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Segunda parte: La memoria del dolor

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Two people

Los monstruos existen de verdad, los fantasmas también… Viven en nosotros, y a veces ganan…

STEPHEN KING

Unas finas partículas multicolores danzaban en la luz.

Las contraventanas de madera entreabiertas filtraban los rayos del sol. El bar ronroneaba. Potentes aromas de naranja, dátil y avellana flotaban en la gran sala, donde una clientela escasa fumaba indolentemente en narguile o comía cuernos de gacela.

Alice y Gabriel estaban la una frente al otro en silencio. Un chico se acercó a su mesa para volver a servirles té con menta. Un servicio al estilo marroquí, levantando la tetera con aplicación muy por encima de los vasos para hacer que se formara en la superficie una capa de espuma.

Con los codos apoyados en la mesa, Gabriel cruzó las manos bajo la barbilla. Su semblante se había endurecido. Había llegado la hora de las explicaciones.

—La huella de la jeringuilla pertenece a Erik Vaughn, ¿verdad?

—¿Cómo es que conoce su nombre?

—Es a él al que perseguía en Irlanda.

Alice clavó los ojos en los suyos y no apartó la mirada.

—¿Por qué en Irlanda?

—Es una larga historia. Hace diez días, la oficina del FBI de Boston fue alertada por la policía del estado de Maine sobre un asesinato atípico cometido en el condado de Cumberland. Fue a mí a quien enviaron al escenario del crimen con mi compañero, el agente especial Thomas Krieg.

—¿Quién era la víctima? —preguntó la policía.

—Elizabeth Hardy, treinta y un años, una enfermera que trabajaba en el Sebago Cottage Hospital. La habían encontrado asesinada en su casa, estrangulada…

—… con una media de nailon —adivinó Alice.

Keyne confirmó con un movimiento de cabeza.

A Alice se le aceleró el corazón, pero la joven trató de canalizar su emoción. Puede que fuera la misma firma que la de Vaughn, pero un mismo modus operandi no significaba forzosamente un mismo criminal.

—Después del asesinato —continuó Keyne—, consultamos sin éxito las bases de datos del Vicap.[*] No debería decírselo, pero nuestros hackers tienen también la posibilidad de introducirse en las bases de datos de las policías europeas: el Viclas alemán, el Salvac francés…

—Supongo que es una broma.

—No se haga la ofendida, así es la vida —se escabulló—. Resumiendo, de esa forma encontré la serie de asesinatos y agresiones cometidos por Erik Vaughn en París entre noviembre de 2010 y noviembre de 2011.

—¿Y estableció la relación?

—Pedí una cita para hablar del asunto con su jefa, la directora de la Brigada Criminal.

—¿Mathilde Taillandier?

—Tenía que verla la semana que viene en París, pero antes fui a Irlanda. La consulta de las bases de datos internacionales me había indicado otro asesinato cometido ocho meses antes en Dublín.

—¿Con el mismo tipo de víctima y la misma firma?

—Mary McCarthy, veinticuatro años, una estudiante de tercer ciclo en el Trinity College. La encontraron estrangulada en su habitación de la residencia universitaria con unos pantis.

—¿Y cree que se trata de Vaughn?

—Es evidente, ¿no?

—No.

—Se perdió el rastro de Vaughn en París cuando la agredió a usted. Desde entonces es un fantasma. La policía francesa no ha avanzado ni un ápice en la investigación.

—¿Y qué?

—Voy a decirle lo que pienso. Vaughn es un asesino camaleónico, capaz de cambiar de identidad cuando se siente amenazado. Creo que se marchó de París hace mucho, que hizo un alto en Irlanda y que ahora se encuentra en Estados Unidos.

—Todo porque tiene dos asesinatos pendientes de resolver con unos modus operandi en principio similares.

—Absolutamente similares —la corrigió Keyne.

—Pero ¡hombre, Vaughn no es el primer asesino que estrangula a sus víctimas con una media de nailon!

—No se haga la tonta, Schäfer: Vaughn ha matado a todas esas mujeres con las medias de la víctima anterior. En eso es en lo que consiste la especificidad de su firma. ¡Lo sabe perfectamente!

—¿Y con qué fue estrangulada su víctima de Boston?

—Con unos pantis de color rosa y blanco. ¡Exactamente iguales que los que llevaba la estudiante irlandesa el día de su muerte!

—Se embala usted demasiado rápido. Su asesino de Irlanda o de Estados Unidos es un simple imitador. Un cómplice, un hombre de paja, una especie de admirador que reproduce sus crímenes minuciosamente.

—Un copycat, ¿no? Los vemos todas las noches en las series de la tele, pero, en quince años de oficio, nunca me he encontrado con ninguno. Eso no existe en la vida real.

—¡Por supuesto que sí! El Zodiac neoyorquino, el caso Hance…

Él levantó la mano para interrumpirla.

—Casos de hace treinta años que encuentras en manuales de criminología…

Alice no daba su brazo a torcer.

—Yo pensaba que el FBI era un poco más riguroso. ¿Caen siempre sin rebelarse en las trampas que les tienden?

Gabriel se impacientó.

—Mire, Alice, quería ahorrarle esto, pero, si desea una prueba irrefutable, tengo una a su disposición.

—¿Ah, sí?

—¿Sabe qué tipo de medias llevaba la joven irlandesa?

—Dígamelo usted.

—Unos pantis de embarazada, de encaje con motivos en espiral azul verdoso. Los que usted llevaba hace dos años cuando Vaughn estuvo a punto de matarla.

Un silencio. Aquella revelación la dejó helada. La policía no había comunicado ese detalle a la prensa. ¿Cómo habría podido enterarse un imitador de la marca y el modelo de sus pantis?

Se masajeó las sienes.

—Vale, de acuerdo, admitamos que es él. ¿Cuál es su tesis?

—Creo que Vaughn nos ha reunido para desafiarnos. Y el hallazgo de una huella suya me reafirma en ese análisis. Por un lado, usted: la policía francesa que mejor lo conoce por haberlo perseguido encarnizadamente; usted, a cuyo hijo mató antes de nacer; usted, con su ira y su odio hacia él. Por el otro, yo: el agente del FBI encargado de la investigación y que ha encontrado su rastro en Estados Unidos. Dos policías contra él. Dos agentes decididos a atraparlo, pero con sus debilidades y sus demonios, que pasan de repente de la posición de cazador a la de presa.

Alice consideró esa posibilidad con una mezcla de horror y excitación. Aquella perspectiva tenía algo de terrorífico.

—Esté Vaughn o no detrás de esos asesinatos, forzosamente ha de tener un discípulo o un hombre de paja —afirmó—. Anoche usted estaba en Dublín y yo en París. De una forma u otra, hubo que meternos en un avión, y ese tipo no tiene el don de la ubicuidad.

—Se lo concedo.

Alice se sujetó la cabeza entre las manos. El asunto estaba dando un giro insospechado que, desde hacía unas horas, reavivaba traumas y dolores que llevaba años soportando.

—Hay una cosa que no entiendo, Keyne: ¿por qué ha esperado todo este tiempo para revelarme su identidad?

—Porque mi deber era averiguar algo más acerca de usted, acerca de su implicación y sus motivaciones. Sobre todo, tenía mucho empeño en reunir suficiente información para evitar que el FBI me retirara del caso. Y además, entre nosotros, odio por encima de todo que me humillen, y debo reconocer que he caído como un pardillo…

—Pero ¿por qué se ha inventado ese personaje de músico de jazz?

—Se me ha ocurrido sin pensar, sobre la marcha. Siempre me ha gustado el jazz y Kenny, mi mejor amigo, es saxofonista.

—¿Qué propone hacer ahora?

—Antes de nada, pasar por el laboratorio de hematología medicoforense del Upper East Side para dejar la muestra de sangre presente en su blusa. El FBI trabaja a menudo con esa estructura. Cuesta un ojo de la cara, pero esa gente dispone de un material y unos equipos excelentes. Podremos tener un perfil genético dentro de dos horas.

—Buena idea. ¿Y luego?

—Vamos a Boston en coche, nos ponemos de acuerdo, vamos a ver al FBI y les contamos todo lo que sabemos mientras rezamos para que no me aparten del caso.

Alice miró a Gabriel y se dio cuenta de que su fisonomía había cambiado desde que había dejado de fingir. El lado jovial del músico de jazz había dejado paso a la gravedad del policía. Una mirada más sombría, facciones más duras, un semblante paralizado por la inquietud. Era como si volvieran a conocerse de nuevo.

—Voy con usted —dijo—, pero con una condición: una vez en Boston, quiero participar en la investigación.

—Eso no está dentro de mis competencias, lo sabe muy bien.

—Oficial u oficiosamente, formamos un equipo: usted me da la información que tiene y yo le doy la que tengo. Si no, nuestros caminos se separan aquí y adiós al trozo de blusa. O lo toma o lo deja.

Gabriel sacó un cigarrillo del paquete empezado que había cogido del Honda. Lo encendió y dio unas caladas nerviosas mientras se daba tiempo para pensar.

Alice lo miraba con el rabillo del ojo. Ahora lo reconocía por fin como uno de los suyos: un policía monomaníaco, dispuesto a todo para conservar un caso. Un policía que debía de pasarse buena parte de las noches metiéndose en la cabeza de los criminales para entender sus motivaciones. Un policía para el que detener a los asesinos tenía algo de sagrado.

Gabriel sacó las llaves del Shelby y las dejó sobre la mesa.

—De acuerdo, vamos —aceptó, aplastando el cigarrillo en un cuenco.

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