Champion

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15. Day

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D

A

Y

No es que no tenga experiencia con las chicas. Me di mi primer beso a los doce años con una chica de dieciséis: un trato a cambio de que no me delatara a la policía. He tonteado con un montón de chicas de los barrios marginales y con algunas de los sectores ricos. Incluso tuve un rollo de un par de días con una estudiante del sector Gema cuando tenía catorce años. Era mona, con la piel aceitunada y el pelo corto y revuelto. Nos escondíamos en el sótano de su instituto por las tardes para… En fin, para divertirnos un rato. Es una larga historia.

Pero June…

Mi corazón se ha abierto de par en par para dejarle paso, justo lo que me temía, y carezco de fuerza de voluntad para cerrarlo. Todas las barreras que traté de interponer entre los dos, cualquier intento de reprimir mis sentimientos por ella, han desaparecido. Están hechos pedazos. En la penumbra azulada de la noche, extiendo una mano y recorro las curvas de su cuerpo. Mi respiración aún es agitada. No quiero ser el primero en hablar. Tengo el pecho pegado a su espalda, y mi brazo descansa cómodamente alrededor de su cintura. Su melena se derrama sobre su cuello en mechones oscuros y brillantes. Entierro el rostro en su piel suave. Un millón de pensamientos bullen en mi mente, pero al igual que ella, guardo silencio.

No hay nada que decir.

Me despierto sobresaltado con un grito. Boqueo, desesperado por tomar aire. Miro a mi alrededor.

¿Dónde estoy?

En la cama de June.

Ha sido una pesadilla, solo una pesadilla; el callejón del sector Lake y la sangre ya han desaparecido. Me quedo tumbado un instante, intentando recuperar el aliento y calmar mi corazón. Estoy empapado en sudor.

Miro a June: descansa vuelta hacia mí, y su pecho se agita con un ritmo suave y constante. Bien, no la he despertado. Me seco las lágrimas con la mano que no tengo vendada y me quedo echado unos minutos, temblando todavía. Cuando me convenzo de que no podré volver a dormirme, me incorporo despacio, apoyo los brazos en las rodillas y hundo la cabeza entre las manos. Me siento tan cansado como si acabara de escalar un edificio de treinta pisos.

Creo que ha sido la peor pesadilla de mi vida. Me da miedo incluso pestañear por si las imágenes me asaltan de nuevo. Contemplo la habitación y la imagen se emborrona. Me seco las lágrimas, enfadado. ¿Qué hora es? En la calle reina una oscuridad solo rota por el resplandor de algunas pantallas y farolas. Observo las tenues luces de colores que se derraman sobre la silueta de June, pero no vuelvo a tocarla.

No sé cuánto tiempo me quedo ahí acurrucado, inhalando profundamente hasta que consigo dejar de jadear. El sudor de mi piel acaba por secarse. Mis ojos se posan en el balcón y lo contemplo durante un rato. Después me deslizo fuera de la cama sin hacer ruido. Me pongo la camisa, los pantalones y las botas y me sujeto el pelo en una coleta apretada que oculto bajo la gorra. June se remueve y yo me quedo congelado. Cuando me aseguro de que no va a despertarse, acabo de abotonarme la camisa y avanzo hacia la puerta acristalada. El perro de June, tumbado en la esquina, me mira e inclina la cabeza con curiosidad, pero no ladra. Le doy las gracias mentalmente y abro las puertas. Se cierran a mi espalda sin hacer ruido.

Me encaramo con dificultad a la barandilla y examino el panorama. Ruby: un sector Gema, totalmente distinto al barrio del que yo procedo. Estoy de nuevo en Los Ángeles, pero no reconozco la ciudad. Calles limpias y cuidadas, pantallas nuevas, aceras anchas sin grietas ni baches, sin policías que arrastren a huérfanos llorosos lejos de los puestos del mercado. Me giro instintivamente hacia el sector Lake. Aunque desde aquí no veo el centro de Los Ángeles, lo siento. Los recuerdos que me han despertado me susurran que vuelva. El anillo de clips me pesa en el dedo, y la pesadilla me ha dejado de un humor espantoso; soy incapaz de librarme de ella. Me dejo caer por un lado del balcón, aferrado a la barandilla, y aterrizo en el de la planta inferior. Desciendo silenciosamente piso a piso hasta que las suelas de mis botas se posan en el pavimento y me fundo con la oscuridad. Estoy jadeante.

Incluso aquí, en un sector Gema, hay patrullas de policía ciudadana vigilando las calles con las armas desenfundadas. Es como si temieran que las Colonias nos atacaran en cualquier momento. Me alejo de ellas para evitar preguntas incómodas y recupero mis antiguas mañas callejeras: amparándome en las sombras, avanzo por callejones mal iluminados hasta llegar a una estación de tren. Frente a la puerta hay una hilera de todoterrenos aparcados, coches de alquiler con conductor. Los ignoro: no quiero que el conductor me reconozca y extienda rumores sobre mí. Paso al andén y espero un tren que me lleve a Union Station, en el centro de la ciudad.

Media hora más tarde, salgo de la estación y camino en silencio por las callejuelas hasta llegar a la casa de mi madre. Las grietas de las calzadas de los suburbios tienen algo bueno: aquí y allá veo margaritas marinas que crecen sin orden ni concierto, manchitas de un azul turquesa que salpican las calles grises. Me agacho sin pensar y recojo un puñado. Eran las flores favoritas de mi madre.

—Oye, tú. Ven, chico.

Me giro a ver quién me llama. Es tan menuda que tardo unos segundos en distinguirla: una anciana encorvada que se apoya contra una tapia, tiritando por el frío de la noche, con el rostro surcado de arrugas. Su ropa no es más que un montón de harapos. Hay un vaso agrietado frente a sus sucios pies descalzos, pero lo que de verdad me llama la atención son sus manos vendadas. Igual que las de mi madre… Cuando se da cuenta de que la he visto, sus ojos se iluminan con un tenue brillo de esperanza. No sé si me habrá reconocido; en realidad, no creo que vea bien.

—¿Tienes algo de dinero, muchacho? —grazna.

Rebusco en mis bolsillos y saco un fajo: ochocientos billetes de la República. No hace demasiado tiempo, habría arriesgado mi vida para conseguir esta cantidad de dinero. Me agacho frente a la anciana y deposito los billetes en su palma temblorosa, estrechando su mano vendada entre las mías.

—Escóndalo. No se lo diga a nadie.

Me mira perpleja, con la boca abierta. Me levanto y continúo andando. Creo que me llama, pero no me giro. No quiero volver a ver esas manos vendadas.

Unos minutos después, llego al cruce de Watson con Figueroa. Mi antiguo hogar.

La calle no ha cambiado mucho: es casi como la recuerdo salvo por la casa de mi madre, que está tapiada y abandonada como tantos edificios de los sectores marginales. Me pregunto si habrá okupas durmiendo en nuestra habitación o en el suelo de la cocina. No se ve ninguna luz en el interior. Camino lentamente, preguntándome si estaré soñando aún y esto formará parte de mi pesadilla. No hay precintos de cuarentena ni patrullas antipeste rondando la casa. En cierto momento distingo la mancha parduzca de sangre que hay en el suelo, apenas visible en el hormigón destrozado, tan distinta a como la recuerdo. Contemplo la mancha, aturdido, y sigo adelante sin pisarla, apretando con fuerza los tallos de las margaritas.

Me acerco a la puerta y veo la equis desvaída bajo los tablones de madera. Me quedo un rato recorriendo las líneas de pintura descascarillada con los dedos. Al cabo de unos minutos, reacciono y me dirijo a la parte trasera. La mitad de la cerca se ha derrumbado, y el pequeño patio está al descubierto. También la puerta de atrás está clausurada con tablones, pero están tan podridos que una leve presión los desmenuza con un crujido sordo.

Fuerzo la puerta y entro. Me quito la gorra y mi pelo cae por mi espalda; mi madre siempre decía que no se podía estar en casa con la cabeza cubierta. Mis pupilas se acostumbran pronto a la oscuridad. Avanzo en silencio y entro en nuestra diminuta sala de estar. Aunque hayan sellado la casa, el mobiliario está intacto, cubierto de una gruesa capa de polvo. Las pertenencias de mi familia siguen ahí, exactamente igual que la última vez que las vi. El retrato del antiguo Elector continúa colgado en la pared, en una posición destacada, y la mesa del comedor conserva las capas de cartón que le pegamos a la pata para que no cojeara. Una de las sillas está volcada en el suelo: la derribó John al levantarse a toda prisa, cuando echamos a correr hacia el dormitorio para sacar a Eden antes de que llegara la patrulla antipeste.

El dormitorio… Giro sobre mis talones y avanzo hacia la puerta; solo me hace falta dar un par de pasos. Sí, todo está idéntico salvo por las telarañas. La planta que Eden trajo a casa sigue en la esquina, pero está muerta, con las hojas secas y ennegrecidas. La observo unos segundos y luego regreso a la mesa del comedor y me siento en mi vieja silla, que cruje como siempre. Dejo las margaritas de mar en la mesa. Aún hay una vela a medio gastar encima del tablero. Recuerdo nuestra rutina diaria: mi madre volvía a casa sobre las seis, unas horas después de que yo saliera de la escuela primaria, y John llegaba a las nueve o las diez. Mamá no encendía ninguna vela hasta que John estaba a punto de llegar; Eden y yo siempre estábamos deseosos de que la encendiera, porque eso significaba que enseguida veríamos a nuestro hermano mayor y nos sentaríamos a cenar.

No sé por qué, ahora experimento la misma sensación expectante, como si mi madre pudiera salir de la cocina en cualquier momento y encender la vela. Aunque parezca increíble, siento un cosquilleo de alegría al permitirme imaginar por un segundo que John está en casa y que vamos a cenar todos juntos. Estúpidas inercias… Aun así, no dejo de mirar la puerta con esperanza.

Pero la vela sigue apagada. John no entra por la puerta. Mi madre no está en casa.

Apoyo los codos en la mesa y me cubro la cara con las manos.

—Necesito ayuda —musito en el silencio de la habitación—. No puedo más.

Quiero seguir con mi vida, amar a June sin reservas, pero esto me supera. Ha pasado casi un año. ¿Qué me ocurre? ¿Por qué no logro avanzar?

Se me hace un nudo en la garganta y rompo a llorar. No intento detener las lágrimas: sé que es imposible. Sollozo sin control, incapaz de parar, incapaz de respirar. No puedo ver a mi familia porque ya no existe. Y sin ellos, todos estos muebles no son nada, las margaritas de la mesa carecen de significado, la vela solo es basura. Me persiguen las imágenes de mi pesadilla; por más que lo intente, soy incapaz de apartarlas.

El tiempo cura todas las heridas. Pero no esta. Todavía no.

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