Champion

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29. Day

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D

A

Y

Creo que June está inclinada sobre mí, pero no consigo mirarla. Cuando intento fijar la vista, noto un dolor que me ciega. Los recuerdos pasan por mi mente y se desvanecen: mis comienzos en las calles, solo, con la rodilla herida y el estómago vacío; la pequeña Tess; el momento en que John supo que yo seguía vivo; la casa de mi madre; la sonrisa de mi padre; Eden de bebé… Recuerdo la primera vez que vi a June: su postura desafiante, sus ojos fieros. Poco a poco, me cuesta recordar cualquier otra cosa.

En el fondo siempre he sabido que no iba a vivir mucho tiempo. Sabía que no era mi destino.

Entonces me llama la atención algo que brilla tras el hombro de June. Me esfuerzo por enfocar la mirada. Al principio me da la sensación de que es una esfera de luz, pero luego me doy cuenta de que es mi madre.

Mamá, susurro. Me levanto y avanzo hacia ella. Mi cuerpo no pesa.

Ella me sonríe. Parece joven y saludable, no tiene las manos vendadas y su pelo es del color del trigo y la nieve. Cuando la alcanzo, me rodea el rostro con sus manos intactas y suaves, libres de heridas. Mi corazón se detiene, colmado de calor y de luz; querría quedarme así para siempre, congelado en ese instante. Me tambaleo y mi madre me recoge antes de que me caiga. Nos quedamos arrodillados, por fin juntos de nuevo.

—Mi niño perdido —murmura.

—Lo siento. Lo siento mucho —digo yo en un susurro roto.

—Chissst, mi bebé.

Inclino la cabeza y mi madre me besa la frente. Me siento como un niño, desvalido y lleno de esperanza y de amor. Más allá de la línea borrosa del brazo de mi madre, diviso mi cuerpo tirado en el suelo. Hay una chica agachada a mi lado que me rodea el rostro entre las manos. Su largo cabello oscuro le tapa la cara. Está llorando.

—¿John y papá…? —empiezo a decir.

Mi madre sonríe sin decir nada. Sus ojos son de un azul tan intenso que puedo ver el mundo entero en su interior: el cielo, las nubes y todo lo que hay más allá de ellas.

—No te preocupes —contesta—. Están bien y te quieren muchísimo.

Siento la necesidad de seguir a mi madre adondequiera que vaya, adondequiera que me lleve.

—Os echo tanto de menos… —murmuro finalmente—. No pasa un día en que no me duela saber que ya no estáis aquí.

Ella me acaricia el pelo igual que hacía cuando yo era pequeño.

—Hijo, no tienes por qué echarnos de menos: nunca nos hemos ido —inclina la cabeza y señala la calle, más allá de la multitud que rodea mi cuerpo. Veo que los enfermeros me están subiendo a una camilla—. Eden te espera. Vuelve con él.

—Sí —musito.

Intento encontrar a mi hermano entre la gente, pero no le veo.

Mi madre se levanta y sus manos abandonan mi rostro. De pronto lucho por respirar.

No. Por favor, no te vayas. Extiendo una mano hacia ella, pero una barrera invisible me detiene. La luz se hace más intensa.

—¿Adónde vas? ¿Puedo ir contigo?

Mi madre sonríe, pero niega con la cabeza.

—Tu sitio está todavía al otro lado. Algún día, cuando estés preparado, volveré a verte. Ten una buena vida, Daniel. Haz que tu último paso merezca la pena.

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