Champion

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4. June

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J

U

N

E

19:35

Colburn, salón de baile

20 ºC

Me ha parecido ver a Day entre la multitud: diviso un destello de pelo rubio platino, unos ojos azules que resplandecen. Dejo de prestar atención a la conversación con Anden y los otros candidatos a Prínceps y estiro el cuello con la esperanza de encontrarle. Pero ha desaparecido, si es que estaba allí de verdad. Decepcionada, vuelvo la vista hacia los demás y les dedico una sonrisa perfectamente ensayada.

¿Habrá venido Day? Supongo que los hombres de Anden nos habrían avisado si se hubiera negado a subir al jet que fue a recogerle esta mañana. Pero parecía tan distante cuando hablé con él por el intercomunicador… Tal vez haya decidido no venir. Puede que me odie, ahora que ha tenido tiempo para reflexionar acerca de nuestra relación. Escudriño la multitud mientras los otros dos candidatos a Prínceps celebran con risas los chistes de Anden.

Un hormigueo en el estómago me dice que Day está aquí, pero yo no soy el tipo de persona que se deja llevar por el instinto. Me acaricio con aire ausente las joyas que me adornan el pelo para asegurarme de que siguen en su sitio. No es el tocado más cómodo del mundo, pero el peluquero dio un respingo al ver el contraste de los rubíes contra mi pelo oscuro, y su reacción me hizo pensar que merecía la pena llevarlos. No sé por qué me he molestado en arreglarme tanto esta noche. Supongo que porque es el Día de la Independencia, una ocasión importante.

—La candidata Iparis se muestra tan precoz como todos suponíamos —les dice Anden a los senadores.

Se vuelve hacia mí y me sonríe, pero sé que su aspecto alegre es una simulación de cara a la galería. Llevo el suficiente tiempo a su lado para notar cuándo está tenso, y esta noche se nota el nerviosismo en cada uno de sus gestos. Yo también estoy nerviosa: puede que dentro de unos meses haya banderas de las Colonias ondeando en las ciudades de la República.

—Sus profesores dicen que nunca habían visto a un estudiante avanzar tan rápido en los textos políticos —continúa Anden.

—Gracias, Elector —contesto automáticamente.

Los otros dos candidatos asienten, pero bajo su expresión cortés late un resentimiento pertinaz contra mí: una niña nombrada a dedo por el Elector, que tal vez se convierta en su líder algún día. Mariana me observa con su gesto severo de costumbre, pero la mirada que me dedica Serge es especialmente ceñuda y sombría. Lo ignoro: si antes me molestaba su ceño, ahora simplemente me aburre.

—Ah, estupendo —comenta el senador Tanaka de California, ajustándose el cuello de la guerrera y cruzando una mirada con su esposa—. Es una noticia fantástica, Elector. Por supuesto, estoy seguro de que sus tutores saben perfectamente que el trabajo de un senador no se aprende solo en los libros, sino con años de experiencia en la cámara del Senado. Como nuestro querido senador Carmichael, aquí presente —hace una pausa para señalar a Serge, que se hincha como un pavo.

Anden responde con un aspaviento.

—Por supuesto —dice—. Todo a su debido tiempo, senador.

Mariana suspira a mi lado, se inclina y señala con el mentón a Serge.

—Si le miras fijamente, verás cómo acaba estallando de satisfacción —murmura.

Sonrío.

Afortunadamente, el corro ha cambiado de tema: ahora están charlando sobre la forma de seleccionar a los mejores estudiantes en los institutos, en ausencia de la Prueba. Hablar de política me saca de quicio, así que me vuelvo de nuevo para examinar a la multitud en busca de Day. Al cabo de un rato, frustrada, le agarro el brazo a Anden y me inclino para hablarle al oído.

—Discúlpame un segundo, por favor. Ahora vuelvo.

Asiente sin decir nada. Cuando me giro y me mezclo con la gente, siento sus ojos clavados en mí.

Recorro el salón de baile durante varios minutos, saludando a los senadores y a sus familiares según avanzo. ¿Dónde está Day? Intento prestar atención a las conversaciones y fijarme en los corrillos. Day es una celebridad: si ha llegado, habrá llamado la atención de la gente. Estoy a punto de llegar al otro extremo de la estancia cuando oigo crepitar los altavoces. El juramento. Suspiro y regreso junto a Anden, que ha ocupado su sitio en el escenario principal, flanqueado por soldados que sostienen banderas de la República.

—Juro lealtad a la bandera de la gran República de América…

Day. Ahí está.

Se encuentra de pie a unos diez metros de distancia, casi de espaldas a mí, agarrado al brazo de una chica que lleva un vestido dorado. Su pelo liso cae suelto por la espalda. Lo miro con atención y me doy cuenta de que no separa los labios: se mantiene en silencio durante todo el juramento. Me giro de nuevo hacia el escenario cuando Anden comienza su discurso, pero veo por el rabillo del ojo cómo Day vuelve la cabeza. Me tiemblan las manos. ¿De verdad se me había olvidado lo hermoso que era, esos ojos salvajes e indómitos que reflejan libertad incluso en mitad de toda esta elegancia acartonada?

Cuando termina el discurso, me acerco a él sin dudar. Lleva un traje cortado a medida y una guerrera negra. ¿Está más delgado? Me da la impresión de que ha perdido al menos cuatro kilos desde la última vez que lo vi.

Ha estado enfermo. Day me ve acercarse y deja de hablar con la chica que le acompaña. Noto que el rubor amenaza con subirme a las mejillas, pero intento controlarlo. Esta es la primera vez que nos vemos desde hace meses, y me niego a hacer el ridículo.

Me detengo a unos pasos de distancia y reconozco a su acompañante: Faline, la hija de dieciocho años del senador Fedelma.

Le dedico una leve inclinación de cabeza y ella me responde de igual modo.

—Hola, June —saluda sonriente—. Estás preciosa esta noche.

Se me escapa una sonrisa sincera, un verdadero alivio después de las expresiones ensayadas que tengo que adoptar ante mis dos rivales.

—Tú también —contesto.

La mirada de Faline se detiene por un instante en el ligero rubor de mis mejillas. Sin perder un instante, hace una reverencia y se mezcla con la multitud, dejándonos solos entre la marea de gente.

Durante un segundo, Day y yo nos limitamos a mirarnos. Rompo el silencio antes de que se haga incómodo.

—Hola —digo, mirándole a los ojos y rememorando cada detalle de su rostro—. Me alegro de verte.

Él me devuelve la sonrisa e inclina la cabeza, sin apartar sus ojos de los míos. El fuego de su mirada me traspasa el pecho.

—Gracias por invitarme —dice, y me estremezco al oír su voz una vez más.

Inspiro profundamente, recordando el motivo por el que le pedí que viniera. Sus ojos recorren mi rostro y mi vestido. Parece estar a punto de hacer un comentario, pero cambia de opinión y abarca la sala con un aspaviento.

—Menuda fiesta tenéis montada.

—Estas cosas nunca son tan divertidas como parecen —contesto en voz baja—. Si la gente estallara por sonreír a personas que odian, aquí no quedaría nadie vivo.

Day esboza una leve sonrisa.

—Me alegro de no ser el único que se encuentra a disgusto.

Anden ha abandonado el escenario, y el comentario me recuerda que tengo que asistir con él a la cena. Eso hace que se me pase de golpe la sensación de vértigo.

—Es casi la hora de cenar —digo, indicándole con un gesto que me acompañe—. Será una celebración privada: el Elector, los otros dos candidatos a Prínceps, tú y yo.

—¿Qué está pasando? —me pregunta mientras camina a mi lado.

Su brazo roza el mío y un hormigueo me recorre la piel. Me esfuerzo por recuperar el aliento.

Céntrate, June.

—No fuiste muy concreta cuando hablamos —insiste Day—. Espero que haya una buena razón para pedirme que aguante a estos cretinos del Senado.

Se me escapa una sonrisa al oír cómo habla Day de los senadores.

—Enseguida lo sabrás. Y hazme un favor, anda: si los insultas, que sea con disimulo.

Avanzamos por un estrecho corredor hasta el Salón Jaspe, una estancia discreta que se encuentra lejos del salón de baile principal.

—Esto no me va a gustar, ¿verdad? —me murmura Day al oído.

La mala conciencia me golpea como una bofetada.

—No creo.

Entramos en la sala y tomamos asiento (la mesa es rectangular, de madera de cerezo, con siete sillas). Al cabo de un rato, Serge y Mariana entran y ocupan los sitios contiguos al de Anden. Yo me quedo al lado de Day, como ha determinado el Elector. Dos criados van depositando finas rodajas de sandía y ensalada de cerdo ante cada comensal. Serge y Mariana mantienen una charla cortés, pero Day y yo no abrimos la boca. De vez en cuando le echo una mirada. Él contempla las filas de tenedores, cucharas y cuchillos con expresión incómoda, intentando adivinar para qué sirve cada cosa sin pedir ayuda.

Ay, Day… No sé por qué su reacción hace que se me encoja el estómago, ni por qué siento una oleada de atracción hacia él. Había olvidado la forma en que sus pestañas reflejan la luz.

—¿Qué es esto? —musita enseñándome un cubierto.

—Un cuchillo de mantequilla.

Frunce el ceño y roza el filo romo y redondeado.

—Esto —masculla entre dientes— no es ningún cuchillo.

Serge se da cuenta de su incertidumbre.

—En el barrio donde se crio no están muy acostumbrados a utilizar tenedor y cuchillo, ¿verdad? —comenta con frialdad.

Day se pone rígido, pero reacciona de inmediato. Escoge un cuchillo largo de sierra y lo levanta con toda intención, apuntando a Serge como quien no quiere la cosa. Tanto Serge como Mariana echan los asientos hacia atrás.

—Donde yo me crie éramos eficientes —replica—. Un cuchillo como este servía para cortar la comida, extender mantequilla y rebanar gargantas.

Day no ha cortado una garganta en su vida, pero Serge no lo sabe. Resopla con desdén ante su respuesta, visiblemente pálido. Finjo una tos para contener la risa al ver la expresión burlona de Day. Para quienes no le conocen tan bien como yo, ha sido una amenaza en toda regla.

En ese momento advierto algo de lo que no me había dado cuenta antes: Day también está pálido, mucho más de lo que recuerdo. Mis ganas de reír se desvanecen. ¿Habrá estado más enfermo de lo que he supuesto?

Anden entra en la estancia un minuto después, provocando el revuelo de costumbre. Todos nos levantamos para saludarle y él nos pide que volvamos a tomar asiento. Lo acompañan cuatro soldados, que cierran la puerta a su espalda.

—Day —saluda, dedicándole una cortés inclinación de cabeza, que Day devuelve con gesto incómodo—. Es un placer volver a verte, aunque sea en estas circunstancias tan desafortunadas.

—Desde luego —responde él, y yo me remuevo en la silla intentando sin éxito imaginar una situación más tensa.

—Permíteme que te ponga al tanto de la situación —dice Anden acomodándose en su silla—. El tratado de paz con las Colonias está en peligro. Las ciudades fronterizas de las Colonias están sufriendo una epidemia virulenta.

Day se cruza de brazos y le contempla con expresión suspicaz, pero Anden continúa hablando como si no lo advirtiera.

—Las Colonias creen que nosotros hemos causado ese virus, y exigen que les enviemos la vacuna si queremos continuar con las conversaciones de paz.

Serge se aclara la garganta y se dispone a intervenir, pero Anden alza una mano para acallarlo y sigue describiendo los últimos acontecimientos: el duro mensaje enviado por las Colonias a la República, reclamando información sobre el virus que está causando estragos entre sus tropas; el ultimátum que plantearon a nuestro estrago mayor al comprobar la gravedad de la epidemia, amenazando con represalias si no les entregamos de inmediato la vacuna.

Day le escucha sin mover un músculo ni pronunciar una palabra. Su mano aprieta el borde de la mesa hasta que sus nudillos se ponen blancos. No sé si habrá adivinado ya adónde quiere ir a parar el Elector; en cualquier caso, aguarda en silencio a que Anden termine de hablar.

Serge se reclina en su asiento y frunce el ceño.

—Si las Colonias quieren hacer malabarismos con el proceso de paz —comenta con tono burlón—, que los hagan. Llevamos mucho tiempo en guerra: podemos soportar un poco más.

—De ningún modo —le espeta Mariana—. ¿De verdad crees que las Naciones Unidas van a aceptar un fracaso de las negociaciones?

—¿Acaso las Colonias tienen alguna prueba de que hayamos causado nosotros la epidemia? ¡Sus acusaciones carecen de fundamento!

—Exacto. Si piensan que vamos a…

Day toma la palabra de pronto, mirando a Anden a los ojos.

—¿Qué tal si vamos al grano? —gruñe—. Decidme qué pinto yo aquí.

No habla en voz muy alta, pero su tono amenazador hace que enmudezcan todos. Anden le devuelve la mirada con aspecto igual de grave y toma aire.

—Day, me temo que el nuevo virus es el resultado de uno de los experimentos biológicos de mi padre… y creo que procede de la sangre de tu hermano Eden.

Day entrecierra los ojos.

—¿Y…?

Anden parece reacio a continuar.

—Hay varias razones por las que no quería que estuvieran presentes hoy todos mis senadores —dice al fin en voz baja, echándose hacia delante y mirando a Day con expresión humilde—. No quiero oír a nadie más ahora mismo: solamente quiero oírte a ti. Tú eres el corazón del pueblo, Day, siempre lo has sido. Lo has dado todo para protegerlos —Day se envara, pero Anden continúa hablando—. Temo por la gente. Me preocupa su seguridad; temo que caigamos en manos de nuestro enemigo justo cuando estamos empezando a solucionar las cosas —baja el tono de voz—. Me temo que voy a tener que tomar decisiones difíciles.

Day enarca una ceja.

—¿Qué tipo de decisiones?

—Las Colonias están desesperadas por conseguir la vacuna, tanto que nos destrozarán para hacerse con ella, si es preciso. Day, pueden acabar con todo lo que tú y yo queremos, todo lo que nos importa. Nuestra única oportunidad de encontrar la vacuna es internar a Eden de forma temporal y…

Day arrastra la silla y se levanta de golpe.

—No —declara con tono helado.

Parece sereno, pero recuerdo la acalorada discusión que mantuvimos hace tiempo y reconozco la furia que late bajo su aparente tranquilidad. Sin decir una palabra más, se da media vuelta y se aleja.

Serge se incorpora. No cabe duda de que va a increpar a Day por su falta de respeto, pero Anden le lanza una mirada de advertencia y le hace un gesto para que vuelva a sentarse. Luego se gira hacia mí. Sé lo que dicen sus ojos:

Habla con él. Por favor.

Veo alejarse a Day.

Tiene todo el derecho a negarse, a odiarnos por pedírselo. Pero aun así, me levanto de la silla, salgo del comedor y corro detrás de él.

—¡Day! ¡Espera! —le llamo, y esas palabras son un doloroso recordatorio de la última vez que estuvimos juntos, cuando nos dijimos adiós.

Él avanza por el pasillo que conduce al salón de baile. Aunque no se gira, me da la impresión de que camina más despacio, como si quisiera que le alcanzara. Cuando llego a su altura, tomo aire.

—Mira, sé que…

Day se lleva el índice a los labios para pedirme silencio y me agarra de la mano. Noto su piel tibia a través de la tela de los guantes. Su contacto tras todos estos meses me deja la mente en blanco. Soy incapaz de completar la frase: lo único en lo que pienso es en él, en su cercanía.

—Hablemos a solas —musita.

Entramos por la puerta más cercana, la cerramos a nuestra espalda y corremos el pestillo. Hago un recorrido exhaustivo de la estancia (comedor privado: luces apagadas, una mesa redonda y doce sillas cubiertas con sábanas blancas, un gran ventanal al fondo por el que entra la luz de la luna). El pelo de Day parece una lámina de plata. Sus ojos se clavan en los míos.

¿Son imaginaciones mías, o está tan nervioso como yo por el breve contacto de nuestras manos? De pronto siento la presión del vestido en la cintura, el aire contra mis hombros descubiertos, el peso de la tela y de las joyas que me adornan el pelo.

Los ojos de Day se fijan en el collar con un rubí de mi garganta: su regalo de despedida. A pesar de la penumbra, noto que sus mejillas enrojecen ligeramente.

—Dime, June —susurra—. ¿En serio me habéis traído aquí para esto?

A pesar de la rabia que trasluce su tono, su franqueza es como un soplo de aire fresco tras tantos meses de maniobras políticas y manipulaciones. Siento deseos de bebérmela.

—Las Colonias no aceptarán ninguna otra opción —respondo—. Están convencidos de que poseemos una vacuna, y la única forma de acceder a ella es la sangre de Eden. La República ya ha realizado pruebas con otros antiguos… experimentos… para ver si encontraban algo.

Day se crispa, cruza los brazos y me mira con el ceño fruncido.

—Así que ya han realizado pruebas —murmura para sí, contemplando la luz de la luna—. Lo siento, pero no me emociona la idea —añade secamente.

Cierro los ojos un instante.

—No tenemos mucho tiempo —admito—. La ira de las Colonias se acrecienta cada día que pasa sin que les entreguemos la vacuna.

—Y si no les damos nada, ¿qué pasa?

—Ya sabes lo que pasa, Day. La guerra.

Hay un asomo de miedo en sus ojos, pero se encoge de hombros.

—La República y las Colonias siempre han estado en guerra. ¿Por qué iba a ser distinto ahora?

—Porque esta vez vencerán —musito—. Cuentan con un aliado muy poderoso. Saben que la transición a un Elector joven nos hace más vulnerables; si no conseguimos darles la vacuna, no tendremos ninguna oportunidad —entrecierro los ojos—. ¿Acaso has olvidado lo que vimos cuando fuimos a las Colonias?

Day guarda silencio un instante. Aunque no diga nada en voz alta, percibo claramente el conflicto: lo tiene escrito en el rostro. Finalmente suspira y aprieta los labios, encolerizado.

—¿Piensas que voy a permitir que la República vuelva a arrebatarme a Eden? Si el Elector creyó por un solo instante que yo accedería, cometí un error garrafal al prestarle mi apoyo. No le ayudé para quedarme mirando cómo mete a Eden en un maldito laboratorio.

—Lo siento —murmuro; no serviría de nada explicarle lo dolorosa que resulta esta cuestión también para Anden—. No debería habértelo pedido así.

—Él te ha metido en esto, ¿a que sí? Y seguro que te resististe. Tienes que darte cuenta de cómo suena esa propuesta —se va encendiendo, cada vez parece más exasperado—. Sabías cuál sería mi respuesta. ¿Por qué me pediste que viniera?

Le miro a los ojos y respondo lo primero que me viene a la mente.

—Porque quería verte. ¿Tú no aceptaste venir por eso?

Se queda callado un instante. Luego empieza a pasear en círculos, se pasa la mano por el pelo y suspira.

—¿Y qué opinas de todo esto, entonces? Dime la verdad. ¿Qué me pedirías que hiciera si nadie te presionara?

Me meto un mechón de pelo tras la oreja.

Prepárate, June.

—Yo… —comienzo, pero titubeo.

¿Qué puedo decirle? Lógicamente, estoy de acuerdo con la valoración de Anden: si la amenaza de las Colonias se convierte en realidad, si nos atacan con la ayuda de una superpotencia, morirán muchos inocentes. Y podríamos evitarlo si colaborara una sola persona. Simple y llanamente, es la mejor opción. Además, Eden recibiría el mejor trato posible, con los médicos más competentes y todas las comodidades… Day podría estar presente durante todo el proceso, controlar lo que sucede. Pero ¿cómo le explico eso a alguien que ha perdido a toda su familia, que ya ha visto cómo experimentaban con su hermano… y con él mismo? Anden no entiende esto como yo: aunque sabe lo que le ha sucedido a Day en el pasado, no conoce a Day, no ha vivido junto a él ni ha presenciado todo el sufrimiento que ha soportado. La cuestión es demasiado compleja: no se puede responder con la lógica.

Y, lo que es más importante, Anden no puede garantizar que el hermano de Day no corra peligro. Todo conlleva un riesgo, y sé que nada en el mundo haría a Day asumir este.

Debe de percibir la frustración en mi rostro, porque su expresión se suaviza y da un paso hacia adelante. Al sentir el calor que desprende su cuerpo, trago saliva.

—He venido esta noche por ti —murmura—. Nada de lo que ellos hubieran dicho me habría convencido: solo tú podías hacerme acudir. No puedo rechazar una petición tuya. Me dijeron que solicitaste personalmente mi…

Traga saliva. Veo en su rostro algo familiar que me enferma: emociones contradictorias pugnando entre sí. Por un lado, el deseo; por otro, la angustia que le produce desear a la chica que ha destruido a su familia.

—Me alegro mucho de verte, June —dice, como si se acabara de liberar de una carga que lo estuviera aprisionando.

Me pregunto si podrá oír cómo el corazón me retumba contra las costillas. Hago un esfuerzo y consigo mantener la voz firme.

—¿Te encuentras bien? —le pregunto—. Estás muy pálido.

El velo de antes regresa a sus ojos y el breve momento de intimidad se apaga. Da un paso atrás y juguetea con las costuras de sus guantes.

Siempre ha detestado los guantes, recuerdo.

—He estado con gripe las dos últimas semanas —responde con una sonrisa rápida—. Ya me encuentro mucho mejor.

(Pestañea de forma sutil, mirando hacia un lado; se roza la oreja; sus brazos cuelgan, rígidos; hay un breve desajuste entre sus palabras y su sonrisa). Inclino la cabeza y frunzo el ceño.

—Eres muy mal mentiroso, Day —señalo—. Deberías decirme lo que estás pensando de verdad.

—No hay nada que decir —replica automáticamente, y ahora clava los ojos en el suelo y se mete las manos en los bolsillos—. Si me notas raro es porque estoy preocupado por Eden. Lleva un año en tratamiento y todavía no ve demasiado. Los médicos dicen que necesitará unas lentillas especiales, pero aun así nunca recuperará totalmente la visión.

Juraría que esa no es la razón auténtica por la que Day parece tan cansado. Pero es astuto: sabe que si menciona la recuperación de Eden, dejaré de hacerle preguntas. En fin. Si de verdad no quiere contármelo, no le voy a presionar más.

Me aclaro la garganta, incómoda.

—Es terrible —musito—. Siento mucho oírlo. ¿Está bien, por lo demás?

Day asiente y nos quedamos callados bajo la luz de la luna. Inevitablemente, me viene a la mente la última vez que estuvimos en una habitación a solas, cuando tomó mi rostro entre sus manos y sus lágrimas mojaron mis mejillas. Recuerdo cómo susurró que lo sentía mucho, sin despegar sus labios de los míos. Ahora, mientras nos miramos a un metro de distancia, noto el abismo que se ha abierto entre los dos después de tanto tiempo separados, el chispazo del reencuentro y la incertidumbre que se cierne entre dos desconocidos.

De pronto, se inclina hacia mí como atraído por una fuerza invisible. La expresión trágica de su rostro hace que se me retuerza el estómago.

Por favor, no me pidas esto, suplican sus ojos.

Por favor, no me pidas que renuncie a mi hermano. Haría cualquier cosa por ti. Salvo esto.

—June, yo… —susurra. Su voz amenaza con derramar todo el sufrimiento que guarda en su interior.

Sin terminar la frase, suspira e inclina la cabeza en una reverencia.

—No puedo aceptar los términos de tu Elector —remacha en tono seco—. No pienso entregar a mi hermano a la República para que sirva de conejillo de Indias. Dile a Anden que pensaré en otra solución. Entiendo la gravedad de los acontecimientos: yo tampoco quiero que se hunda la República. Estaré encantado de ayudaros a buscar una alternativa, pero Eden se mantendrá al margen de todo esto.

Y así termina nuestra conversación. Se despide con otra inclinación, titubea un instante y da un paso hacia la puerta. Me apoyo en la pared, repentinamente agotada. Me faltan las fuerzas; es como si todo perdiera su brillo y la luz plateada de la luna se volviera grisácea. Una vez más, recorro su pálido rostro con la mirada. Algo va mal, y no piensa contarme lo que es.

¿Qué estoy pasando por alto?

Day abre la puerta y su expresión se endurece justo antes de que cruce el umbral.

—Si por algún motivo la República intenta arrebatarme a Eden por la fuerza —dice—, le echaré a Anden al pueblo encima antes de que pueda pestañear.

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