Central Park

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15. Para Bellum

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Segunda parte: La memoria del dolor

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Para Bellum

Si vis pacem, para bellum.

[Si quieres la paz, prepara la guerra.]

VEGECIO

Un cubo de Rubik de veinte metros de alto colocado en el lado este de la Quinta Avenida.

Flanqueado por los edificios del hospital Monte Sinaí y del museo de la ciudad de Nueva York, el laboratorio de hematología medicoforense ocupaba la última planta de un edificio ultramoderno cuya fachada cristalina —constituida de paneles de vidrio cuadrados multicolores— recordaba el famoso rompecabezas geométrico gigante.

Gabriel y Alice habían tardado menos de un cuarto de hora en llegar a la frontera del Upper East Side con el Spanish Harlem. Por suerte, era la hora de comer y había mucho sitio para aparcar. Dejaron el Shelby en una de las calles que bordeaban el inmenso recinto que albergaba el hospital y el campus de la escuela de medicina.

—Usted me espera en el coche, ¿vale?

—No lo dirá en serio… Ni hablar, voy con usted.

—De acuerdo —dijo Gabriel, suspirando—. Pero me deja hablar a mí. Soy yo quien dirige la investigación, ¿entendido?

—Entendido, jefe —se burló ella, y abrió la puerta.

Él salió también.

—Y nada de perder el tiempo, ¿eh? —dijo, mirando la hora en el reloj de un parquímetro.

Alice asintió con la cabeza en silencio y entró con él en el vestíbulo y luego en el ascensor. En aquel momento del día, la planta del laboratorio estaba casi vacía. Detrás del mostrador de recepción, una empleada estaba terminando de comerse una ensalada en un recipiente de plástico.

Gabriel se presentó y dijo que quería ver a Éliane Pelletier, la directora adjunta del laboratorio.

—¿Es francesa? —preguntó Alice, sorprendida, mientras hacía un ademán de desagrado ante la consonancia del nombre.

—No, de Quebec. Y le advierto que es un poco especial —dijo su compañero, al tiempo que arqueaba una ceja.

—¿Especial en qué?

—Le reservo la sorpresa.

Éliane Pelletier apareció de inmediato al final del pasillo.

—¡Gaby, qué alegría! ¿Has venido a presentarme a tu novia? —gritó desde lejos.

Era una mujer baja y robusta, con el pelo corto y gris. Llevaba unas gafas cuadradas y una bata blanca abierta encima de un amplio blusón negro. Su rostro, redondo y gracioso, recordaba el de una muñeca rusa.

—Me alegro de que estés por fin colocado —siguió pinchándolo mientras le daba un abrazo.

Él se guardó mucho de entrar en su juego.

—Éliane, te presento a la capitán Schäfer, de la Brigada Criminal de París.

—Mucho gusto —dijo ella, estrechándole la mano a Alice—. ¡Malditos franceses, como dicen en mi país!

Entraron los tres en su despacho.

—Tenemos poco tiempo, Éliane. ¿Puedes hacer un análisis de ADN a partir de esta muestra de sangre? Nuestros laboratorios están sobrecargados.

Alice sacó del macuto el trozo de tela de su blusa y se lo tendió a la quebequesa.

—Pongo a uno de mis analistas a trabajar ya mismo —aseguró, cogiendo la bolsa con la muestra—. ¿Qué buscas exactamente?

—Una huella dactilar aprovechable. ¿Puedes hacerlo deprisa?

—En seis horas, ¿te va bien? —propuso Éliane mientras se recolocaba las gafas.

—¿Estás de broma?

—Puedo utilizar minisondas y reducir el tiempo de extracción del ADN y su ampliación, pero te costará más caro…

—Hazlo lo más rápido que puedas. Cuando tengas los resultados, envíaselos a Thomas Krieg con la factura. Me gustaría llamarlo para informarle. ¿Puedo utilizar tu teléfono?

—Como si estuvieras en tu casa, Gaby. Yo me pongo a trabajar ahora mismo.

Éliane se fue y los dejó solos en el despacho.

—¿Cuál es el número de su móvil? Si no le importa, me gustaría dárselo a Thomas para que pueda localizarnos fácilmente.

Alice asintió y se lo escribió en un papelito adhesivo que estaba encima de la mesa.

Mientras Gabriel llamaba a su compañero, ella salió al pasillo. Activó el teléfono y marcó el número de su padre, pero le saltó el mensaje lapidario de su buzón de voz:

«Alain Schäfer. No estoy disponible ahora. Deje un mensaje después de la señal», pedía una voz hosca y áspera.

—Papá, soy Alice. Llámame en cuanto puedas. Es urgente. Muy urgente.

Colgó. Se quedó pensando unos segundos y se decidió a llamar de nuevo a Seymour.

—Soy yo otra vez.

—Uf, estaba preocupado. ¿Has hablado con Keyne?

—Sí, dice que es agente especial del FBI, de la oficina de Boston.

—¡No fastidies! ¡Ese tipo te está enredando, Alice!

—Puedes intentar comprobarlo, pero yo creo que esta vez dice la verdad. Está investigando un asesinato que presenta semejanzas con los de Erik Vaughn.

—Llamaré a Sharman, el tipo de Washington al que ayudamos con el caso Petreus.

—Gracias, Seymour. ¿Estás aún en la oficina? Tengo que pedirte que hagas otra cosa.

El policía parisino no pudo reprimir un suspiro.

—¡Alice, estoy con este asunto desde esta mañana!

—Quisiera que cogieses el coche y…

—¿Ahora? Imposible. ¡Tengo curro hasta las once de la noche!

Ella hizo caso omiso de sus protestas.

—Toma la autopista del Este hasta Metz y continúa hasta Sarreguemines.

—¡Alice, eso son trescientos cincuenta kilómetros como mínimo!

Ella siguió sin hacerle caso.

—Hay una antigua azucarera cerrada entre Sarreguemines y Sarrebourg. No sé exactamente dónde está, pero pídele a Castelli que la localice; no debe de haber muchas en la región.

—¡Te he dicho que no, Alice!

—Llévate una linterna, unas tenazas grandes y unos tubos luminosos. Llámame cuando estés allí. Me gustaría que comprobaras una cosa.

—¡Son ocho horas entre ida y vuelta!

—No te lo pediría si no fuera importante. ¡Hazlo en nombre de nuestra amistad! —le suplicó—. ¡Eres el único en quien puedo confiar, joder!

En el otro extremo de la línea, Seymour percibió el desamparo de su amiga y se rindió.

—Dime al menos lo que se supone que tengo que encontrar —dijo, suspirando.

—Un cadáver, espero.

La carretera.

La velocidad.

El paisaje que desfila.

El rugido bronco del motor V8.

En la radio, la voz eterna de Otis Redding.

Un enorme cuentarrevoluciones empotrado en el centro del antiguo salpicadero.

Y los reflejos ámbar y miel de los cabellos de Alice.

Habían salido de Manhattan a las dos de la tarde y, durante dos horas, atravesado parte de Connecticut: primero por la Interestatal 95, que se extendía junto a la costa, y luego por la 91, que subía hacia el norte. La circulación era fluida y el sol bañaba la autopista, tan pronto bordeada de abetos como de ginkgos, olmos y robles blancos.

Con la cabeza en otra parte, casi no habían hablado en todo el trayecto, perdidos cada uno en sus pensamientos. Rumiando cada uno sus propias inquietudes.

El Shelby GT corría como una flecha. Gabriel, al volante del bólido, se imaginó por un breve instante que estaba en la piel de un chico de los sesenta, el cual, orgulloso de su Mustang, llevaba a su girlfriend a ver la última de Steve McQueen mientras escuchaba las canciones de Roy Orbison o de los Everly Brothers, a la vez que temía el siguiente reclutamiento, que quizá lo enviaría a Vietnam.

Volvió la cabeza hacia Alice. Esta, mostrando una expresión dura e impenetrable, estaba sumida en sus reflexiones con la mano cerrada en torno al teléfono, en espera de una llamada. Con su tez clara, sus pómulos altos, la guerrera puesta y el pelo peinado hacia atrás, presentaba una belleza salvaje, casi marcial. Era evidente: Alice Schäfer estaba en pie de guerra. Pero, detrás de la dureza de sus facciones, se intuía de forma intermitente el esbozo de otra mujer, más serena y apacible.

Gabriel se preguntó cómo sería antes. Antes del drama. ¿Risueña, tranquila, feliz? ¿Habría podido él enamorarse de una mujer así, si la hubiera visto en las calles de París? ¿La habría abordado? ¿Lo habría mirado ella? Se representó mentalmente la escena, complaciéndose en alargar aquella divagación.

En la radio, The Clash, U2 y Eminem sustituyeron a Otis Redding. El encanto se rompió. Adiós a los años sesenta y las digresiones románticas. Regreso a la realidad.

Pestañeó y bajó la visera para protegerse de la luz del sol.

Otra mirada al retrovisor para captar la mirada de Alice mientras se recogía el moño medio deshecho.

—Lo que hay que mirar es la carretera, Keyne.

—Me gustaría que me explicara una cosa…

Dejó la frase en suspenso. Ella sostuvo su mirada en el espejo.

—¿Cómo puede estar segura de que las huellas de la jeringuilla no son las de Vaughn?

Ella, irritada, se encogió de hombros.

—Es una suposición, ya se lo he dicho, no una certeza.

—No me tome por idiota. Usted no ha creído ni por un segundo que Erik Vaughn esté en Estados Unidos, aunque todos nuestros indicios lo acusan. Tengo miles de horas de interrogatorio a mis espaldas. Sé cuándo alguien me miente, y eso es lo que usted está haciendo en este momento.

—Nada le permite… —empezó a defenderse Alice sin mucha energía.

—¡Le advierto que yo soy el único policía autorizado para investigar sobre este caso! —la interrumpió él subiendo el tono—. He sido legal con usted, le he dado toda la información que tengo cuando nada me obligaba a hacerlo.

Ella suspiró.

—Me ha pedido que formemos un equipo y que abogue en su favor ante mis superiores para que la dejen colaborar en la investigación —continuó Gabriel—. Muy bien, acepto, aún a riesgo de jugarme la credibilidad. Pero si somos compañeros, nos lo decimos todo, ¿de acuerdo?

Ella asintió. Era el tipo de discurso que le gustaba.

—Entonces vuelvo a hacerle la pregunta, Alice: ¿cómo puede estar segura de que las huellas de la jeringuilla no son las de Vaughn?

Ella se masajeó las sienes y respiró hondo antes de decir:

—Porque Vaughn está muerto, Keyne. Vaughn está muerto desde hace tiempo.

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