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El pulso » 7

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Las puertas del Atlantic Avenue Inn estaban cerradas con llave.

Clay se asombró tanto que por un instante no pudo hacer más que quedarse ahí parado como un pasmarote, intentando girar el pomo y sintiéndolo resbalar entre los dedos mientras trataba de asimilar la idea: cerradas. Las puertas de su hotel estaban cerradas.

Tom se situó junto a él y apoyó la frente en el cristal para mitigar el reflejo y escudriñó el interior. Del norte, procedente a buen seguro de Logan, llegó otra de aquellas explosiones monstruosas; esta vez Clay tan solo dio un respingo mínimo y le pareció que Tom McCourt no se inmutaba en absoluto, pues estaba demasiado concentrado en lo que veía.

—Hay un tipo muerto en el suelo —anunció por fin—. Lleva uniforme, pero parece demasiado viejo para ser un botones.

—No quiero que nadie me lleve el puto equipaje —dijo Clay—. Lo único que quiero es subir a mi habitación.

A su lado, Tom emitió un extraño bufido. Por un instante, Clay creyó que estaba llorando de nuevo, pero al poco comprendió que era una risita ahogada.

En un vidrio de la puerta de doble hoja se veían impresas las palabras

ATLANTIC AVENUE INN, así como una mentira descarada,

EL MEJOR HOTEL DE BOSTON, en el otro. Tom golpeó con la palma de la mano el vidrio izquierdo, entre la frase

EL MEJOR HOTEL DE BOSTON y una hilera de etiquetas de tarjetas de crédito.

Clay también escudriñaba el vestíbulo, que no era muy espacioso. A la izquierda se encontraba el mostrador de recepción, y a la derecha había dos ascensores. Una alfombra granate cubría parte del suelo. Sobre ella yacía el viejo uniformado, de bruces, con un pie encaramado a un sofá y una reproducción enmarcada de un velero de Currier & Ives sobre el trasero.

La sensación de felicidad que Clay había experimentado un momento antes se desvaneció como por ensalmo, y cuando Tom empezó a aporrear el vidrio con el puño, le cubrió la mano para detenerlo.

—No se moleste —dijo—. No van a dejarnos entrar aunque estén vivos y cuerdos. —Reflexionó unos segundos antes de añadir—: Sobre todo si están vivos y cuerdos.

Tom le lanzó una mirada inquisitiva.

—No lo entiende, ¿verdad?

—¿Eh? ¿El qué?

—Las cosas han cambiado; no pueden dejarnos aquí fuera.

Apartó la mano de Clay, pero en lugar de volver a aporrear el vidrio, apoyó de nuevo la frente contra él y empezó a gritar. Clay se dijo que el hombrecillo poseía una voz bastante potente para ser tan menudo.

—¡Eh! ¡Eh, los de ahí dentro!

Silencio. En el vestíbulo no se produjo ningún cambio. El viejo botones seguía estando muerto, con un cuadro tapándole el trasero.

—¡Eh, los de ahí dentro, será mejor que abran la puerta! ¡El hombre que me acompaña es cliente del hotel, y yo soy su invitado! ¡Abran o romperé el vidrio con un adoquín! ¿Me oyen?

—¿Un adoquín? —exclamó Clay con una carcajada—. ¿Ha dicho «adoquín»? ¡Genial! —Y rió más fuerte sin poder contenerse.

En aquel momento captó un movimiento con el rabillo del ojo. Al volverse vio a una adolescente a cierta distancia de ellos, los miraba con una expresión aturdida en los demacrados ojos azules. Llevaba un vestido blanco con la pechera manchada de sangre. Tenía más sangre ya reseca bajo la nariz, en los labios y la barbilla. Aparte de la nariz ensangrentada no parecía herida, y desde luego no tenía aspecto de loca, tan solo de aturdida. Medio muerta de miedo, de hecho.

—¿Estás bien? —le preguntó Clay.

Avanzó un paso hacia ella, y la chica retrocedió otro. Dadas las circunstancias, Clay no se lo reprochaba. Se detuvo y alzó una mano como un policía dirigiendo el tráfico. No te muevas.

Tom se volvió un instante y luego siguió aporreando la puerta, esta vez con fuerza suficiente para que el vidrio temblara en su viejo marco de madera y distorsionara su reflejo.

—¡Es su última oportunidad! ¡Vamos a entrar!

Clay se giró y abrió la boca para advertirle que con semejantes fantasmadas no conseguiría nada, ese día no, pero en aquel instante una cabeza calva emergió tras el mostrador de recepción. Fue como ver un periscopio emerger a la superficie del mar. Clay reconoció aquella cabeza antes aun de ver la cara; pertenecía al recepcionista que lo había registrado el día anterior, el que le había sellado el tíquet del aparcamiento situado a una manzana del hotel, el mismo que le había indicado el camino al hotel Copley Square aquella mañana.

El recepcionista se quedó tras el mostrador, y Clay sostuvo en alto la llave de su habitación con el llavero de plástico verde del hotel colgando de ella. También le mostró la carpeta de dibujo con la esperanza de que la reconociera.

Quizá la reconoció, aunque lo más probable era que concluyera que no tenía elección. En cualquier caso, salió por la abertura situada en el extremo más alejado del mostrador y atravesó el vestíbulo a buen paso, esquivando el cadáver. Clay Riddell pensó que tal vez estaba contemplando la primera carrera realizada a regañadientes de su vida. Al llegar junto a la puerta, el recepcionista paseó la mirada entre Clay y Tom. Si bien no pareció tranquilizarle demasiado lo que veía, se sacó un llavero del bolsillo, rebuscó entre las llaves hasta dar con una y la introdujo en la cerradura. Cuando Tom alargó la mano hacia el pomo, el hombre alzó la mano como había hecho Clay al ver a la adolescente ensangrentada, escogió otra llave, la hizo girar en otra cerradura y por fin abrió la puerta.

—Entren, deprisa —los instó; en aquel instante vio a la chica, que los observaba desde una distancia prudencial—. Ella no.

—Ella sí —replicó Clay—. Vamos, cariño —la animó.

Pero la chica no quería, y cuando Clay avanzó un paso hacia ella, giró sobre sus talones y echó a correr, el vestido blanco revoloteaba a su alrededor.

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