Champion

Champion


14. June

Página 20 de 41

J

U

N

E

Por primera vez en la historia de la República, no tenemos capital donde aterrizar.

Descendemos en una pista al sur de la Universidad de Drake a las 16:00 horas, a medio kilómetro de donde yo asistía a clase de Historia de la República. La tarde es sorprendentemente soleada. ¿De verdad ha pasado menos de un año desde que empezó todo? Bajamos del avión y espero a que descarguen el equipaje mientras contemplo los alrededores, envuelta en un estupor sordo. El campus, que me produce nostalgia y a la vez me resulta extraño, está mucho más vacío de lo que lo recuerdo. Han graduado a muchos estudiantes de los últimos cursos para mandarlos a luchar al frente.

Camino en silencio unos pasos por detrás de Anden, mientras Mariana y Serge hablan sin parar con el normalmente silencioso Elector. Ollie avanza junto a mí, con el pelo erizado. El campus de Drake, que siempre estaba lleno de estudiantes, ahora sirve de refugio a los evacuados de Denver y otras ciudades vecinas. Es un paisaje desolador.

Cuando atravesamos el sector Batalla en los todoterrenos que nos estaban esperando en el campus, me doy cuenta de que han cambiado bastantes cosas en Los Ángeles. Hay centros de evacuados en el límite de Batalla con Blueridge, donde los edificios militares dan paso a los rascacielos de los civiles, y muchos de los edificios casi ruinosos del sector pobre se han transformado en alojamientos improvisados. Frente a los portales aguardan larguísimas filas de refugiados procedentes de Denver; todos parecen agotados. Solo me hace falta echarles un vistazo para comprobar que proceden de los sectores más desfavorecidos.

—¿Dónde se está alojando a las familias de clase alta? —le pregunto a Anden—. Supongo que en un sector Gema, ¿no? —me cuesta mucho amortiguar el filo cortante de mi voz.

Anden no parece muy contento, pero responde con su calma habitual.

—En el sector Ruby. Mariana, Serge y tú tenéis asignados apartamentos allí —se fija en mi expresión—. Ya sé lo que estás pensando, pero no puedo permitirme el lujo de que las familias adineradas se alcen contra mí al forzarlas a habitar en los sectores pobres. También he ordenado que reserven algunos espacios en el sector Ruby para asignárselos por sorteo a gente de pocos recursos.

Me quedo callada: no tengo nada que aportar. ¿Qué hacer en esta situación? Anden no puede cambiar la estructura social de todo un país en menos de un año.

Veo por la ventana a un grupo creciente de manifestantes que se concentran frente a una zona de refugiados.

QUE SE VAYAN A LAS AFUERAS, dice una de las pancartas. PONEDLOS EN CUARENTENA, dice otra.

Esas palabras me provocan un escalofrío: me recuerdan a lo que ocurrió al comienzo de la República, cuando la gente del oeste se puso en pie de guerra contra los inmigrantes del este.

Continuamos avanzando en silencio durante un rato, hasta que Anden se lleva una mano a la oreja y le hace un gesto al conductor.

—Encienda la pantalla —le pide señalando el monitor del todoterreno—. El general Marshall acaba de informarme de que las Colonias están retransmitiendo algo por uno de nuestros canales. El doce, creo.

Todos observamos la pantalla. Se enciende y aparece el lema de las Colonias sobre una bandera ondeante.

LAS COLONIAS DE AMÉRICA

CLOUD. MEDITECH. DESCON. EVERGREEN

UN ESTADO LIBRE ES UN ESTADO CORPORATIVO

La imagen es sustituida por un panorama al atardecer: una preciosa ciudad llena de cientos de luces azules que parpadean.

—¡Ciudadanos de la República! —exclama una voz grandilocuente—. Bienvenidos a las Colonias de América. Como muchos ya sabréis, hemos tomado Denver, la capital de la República, y hemos iniciado el derribo de este régimen tiránico que os mantenía bajo su yugo. Después de más de cien años de sufrimiento, ahora sois libres.

El panorama deja paso a un mapa de la República y las Colonias sin línea divisoria entre las dos naciones. Reprimo un respingo.

—En las próximas semanas —prosigue la voz—, todos podréis integraros en nuestro sistema de derechos y libre competencia. Seréis ciudadanos de las Colonias. «¿Y eso qué significa?», os preguntaréis.

Hace una pausa mientras la pantalla muestra imágenes de una familia feliz que sostiene un cheque.

—Como nuevos ciudadanos de las Colonias, todos vosotros tenéis derecho a recibir un mínimo de cinco mil billetes, equivalentes a sesenta mil billetes de la República. La cantidad final que reciba cada uno vendrá determinada por su nivel actual de ingresos, de manera directamente proporcional. Esta cantidad os será entregada por una de las cuatro corporaciones, aquella en la que decidáis trabajar. A partir de ahora no tendréis que responder ante la policía de la República sino ante las patrullas de DesCon, vuestros cuerpos privados de seguridad, dedicados a serviros. Y no responderéis ante la República por vuestros actos; en lugar de eso, trabajaréis para una de nuestras cuatro corporaciones, en las que podréis seguir una provechosa carrera laboral.

La pantalla muestra trabajadores felices, caras sonrientes, personas satisfechas con traje y corbata.

—¡Ciudadanos! ¡Os ofrecemos la libertad de elegir!

Libertad de elegir… Me viene a la mente todo lo que vi en las Colonias cuando Day y yo cruzamos la frontera. La multitud de trabajadores, el ruinoso estado de los suburbios pobres. Los eslóganes impresos en la ropa de la gente. Los anuncios que llenaban cada centímetro de los edificios. Y sobre todo, la policía de DesCon, cómo se negaron a ayudar a la mujer a la que habían robado porque se había retrasado con sus pagos al departamento. ¿Ese es el futuro de este país? Y de pronto siento náuseas, porque soy incapaz de decir si la gente viviría mejor en la República o en las Colonias.

—Solo os pedimos a cambio un pequeño servicio —continúa la voz; ahora la pantalla muestra una escena de manifestantes—. ¿Tenéis alguna queja contra la República? Pues bien, este es el momento de expresarla. Si hay personas lo bastante valientes para manifestarse en vuestra ciudad, las Colonias les pagarán una prima de cinco mil billetes más, además de ofrecerles un descuento por un año en todos los productos alimenticios de la corporación Cloud. Solo tenéis que enviar una prueba de vuestra participación a la sede de DesCon en Denver, Colorado, con vuestro nombre y dirección postal.

Esto explica todas las revueltas que están estallando en la ciudad. Incluso la propaganda de las Colonias parece un anuncio comercial; un anuncio peligrosamente tentador.

—Han cantado victoria un poco pronto, ¿no? —murmuro.

—Están tratando de poner a la gente contra nosotros —contesta Anden—. Esta mañana anunciaron un alto el fuego, tal vez como medida para difundir mejor su propaganda.

—No creo que les sirva de mucho —respondo, aunque mi voz no suena tan segura como debería.

Todos los años de mensajes contra las Colonias deberían haber predispuesto a la gente. ¿O no?

El todoterreno se detiene y frunzo el ceño, confundida. No me han llevado al apartamento que tengo asignado: estamos aparcados frente al hospital central de Los Ángeles, donde murió Metias. Me giro hacia Anden.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—Day está ingresado —responde, con voz un poco forzada cuando pronuncia su nombre.

—¿Por qué?

Aparta la mirada; parece reacio a hablar del tema.

—Se desmayó durante la evacuación —explica—. Al parecer, las explosiones con las que inutilizamos los túneles le provocaron una grave migraña. Los médicos han empezado un nuevo tratamiento —hace una pausa, muy serio—. Y hay otro motivo por el que estamos aquí. Pronto lo conocerás.

Salgo del coche, notando cómo el terror se apodera lentamente de mí. ¿Y si Day ha empeorado? ¿Y si no se recupera?

¿Por eso está aquí? Day jamás pisaría ese edificio, después de todo lo que le hicieron los médicos de este hospital. No, a menos que se viera obligado.

Anden y yo entramos en el edificio, flanqueados por varios soldados. Subimos hasta el cuarto piso y pasamos a los laboratorios. El nudo que tengo en el estómago se va apretando.

Finalmente nos paramos ante un conjunto de habitaciones pequeñas que se alinean junto al laboratorio central. Pasamos junto a las puertas y entonces le veo: está de pie, fumando uno de sus cigarrillos azules sin quitar ojo a lo que sucede en el interior de una habitación con paredes de cristal. En ella, unos técnicos equipados con trajes de aislamiento examinan a alguien. Lo que me deja sin aliento es ver que Day se apoya en un par de muletas. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? Lo veo agotado, pálido, distinto al Day que yo recordaba. Me pregunto qué nuevos medicamentos estarán probando los doctores y recuerdo con un dolor punzante la poca vida que le queda, los segundos que se van agotando.

De pie junto a él hay varios técnicos con monos blancos que contemplan la estancia y toman notas. A poca distancia, Pascao habla muy concentrado con los otros Patriotas. Y sin embargo, Day parece solo.

—¿Day? —digo acercándome a él.

Me mira y sus ojos reflejan mil emociones, entre ellas algunas que hacen que se me enciendan las mejillas. Entonces se da cuenta de la presencia de Anden y se obliga a ejecutar una rígida inclinación de cabeza antes de volverse de nuevo hacia la paciente que está al otro lado del cristal. Tess.

—¿Qué está pasando? —pregunto.

Da una calada a su cigarrillo y baja la vista.

—No me dejan entrar. Creen que puede haberse contagiado de esa nueva peste —responde, en un murmullo que transmite toda su frustración y su rabia—. Nos han hecho pruebas a todos los que hemos estado en contacto con ella, pero nadie más ha dado positivo.

Tess le aparta las manos a un técnico y se tambalea hacia atrás como si le costara sostenerse. Tiene la frente empapada de sudor, y las gotas chorrean por su cuello. Entrecierra los ojos congestionados, esforzándose por mirar a su alrededor. Recuerdo lo miope que era, la maña con la que se orientaba por las calles de Lake.

Trago saliva al ver cómo le tiemblan las manos. Los Patriotas apenas han estado en contacto con los soldados de las Colonias, pero al parecer ha sido suficiente para que uno de los portadores del virus se lo transmitiera. Aunque también existe la posibilidad muy real de que las Colonias estén propagando a propósito la enfermedad, ahora que han penetrado en nuestro territorio. Se me congelan las entrañas al recordar una frase de los diarios de Metias:

Un día de estos, un virus se les irá de las manos y no habrá vacuna capaz de detenerlo. Eso podría provocar la caída de la República entera.

Una científica se acerca a mí y me informa rápidamente.

—El virus parece una mutación de nuestros antiguos experimentos con la peste —comienza echándole una mirada nerviosa a Day, que seguramente le haya hecho pasar un mal rato antes—. Según las estadísticas que las Colonias han sacado a la luz, parece tener una incidencia baja entre adultos con buen estado de salud. Sin embargo, cuando infecta a alguien, avanza rápidamente y la tasa de mortalidad es muy alta. Según nuestros datos, la progresión media de la enfermedad produce la muerte en una semana —se gira un momento hacia Tess—. La paciente muestra algunos de los primeros síntomas: fiebre, mareos e ictericia. También hay otro síntoma que nos permite relacionar esta cepa con uno de nuestros virus: ceguera temporal o posiblemente permanente.

Day aprieta las muletas con tanta fuerza que sus nudillos se quedan blancos. Conociéndole, me pregunto si habrá reñido con los técnicos del laboratorio, si habrá intentado entrar a verla o se habrá puesto a gritar que la dejen en paz. Sé que estará pensando en Eden, en sus ojos púrpuras casi ciegos, y por un momento se apodera de mí un destello de odio profundo hacia la antigua República. Mi padre trabajaba detrás de esas puertas. Intentó renunciar cuando descubrió lo que se estaba haciendo con la peste en Los Ángeles y perdió la vida por ello. ¿Realmente hemos dejado atrás esa nación? ¿Es posible que cambie alguna vez nuestra reputación a ojos del mundo… o de las Colonias?

—Intentó salvar a Frankie —susurra Day sin apartar la mirada de Tess—. Consiguió entrar en el Escudo justo después que ella. Creía que Thomas iba a matarla; él no lo hizo, pero tal vez Tess ya estuviera condenada —murmura con amargura.

—¿Thomas? —jadeo.

—Está muerto —contesta Day—. Cuando Pascao y yo huíamos hacia el Escudo, apareció y se enfrentó a los soldados de las Colonias. Iba solo. Les plantó cara hasta que le pegaron un tiro en la cabeza —se estremece al pronunciar la última frase.

Thomas está muerto.

Pestañeo dos veces, entumecida de la cabeza a los pies. No debería reaccionar así. ¿A qué obedece esta reacción? Estaba preparada para esto. Thomas apuñaló a mi hermano en el corazón, disparó a la madre de Day. Ahora ha muerto. Y, obviamente, tenía que morir así: defendiendo a la República hasta el final, sin que se tambaleara su fanática lealtad por un estado que ya le había dado la espalda. También comprendo por qué motivo Day parece tan afectado.

Un tiro en la cabeza. La noticia me deja vacía. Exhausta. Paralizada. Inclino la cabeza.

—Es lo mejor —susurro con un nudo en la garganta.

Me viene a la mente la avalancha de imágenes que conjuró en mi mente la confesión de Metias. Respiro hondo y me obligo a centrarme en Tess: debo preocuparme por los vivos, por los que importan.

—Tess se va a recuperar —le aseguro a Day, pero mi voz no suena muy convincente—. Solamente hay que encontrar la forma.

Los científicos que están al otro lado del cristal le clavan una aguja larguísima en el brazo derecho, y después otra en el izquierdo. Ella deja escapar un sollozo ahogado.

Day aparta la vista, aprieta las muletas y avanza hacia mí. Al pasar a mi lado, me susurra sin detenerse: «Esta noche». Giro la cabeza y veo cómo se aleja por el pasillo.

Anden suspira, observa a Tess con tristeza y se acerca a los técnicos.

—¿Seguro que Day está limpio? —pregunta.

La científica que nos ha puesto al tanto de la situación lo confirma. Anden asiente.

—Quiero que se vuelva a realizar la prueba a todos nuestros soldados —ordena, volviéndose hacia uno de los oficiales—. Y después quiero enviar un mensaje al canciller de las Colonias y otro al director de DesCon. Veremos si la diplomacia nos lleva a alguna parte —me dedica una larga mirada—. Sé que no tengo derecho a pedirte esto, June. Pero si encuentras la forma de pedirle a Day que convenza su hermano, te estaría muy agradecido. Puede que aún tengamos alguna oportunidad con la Antártida.

19:30

Sector Ruby

22 ºC

El rascacielos donde se encuentra mi apartamento está a un par de manzanas de donde vivíamos Metias y yo. Mientras el coche se acerca, miro por la ventanilla intentando divisar mi antiguo bloque. Incluso el sector Ruby está sellado con una cinta que marca las zonas para los evacuados, y los soldados se alinean en las calles. Me pregunto dónde se alojará Anden en medio de todo este jaleo: seguramente en algún lugar del sector Batalla. No creo que duerma mucho esta noche.

Antes de que me marchara del hospital, me llevó al laboratorio para hablar conmigo en privado. Sus ojos se posaron inconscientemente en mis labios y después subió la vista hasta mis ojos. Supe que estaba recordando el breve momento de intimidad que compartimos en la ciudad de Ross, y también las palabras que me dijo después:

Sé que Day te importa muchísimo.

—June —comenzó tras una pausa incómoda—. Mañana por la mañana me reuniré con el Senado para decidir varias medidas. Quiero adelantarte que cada candidato a Prínceps tendrá que hablar ante los demás: es una oportunidad para ver cómo os adaptaríais a vuestro papel, caso de ser elegidos. Pero te advierto que la discusión puede subir mucho de tono —esbozó una sonrisa cansada—. Esta guerra nos está poniendo al límite, por decirlo suavemente.

Me habría encantado renunciar. Otra reunión con los senadores: otras cuatro horas escuchando cómo cuarenta personas pugnan por eclipsar a las demás, todas tratando de influir en Anden para que tome partido por ellos e intentando ridiculizar al resto. Sin duda, Mariana y Serge querrían llevar la voz cantante. La sola idea me agotaba, consumía las pocas fuerzas que aún me quedaban. Pero al mismo tiempo, dejar a Anden esa carga —abandonarlo ante tanta gente fría y distante— me parecía una crueldad. Así que sonreí e hice una inclinación, como una buena candidata a Prínceps.

—Allí estaré.

Mi todoterreno se detiene ante el bloque y aparto el recuerdo de mi mente. Salgo con Ollie y espero a que el coche doble la esquina y desaparezca de mi vista. Luego entro en el rascacielos, con la intención de pasarme por el apartamento de Day después de instalarme en el mío para averiguar a qué se refería con aquello de «esta noche». Pero en cuanto llego al descansillo, descubro que no va a ser necesario.

Day está delante de mi puerta, sentado en el suelo y apoyado contra la pared, fumando con aire ausente un cigarrillo azul. Sus muletas están tiradas a su lado. Aunque está inmóvil, su postura trasluce algo salvaje, descuidado y desafiante; por un segundo recuerdo la primera vez que lo vi en las calles, con sus brillantes ojos azules, su vertiginosa agilidad y su rebelde melena rubia. La imagen me produce una nostalgia tan amarga que estoy a punto de llorar. Tomo aliento y contengo las lágrimas.

Se incorpora cuando me ve al final del pasillo.

—June —me saluda.

Ollie trota hasta él y Day le acaricia la cabeza. Sigue pareciendo agotado, pero se las arregla para dedicarme una sonrisa torcida y triste. Se tambalea sin las muletas. Tiene los ojos cargados de angustia, y sé que es por lo que sucedió en el laboratorio.

—Por la cara que traes, supongo que los antárticos no fueron de mucha ayuda —dice.

Niego con la cabeza, abro la puerta y le invito a pasar.

—Supones bien —respondo cerrando la puerta.

Examino la estancia de forma instintiva, memorizando sus detalles. Se parece demasiado a mi antiguo hogar como para que me sienta cómoda.

—La Antártida ha informado a las Naciones Unidas del brote de peste, y han decidido cerrar todas nuestras comunicaciones físicas con el exterior —explico—. No habrá importaciones ni exportaciones; cero ayuda, cero suministros. Nos han puesto en cuarentena. Solo accederán a ayudarnos cuando les mostremos alguna prueba de que tenemos la vacuna, o si Anden les entrega tierras de la República como pago. Hasta entonces no piensan enviar tropas. Eso sí: nos vigilan muy de cerca.

Day sale al balcón sin contestar y se apoya en la barandilla. Le pongo agua y un poco de comida a Ollie antes de salir yo también. Ha atardecido hace rato, pero las luces de la ciudad revelan unas nubes bajas que ocultan las estrellas y llenan el cielo de sombras grises y negras. Noto que Day apoya todo su peso en la barandilla para sostenerse, y estoy tentada de preguntarle cómo se encuentra. Pero la expresión de su rostro me disuade: no creo que quiera hablar de eso.

Le da otra calada a su cigarrillo. Las pantallas distantes arrojan una luz amoratada sobre su cara. Sus ojos recorren los edificios y sé que está analizando por puro instinto cómo treparía y saltaría por cada uno de ellos.

—Bien —comienza—, la cosa es que estamos solos. No puedo decir que me parezca mal, la verdad. La República siempre ha cerrado sus fronteras, ¿no? Seguramente luche mejor así. Nada te motiva más que estar solo y acorralado.

Cuando se lleva de nuevo el cigarrillo a la boca, noto que le tiembla la mano. El anillo de clips brilla en su dedo.

—Day —susurro, y él enarca una ceja y me mira de reojo—. Estás temblando.

Exhala una bocanada de humo azul, contempla de soslayo las luces de la ciudad y entorna los ojos.

—Es raro volver a estar aquí, en Los Ángeles —responde con tono distraído—. Pero estoy bien. Preocupado por Tess.

Se hace una larga pausa. Sé que el nombre de Eden está en los labios de ambos, en la punta de nuestras lenguas, pero ninguno se atreve a mencionarlo primero. Day rompe el silencio acercándose al tema lentamente, de forma laboriosa.

—June, he estado pensando en lo que tu Elector quiere de mí. Me refiero… ya sabes, a mi hermano —suspira, se aparta de la barandilla y se pasa la mano por el pelo. Su piel roza la mía y ese simple gesto hace que se me desboque el corazón—. He discutido con Eden por eso.

—¿Qué opina? —pregunto, y de pronto me siento culpable al recordar la petición que me hizo Anden:

Si encuentras la forma de pedirle a Day que convenza a su hermano, te estaría muy agradecido.

Day deposita el cigarro sobre la barandilla metálica.

—Dice que quiere ser útil —murmura—. Después de ver hoy a Tess y de lo que me acabas de contar, bueno… —aprieta la mandíbula—. Mañana hablaré con Anden. Tal vez haya algo en la sangre de Eden que pueda… servir de algo. Quizá.

Aún tiene reservas, obviamente, y su voz rezuma dolor. Pero ha empezado a ceder. Va a permitir que su hermano pequeño se eche en brazos de la República para encontrar una vacuna. Una sonrisa agridulce se asoma a mi boca.

Day, el héroe del pueblo, incapaz de ver sufrir a los que le rodean, daría con gusto su vida por aquellos a los que ama. Pero no necesitamos su vida para salvar a Tess, sino la de su hermano.

Arriesgar a un ser querido para salvar a otro… Me pregunto si habrá algo más que le haya hecho cambiar de opinión.

—Gracias, Day —musito—. Me doy cuenta de lo duro que es esto para ti.

Hace una mueca y niega con la cabeza.

—Sé que estoy siendo egoísta, pero no puedo evitarlo —baja la vista, y ese gesto deja al descubierto su debilidad—. Solo… dile a Anden que lo traiga de vuelta. Por favor, que vuelva.

Hay algo más que le preocupa, otra cosa que hace que le tiemblen las manos de forma incontrolable. Me apoyo a su lado y le aprieto los dedos. Me vuelve a mirar a los ojos.

Hay una tristeza tan profunda, tal miedo en sus pupilas… Me rompe el corazón.

—¿Pasa algo más, Day? ¿Hay algo que te preocupe?

Esta vez no aparta la vista. Traga saliva y, cuando habla, le tiembla también la voz.

—Las Colonias. El canciller me llamó cuando estaba en el hospital.

—¿El canciller? —repito, bajando la voz por precaución—. ¿Estás seguro?

Day asiente y me lo cuenta todo: la conversación que mantuvo con él, el intento de soborno, el chantaje y las amenazas. Me cuenta lo que las Colonias me tienen reservado si él no acepta su propuesta. Al oírlo, todos mis miedos —todo aquello en lo que me he esforzado por no pensar— afloran.

Al acabar su relato, Day suspira. La confesión parece haber aligerado un poco la carga que pesa sobre sus hombros.

—Tiene que haber una forma de usar esto en contra de las Colonias —dice—. Algún sistema para engañarlos y atraparlos en su propio juego. No sé cómo; pero si se me ocurriera alguna manera de hacer creer al canciller que estoy de su lado, tal vez pudiéramos pillarlos por sorpresa.

Si las Colonias triunfan, irán a por mí. Me matarán junto a todos mis compañeros. Intento hablar con tono tranquilo y fracaso.

—Esperará que tengas una reacción emocional. Sí: puede que sea una buena oportunidad para atacar a las Colonias con su propia propaganda. Pero hagas lo que hagas, tienes que pensarlo muy bien. Estoy segura de que no se fían de ti.

—Si vencen, lo vas a tener muy difícil —murmura con voz dolorida—. Aunque nunca supuse que fueran a portarse como abuelitas compasivas… En cualquier caso, más te vale buscar la forma de huir a una nación neutral para pedir asilo.

¿Huir de esta pesadilla y esconderme en alguna nación lejana? Una vocecilla diminuta y oscura asiente con entusiasmo dentro de mi cabeza. Pero no me dejo convencer, aunque tengo que recurrir a toda mi fuerza de voluntad.

—No, Day —susurro—. Si huyo yo, ¿qué harán todos los demás? ¿Y qué pasa con los que no puedan huir?

—Van a por ti —se acerca y me clava una mirada suplicante—. Por favor, June.

Niego con la cabeza.

—No me pienso mover de aquí. Lo último que necesita la gente es que les bajemos la moral más aún. Además, tal vez pueda ayudarte —le dedico una leve sonrisa—. Sé unas cuantas cosas sobre el ejército de la República que podrían ser de utilidad, ¿no crees?

Day niega con la cabeza, me atrae hacia él y me envuelve entre sus brazos. Hacía tanto que no disfrutaba de su contacto… Siento un calor inesperado que me recorre de la cabeza a los pies. Cierro los ojos, me hundo en su pecho y disfruto del momento. ¿De verdad ha pasado tanto tiempo desde la última vez que nos besamos? ¿Tanto le he echado de menos? ¿O es que la situación nos ha debilitado tanto que tenemos que luchar por seguir respirando? Si nos aferramos ahora el uno al otro, ¿es por puro instinto de supervivencia? Había olvidado lo que se sentía al estar entre sus brazos. El suave tacto de su camisa arrugada contra mi piel, el calor de su pecho bajo la tela, el débil latido de su corazón. Day huele a tierra, a humo y a viento.

—Me vuelves loco, June —murmura contra mi pelo—. Eres la persona más temible, inteligente y valiente que conozco, y a veces pierdo el aliento intentando mantener tu ritmo. Nunca habrá nadie como tú. Lo sabes, ¿verdad? —echo atrás la cabeza para mirarle a los ojos, que reflejan las luces tenues de las pantallas—. Hay millones de personas que vienen y van por este mundo… Pero nunca habrá ninguna como tú.

Se me encoge el corazón. No sé cómo responder.

Entonces, me suelta bruscamente y la brisa fresca de la noche me golpea la piel como una bofetada. A pesar de la penumbra, veo que se ha sonrojado. Respira más pesadamente que de costumbre.

—¿Qué pasa?

Ir a la siguiente página

Report Page