Champion

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24. June

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La revelación de que puedo estar relacionada con este brote de peste cambia todos mis planes.

En lugar de acompañar a Day y a los Patriotas a las torres de despegue, me tengo que quedar en el hospital para que el equipo de científicos me haga pruebas. He guardado todas mis armas en un cajón para que no estorben entre los cables, y solo conservo un cuchillo en la bota. Eden está sentado a mi lado en la cama, con aspecto pálido y enfermizo.

Al cabo de unas horas empiezo a sentir náuseas.

—El primer día es el peor —me dice Eden con una sonrisa alentadora. Habla muy despacio; seguramente siga atontado por la medicación que le han dado para ayudarle a dormir—. Luego, la cosa mejora mucho.

Me da una palmadita en la mano y me enternecen su compasión y su inocencia. De pequeño, Day debía de parecerse mucho a él.

—Gracias —respondo.

No añado nada más en voz alta, pero me cuesta creer que un niño de la edad de Eden haya sido capaz de soportar todas estas pruebas durante días. Si lo hubiera sabido, seguramente habría hecho lo mismo que Day: negarme a la petición de Anden.

—¿Qué pasará cuando descubran lo que necesitan? —pregunta Eden al cabo de un rato. Parece adormilado y su voz suena pastosa.

Yo también me lo pregunto, de hecho. Cuando tengamos la vacuna, podremos mostrar nuestras investigaciones a la Antártida para demostrar que las Colonias han empleado este virus a propósito. Habrá que llevar el asunto a las Naciones Unidas para que obliguen a retirarse a las Colonias y reabran nuestras fronteras.

—La Antártida ha dicho que la ayuda llegará pronto —digo para tranquilizar a Eden—. Es muy posible que ganemos.

—Pero ya tenemos a las Colonias encima…

Echa un vistazo por la ventana: el cielo está salpicado de naves enemigas. Algunos dirigibles han aterrizado en nuestras bases, otros aún sobrevuelan la ciudad. La sombra que cubre el edificio Bank Tower me indica que tenemos uno justo encima.

—¿Y si Daniel fracasa? —musita, luchando contra la somnolencia.

—Tenemos que jugar nuestras cartas con cuidado.

Eden tiene razón. ¿Y si fracasa Day? Me dijo que se pondría en contacto con nosotros antes de dirigirse a la gente, pero al ver lo cerca que están los dirigibles de las Colonias, siento una enorme frustración por no estar ahí, junto a él. ¿Y si se dan cuenta de que las torres de despegue están minadas? ¿Y si no aterrizan?

Pasa otra hora. Eden se ha sumido en un sueño profundo; yo lucho contra las náuseas. Mantengo los ojos cerrados y eso me ayuda un poco.

Me he debido de quedar dormida, porque de pronto me sobresalta el ruido de la puerta. Por fin regresan los técnicos.

—Candidata Iparis —me saluda uno, colocándose una tarjeta de identificación con su nombre: Mikhael—. Sus muestras no coincidían del todo con lo que buscábamos, pero estaban muy cerca; tanto, que hemos podido desarrollar una solución. Estamos probando la vacuna en Tess ahora mismo —es incapaz de reprimir una sonrisa—. Usted era la pieza que nos faltaba, y estaba justo delante de nuestras narices.

Le miro sin decir nada.

Podemos enviar los resultados a la Antártida, pienso.

Podemos pedir ayuda. Podemos evitar que se extienda la peste. Tenemos una oportunidad contra las Colonias.

Los compañeros de Mikhael me quitan los tubos y los cables y me ayudan a incorporarme. Aunque puedo mantenerme en pie, me da la impresión de que la habitación se balancea. No estoy muy segura de si es un efecto secundario de las pruebas o si se debe a la impresión de la noticia.

—Quiero ver a Tess —pido cuando nos acercamos a la puerta—. ¿Cuándo empezará a surtir efecto la vacuna?

—No estamos seguros —admite Mikhael mientras salimos al pasillo—. Pero las pruebas iniciales han dado buenos resultados, y ya hemos preparado muchos cultivos con células infectadas. Deberíamos empezar a ver mejoras muy pronto.

Nos detenemos frente a una de las paredes de cristal de la habitación de Tess, que parece sumida en un sueño inquieto. Está rodeada de técnicos con trajes de aislamiento y de pantallas que muestran sus constantes vitales. Examino su rostro en busca de alguna señal de que está recuperando la conciencia, pero no encuentro nada.

Oigo un chasquido en mi auricular: una llamada entrante. Frunzo el ceño, me aprieto la oreja con una mano y chasco la lengua contra el micrófono para encenderlo. Un instante después oigo la voz de Day.

—¿Estás bien? —dice. La estática es tan fuerte que me cuesta entenderle.

—Sí, muy bien —contesto, no muy segura de que pueda entenderme—. Day, escúchame: hemos encontrado la vacuna.

No responde. Solo se oye una mezcla de chisporroteos y pitidos.

—¿Day?

La línea crepita como si estuviera intentando comunicarse conmigo desesperadamente, pero no entiendo lo que dice. Me extraña, porque las líneas del ejército suelen ser muy claras. Es como si algo estuviera bloqueando la frecuencia.

—¿Day? —repito.

Finalmente vuelvo a oír su voz, tan tensa que me recuerda el momento en que decidió alejarse de mí hace meses. La impresión me hiela la sangre.

—Voy a… declaración desde un dirigible de las Colonias… ciller no acepta que lo haga de otra forma…

¿Se va a subir a un dirigible de las Colonias? En ese caso, el canciller tendría todos los ases en la manga. Si Day hace cualquier movimiento brusco, si anuncia algo distinto a lo que acordaron, el canciller podrá matarlo en el acto.

—No lo hagas —murmuro—. No tienes por qué hacerlo. Hemos encontrado la vacuna: yo era la pieza que faltaba para solucionar el rompecabezas.

—… June…

Solo oigo esa palabra: el resto se funde en un zumbido. Intento conectar con él dos veces más antes de darme por vencida. A mi lado, el técnico de laboratorio también intenta hacer una llamada sin éxito.

Y entonces recuerdo la sombra que cubre el hospital y mi frustración se desvanece de pronto, reemplazada por la comprensión y el terror.

Oh, no. Las Colonias están bloqueando nuestras frecuencias; han tomado el control. Me acerco corriendo a la ventana y escruto el cielo de Los Ángeles: en el puente de los enormes dirigibles distingo aviones pequeños que despegan y planean en círculos.

Mikhael se acerca a mí.

—No podemos conectar con el Elector —me dice—. Parece que todas las frecuencias están intervenidas.

¿Será esto la preparación para el anuncio de Day? No me cabe duda: está en peligro.

La puerta del final del pasillo se abre y entran cinco soldados con las armas empuñadas. No son soldados de la República: son hombres de las Colonias, con sus guerreras azul marino y sus estrellas doradas. El pánico se apodera de mí y retrocedo instintivamente hacia la habitación de Eden, pero el que está al mando se da cuenta y me apunta con la pistola. Me llevo la mano al cinto y solo entonces recuerdo que casi todas mis armas están guardadas en la habitación de Eden, fuera de mi alcance. Solo me queda el puñal que llevo sujeto al tobillo.

—Tras la capitulación de la República, todo el poder ha pasado a manos de los oficiales de las Colonias —anuncia el oficial en tono pomposo—. Como superior jerárquico, les ordeno que se aparten para permitirnos realizar un registro exhaustivo.

Mikhael alza las manos, obediente. Mientras los soldados de las Colonias se acercan, una avalancha de recuerdos se amontona en mi mente. Todos pertenecen a las clases de táctica que recibí en la Universidad de Drake: movimientos, ataques y estrategias pasan por mi mente a la velocidad de la luz. Examino a los enemigos. Es un grupo pequeño; han debido de enviarlo aquí para cumplir alguna tarea específica. Debe de haber más en otras plantas. Están buscando algo. Me preparo para pelear: sé que me buscan a mí.

Como si me hubiera leído la mente, Mikhael hace un gesto con la cabeza a los soldados, manteniendo las manos en alto.

—¿Qué necesitáis?

—Buscamos a un niño llamado Eden Bataar Wing —responde el oficial.

Contengo un respingo para no darles ninguna pista, pero el pánico se apodera de mí. Estaba equivocada: a quien buscan es a Eden. No les basta con obligar a Day a hacer el anuncio desde el dirigible del canciller: con Eden en su poder, podrán controlar todos sus actos y sus palabras. Si las Colonias nos conquistan hoy, el canciller podrá seguir utilizando a Day como herramienta para manipular al pueblo durante tanto tiempo como se le antoje.

Me adelanto a la respuesta de Mikhael.

—Esta planta es para las víctimas de la peste —digo—. Si buscáis al hermano de Day, se encuentra en una planta superior.

El oficial me encañona y entrecierra los ojos al reconocerme.

—Eres June Iparis, ¿verdad? La candidata a Prínceps.

Levanto la barbilla.

—Una de ellos, sí.

Por un instante me da la impresión de que se ha creído lo que he dicho acerca de Eden. Algunos de sus hombres giran en redondo y se dirigen a las escaleras. El oficial me examina durante un largo rato y luego mira por encima de mi hombro al pasillo, donde se encuentra la habitación de Eden. Yo ni siquiera pestañeo.

—Conozco tu reputación —me dice frunciendo el ceño.

Antes de que se me ocurra una réplica con la que desviar su atención, inclina la cabeza hacia sus hombres y hace un gesto con la pistola hacia el pasillo.

—Registrad a conciencia: el chico tiene que estar en esta planta.

Ya es tarde para discutir. Si le debo algo a Day, es esto. Me planto en medio del corredor, mientras un torbellino de posibilidades se agolpa en mi cerebro (el pasillo mide un metro y medio de ancho; si resisto en la mitad, puedo dividir a los soldados y evitar que me ataquen en un solo frente). Los técnicos vacilan a mi espalda, inseguros y atemorizados.

—Tu canciller no quiere verme muerta —digo con el corazón desbocado—. Me quiere viva para juzgarme, y lo sabes.

—Para ser tan menuda, cuentas unas mentiras muy grandes —responde el oficial apuntándome—. Apártate o disparo.

Si no hubiera visto ni un resquicio de duda en su expresión, habría obedecido: muerta no les serviré de mucho a Day ni a Eden. Pero la sombra de incertidumbre que veo en la mirada del oficial basta para decidirme. Subo los brazos despacio, sin dejar de mirarle a los ojos.

—No vas a matarme —le espeto.

Me sorprende lo firme que suena mi voz a pesar de la adrenalina que corre por mis venas. Todavía me tiemblan ligeramente las piernas: otro efecto secundario de los experimentos.

—Tu canciller no parece un hombre muy comprensivo con los errores ajenos —añado.

La expresión del oficial se hace aún más vacilante: no sabe lo que el canciller me tiene reservado y le da miedo arriesgarse. Tras varios segundos eternos, escupe una maldición y baja el cañón del arma.

—Atrapadla —ordena a sus hombres—. Pero no disparéis.

De pronto, el mundo vuelve a moverse a cámara rápida. Todo lo que me rodea se desvanece salvo mis adversarios. Dejo que mi instinto tome el control.

¿Queréis jugar? Aún no sabéis de lo que es capaz vuestra contrincante.

Me agacho en posición de ataque mientras los soldados corren hacia mí. Las dimensiones del pasillo me favorecen: en lugar de tener que enfrentarme a cinco soldados a la vez, solo tengo que lidiar con dos. Esquivo el golpe del primero, me saco el cuchillo de la bota y se lo clavo en la pantorrilla. La hoja desgarra la tela del pantalón y rasga el tendón, y el soldado chilla mientras se derrumba en el suelo con la pierna inutilizada. Su compañero tropieza con él, y aprovecho la oportunidad para propinarle una patada en la cara que lo deja inconsciente. Doy un paso atrás y arremeto contra el tercero, que intenta darme un puñetazo. Detengo el golpe con un brazo mientras le golpeo con el otro la nariz, tan fuerte que se oye el crujido del hueso al romperse. Se tambalea y cae al suelo, apretándose la cara de dolor.

Tres menos.

Ya he perdido la ventaja que me daba la sorpresa: los dos soldados que quedan son mucho más cautos. Uno de ellos pide refuerzos por el intercomunicador. Veo de reojo que Mikhael trata de escabullirse; aunque no me atrevo a volverme hacia él, sé que intentará cerrar el acceso desde la escalera para impedir que entren más hombres de las Colonias.

Uno de los soldados que quedan en pie me apunta a las piernas. Antes de que pueda disparar, tomo impulso y salto hacia él con el pie por delante. Mi bota impacta contra el cañón de su pistola justo cuando dispara y la bala silba por encima de mi hombro.

En los altavoces del edificio resuena una alarma: Mikhael ha logrado activar la alerta y ha cerrado todas las puertas que dan a las escaleras. Aparto la pistola de otra patada y aprovecho para darle un puñetazo en la cara al soldado, que se queda aturdido. Giro sobre mí misma para tomar impulso, le propino un codazo en la mandíbula…

… y entonces algo me golpea la nuca, tan fuerte que la vista se me nubla. Tropiezo y caigo sobre una rodilla, pestañeando para tratar de aclararme la visión. El segundo soldado ha debido de atacarme por la espalda. Me pongo en pie, doy la vuelta y trato de golpearle, pero fallo. Como si me rodeara una bruma espesa, entreveo cómo mi adversario levanta la pistola y se dispone a darme un culatazo en la cara.

Ese golpe me dejará inconsciente. Intento sin éxito rodar para alejarme.

El golpe no llega. Pestañeo y lucho por incorporarme.

¿Qué ha pasado? Cuando se me aclara del todo la visión, descubro al soldado en el suelo, rodeado de técnicos que lo maniatan y lo amordazan. De pronto hay gente por todas partes.

A mi lado se encuentra Tess. Pálida y jadeante, sostiene el rifle de uno de los soldados caídos. No la había visto salir de su habitación.

Consigue esbozar una débil sonrisa.

—De nada —murmura extendiendo una mano temblorosa.

Sonrío y acepto su ayuda para incorporarme. Se me doblan las rodillas. Me ofrece su hombro y, aunque ninguna de las dos está en su mejor momento, conseguimos no caernos.

—Candidata Iparis —jadea Mikhael corriendo hacia mí—. Hemos conseguido hablar con el Elector y le hemos comunicado lo de la vacuna. Pero también hemos recibido la orden de evacuar el edificio Bank Tower. Dicen que la tregua propiciada por nuestra falsa rendición terminará muy pronto, y es previsible que uno de los primeros objetivos que elijan las Colonias para cobrarse represalias sea…

El edificio se estremece y todos nos quedamos petrificados. Me vuelvo hacia una ventana y oteo el horizonte. No se trata de la sacudida repentina de un terremoto, ni del temblor grave y sostenido que producen los dirigibles, sino de un estremecimiento breve que se repite a intervalos regulares. Tardo un segundo en identificarlo: las bombas de las torres de despegue han empezado a estallar.

Tess y yo echamos a correr hacia la ventana. De cada pirámide se eleva una humareda gris veteada de naranja. El pánico se apodera de mí: Day habrá hecho ya su declaración. ¿Estará vivo?

Se ha terminado la farsa de la rendición, ha concluido el alto el fuego. Empieza la lucha final por la República.

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