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El pulso » 8

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—Podría morir ahí fuera —dijo Clay.

—No es asunto mío —espetó el recepcionista—. ¿Entra o no, señor Riddle?

Pronunció su nombre mal, con acento de Boston, no el tosco acento medio sureño al que Clay estaba tan acostumbrado en Maine, donde daba la impresión de que una de cada tres personas era un expatriado de Massachusetts, pero con pretensiones de sonar como un británico.

—Se pronuncia Riddell —puntualizó.

Y desde luego, iba a entrar; no tenía intención de permitir que aquel tipo lo dejara fuera ahora que la puerta estaba abierta, pero se quedó un momento más en la acera por si veía reaparecer a la chica.

—Vamos —lo instó Tom en voz baja—. No se puede hacer nada.

Y estaba en lo cierto, no se podía hacer nada; eso era lo más terrible. Clay siguió a Tom, y el recepcionista volvió a cerrar con doble llave las puertas del Atlantic Avenue Inn, como si eso bastara para salvaguardarlos del caos imperante en las calles.

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