Champion

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3. Day

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D

A

Y

Aterrizamos en Denver horas antes del banquete en el que va a celebrarse la reunión de emergencia. La combinación de palabras me parece risible: ¿un banquete con una reunión de emergencia? Para mí, un banquete es una fiesta. No entiendo por qué tiene que celebrarse una reunión urgente en medio de un derroche de comida, por más que hoy sea el Día de la Independencia. ¿Así es como los senadores se enfrentan a las crisis? ¿Atiborrándose la panza?

Eden y yo nos instalamos en el apartamento que nos ha asignado el gobierno para pasar estos días. Mi hermano se queda dormido, agotado tras el vuelo temprano. Le dejo con Lucy a regañadientes; tengo que cumplir con los preparativos para asistir al banquete.

—Si viene alguien a verlo por el motivo que sea —le susurro a Lucy mientras Eden duerme—, llámame, por favor. Si alguien intenta…

Lucy, acostumbrada a mi paranoia, me hace callar con un aspaviento.

—Tranquilícese, señor Wing —replica dándome una palmadita en la mejilla—. Nadie visitará a Eden mientras usted no esté aquí. No se preocupe. Le llamaré al instante si sucede algo.

Asiento y contemplo a Eden como si pudiera desaparecer ante mis ojos.

—Gracias.

Por más que me aburra la perspectiva del evento, tengo que vestirme para la ocasión. Y para ayudarme a hacerlo, la República le ha pedido a la hija de un senador que me acompañe al distrito comercial del centro. Me está esperando en el andén del tren.

No hay forma de confundirse: tiene que ser ella. Está enfundada en un elegante uniforme. Sus ojos castaños claros contrastan con su piel morena, y su pelo rizado se recoge en un moño de trenza. Al reconocerme, me lanza una sonrisa que no logra ocultar su expresión escrutadora. Da la impresión de que ya estuviera criticando mi aspecto.

—Tú debes de ser Day —me saluda tendiéndome la mano—. Me llamo Faline Fedelma; el Elector me ha asignado la tarea de acompañarte —hace una pausa, examina mi ropa y enarca una ceja—. Tenemos mucho trabajo por delante.

Bajo la vista: pantalones con las perneras metidas en unas botas destrozadas, camisa arrugada y una vieja bufanda. Sería todo un lujo en las calles donde me crie.

—Me alegro de que te guste mi conjunto —contesto con ironía.

Faline suelta una carcajada y me agarra del brazo.

Mientras nos dirigimos a la calle donde se venden los uniformes de gala, me fijo en la multitud que nos rodea. Gente bien vestida, de clase alta. Pasan tres estudiantes riéndose: llevan uniformes inmaculados y botas relucientes. Doblamos una esquina y entramos en una tienda, pero antes de hacerlo me fijo en que hay soldados montando guardia por la calle. Muchos soldados.

—¿Siempre hay tantos militares en el centro? —le pregunto a Faline.

Ella se encoge de hombros mientras coloca un traje frente a mi pecho y me observa con expresión crítica. Pero hay algo más: veo inquietud en sus ojos.

—No —responde—. Normalmente no, pero estoy segura de que no hay nada de lo que preocuparse.

Lo dejo pasar, pero noto cómo crece mi nerviosismo. Las autoridades de Denver están reforzando las medidas de seguridad. June no me ha explicado por qué hace tanta falta que acuda a este banquete, pero tiene que ser muy importante para que se haya puesto en contacto conmigo después de varios meses sin dirigirnos la palabra. ¿Qué demonios querrá pedirme? ¿Qué necesita la República de mí ahora?

Si vamos a entrar en guerra otra vez, debería buscar la forma de sacar a Eden del país. Ahora somos libres para marcharnos, al fin y al cabo. No sé qué me retiene aquí.

Horas más tarde, cuando ya se ha puesto el sol y los fuegos artificiales en honor del Elector se alzan en distintos puntos de la ciudad, un todoterreno me recoge en el apartamento para llevarme a Colburn. Me asomo con impaciencia a la ventanilla. Grupos de gente caminan de acá para allá. Todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo para vestir de forma parecida: prendas rojas con detalles dorados e insignias estampadas por todas partes —en el dorso de los guantes, en las mangas de las guerreras…—. Me pregunto cuántos de los que veo estarán de acuerdo con las pintadas que tildan a Anden de salvador y cuántos opinarán que es un farsante. Decenas de patrullas recorren las calles mientras las pantallas muestran emblemas de la República, seguidos de escenas de las celebraciones en el interior de Colburn. En favor de Anden, he de admitir que la propaganda ha disminuido mucho últimamente. Pero todavía no se muestran noticias del exterior. Supongo que no se puede tener todo…

Frente a la escalinata de Colburn, la calle hierve de gente que celebra la fiesta; su alegría contrasta con los guardias serios e inmóviles. La muchedumbre lanza una ovación cuando salgo del vehículo, un estruendo que me estremece hasta la médula y me despierta un espasmo de dolor en la nuca. Saludo con una mano vacilante.

Faline me espera junto al coche para acompañarme al interior. Lleva puesto un vestido dorado, y en sus párpados brilla el polvo de oro. Intercambiamos una reverencia y la sigo.

—Tienes buen aspecto —dice—. Alguien se va a alegrar mucho de verte.

—Dudo que al Elector le entusiasme mi presencia tanto como crees.

Me dedica una sonrisa por encima del hombro.

—No me refería al Elector.

El corazón me da un vuelco.

Nos abrimos paso entre la multitud que vocifera. Estiro el cuello y contemplo la elaborada decoración del edificio Colburn. Todo resplandece. Han adornado las columnas con bandas rojas que muestran el emblema de la República, y sobre la puerta principal cuelga un retrato gigantesco de Anden.

Faline me hace pasar y me conduce por un corredor lleno de gente importante. Todos charlan y se ríen como si no hubiera ningún problema en el país, pero tras sus máscaras alegres percibo signos de nerviosismo, miradas huidizas y ceños fruncidos. Tienen que haberse dado cuenta del exagerado número de soldados que hay también aquí dentro. Intento imitar su forma precisa y correcta de caminar y de hablar, pero desisto cuando Faline se me queda mirando.

Vagamos durante minutos por el lujoso interior del Colburn, perdidos entre la marea de políticos. Mis charreteras tintinean. No puedo evitar buscarla, aunque no sé qué decirle cuando la vea. Si es que la veo… ¿Cómo voy a encontrarla en este hormiguero de lujo? Allá donde mire encuentro vestidos coloridos, trajes pulcros y elegantes, fuentes de exquisiteces, pianos, camareros que ofrecen copas de champán, gente distinguida con sonrisas falsas en el rostro…

Una oleada de claustrofobia se apodera de mí.

¿Dónde estoy? ¿Qué pinto yo aquí?

En el preciso instante en que me lo pregunto, la veo al fin. No sé cómo, pero en medio del borrón de aristócratas, capto su silueta y me quedo inmóvil.

June. Las conversaciones se convierten en un murmullo sordo, apagado, carente de interés, y toda mi atención se centra en la chica a la que creía que podría hacer frente.

Lleva un vestido largo de un escarlata intenso, y su pelo, peinado en ondas oscuras, resplandece bajo unas horquillas tachonadas de gemas rojas. Es la chica más guapa que he visto en mi vida y, sin duda alguna, la más impresionante de la sala. Ha madurado en estos ocho meses, y su postura digna y elegante, su cuello de cisne y sus ojos oscuros la hacen casi perfecta.

Pero no del todo. Al mirarla con más detenimiento, me doy cuenta de algo que me hace fruncir el ceño. Hay algo forzado en ella, algo que denota incertidumbre y falta de confianza. Nada propio de la June que yo conozco.

Incapaz de detenerme, me dirijo hacia ella con Faline pisándome los talones. Solo me detengo cuando las personas que están a su alrededor se apartan y descubro al hombre que tiene al lado.

Es Anden. En realidad, no debería sorprenderme. Aunque está rodeado de muchachas bien vestidas que intentan captar su atención, parece centrado en June. Le miro mientras se inclina para susurrarle algo al oído y luego sigue conversando relajadamente con el corrillo más cercano.

Me doy media vuelta sin decir nada y Faline frunce el ceño ante mi súbito cambio de actitud.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta.

Ensayo una sonrisa que intenta ser tranquilizadora.

—Claro que sí. No te preocupes.

Me siento tan fuera de lugar entre estos aristócratas, con sus cuentas bancarias repletas y sus elegantes modales… Por mucho dinero que me entregue la República, yo siempre seré un vagabundo criado en los sectores pobres.

Se me había olvidado que un chico de la calle no tiene nada que hacer con la futura Prínceps.

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