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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 17

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—Es el vestido más bonito que he visto en mi vida —aseguró a las cinco menos veinte.

Los demás se habían reunido a su alrededor; Clay había dicho que creía que se acercaba el fin.

—¿De qué color es, Alice? —preguntó Clay sin esperar respuesta.

—Verde —lo sorprendió ella.

—¿Para qué te lo pondrás?

—Las señoras vienen a la mesa —repuso Alice.

Su mano seguía oprimiendo la zapatilla, pero cada vez más despacio. La sangre de la herida se había secado hasta adquirir una suerte de brillo esmaltado.

—Las señoras vienen a la mesa, las señoras vienen a la mesa. El señor Ricardi se queda en su puesto, y las señoras vienen a la mesa.

—Exacto, cariño —musitó Tom—. El señor Ricardi se quedó en su puesto, ¿verdad?

—Las señoras vienen a la mesa.

El ojo de Alice se volvió hacia Clay, y por segunda vez habló con la otra voz, la que Clay había oído brotar de su propia boca.

—Tu hijo está con nosotros —fueron las únicas cinco palabras que pronunció.

—Mientes —siseó Clay con los puños apretados por el esfuerzo de no pegar a la joven moribunda—. Mientes, hijo de puta.

—Las señoras vienen a la mesa, y tomamos el té —dijo Alice.

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