Central Park

Central Park


Segunda parte. La memoria del dolor » 15. Para Bellum » Recuerdo…

Página 24 de 46

Recuerdo…

Recuerdo…

MENOS DE DOS AÑOS ANTES

Recuerdo.

5 de diciembre de 2011.

La claridad mortecina de una habitación de hospital.

Un sol invernal que empieza a ponerse y penetra con dificultad a través de los estores.

El olor repugnante de los antisépticos y de las bandejas de comida.

Las ganas de morir.

Han transcurrido tres semanas desde la agresión de Erik Vaughn y la muerte de Paul. Estoy postrada en la cama, con la mirada fija, perdida en el vacío. Llevo incrustado en el antebrazo un catéter por donde me suministran antibióticos. Pese a los analgésicos, el menor movimiento me acuchilla la parte baja del vientre. Pese a los ansiolíticos y los antidepresivos, el menor pensamiento me desgarra el corazón.

Cuando el Samu me llevó al hospital, ya había perdido mucha sangre. Me hicieron una ecografía abdominal para confirmar la muerte del niño y hacer un balance de las lesiones. Las puñaladas habían perforado la pared del útero, seccionado una arteria, provocado lesiones digestivas y alcanzado el intestino delgado.

Jamás habría necesitado más a Paul a mi lado que en aquel momento. Era una necesidad vital de sentir su presencia, de llorar toda nuestra pena juntos, fundidos el uno con el otro, y de pedirle perdón, perdón, perdón…

Me informaron de su muerte justo antes de llevarme al quirófano. Justo antes de que me abrieran el abdomen para sacar a mi hijo asesinado. Los últimos lazos que me unían a la vida se rompieron entonces. Grité de rabia y de dolor mientras les pegaba a los médicos que intentaban calmarme, antes de perder el sentido bajo los efectos de la anestesia.

Más tarde, después de la operación, un doctor me dijo, el muy capullo, que en cierto modo había tenido «suerte». Al estar en la fase final del embarazo, el feto ocupaba tanto espacio en mi vientre que empujaba los órganos hacia atrás. Así que mi hijo había recibido en mi lugar los golpes que deberían haberme resultado fatales.

Mi hijo me ha salvado la vida. Y esa idea me resulta insoportable.

Me han suturado todas las heridas internas y quitado un trozo de intestino. Incluso me han dicho que habían conseguido preservar el útero para un posible embarazo futuro.

Como si, después de esto, pudiera haber un día otro amor, otro embarazo, otro niño.

Mi madre ha cogido el tren para venir a verme, pero sólo se ha quedado veinte minutos. Mi hermano me ha dejado un mensaje en el contestador. Mi hermana se ha limitado a mandarme un SMS. Afortunadamente, Seymour pasa dos veces al día y hace lo que puede para consolarme. Los chicos del 36 del Quai des Orfèvres también vienen, pero en sus silencios adivino su decepción, su enfado: no sólo me he adelantado a ellos, sino que he hecho fracasar una de las investigaciones más importantes que el servicio haya tenido que resolver en los últimos años.

Desde el fondo de mi cama, sorprendo esas miradas que no engañan y en las que se traslucen la amargura y el reproche. Sé de sobra lo que todo el mundo piensa: que por mi culpa Erik Vaughn sigue en libertad.

Y que, por horrible que sea lo que me ha pasado, en el fondo no puedo sino culparme a mí misma.

Floto entre los vapores medicamentosos de las pastillas que me hace tragar el personal hospitalario. Anestesiarme el cerebro, insensibilizarme el corazón es el único medio que han encontrado para impedir que me corte las venas o salte por la ventana.

Pese a tener la mente embotada, oigo el chirrido agudo de la puerta que se abre para dejar paso a la figura maciza de mi padre. Vuelvo la cabeza para mirarlo avanzar lentamente hacia mi cama. Alain Schäfer en todo su esplendor: pelo canoso, cara de cansancio, barba de tres días. Lleva su incombustible «uniforme» de policía: un tres cuartos de cuero con forro de piel abierto sobre un jersey de cuello vuelto, unos vaqueros gastados y unas botas de punta cuadrada. En la muñeca, un viejo Rolex Daytona de acero —igual que el de Belmondo en Pánico en la ciudad— que le regaló mi madre un año antes de que yo naciera.

—¿Aguantas, campeona? —pregunta, acercando una silla para sentarse a mi lado.

«Campeona». Un sobrenombre que se remonta a la infancia. No había vuelto a llamarme así desde hace por lo menos veinticinco años. Un recuerdo emerge: cuando me acompañaba, de pequeña, a los torneos de tenis los fines de semana. No se puede negar que ganamos juntos copas y trofeos, yo en la pista y él en las tribunas. Siempre tenía la palabra adecuada en el momento oportuno. La mirada tranquilizadora y la frase idónea. El amor a la victoria, a cualquier precio.

Mi padre viene a verme todos los días. Casi siempre al atardecer; se queda conmigo hasta que me duermo. Es el único que me comprende un poco y no me juzga. El único que me defiende, porque sin duda alguna habría actuado igual: adicto a la adrenalina, él también habría corrido los riesgos que hubiera hecho falta, él también habría ido solo, empuñando el arma, sin pensarlo.

—He ido a ver a tu madre al hotel —me dice, abriendo un portadocumentos de piel—. Me ha dado una cosa que le pedías desde hace tiempo.

Me tiende un álbum de fotos encuadernado en una tela raída que acaba de sacar de la cartera. Hago un esfuerzo para incorporarme, enciendo la luz que está encima de la cama y paso las páginas separadas con papel de seda.

El álbum data de 1975, el año de mi nacimiento. En unas páginas de cartulina, fotos sujetas con adhesivos de doble cara coronan anotaciones hechas con bolígrafo que han atravesado el tiempo.

Las primeras fotografías se remontan a la primavera de 1975. Veo en ella a mi madre embarazada de seis meses. Había olvidado cuánto me parecía a ella. Había olvidado también cuánto habían llegado a quererse mis padres al principio. Hojeando el álbum, toda una época cobra vida a través de las fotos amarillentas. Veo el pequeño estudio que compartían entonces en la rue Delambre, en Montparnasse. El papel pintado de psicodélico naranja del salón, donde destaca un sillón en forma de huevo; unas estanterías de cubo en las que están ordenados elepés de Dylan, Hendrix y Brassens; un teléfono de baquelita; un póster del club de fútbol Saint-Étienne de la época gloriosa.

En todas las fotos, mi padre y mi madre tienen una sonrisa en los labios y están a todas luces rebosantes de felicidad ante la idea de ser padres. Lo habían conservado todo, fotografiado todo del gran acontecimiento: el análisis de sangre que anunciaba mi nacimiento, la primera ecografía, las ideas de nombres escritas en un bloc Steno de espiral: Emma o Alice si era una niña, Julien o Alexandre si era un niño.

Paso otra página y se me hace un nudo en la garganta a causa de la emoción. La maternidad el día de mi nacimiento. Un recién nacido que berrea en brazos de su padre. Bajo la instantánea, reconozco la letra de mi madre:

«12 de julio de 1975: ¡aquí está nuestra pequeña Alice! ¡Es tan buena como su papá y su mamá!».

En la página opuesta, mi pulsera de nacimiento pegada con papel celo, además de otra foto tomada unas horas más tarde. Esta vez, la «pequeña Alice» duerme plácidamente en su cuna rodeada por sus padres, con ojeras, pero también con los ojos haciéndoles chiribitas. Y de nuevo la letra de mi madre:

«Tenemos por delante una nueva vida. Nuevos sentimientos revolucionan nuestra existencia. Ahora somos padres».

Lágrimas amargas ruedan por mis mejillas ante la evocación de sentimientos que yo no experimentaré jamás.

—¡Joder! ¿Por qué me enseñas esto? —digo, apartando el álbum sobre la cama.

Tomo conciencia de que mi padre tiene también los ojos húmedos.

—Cuando tu madre dio a luz, fui yo quien te dio el primer baño y el primer biberón —me cuenta—. Fue el momento más emocionante de toda mi vida. Aquel día, al cogerte por primera vez en brazos, te hice una promesa.

Se le quiebra la voz y durante unos segundos se queda callado.

—¿Qué promesa? —pregunto.

—La promesa de que, mientras estuviera vivo, no dejaría que nadie te hiciera daño nunca. Te protegería pasara lo que pasase y fueran cuales fuesen las consecuencias.

Trago saliva.

—Pues ya ves, no hay que hacer ese tipo de promesas porque no se pueden cumplir.

Él suspira y se pasa los dedos por los párpados para secar las lágrimas que no puede contener; luego saca una carpeta de cartón de la cartera.

—He hecho lo que he podido. He hecho lo que debía —explica, tendiéndome la carpeta.

Antes de abrirla, lo interrogo con la mirada. Es entonces cuando me revela:

—Lo he encontrado, Alice.

—¿De quién hablas?

—He encontrado a Erik Vaughn.

Me quedó boquiabierta. Desconcertada. Mi cerebro se niega a registrar lo que acabo de oír. Le pido que lo repita.

—He encontrado a Erik Vaughn. Nunca más volverá a hacerte daño.

Una oleada gélida me paraliza. Durante unos segundos, nos miramos en silencio.

—¡Es imposible! Desde que se dio a la fuga, la mitad de la policía francesa está buscándolo. ¿Qué especie de milagro va a haberte permitido encontrarlo tú solo?

—Eso da igual, el caso es que lo he hecho.

Pierdo los nervios.

—Pero ¡fuiste apartado del cuerpo! ¡Ya no eres policía! ¡No tienes equipo, no tienes…!

—He conservado contactos —explica él, sin apartar los ojos de mí—. Tipos que me deben favores. Personas que conocen a personas, que conocen a su vez a otras. Ya sabes cómo funciona eso.

—Pues no.

—Sigo teniendo confidentes entre los taxistas. Erik Vaughn montó en el vehículo de uno de ellos junto a la puerta de Saint-Cloud la misma noche que te atacó. Dejó el MP3 al darse cuenta de que lo habían identificado.

Siento el corazón a punto de estallar dentro del pecho. Mi padre continúa:

—El taxi lo llevó a Seine-Saint-Denis, en Aulnay-sous-Bois, a un hotel mugriento junto a la place du Général-Leclerc.

Me quita de las manos el portadocumentos para sacar varias fotografías, del tipo de las que toma la policía durante una vigilancia.

—Mientras que todo el mundo lo creía en el extranjero, esa escoria se escondía a menos de veinte minutos de París. Estuvo allí cinco días con otro nombre y un carnet de identidad falso. Limitaba sus desplazamientos, pero intentaba conseguir un pasaporte también falso para salir del país. El último día, hacia las once de la noche, salió a tomar el aire. Estaba solo, andaba pegado a la pared, con la cabeza gacha y una gorra calada hasta las cejas. Fue entonces cuando me abalancé sobre él.

—¿Así sin más, en plena calle?

—Por la noche, aquello está desierto. Dos golpes con una barra de hierro en el cuello y la cabeza. Ya estaba muerto cuando lo metí en el maletero del Range Rover.

Intento tragar saliva, pero tengo una bola en la garganta. Me agarro a la barra de seguridad metálica que bordea la cama.

—Y… ¿qué hiciste con el cuerpo?

—Conduje buena parte de la noche en dirección a Lorena. Había encontrado el sitio perfecto para desembarazarme de ese monstruo: una antigua azucarera abandonada entre Sarrebourg y Sarreguemines.

Me tiende otras fotos que me recuerdan un decorado de película de terror en medio de ninguna parte. Detrás de las vallas de alambre, una sucesión de edificios abandonados. Ventanas tapiadas. Chimeneas de ladrillo rojo que amenazaban derrumbarse. Gigantescas cubas de metal medio hundidas en el suelo. Cintas transportadoras descuajaringadas. Vagonetas inmovilizadas sobre raíles invadidos por las malas hierbas. Palas mixtas devoradas por la herrumbre.

Señala con un dedo una imagen.

—Detrás de la zona de almacenamiento hay tres pozos de piedra, construidos uno junto a otro, que descienden hasta una cisterna subterránea. El cuerpo de Vaughn se está pudriendo en el de en medio. Ahí no lo encontrará nadie jamás.

Me enseña otra foto, la última. La imagen del brocal de un pozo rodeado por una pesada reja.

—Esta venganza nos pertenece —afirma mi padre apretándome la parte superior del brazo—. Ahora, el asunto se calmará. Para empezar, porque no habrá más asesinatos. Y como Vaughn tiene familia en Irlanda y Estados Unidos, pensarán que ha huido al extranjero, o quizá que se ha suicidado.

Sostengo su mirada sin pestañear. Estoy petrificada. Invadida por violentos sentimientos contradictorios, soy incapaz de pronunciar una sola palabra.

A una primera oleada de alivio le sucede una suerte de rabia sorda. Aprieto los puños hasta clavarme las uñas en la carne. Todo mi cuerpo se contrae. Las lágrimas afluyen y siento que me sube fuego a las mejillas.

¿Por qué me ha privado mi padre de esa venganza, de «mi» venganza?

Después de la muerte de mi marido y mi hijo, perseguir y matar a Erik Vaughn era la única razón por la que aún podía aferrarme a la vida.

Ahora ya no me queda nada.

Ir a la siguiente página

Report Page