Champion

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28. June

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J

U

N

E

La comandante Jameson va a matarle; lo tiene en el punto de mira, no me cabe ninguna duda.

Él atraviesa la humareda a toda velocidad.

¿Qué estás haciendo, Day? A mitad de la carrera tropieza e incluso desde aquí arriba noto que lucha por avanzar, y que todos los músculos de su cuerpo se quejan por el esfuerzo. No puede más. Sigo su trayectoria con la mirada para descubrir qué le ha llamado tanto la atención.

Eden. Por supuesto. La enfermera que lo sostiene en brazos trastabilla y cae al suelo. Cuando se levanta, se deja llevar por el pánico, suelta a Eden y empieza a correr. Me invade la cólera: ha dejado a Eden solo, atontado y vulnerable en medio de la calle, ciego entre la multitud y tosiendo sin parar por el humo.

Me levanto de un salto. Day corre en dirección contraria a todos los demás: pronto estará al descubierto, y entonces será un blanco perfecto.

Poso la mano en la culata de mi pistola y recuerdo que me he quedado sin balas. Me doy la vuelta y me dirijo a toda prisa al lugar donde dejé inconsciente a mi último objetivo, cuya arma no lancé por el borde del tejado. Cuando vuelvo la vista hacia la comandante Jameson, veo que se tensa y apunta.

No. ¡No! Dispara.

La bala pasa silbando a centímetros de Day, que se tambalea y se cubre la cabeza por puro instinto, pero no se detiene. El corazón se me sale del pecho.

Más rápido. Salto de un tejado a otro. Day llega hasta Eden, extiende los brazos y se lanza para proteger a su hermano pequeño. El humo hace que me cueste verlos: es como si fueran dos fantasmas desvaídos. Cuando llego hasta el soldado caído, estoy jadeante. Espero que el humo perjudique la puntería de la comandante Jameson.

Alcanzo la pistola: solo le queda una bala. Day ya tiene a Eden en brazos. Le tapa la cabeza con una mano y comienza a tambalearse de regreso al refugio. Le grito mentalmente que se apure y aumento la velocidad. Toda mi adrenalina, todos mis sentidos se centran en la comandante Jameson. Ella dispara y de nuevo falla por muy poco. Day ni siquiera alza la vista. Aferra a Eden con más fuerza y sigue avanzando.

Por fin llego al tejado donde está Jameson. Aterrizo en el hormigón; desde aquí veo tanto el tejado como la calle. A unos treinta metros, detrás de una hilera de chimeneas y conductos de ventilación, se agazapa Jameson. Vuelve a disparar y oigo un grito ronco de dolor. Esa voz… la conozco demasiado bien. Sin aliento, me giro hacia la calle. Day cae de rodillas y suelta a Eden. Dejo de oír los demás sonidos.

Le ha alcanzado.

Se estremece, consigue incorporarse, levanta otra vez a Eden y continúa caminando, tambaleante. La comandante vuelve a dispararle y le da otra vez. Aprieto la pistola y apunto. Estoy lo bastante cerca para notar el pliegue donde acaba el chaleco antibalas. Me tiemblan las manos. Desde aquí tengo un blanco perfecto: un tiro en línea recta directo a la cabeza de la comandante. Está a punto de disparar una vez más.

Apunto.

Es como si el mundo se detuviera y todo sucediera muy despacio, una imagen congelada tras otra. La comandante Jameson se gira. Advierte mi presencia. Entrecierra los ojos y me apunta, apartando la vista de Day. Miles de pensamientos pasan por mi mente a la velocidad de la luz. Aprieto el gatillo y le disparo a la cabeza.

Y fallo.

Yo nunca fallo.

No tengo tiempo de pensar en eso: Jameson me está apuntando y mi bala ha pasado silbando junto a su cara. La veo sonreír antes de disparar. Me lanzo al suelo y ruedo, viendo por el rabillo del ojo cómo una chispa salta a unos centímetros de mi brazo. Me parapeto tras una chimenea y me pego a la pared. A mi espalda resuenan las pesadas botas de la comandante.

Respira. Respira. Nuestro último enfrentamiento se repite en mi mente. ¿Por qué soy capaz de enfrentarme a cualquiera… salvo a la comandante Jameson?

—¡Sal a jugar conmigo, pequeña Iparis! —exclama, y al ver que no respondo suelta una carcajada—. ¡Sal a ver cómo se desangra tu novio en la calle!

Sabe exactamente cómo hacerme daño. Pero aprieto los dientes y evito imaginarme a Day muriendo ante mis ojos. No tengo tiempo para eso; necesito desarmarla. Bajo la vista hacia mi pistola sin munición: es hora de hacer un poco de teatro.

Se ha quedado callada. Ahora solo oigo sus pasos que se acercan, los pasos de la asesina de mi hermano. Aprieto la pistola con más fuerza.

Ya está lo bastante cerca. Cierro los ojos un segundo y salto fuera de mi escondite, apuntando a Jameson como si fuera a disparar.

Como esperaba, ella se lanza a un lado. Pero yo estoy preparada: me lanzo sobre ella de un salto y le doy una patada en la cara. Su cabeza sale despedida hacia atrás. Afloja los dedos que sostienen el arma y aprovecho la oportunidad para arrebatarle la pistola de otra patada con el pie derecho. Mientras ella se derrumba en la azotea, el arma choca contra el alero y cae a la calle repleta de humo.

No me atrevo a parar: aun cuando ya está en el suelo, empiezo a darle codazos en la cara para dejarla inconsciente. Mi primer golpe da en su objetivo, pero el segundo no. La comandante Jameson me agarra el codo con una mano, aprisiona mi muñeca con la otra y hace fuerza contra la articulación. Me retuerzo de dolor, y antes de que me parta el brazo, me retuerzo y le piso el tobillo con el tacón de la bota. Ella hace una mueca, pero no me suelta. Le doy otro pisotón con más fuerza; ella afloja el agarre y consigo liberarme al fin.

Se pone en pie de un salto, mientras yo gano algo de distancia y me vuelvo para enfrentarme a ella. Comenzamos a movernos en círculo, mirándonos fijamente y jadeando. Me duele muchísimo el brazo, y a ella le chorrea sangre de la sien. Sé que no puedo vencerla en un cuerpo a cuerpo: es más alta y fuerte que yo, y me supera en experiencia y entrenamiento. Mi talento no puede competir con todo eso. Mi única oportunidad es pillarla por sorpresa de nuevo, encontrar la forma de emplear su propia fuerza contra ella. Mientras la rodeo esperando a que baje la guardia, el mundo se desvanece a nuestro alrededor. Me centro en mi furia, permito que devore mi miedo y me dé fuerzas.

Ahora estamos solas tú y yo. Así es como tenía que ser: esto es lo que estábamos esperando desde que todo comenzó. Acabaremos nuestro enfrentamiento con las manos desnudas.

La comandante Jameson golpea primero. Su velocidad me deja atónita: un segundo está delante de mí, y al siguiente se encuentra a mi lado. Su puño vuela hacia mi cara sin darme tiempo a esquivarlo: subo el hombro en el último momento para desviar el golpe y logro que me golpee de refilón, pero aun así me hace ver las estrellas. Me tambaleo y consigo a duras penas evitar el siguiente embate. Me alejo de ella intentando enfocar la vista y me pongo en posición defensiva; cuando se abalanza de nuevo sobre mí, salto y le lanzo una patada en la cabeza, pero es demasiado rápida. Contraataca de inmediato, y yo la esquivo de nuevo y retrocedo lentamente hacia el borde del tejado, mirándola fijamente con expresión aterrada.

Así se hace, June, me digo.

Hazle pensar que te da miedo. El tacón de mi bota toca el final de la cornisa. Bajo la vista y luego me enfrento a los ojos de la comandante Jameson: me mira casi inexpresiva, con una leve sombra de incertidumbre en el rostro. No me cuesta demasiado aparentar terror. Se acerca a mí como un depredador, sin decir ni una palabra. No le hace falta: ya me ha dicho todo lo que quería decirme, y sus palabras me corroen la mente como un veneno.

Pequeña Iparis, cuánto me recuerdas a mí misma a tu edad. Adorable. Algún día entenderás que la vida no es siempre como queremos que sea, que no siempre consigues lo que quieres. Que hay fuerzas más allá de tu control que te modelan a su antojo y acaban por cambiarte. Qué pena que todo termine aquí. Hubiera sido divertido ver en qué te convertirás.

Sus ojos me hipnotizan. En este momento, no me puedo imaginar una visión más pavorosa.

Se lanza contra mí.

Solo tengo una oportunidad. Me agacho, le agarro el brazo y le hago una llave que la lanza por encima de mi cabeza, fuera de la azotea.

Pero ella me ha agarrado la muñeca y no me suelta. Antes de caer, me afianzo en el borde como puedo y noto cómo el hombro se me disloca con un crujido. Suelto un grito de dolor y clavo los talones en la cornisa, luchando por no caer. La comandante se aferra al borde y busca puntos de apoyo con el brazo libre, clavándome las uñas de la otra mano hasta perforarme la piel. Los ojos se me llenan de lágrimas. Allá abajo, en la calle, los soldados de la República organizan a los evacuados, disparan a los francotiradores y gritan órdenes por los megáfonos.

—¡Disparad! —les grito, desesperada—. ¡Disparad!

Dos de ellos suben la vista, me reconocen y alzan las pistolas. La comandante Jameson me mira a los ojos y sonríe.

—Sabía que no serías capaz de hacerlo tú misma.

Los soldados abren fuego. La mano de Jameson se afloja mientras su cuerpo se retuerce por los impactos. Con un último estremecimiento, se desploma como un pájaro abatido. Me giro para no verla caer, pero no puedo evitar oír el ruido estremecedor que hace al estrellarse contra el pavimento.

Ha muerto. Sin más. Sus últimas palabras y las mías resuenan en mis oídos.

Disparad. Disparad.

Recuerdo lo que me dijo Metias.

Es raro tener un buen motivo para matar, June.

Me seco rápidamente las lágrimas. ¿Qué he hecho? Mis manos siguen manchadas con su sangre. Me las froto contra la ropa, pero no logro limpiarlas. No sé si alguna vez podré hacerlo.

—Tenía un buen motivo —musito una y otra vez.

En realidad, la comandante se destruyó a sí misma; yo solo colaboré. Pero me siento vacía.

El dolor del hombro dislocado —el izquierdo— me marea. Levanto el otro brazo, me agarro el lesionado, aprieto los dientes y empujo con fuerza. Chillo de dolor; la articulación se resiste por un instante… y encaja en su sitio.

Las lágrimas ruedan por mis mejillas. Me tiemblan las manos y me pitan los oídos. No oigo nada salvo el latido de mi corazón.

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Horas? ¿Segundos?

La lógica se abre camino en mi mente y se impone al dolor: como siempre, es la lógica lo que me salva.

Day necesita tu ayuda, me dice.

Ve con él.

Le busco con la mirada. Ha llegado al otro lado de la calle y está cerca del refugio, tras las barricadas que han montado los soldados de la República. Mientras me dispongo a bajar del tejado, veo que un par de personas alzan a Eden, que está inconsciente, y se lo llevan a un lugar seguro. Otros se inclinan sobre Day y por un momento dejo de verle. Desciendo a toda prisa hasta llegar a una escalera de incendios y me abalanzo por los escalones metálicos. El miedo y la adrenalina hacen que no note el dolor de mis heridas.

Por favor, suplico silenciosamente.

Por favor, que esté bien.

Cuando llego hasta él hay una multitud rodeándole. Oigo gritos.

—¡Moveos! ¡Atrás! ¡Dadle un poco de espacio! ¡Decidles que se den prisa!

Tengo un nudo en la garganta que me impide respirar. Mis botas golpean el suelo al mismo ritmo de mi corazón. Aparto a la gente a empujones y me arrodillo al lado de Day. El que estaba gritando era Pascao. Me mira angustiado.

—Quédate con él —me dice—. Voy a buscar a los médicos.

Asiento y se marcha corriendo.

Apenas veo al corro de gente que tenemos alrededor. Lo único que puedo hacer es mirar a Day. Tiembla de la cabeza a los pies, con los ojos desorbitados y el pelo revuelto sobre la cara. Me fijo en su cuerpo: dos heridas, una en el pecho y otra cerca de la cadera. La sangre brota a borbotones y empapa su camisa. Oigo un grito de angustia, pero no sé de dónde viene. Tal vez haya sido mío. Sin poder convencerme de que esto es real, me inclino sobre él y le acaricio el rostro.

—Day, soy yo. Soy June. Estoy aquí.

—¿June? —consigue articular.

Intenta subir el brazo para tocarme, pero tiembla tanto que es incapaz. Rodeo su rostro con las manos; sus ojos están arrasados en lágrimas.

—Creo… creo que me han disparado —murmura.

Dos personas colocan las manos sobre sus heridas y presionan para contener la hemorragia. Day gime de dolor. Intenta levantar la cabeza y mirarlos, pero ni siquiera le quedan fuerzas para eso.

—Ya vienen los médicos —le aseguro, acercándome a él y dándole un beso en la mejilla—. Aguanta. No me dejes. Sigue mirándome. Todo irá bien.

—No… No lo creo —balbucea. Pestañea rápidamente, y las lágrimas corren por sus sienes y me mojan la punta de los dedos—. Eden… ¿Está… bien?

—Sí —musito—. Tu hermano está sano y salvo y muy pronto te reunirás con él.

Abre la boca para replicar, pero solo le sale un jadeo. Está tan pálido… No, por favor. Me niego a pensar en lo peor, pero la muerte flota a nuestro alrededor como un ave siniestra. Su sombra se cierne sobre mis hombros; sus ojos sin vida contemplan el alma de Day y esperan pacientemente a que se apague la luz de su mirada.

—No quiero… irme… —consigue murmurar Day—. No quiero… dejarte… Eden…

Le hago callar con un beso suave en sus labios temblorosos.

—A Eden no le pasará nada, ya verás —replico suavemente—. Céntrate, Day. Vamos a ir al hospital. Ya vienen a recogerte. No tardarán mucho.

Él me sonríe sin decir nada, con una expresión que me parte el alma. Rompo a llorar. Esos ojos azules… Este es el chico que me vendó las heridas en las calles de Lake, que protegió a su familia hasta el último aliento, que se quedó a mi lado a pesar de todo, el chico lleno de luz, de alegría y de vida, de dolor, de furia y pasión, el chico cuyo destino está enlazado al mío para siempre.

—Te quiero —musita—. ¿Puedes quedarte a mi lado?

Intenta decir algo más, pero su voz se apaga.

No. No. No puede ser. Su respiración se hace más rápida. Sé que está luchando por no perder la consciencia, y que cada segundo que pasa le cuesta más centrarse en mí. Por un instante mira a un punto sobre mi hombro. Me giro y no veo nada. Vuelvo a besarle y me quedo con la cabeza pegada a la suya.

—Te quiero, Day —susurro una y otra vez—. No me dejes.

Cierro los ojos. Mis lágrimas empapan sus mejillas.

Mientras siento cómo su vida se escapa lentamente, el dolor y la rabia me devoran. Nunca he sido religiosa, pero en este momento, mientras veo cómo se acercan corriendo los médicos, rezo desesperadamente. A quién, no lo sé; solo espero que algo —que alguien— me escuche. Que nos acoja entre sus brazos y tenga piedad de nosotros. Elevo una oración al cielo con las últimas fuerzas que me quedan.

Déjale vivir.

Por favor, no te lo lleves de este mundo. Por favor, que no muera aquí entre mis brazos después de todo lo que hemos pasado juntos, después de que te hayas llevado a tantos otros. Por favor, te lo suplico: déjale vivir. Estoy dispuesta a sacrificar cualquier cosa para que Day viva. Haré todo lo que me pidas. Tal vez sea una promesa ingenua y risible, pero lo digo en serio. Por absurdo, por imposible que sea, déjale vivir, te lo suplico. No podré soportar esto por segunda vez.

Miro a mi alrededor desesperada, con los ojos vidriosos por las lágrimas, y solo veo un manchurrón de sangre, humo, cenizas y luces; solo oigo gritos, disparos y odio. Estoy cansada de luchar, frustrada, enfadada e impotente.

Dime que todavía quedan cosas buenas en el mundo. Dime que aún queda esperanza para nosotros.

Noto que alguien me agarra de los hombros y me aparta. Mi cuerpo parece lejano, como si perteneciera a otra persona. A pesar de mi entumecimiento, me debato y una lanzada de dolor atraviesa mi hombro herido. Los médicos se agachan alrededor de Day. Ha cerrado los ojos y su pecho parece inmóvil. No dejo de recordar la imagen de Metias muerto. Cuando los enfermeros intentan apartarme de nuevo, los empujo con rabia y chillo. Grito por todo lo que ha ido mal. Grito por todo lo que se ha roto en nuestras vidas.

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