Champion

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13. Day

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D

A

Y

—Day. Estamos aquí.

Abro los ojos al oír la voz dulce de Tess. Me sonríe. Noto una presión en el cráneo, y cuando subo la mano para tocarme el pelo descubro que tengo la frente vendada. El corte de mi palma está curado y cubierto con vendas limpias. Tardo un segundo en darme cuenta de dónde estoy sentado.

—¡Venga ya! —exclamo—. ¿Una silla de ruedas?

La cabeza me da vueltas: noto el aturdimiento familiar que me hacen sentir los analgésicos.

—¿Dónde estamos? ¿Qué me ha pasado?

—Vamos al hospital; me temo que toda la conmoción te ha provocado un ataque —dice Tess, avanzando a mi lado mientras un soldado me saca del vagón.

Algo más allá veo a Pascao y a los demás Patriotas, que salen del tren por otra puerta.

—Estamos en Los Ángeles —explica Tess—. Hemos vuelto a casa.

—¿Y Eden y Lucy? ¿Dónde están? ¿Lo sabes?

—Ya se han instalado en el apartamento que les han asignado en el sector Ruby —se queda callada un instante—. Supongo que ahora eres un vecino de los sectores Gema.

Los sectores Gema… Me quedo callado mientras salimos al andén. El tiempo es tan cálido como siempre en Los Ángeles, un día nublado típico de finales de otoño con una luz amarillenta que me hace parpadear. Me molesta estar en una silla de ruedas, me desconcierta. Siento el impulso de levantarme y lanzarla a las vías. Soy un corredor; no debería estar sentado en este maldito chisme. ¿Otro ataque, provocado por todo el jaleo? Aprieto los dientes al pensar en lo débil que estoy. El pronóstico del médico me persigue: «Un mes, tal vez dos». Las migrañas son cada vez peores.

Los soldados me montan en un todoterreno y Tess se acerca a despedirme con un abrazo rápido. Su gesto me pilla desprevenido, y lo único que hago es estrecharla y saborear ese breve instante. Nos miramos hasta que el coche se aleja de la estación. Aunque sé que ya estamos lejos, giro la cabeza de vez en cuando con la esperanza de ver a Tess.

Nos detenemos en un cruce y esperamos a que un grupo de evacuados cruce por delante del todoterreno. Aprovecho para examinar las calles del centro de Los Ángeles. Algunas cosas no parecen haber cambiado: hileras de soldados impartiendo órdenes y controlando a los refugiados que protestan, civiles a los lados que se manifiestan en contra de la llegada de tanta gente nueva, pantallas que lanzan mensajes de ánimo y retransmiten las supuestas victorias de la República en el frente: «¡No permitas a las Colonias conquistar nuestro hogar! ¡Apoya la causa!».

No dejo de pensar en la discusión con Eden.

Parpadeo y observo las calles con más atención. De pronto, las escenas que me habían parecido familiares cobran una perspectiva nueva. Las hileras de soldados no imparten órdenes: en realidad, están entregando raciones de comida a los refugiados. Los civiles que protestan a los lados de la calle pueden manifestarse: las patrullas los vigilan, pero con las armas enfundadas. Y la propaganda de las pantallas —esos mensajes que antes me resultaban tan siniestros— ahora me parecen llamadas al optimismo, muestras de esperanza en tiempos oscuros, intentos desesperados por subir la moral del pueblo.

No muy lejos de nuestro coche, un montón de niños evacuados rodean a un soldado joven. Está arrodillado y tiene una especie de marioneta en la mano, que mueve mientras les cuenta un cuento. Bajo la ventanilla y oigo su voz alegre. Los niños se ríen de vez en cuando, olvidando momentáneamente la confusión y el miedo. Sus padres los observan algo más allá, con rostros agotados pero llenos de agradecimiento.

El pueblo y la República… están trabajando juntos.

Frunzo el ceño ante esa idea tan extraña. No cabe duda de que la República nos ha hecho cosas terribles a todos, y posiblemente siga haciéndolas. Pero… tal vez solo me fijara en lo que quería ver. Es posible que ahora que el viejo Elector ha muerto, los soldados también hayan empezado a despojarse de sus máscaras. Tal vez sea verdad que están siguiendo el ejemplo de Anden.

El todoterreno aparca delante del bloque donde han instalado a Eden. Mi hermano sale del portal y se acerca corriendo para saludarme; parece habérsele pasado el enfado.

—Me han dicho que montaste un buen lío —comenta mientras Lucy y él suben al coche—. No me vuelvas a pegar estos sustos, ¿eh?

Le dedico una sonrisa irónica y le revuelvo el pelo.

—Ahora ya sabes cómo me sentí yo cuando me comunicaste tu decisión.

Para cuando llegamos al hospital central de Los Ángeles, la noticia de mi venida se ha extendido como un reguero de pólvora. Una multitud espera a nuestro todoterreno coreando consignas. Hacen falta dos patrullas de soldados para abrir un pasillo entre la gente por el que llevarme al hospital.

Avanzo aturdido entre la muchedumbre. Muchos llevan un mechón teñido de rojo; otros sostienen pancartas. Todos gritan lo mismo: «¡SÁLVANOS!».

Aparto la mirada, nervioso. Han debido de enterarse de lo que he hecho con los Patriotas en Denver. Pero yo no soy un soldado invencible: solo soy un chico enfermo que está a punto de ingresar en un hospital. No puedo hacer nada frente al enemigo que amenaza con apoderarse de nuestro país.

Eden se inclina sobre el respaldo de mi silla de ruedas; no dice nada, pero su rostro solemne indica a las claras lo que está pensando. La idea me provoca un escalofrío.

Yo puedo salvarlos, piensa mi hermano pequeño.

Déjame salvarlos.

Los soldados atrancan las puertas en cuanto entramos en el hospital. Me llevan hasta una sala de la cuarta planta y Eden se queda fuera mientras los médicos me conectan un montón de cables y nodos metálicos a la cabeza. Me hacen un escáner cerebral y luego me dejan descansar. La cabeza no deja de palpitarme: aunque me encuentro tumbado en la cama, hay momentos en que me da la sensación de que me balanceo. Un enfermero entra y me pone una inyección. Un par de horas más tarde, cuando soy capaz de incorporarme, aparecen varios médicos.

—¿Qué me pasa? —pregunto antes de que abran la boca—. ¿Cuánto tiempo me queda? ¿Semanas? ¿Días?

—No te preocupes —responde el más joven—. Aún tienes un par de meses: el diagnóstico no ha cambiado.

—Ah —respondo. Vaya, menudo alivio.

El médico mayor se rasca la barba, incómodo.

—Cuando te demos el alta, podrás moverte y realizar actividades normales… Aunque no sé qué será una actividad normal para ti —gruñe por lo bajo—. Pero no hagas esfuerzos. Y respecto a tu tratamiento… —hace una pausa, carraspea y me mira por encima de las gafas—. Vamos a probar unos medicamentos más… fuertes. Pero permíteme que hable claro, Day: nuestro peor enemigo es el tiempo. Estamos luchando contrarreloj: necesitamos prepararte para una cirugía muy arriesgada, y la medicación necesita más tiempo para actuar del que te queda. Estamos haciendo todo lo que podemos.

—¿Y qué es lo que podéis hacer? —pregunto.

El médico señala la bolsa de goteo que tengo colgada al lado.

—Si consigues sobrevivir al tratamiento, estarás listo para la cirugía dentro de unos tres o cuatro meses.

Bajo la cabeza. ¿Tres o cuatro meses? La cosa no promete.

—Así que, para cuando podáis operar, puede que esté muerto —mascullo—. O tal vez ya ni siquiera exista la República.

Mi último comentario hace que el médico palidezca. No contesta, pero no hace falta que lo haga. No es de extrañar que me advirtieran que fuera organizando mis asuntos. Incluso en el mejor de los casos, se me está acabando el tiempo.

Pero puede que viva lo bastante para ver la caída de la República.

La idea me provoca un estremecimiento.

La única forma de que la Antártida nos ayude es que les entreguemos una prueba de que existe una vacuna contra la peste: necesitamos ofrecerles algo tangible para que accedan a enviar tropas que detengan la invasión de las Colonias. Y la única forma de hacerlo es ceder a Eden a la República.

Los calmantes me dejan tan noqueado que tardo un día entero en recuperar la conciencia. Cuando me quedo solo, pruebo a caminar un poco. Puedo caminar sin la silla de ruedas, pero tropiezo cuando intento correr de un lado a otro de la habitación. Imposible. Suspiro, frustrado, y me vuelvo a tirar en la cama. Giro los ojos hacia la pantalla, donde aparecen noticias de Denver. La República tiene mucho cuidado con lo que emite: he visto con mis propios ojos cómo empezaban a avanzar las tropas de las Colonias, pero en pantalla solamente se ven disparos alejados de la ciudad, humo que sale de algunos edificios y una ominosa hilera de dirigibles de las Colonias cerca del Escudo. Luego se corta la imagen y aparecen los cazas de la República, preparándose para despegar y entrar en batalla. Por una vez me alegro de que emitan propaganda: no tiene sentido aterrorizar a todo el país. Mejor mostrar que la República ha iniciado el contraataque.

No dejo de pensar en el rostro sin vida de Frankie. Y en cómo cayó hacia atrás la cabeza de Thomas cuando lo mataron los soldados de las Colonias. Me estremezco al recordarlo. Paso media hora mirando la pantalla, que muestra imágenes de cómo ayudé a detener las tropas invasoras. La multitud de la calle ha crecido, y todos los manifestantes llevan mechones escarlatas y pancartas improvisadas. ¿Creerán de verdad que yo solo puedo cambiarlo todo?

Me froto la cara: no entienden que solo soy un chaval, que nunca quise involucrarme tanto en esto. Sin los Patriotas, sin June, sin Anden, no habría conseguido nada. Solo, soy inútil.

De pronto, mi auricular crepita: una llamada entrante. Me incorporo de un salto y escucho una voz masculina que no reconozco.

—Señor Wing —dice—. ¿Es usted?

Frunzo el ceño.

—¿Quién habla?

—Señor Wing —continúa el hombre con un tono persuasivo que me provoca escalofríos—. Al habla el canciller de las Colonias. Encantado de conocerle.

¿El canciller? Trago saliva con dificultad. Ya, claro.

—¿Es una broma? —gruño—. Si eres un hacker…

—Vamos, vamos. No sería una broma muy graciosa, ¿verdad?

No sabía que las Colonias podían acceder a nuestros intercomunicadores y llamarnos como quien no quiere la cosa.

—¿Cómo me ha localizado?

¿Habrán ganado en Denver? ¿Habrá caído la ciudad justo después de que la evacuáramos?

—Tengo mis métodos —responde el hombre con absoluta tranquilidad—. Algunos de los suyos han desertado y se han pasado a nuestro bando. No los culpo.

Alguien de la República les tiene que haber entregado la información necesaria para utilizar nuestros sistemas de transmisión. De pronto recuerdo lo que ocurrió en Denver cuando los soldados de las Colonias dispararon a Thomas. Intento apartar la imagen de mi cabeza.

La comandante Jameson.

—Espero no molestarte, teniendo en cuenta tu estado —continúa el canciller sin darme tiempo a reaccionar—. ¿Te importa que te tutee? No, ¿verdad? Supongo que estarás agotado después de tu hazaña en Denver. Debo reconocer que estoy impresionado.

No contesto. Me pregunto qué más datos tendrá: ¿sabrá en qué hospital me encuentro? Aún peor: ¿sabrá cuál es mi apartamento, donde está Eden?

—¿Qué quiere? —susurro finalmente.

Juraría que le noto sonreír.

—No me gustaría hacerte perder el tiempo, así que iré directo al grano. Se supone que el gobernante de la República es nuestro joven amigo Anden Stavropoulos —dice con tono condescendiente—. Y digo «se supone» porque nosotros dos sabemos quién manda realmente en la República: tú. La gente te quiere, Day. Cuando mis tropas entraron en Denver, ¿sabes qué me contaron? Que la población había pegado en las paredes carteles con tu cara. Querían volver a verte en las pantallas. He de decir que están siendo muy tercos: han puesto muchos problemas para cooperar con mis hombres. Conseguir que obedezcan se está haciendo sorprendentemente tedioso.

Poco a poco me enciendo de ira.

—Deje a los civiles al margen de todo esto —mascullo con la mandíbula apretada—. Ellos no les han pedido que entren en sus casas.

—Estás olvidando un detalle, Day. Tu República lleva décadas haciendo eso mismo. ¿No se lo hicieron a tu propia familia? Si hemos invadido la República es porque ellos han hecho antes lo mismo con nosotros. El virus que liberaron en la frontera… ¿De qué lado están tus lealtades, Day? ¿Te lo has planteado? ¿Eres consciente de la posición tan impresionante a la que has llegado a tu corta edad, de la influencia que tienes en la nación? En tus manos reside un poder increíble…

—Al grano, canciller.

—Sé que te estás muriendo. También sé que tienes un hermano pequeño al que te gustaría ver crecer.

—Si vuelve a mencionar a mi hermano, esta conversación habrá terminado.

—Muy bien, lo siento. Ten un poco de paciencia conmigo, Day. En las Colonias, todos los hospitales y los tratamientos están en manos de la corporación Meditech, y te aseguro que tratarían tu caso con muchos más medios que los que la República puede ofrecerte. Este es el trato: puedes malvivir las pocas semanas que te quedan, manteniéndote leal a una nación que no ha sido leal contigo… o puedes hacer algo por nosotros. Pide al pueblo de la República que acepte a las Colonias y ayude a que el país tenga un gobierno mejor y obtendrás un tratamiento de calidad. ¿No crees que suena bien? En mi humilde opinión, te mereces un trato mejor que el que te están dispensando.

No puedo evitar una carcajada burlona.

—¿Se espera que me trague eso?

—Bueno, bueno —el canciller se esfuerza por parecer desenfadado, pero hay un fondo oscuro en su voz—. Ya veo que esto es una batalla perdida. Si eliges luchar por la República, respetaré tu decisión; espero que os vaya todo bien a ti y a tu hermano después de que tomemos el control del país. Pero soy un hombre de negocios, Day, y siempre me gusta contar con un plan B. Así que te voy a proponer otra cosa —hace una pausa de un segundo—. Se trata de June Iparis, la candidata a Prínceps. Tú la aprecias mucho, ¿verdad?

Una garra helada se me clava en el pecho.

—¿Por?

—Bueno, Day —susurra con voz tan suave como siniestra—. Tienes que ver la situación desde mi punto de vista. Mi ejército va a ganar la guerra; dada la evolución de los acontecimientos, se trata de algo inevitable. La joven Iparis forma parte de lo que pronto será un gobierno derrotado. Así que me gustaría que consideraras esta cuestión, hijo: ¿qué crees que le sucederá al gobierno del bando perdedor?

Me tiemblan las manos. Era una idea en la que me negaba a pensar, que mantenía encerrada en el rincón más oscuro de mi mente.

—¿Es una amenaza? —musito.

El canciller chasca la lengua con desaprobación.

—En absoluto: se trata de una cuestión lógica y razonable. ¿Qué crees que le sucederá cuando obtengamos la victoria? ¿De verdad piensas que vamos a dejar vivir a una muchacha destinada a encabezar el Senado de la República? Así es como funcionan todas las naciones civilizadas, Day, y así ha sido durante siglos. Durante milenios. Al fin y al cabo, estoy seguro de que tu Elector ejecutó a todos los que se opusieron a él, ¿no?

Me quedo callado.

—La candidata Iparis, el Elector y los miembros del Senado serán juzgados y ejecutados —continúa él—. Eso es lo que le pasa siempre al gobierno del bando perdedor, Day —su voz se vuelve severa—. Si no cooperas con nosotros, tus manos estarán manchadas con la sangre de todos los mandatarios de la República. Si cooperas, encontraré la forma de perdonarles sus crímenes. Y además —agrega—, podrás contar con todas las comodidades. No tendrás que volver a preocuparte por la seguridad de tu hermano nunca más. Tampoco por el pueblo de la República. Si quieres, podemos trabajar juntos. El pueblo no conoce nada mejor que lo que tiene; la gente de a pie nunca sabe qué es lo mejor para ellos. Pero tú y yo lo sabemos, ¿verdad? Sabemos que estarán mucho mejor si se liberan del yugo de la República. A veces la gente no entiende cuáles son las alternativas, y necesitan que otros decidan por ellos. También tú manipulaste al pueblo cuando quisiste que aceptaran a tu nuevo Elector, ¿me equivoco?

Juzgada y ejecutada.

June, muerta. Temer que suceda algo es una cosa; que utilicen tus temores para chantajearte es otra muy distinta. Frenético, me pregunto cómo podría ayudarla a escapar para pedir asilo en otro país. Tal vez los antárticos ofrezcan refugio a June y a los demás senadores si las Colonias nos invaden… Tiene que haber una forma. Pero ¿qué pasa con todos los demás? ¿Qué impedirá a las Colonias hacer daño a mi hermano?

—¿Cómo sé que cumpliréis lo prometido? —consigo decir.

—Como gesto de buena voluntad, nuestras tropas suspenderán los ataques esta mañana y mantendrán la tregua durante tres días. Si aceptas mi oferta, garantizarás la seguridad del pueblo de la República… y de tus seres queridos. La decisión es tuya —suelta una risa suave—. Y te recomiendo que no hables con nadie de esta conversación.

—Me lo pensaré —respondo.

—¡Estupendo! —exclama con voz alegre—. Eso sí, recuerda que tienes una fecha límite: antes de tres días, espero que te dirijas al pueblo de la República para transmitirles tu mensaje. Este puede ser el comienzo de una fructífera relación. El tiempo es esencial: me consta que lo sabes mejor que nadie.

La llamada se corta abruptamente, y el silencio del auricular me resulta ensordecedor. Mi mente es un remolino: Eden, June, la República, el Elector… Mis manos manchadas de sangre… En mi interior se eleva una oleada de frustración y pánico que amenaza con ahogarme. El canciller es inteligente, eso tengo que admitirlo: sabe perfectamente cuáles son mis debilidades y las está utilizando.

Pero a eso también sé jugar yo. Tengo que avisar a June, y debo hacerlo de forma discreta. Si las Colonias descubren que me he ido de la lengua, quién sabe lo que harán. Sin embargo, tal vez pueda usar todo esto a nuestro favor. La cabeza me da vueltas. Es posible que podamos engañar al canciller y atraparlo en su propio juego.

De repente oigo un grito en el pasillo que me pone el pelo de punta. Suena como si arrastraran a alguien. Sea quien sea, debe de estar forcejeando con ganas.

—¡Yo no estoy infectada! —chilla alguien junto a mi puerta.

El chirrido de las ruedas de la camilla se aleja por el corredor, pero yo ya he reconocido la voz.

—¡Repetid las pruebas! —insiste—. ¡No tengo nada! ¡No estoy infectada!

No sé qué pasa exactamente, pero estoy seguro de algo: la peste que se extendía por las Colonias se ha cobrado una nueva víctima.

Tess.

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