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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 18

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El alba despuntaba al este. Tom estaba sentado junto a Clay.

—Si son capaces de leer el pensamiento —señaló al tiempo que le apoyaba una mano en el brazo—, es posible que hayan captado que tienes un hijo y estás preocupado por él con la facilidad con la que consultas algo en Google. Ese tipo podría estar utilizando a Alice para intentar volverte loco.

—Ya lo sé —respondió Clay, y también sabía que lo que Alice había dicho con la voz del tipo de la sudadera roja era más que posible—. ¿Sabes lo que no me quito de la cabeza?

Tom negó con un gesto.

—Cuando era pequeño…, debía de tener unos tres o cuatro años, cuando Sharon y yo aún nos llevábamos bien y lo llamábamos Johnny-Gee, venía corriendo cada vez que sonaba el teléfono. «¿Pa-pa mi-mí?» preguntaba. Nos partíamos de risa. Y si era su abuela o su abuelo, le decíamos «Pa-pa ti-ti» y le pasábamos el teléfono. Aún recuerdo lo enorme que parecía el maldito trasto en su manita… y junto a su carita…

—Basta, Clay.

—Y ahora…, ahora…

No pudo continuar. Ni falta que hacía.

—¡Venid! —gritó de repente Jordan con voz angustiada—. ¡Deprisa!

Regresaron junto a Alice. Su cuerpo se había arqueado presa de una convulsión, la columna vertebral rígida en su abrazo mortal. El ojo bueno parecía a punto de salirse de su órbita; los labios se curvaron hacia abajo. Y de repente todo se relajó. Alice pronunció un nombre que a ninguno de ellos les resultaba familiar, Henry, y apretó la zapatilla por última vez. Luego, sus dedos quedaron inertes y la soltaron. Un último suspiro, una última nubecilla de vapor por entre los labios entreabiertos.

Jordan paseó la mirada entre Tom y Clay.

—¿Está…?

—Sí —asintió Clay.

Jordan rompió a llorar. Clay permitió que Alice contemplara las estrellas ya casi desvanecidas durante unos segundos más y luego le cerró el ojo con el dorso de la mano.

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