica cara de alelado.

—¿Qué quiere decir? —consigue arrancar por fin. Aunque no hace falta que se lo aclaren—. Eh, que yo no conozco a esa Eva, que yo no sé cómo funciona eso de Internet... ¿Qué quiere decir?

Ahora, Alicia debería decir «Tendrá que acompañarnos», pero su mirada se ha perdido, navegando por la atmósfera de la habitación, de la casa, la atmósfera que crea este hombre aparentemente sincero. Quien la conozca, sabrá distinguir el desconcierto en su rostro. Una habitación eminentemente infantil, de estudiante que todavía juega sin malicia. Y el ordenador está aquí, y no en un rincón secreto para uso exclusiu de su padre. La policía ha conocido a unos cuantos pederastas, ha detenido a más de uno, y ha hablado con hijos de pederastas, y con esposas de pederastas, y ha visto casas donde viven pederastas, y ahora sólo puede decir que hay algo que no cuadra.

—¿Qué pasa, Ramón? —dice su esposa, muy angustiada, mientras se abre paso entre los policías.

Ramón no sabe lo que pasa, pero si allí hay un culpable, para él sólo puede ser Ernesto. De manera que se vuelve hacia Ernesto y libera los nervios:

—¿Se puede saber qué le dices, a esa Eva?

En seguida se fija en los brazos y las manos abiertas que ocultan poemas desparramados sobre la mesa.

—Le, le, le escribo poesías —gime el chico.

—¿Pero qué ha hecho? —protesta su madre—. ¡Que alguien me explique qué ha hecho!

—¿Qué clase de poesías?

Es evidente que han atrapado al chico in fraganti porque sus manos se crispan sobre los folios, y empiezan a arrugarlos como con intención de hacerlos desaparecer. De un momento a otro, quizá haga una bola con ellos y se los coma.

—¿Qué clase de poesías? —aúlla su padre, y arrebata los papeles arrugados de las manos resistentes de su hijo. Se rompen algunos, pero no tanto como para que los ojos paternos no puedan comprender su contenido.

Ahora, es Alicia quien se pone colorada. Ella ya sabe qué clase de poesía se contiene allí.

—No es eso —está diciendo—. No es eso.

El padre casi pega un brinco.

—«Veo de lejos, perezoso y garrulo, / la doble luna de tu culo». ¿Esto se considera acoso sexual??

Su esposa exclama:

—¿Acoso sexual?

—No es eso —repite la policía.

En sus ojos azules brilla la inseguridad. Se ha equivocado, se ha equivocado.

—¡Son cosas de críos, joder! —continúa el padre—. ¿Qué quieren decir con eso de acoso sexual? ¡Por correo electrónico, no puede haberle metido mano!

Para hacer callar al padre, Alicia extrae de una carpeta las fotocopias de los messengers de Supermask.

—Es esto —dice.

El padre no presta atención a aquellos papeles.

—Pues eso no lo ha escrito mi hijo. Mi hijo ha escrito estos poemas de teta y culo, y yo no sé qué hay escrito ahí, ni me importa, porque a mí sólo me importa lo que ha escrito mi hijo, y mi hijo sólo ha escrito «la doble luna de tu culo».

Amadeu ha ido a Inicio, a Ejecutar, ha escrito tres letras, ha pulsado Aceptar y, cuando aparece la pantalla negra con letras blancas, ha escrito ipconfig y ha pulsado Enter. Ahora, ya tiene ante él el IP del equipo, que compara con el número que lleva escrito en un papel.

Es el mismo.

—Es este ordenador —anuncia.

Los ojos inquisitivos de Alicia han terminado de recorrer y analizar la estancia y dispara una ojeada hacia el chico:

—¿Eres Jazzsinger?

Ernesto se estremece.

—Sí. —¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede saberlo?

Alicia piensa y piensa. Hay algo que no cuadra.

—Amadeu: ¿puede ser que no sea él? Éste es Jazzsinger, ¿recuerdas? No es Supermask.

—El ordenador es éste.

—¿Pero no es posible que haya alguna clase de confusión?

—¡Claro que es posible! —grita el padre—. ¡Es seguro!

—Es posible... —Amadeu está reflexionando. Atrae la atención de la concurrencia. Le pregunta al padre—: ¿Usted tiene antivirus?

—No lo sé —responde el señor Codina. Y traslada la pregunta a su hijo—: ¿Tenemos antivirus?

El chico niega con la cabeza, compungido como si fuera por su culpa.

—Un troyano —concluye Amadeu—. Un virus informático parecido al que hemos utilizado para llegar hasta aquí. Hay troyanos que permiten trabajar con un ordenador desde otro...

—¿Y podemos localizar el otro ordenador? —pregunta Alicia, convencida de que han encontrado la solución.

—¿Ahora mismo? No. Tengo que trabajar en Bolivia.

La sede central de la Policía Autonómica está en la calle Bolivia, en Poble Nou, entre fábricas, almacenes y garajes de empresas de transportes.

Más tarde, en el coche, Amadeu le dirá a Alicia.

—No quería ponerme a trabajar allí, delante de todos. Nunca sabes qué puedes encontrar en un ordenador, y se te puede organizar un escándalo por menos de nada. Además: la orden judicial nos lo permitía, ¿verdad?

—Sí —le replicará Alicia, un poco enojada—, pero tendrás que trabajar esta noche. Esto es muy urgente.

—Acabaré antes de la una, que es la hora en que abren las discotecas.

—O sea, que tenemos que llevarnos el aparato —sentencia Alicia.

—Oiga, oiga... —el señor Codina está reaccionando de la primera impresión paralizadora—. Que la policía se llevó el ordenador de un chico, no hace mucho, con aquel lío que salió en los periódicos, que lo acusaban de terrorista por escribir mails a unas empresas, o no sé qué, y se lo devolvieron hecho una porquería...

Está dispuesto a discutir hasta llegar a las manos, ahora sale a la superficie el paterfamilies que debe defender a la prole con uñas y dientes.

Pero los policías tienen que llevarse el ordenador, y tienen que llevárselo, y no queda más remedio y, al final, se lo llevan.

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