Champion

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23. Day

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D

A

Y

La teoría de June lo cambia todo.

Los médicos la llevan de inmediato a otra sala, le colocan sondas, la conectan a tres o cuatro aparatos y le sacan una muestra de médula ósea. Luego le hacen una serie de escáneres que la dejan mareada y pálida; son las mismas pruebas que ya le han hecho a Eden. Me encantaría quedarme con ella. Las pruebas de Eden se han terminado, gracias a Dios, pero ahora los riesgos han pasado a June, y lo único que me apetece hacer es quedarme a su lado y asegurarme de que todo va bien.

Espabila, Day, me digo enrabietado.

Que estés aquí como un pasmarote no va a cambiar nada. Pero cuando salgo del hospital con Pascao y los demás, no puedo evitar mirar atrás cada dos pasos.

Si la sangre de June contiene lo que necesitan los científicos, tenemos alguna posibilidad. Podemos controlar la peste. Podemos salvarlos a todos.

Podemos salvar a Tess.

Pascao, los soldados y yo tomamos un tren para ir del hospital a las torres de despegue de Batalla. Durante el viaje apenas puedo estarme quieto. Pascao se da cuenta de mi nerviosismo y sonríe.

—¿Nunca has estado en las pirámides? Y yo que pensaba que habías hecho unas cuantas trastadas por allí…

Sus palabras desencadenan una oleada de recuerdos. Con catorce años me colé en dos dirigibles de Los Ángeles que estaban a punto de partir al frente. No fue muy distinto al sistema que utilicé con los Patriotas en Vegas: entré por el sistema de ventilación y recorrí la nave a través de sus interminables conductos sin que nadie me detectara. Por aquel entonces era más delgado y menudo, y cabía sin problemas en todas las rendijas. Una vez dentro, robé todas las latas de comida que pude, prendí fuego a las salas de máquinas y destrocé los dirigibles hasta inutilizarlos por muchos años, tal vez para siempre. Aquella proeza afianzó mi puesto en la lista de criminales más buscados de la República. No estuvo mal, he de admitirlo.

Repaso mentalmente la arquitectura de las torres de despegue. Las cuatro bases principales de Los Ángeles se encuentran en una estrecha franja en la costa oeste de la ciudad, entre el lago y el océano Pacífico. Allí también están atracados los buques de guerra, aunque la mayoría no se utilizan. Hay algunas pirámides en Batalla, pero estoy seguro de que los dirigibles de las Colonias aterrizarán en la costa para ocupar la ciudad tras la rendición.

Es el tercer y último día del alto el fuego decretado por las Colonias. Mientras el tren acelera y atravesamos los sectores, veo grupos de civiles apiñados frente a las pantallas gigantes que retransmiten en bucle la declaración de Anden. Casi todos parecen perplejos. Algunos se abrazan y se dan ánimos. Otros, furiosos, lanzan piedras a las pantallas, llenos de rabia por la traición de su Elector.

Bien. Seguid enfadados, utilizad esa cólera contra las Colonias. Muy pronto jugaré mi baza.

—A ver, niños, escuchadme —dice Pascao cuando el tren se acerca a los puentes que llevan a las bases. Extiende las manos y muestra varios dispositivos metálicos—. Recordad: seis en cada pirámide —señala un pequeño gatillo rojo que hay en el centro de cada dispositivo—. Queremos que las explosiones sean limpias y localizadas; los soldados nos mostrarán los mejores sitios donde colocar estos chismes. Si lo hacemos bien, podremos inutilizar cualquier dirigible de las Colonias que aterrice en nuestras pistas… e inutilizarlas de forma que no pueda aterrizar ninguno más —sonríe—. Eso sí: se trata de inutilizar las torres, no de destrozarlas. Seis en cada una, recordadlo.

Aparto la vista y me vuelvo hacia la ventana. En el horizonte ya asoma la primera base. Las torres piramidales forman una fila oscura e imponente que me recuerda a la Franja de Vegas. Noto un nudo en el estómago. Si fracasa este plan… Si no conseguimos detener a las Colonias y la ayuda de la Antártida no llega a tiempo, si no encuentran la pieza que falta en la sangre de June, ¿qué nos sucederá? ¿Qué pasará cuando las Colonias nos pongan las manos encima a Anden, a June, a mí? Meneo la cabeza e intento apartar la idea de mi mente; ahora no es el momento de preocuparse por eso. Sucederá o no. Ya hemos decidido nuestro camino.

Cuando llegamos a la primera pirámide de la Base Uno, examino las manchitas que se mueven en el cielo. Tropas de las Colonias: dirigibles, cazas, lo que sea. Se aproximan a Los Ángeles. Su zumbido bajo y constante llena el aire.

Me vuelvo hacia las pantallas que bordean las calles. Continúan emitiendo el anuncio de Anden, junto a un subtítulo de color rojo brillante: PÓNGANSE A CUBIERTO.

Salimos del todoterreno y otros cuatro soldados de la República se nos unen. Entramos corriendo en la pirámide. Procuro no rezagarme mientras nos acercamos a los ascensores que llevan a la cúspide, donde atracan y despegan los dirigibles. Alrededor de nosotros resuenan las botas de las tropas de la base, que corren a sus puestos para atacar a las Colonias. Me pregunto cuántos soldados habrá tenido que enviar Anden a Denver y Vegas como refuerzo; espero que se le haya ocurrido dejar bastantes aquí para protegernos.

Cuando llegamos a la plataforma y subimos las escaleras hasta el vértice de la pirámide, tengo el corazón desbocado, y no es solo por el ejercicio. Esto sí que me trae recuerdos de cuando empecé a trabajar para los Patriotas… Examino las vigas metálicas que se entrecruzan sobre mi cabeza y las piezas móviles que se conectan al dirigible cuando este atraca.

Respiro hondo. Mi traje oscuro no pesa, es como una pluma. Es hora de colocar unas cuantas bombas.

—¿Veis eso? —nos pregunta un capitán de la República a Pascao y a mí.

Señala un punto en la penumbra del techo donde se abren varios huecos que parecen bastante difíciles de alcanzar.

—Máximo daño al dirigible, mínimo a la torre de despegue —explica el capitán—. Vosotros os ocuparéis de poner las bombas en esos tres puntos en cada una de las bases. Sobre todo, no olvidéis el de la derecha. Podríamos llegar hasta ellos con grúas, pero no tenemos tiempo —hace una pausa incómoda y nos dedica una sonrisa forzada: la mayoría de los soldados no parecen muy cómodos en nuestra presencia—. Bueno, ¿os parece factible? ¿Sois lo bastante rápidos?

Estoy a punto de preguntarle si ha olvidado mi reputación, pero Pascao se me adelanta con una de sus carcajadas.

—Veo que no tenéis mucha fe en nosotros, ¿eh? —le da un codazo juguetón en las costillas al capitán y sonríe aún más al ver que este se congestiona de indignación.

—Bien —gruñe el capitán—. Rápido, no tenemos mucho tiempo.

Echa a andar de nuevo, seguido por los demás Patriotas y por su patrulla, y empieza a señalar otros puntos en los que colocar las bombas.

En cuanto se ha marchado, la sonrisa de Pascao se desvanece. Sus ojos grises recorren los sitios que ha señalado el capitán.

—No va a ser fácil alcanzarlos —murmura—. ¿Seguro que vas a poder? ¿Te sientes con fuerzas, teniendo en cuenta que te estás muriendo y todo eso?

Le fulmino con la mirada antes de examinar yo también las zonas indicadas. Flexiono las rodillas y los codos para probar mi fuerza. Pascao es un poco más alto que yo y llegará con mayor facilidad a las dos primeras, pero la tercera está en una posición tan complicada que sé que solamente yo seré capaz de llegar hasta ella. También entiendo al instante por qué el capitán ha prestado especial atención a ese punto: aunque pongamos seis bombas, podríamos destruir cualquier dirigible con una sola situada en ese punto.

Lo señalo.

—Yo me encargo de ese.

—¿Seguro? —Pascao entrecierra los ojos—. Preferiría que no te estamparas en la primera torre de despegue.

No puedo evitar una sonrisa sarcástica.

—¿Tan poca confianza tienes en mí?

Pascao sonríe.

—Poquísima.

Nos ponemos manos a la obra. Doy un salto largo desde el borde de la escalera hasta la viga más cercana y luego me interno sin problemas en el laberinto de metal entrecruzado. Qué sensación de

déjà vu… Tardo un poco en volver a acostumbrarme a los resortes del traje, pero al cabo de un par de saltos me hago perfectamente a ellos. Siempre he sido ágil, y con su ayuda lo soy más. En menos de diez minutos he recorrido una cuarta parte del techo y me encuentro muy próximo a mi objetivo. Me corre por el cuello un hilo de sudor y la cabeza me late con el dolor que ya me resulta tan familiar. Muy por debajo de mí, los soldados se paran y nos miran, mientras las pantallas de la pirámide continúan retransmitiendo la noticia de la rendición. Las tropas no tienen ni idea de qué estamos haciendo.

Me detengo antes del último salto y tomo impulso. Aterrizo en la entrada del hueco y me deslizo dentro sin dificultad. Saco la diminuta bomba, activo la pestaña y la encajo en su sitio. Estoy un poco mareado por la migraña, pero evito pensar en eso.

Hecho.

Regreso despacio pasando de viga en viga. Cuando aterrizo de nuevo en la escalera, mi corazón bombea repleto de adrenalina. Localizo a Pascao entre el amasijo de metal y subo el pulgar en su dirección.

Esto es lo fácil, me recuerdo a mí mismo. Bajo mi entusiasmo late una ansiedad cargada de miedo: lo duro será soltarle una mentira convincente al canciller.

Terminamos con la primera torre de despegue y pasamos a la siguiente. Cuando hemos acabado con la cuarta, empiezo a notar que me abandonan las fuerzas. Si me encontrara en buenas condiciones, este traje me habría hecho imparable, pero ahora, a pesar de la ayuda, me duelen los músculos y jadeo por el esfuerzo. Mientras los soldados me conducen a una estancia de la base y lo preparan todo para la retransmisión que haré más tarde, suspiro de alivio por no tener que trepar por más techos.

—¿Y si el canciller no se lo traga? —me pregunta Pascao cuando los soldados salen de la habitación—. Sin ánimo de ofender, guapo, no tienes una gran reputación de mantener tu palabra.

—Yo no le prometí nada —replico—. Solo voy a decirle que estoy dispuesto a hacer un anuncio a todos los ciudadanos de la República. Si cree que pienso jurar lealtad a las Colonias, allá él. No tardará mucho en desengañarse, pero el truco nos dará algo de tiempo.

Ruego para mis adentros que podamos encontrar la vacuna antes de que las Colonias descubran nuestros planes.

Pascao se gira y observa por la ventana a los soldados, que están terminando de colocar la última bomba. Si esto no funciona —si las Colonias se dan cuenta antes de tiempo de que la rendición es una estratagema—, estamos acabados.

—Bueno, te toca hacer un poco de teatro —murmura Pascao.

Cierra la puerta, agarra una silla, se la lleva hasta un rincón y se sienta a esperar.

Me tiemblan ligeramente las manos cuando enciendo mi intercomunicador y llamo al canciller de las Colonias. Durante un instante no oigo nada más que interferencias, y casi albergo la esperanza de no poder hablar con él. Pero entonces la estática se desvanece y oigo el chasquido que marca la conexión.

—Soy Day. Hoy se acaba el alto el fuego, ¿verdad? Tengo la respuesta a su propuesta.

Pasan unos segundos. Después, al otro lado de la línea se oye una voz de hombre de negocios.

—Señor Wing —dice el canciller, tan educado como la otra vez—. Justo a tiempo. Es un placer saber de usted.

—Supongo que a estas alturas ya habrá visto el anuncio del Elector —respondo sin corresponder a su amabilidad.

—En efecto —responde. Oigo un rumor de papeles—. Y con esta llamada, el día de hoy parece estar lleno de agradables sorpresas. No te importaba que te tuteara, ¿verdad? En fin, me estaba preguntando cuándo volverías a contactar con nosotros. Dime, Daniel, ¿has considerado mi oferta?

Pascao clava sus ojos claros en mí desde el otro extremo de la habitación. No puede oír la conversación, pero nota la tensión en mi rostro.

—Sí —respondo al cabo de un instante.

Si quiero sonar realista, tengo que parecer un poco reticente. Me pregunto si June aprobaría mi actuación.

—¿Y a qué conclusión has llegado? Recuerda que la decisión es tuya: yo no te obligaré a hacer nada que no quieras hacer.

Ya. No me obliga: puedo quedarme mirando tranquilamente cómo destruye a toda la gente que me importa.

—Lo haré —otra pausa—. La República ya se ha rendido. La gente no está muy contenta, pero no quiero que el pueblo lo pase mal. Preferiría que nadie sufriera daños —sé que no necesito nombrar a June para que el canciller entienda a qué me refiero—. Voy a hacer un anuncio que se retransmitirá por toda la ciudad: tenemos acceso al sistema de pantallas gracias a los Patriotas. En breve se difundirá por toda la República —decido ponerme un poco gallito para resultar verosímil—. ¿Es eso bastante para que no le toquéis ni un pelo a June?

Oigo un chasquido: el canciller ha debido de dar una palmada.

—Hecho. Si estás dispuesto a convertirte en nuestro… portavoz, por así decirlo, te aseguro que June Iparis se ahorrará el juicio y ejecución que suele conllevar un cambio de poder para la antigua élite del país.

Sus palabras me provocan un escalofrío: si fracasamos, no podré salvarle la vida a Anden. De hecho, si las cosas salen mal, no creo que al canciller se le pase por alto mi jugada, y entonces tampoco habrá ninguna posibilidad para June… ni para Eden. Carraspeo y miro a Pascao, que está rígido por la tensión.

—¿Y mi hermano?

—No te preocupes por tu hermano. Como ya te he dicho, no soy un tirano: no pienso conectarlo a una máquina ni llenarlo de productos tóxicos… En suma, no voy a experimentar con él. Tu hermano y tú disfrutaréis de una vida libre de preocupaciones, te lo garantizo —la voz del canciller baja de volumen y adopta un tono pretendidamente amable—. Me doy cuenta de que estás disgustado, pero te aseguro que nuestras acciones son necesarias. Si tu Elector me apresara, no dudaría ni un instante en ejecutarme; así funcionan las cosas. No soy un hombre cruel, Daniel. Recuerda: las Colonias no son responsables de todo lo que has tenido que padecer en la vida.

—No me llame Daniel —le advierto en voz baja.

Solo mi familia me llama Daniel. Para el resto soy Day. A secas.

—Lo siento mucho —dice, y me sorprende lo sincero que suena—. Espero que entiendas lo que quiero transmitirte, Day.

Me quedo callado un momento. Incluso ahora, la idea de la República me sigue produciendo un rechazo instintivo; los recuerdos que guardo de ella son tan oscuros que me tienta volverle la espalda y dejar que se desmorone. El canciller sabe manipularme mejor de lo que creía… Es difícil dejar atrás una vida entera de sufrimiento.

De pronto, la imagen de June se impone y rompe el peligroso influjo que ejerce sobre mí la voz del canciller. Cierro los ojos y me aferro a ella para extraer fuerzas.

—Dígame cuándo quiere que haga mi declaración —digo—. Ya hemos puenteado el sistema de comunicaciones y podemos emitir cuando queramos. Acabemos con esto de una vez.

—Maravilloso —el canciller carraspea y vuelve a cobrar un tono de hombre de negocios—. Cuanto antes, mejor. Esta tarde tomaré tierra junto a una avanzadilla de mis tropas en las bases navales de Los Ángeles. Puedes hacer el anuncio en ese momento. ¿Te parece bien?

—Hecho.

—Ah, un momento, Day —añade el canciller cuando estoy a punto de cortar la comunicación—. Se me olvidaba decirte algo importante.

—¿Qué?

—Quiero que pronuncies tu declaración desde mi dirigible.

Me quedo de piedra. Miro de reojo a Pascao: aunque no sabe lo que me acaba de decir el canciller, frunce el ceño al ver que me he quedado lívido. ¿Desde el dirigible del canciller? Por supuesto… ¿Cómo hemos podido pensar que sería tan fácil engañarle?

Es una medida lógica: así, si mi declaración se desvía de lo previsto, me tendrá en sus garras. Si no pido al pueblo de la República que acate al gobierno de las Colonias, podrán matarme ahí mismo, en su propio dirigible.

El canciller sigue hablando en tono satisfecho. Sabe perfectamente lo que hace.

—Tu declaración resultará mucho más impactante si la pronuncias desde una nave de las Colonias, ¿no crees? —da otra palmada—. Te espero dentro de unas horas en la Base Uno. Estoy deseando conocerte en persona, Day.

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