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Casino » Primera parte: Apostar sobre la línea » 5

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«Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.»

A finales de los cincuenta, antes de que el terror de la droga invadiera el país, los jugadores ilegales eran considerados el enemigo público número uno. El FBI había organizado redadas en todo el país para detener a los jugadores más conocidos. Se habían aprobado unas leyes federales que castigaban la transmisión de pronósticos deportivos o resultados de carreras por las líneas interestatales. Las vistas de la Comisión contra el Delito Kefauver —una de las primeras investigaciones oficiales televisada— se lo ponían también difícil a los sheriffs y jefes de policía que habían permitido que los corredores de apuestas, los compensadores y los casinos ilegales funcionaran en su demarcación mediante un pago determinado. Incluso en Chicago, la patria de Al Capone, una ciudad donde la policía había tenido problemas para cerrar uno solo de los miles de establecimientos de venta de bebidas alcohólicas ilegales, empezaba a presionar a los corredores de apuestas de la ciudad. En 1960, Rosenthal El Zurdo fue detenido por primera vez como corredor de apuestas. De pronto apareció su nombre en distintas listas de jugadores importantes que distribuyó a la prensa como churros el Comité contra la Delincuencia de Chicago.

En 1961, a los treinta años, Rosenthal El Zurdo se trasladó. Según él:

Decidí salir a trabajar por cuenta propia. Dejar de hacer dinero para los demás. Pensé que había llegado el momento de empezar a jugar sin contar con nadie. Me trasladé a Miami. Mi padre ya se había trasladado allí con alguno de sus caballos y me pareció que aquello era lo más adecuado.

Tenía la intención de jugar poco. Disponía de cinco mil dólares para invertir y dos tipos se asociaron conmigo poniendo cinco mil dólares cada uno. El capital inicial era pues de quince mil dólares. Propuse empezar con jugadas de doscientos dólares, seguidamente doblar a cuatrocientos y finalmente, a dos mil dólares.

A finales de la temporada de baloncesto universitario, cuando faltaban dos semanas para finalizar el campeonato, nuestro capital de quince mil dólares había ascendido a setecientos cincuenta mil dólares.

Tenía amigos en diferentes partes del país. Nos apoyábamos mutuamente. Yo les ayudaba y ellos me ayudaban a mí.

Un día recibí una llamada de un colega de Kansas City. Me dijo que no creía que Wilt Chamberlain, jugador a la sazón del Kansas City, jugara aquella noche.

Chamberlain era el equipo. Si él no jugaba, no había victoria posible. Le pregunté por qué. Respondió que no lo sabía bien, pero que alguien, tal vez una enfermera, había dicho que a Chamberlain se le habían hinchado tanto las pelotas que apenas podía andar.

Mi colega dijo estar seguro de tal información, pero yo hice mis comprobaciones y constaté que los médicos que atendían a Chamberlain corroboraban dicha dolencia.

Adopté la decisión enseguida. No tenía nada que perder pues siempre estaba a tiempo de modificar la apuesta al final de la semana. Me metí a fondo contra el Kansas antes de que anunciaran que Chamberlain no iba a jugar.

Ofrecí al colega que me había pasado el chivatazo una apuesta de cinco mil dólares para el partido. Chamberlain jugó todos los partidos excepto aquél.

Además, al hacer la apuesta, comenté a los corredores de apuestas lo que había oído. A eso se le llama cortesía profesional. Mantener informado al corredor. Es gente que conoces. Estás siempre hablando con ella. Evidentemente, primero haces la apuesta y luego lo dices. Es lo lógico en el oficio. A veces te escuchan y a veces no. En mi caso, escucharon. Aquello les dio la oportunidad de retirar determinada cantidad del Kansas.

En una apuesta como aquélla, nosotros —mis socios y yo— intentábamos bajar al máximo. Llamábamos a distintos corredores de apuestas de todo el país. Teníamos instalados en mi piso unos teléfonos especiales.

Unos cuantos empleados jubilados de la compañía telefónica nos habían instalado un sistema para acceder a la línea rápida antes de que existiera la línea rápida. Cuando nos lanzábamos sobre un partido y formulábamos las apuestas, en tres o cuatro minutos transmitíamos la información a todo el país. No exagero. No tardábamos más que eso.

Marcaba un número y hablaba con Washington, Nueva Orleans, Alabama, Kansas City, casi con todo el país excepto con lugares como Dakota del Norte, Dakota del Sur y Wyoming. Podía apostar donde quisiera. Los corredores de apuestas sabían mi nombre en código. Sabían que si perdía, pagaba.

Tienes un número de contratación con el corredor y ellos, su propio sistema de tasación de crédito. No les hace falta evaluar intuitivamente.

Si deciden, por ejemplo, que a mí me conceden veinticinco mil dólares ello significa que puedo llegar con ellos a veinticinco. Puede haber oscilaciones y cuando llegamos a los veinticinco mil dólares saldamos la cuenta. O me manda él un mensajero o se lo mando yo.

Mis socios y yo nos habíamos establecido como en un negocio. Teníamos unos hombres de paja que apostaban por nosotros para no despertar sospechas. Disponíamos de mensajeros. Recaderos. Cada cual tenía su cometido en el negocio. Le decías al mensajero: «¡Lleva eso a Tuscaloosa!». Los mensajeros en general querían formar parte de la organización. Era gente que siempre rondaba por allí. Conseguían un trozo del pastel. Era una especie de intercambio. Yo era el que estudiaba el caso. Era el pronosticador.

Apostaba entre veinte mil y treinta mil dólares por partido. Luego, en las dos últimas semanas de la temporada, con todo el engranaje trabajando a ritmo sostenido, perdimos ciento cincuenta mil dólares. Encajé un par de golpes serios. De todas formas, cerramos la temporada con cuatrocientos mil dólares de ganancias sobre la inversión de quince mil dólares y quedamos en paz de momento.

Pero en definitiva, las probabilidades están en contra de ti. Tienes que avanzar en equilibrio sobre una cuerda floja. De pequeño, en Chicago, siempre les oía comentar: «En verano, los corredores de apuestas van a Florida y los jugadores quedaban helados como pajaritos».

Con todo, la cosa funcionaba bien. Mi padre y yo compramos a medias unos cuantos potros. En realidad, empecé a pasar cada vez más tiempo en las pistas. Teníamos allí trece caballos. Había que estar atento. Alimentarlos ya nos costaba unos siete mil dólares al mes. Aquello era casi vivir en las pistas. Pero a mí me encantaba estar allí.

Por aquella época, tal como cuenta El Zurdo, recibió la visita de un hombre a quien llamaban Eli, El Zumos. Eli El Zumos poseía un almacén en Miami y enviaba naranjas y pomelos por todo el país. Era en realidad el intermediario de la zona, el individuo que recaudaba fondos para proporcionar inmunidad en todo Miami Beach. Sugirió a Rosenthal que le convenía pagarle quinientos dólares al mes.

Rosenthal afirma que le respondió que no hacía nada ilegal: pronosticaba y trabajaba en las carreras de caballos.

Le dije que si me dedicara a las apuestas con mucho gusto le complacería, pero que no era el caso. En aquellos momentos era estrictamente un jugador. Al cabo de una semana poco más o menos, volvió Eli El Zumos y me preguntó si había cambiado de parecer. En esta ocasión lo traté con menos cordialidad. De forma que una palabra se encadenó con la siguiente y le dije que se fuera a la mierda. Cometí el error de decirle que hiciera lo que le diera la gana. Eso hizo. El día de Año Nuevo la poli derribó la puerta de mi casa y me detuvo.

Martin Dardis, jefe del Departamento de North Bay Village, y el sargento Edward Clode de la División de Seguridad Pública del condado de Dade, llevaron a cabo la detención. El Zurdo se hallaba sentado en la cama, llevaba un pijama azul y miraba un partido por la tele aquella tarde cuando le interrumpió el asalto de los dos hombres. Lo que habría podido ser una detención rutinaria él lo convirtió en una catástrofe.

En cuanto oyó que la policía estaba en la puerta, El Zurdo se puso a gritar que iban a por él tan sólo porque se había negado a pagarle a Eli El Zumos.

—¿Qué pasa? —dijo—. ¿No habéis conseguido la astilla? ¿Por eso estáis aquí?

La acusación vertida sobre el jefe Dardis fue una imperdonable violación del ritual kabuki que conllevaba la etiqueta poli-corrupción.

Después de esto —admitió luego El Zurdo— el partido fue imparcial.

El jefe Dardis declaró más tarde:

Cuando entré en la habitación, encontré al señor Rosenthal sentado en la cama. Tenía el teléfono en una mano y un pequeño libro-negro en la otra. El ayudante del sheriff le leyó la orden de registro, y yo, mientras tanto, le cogí el auricular y pregunté a la persona que estaba al otro lado de la línea quién era. Le dije que yo era El Zurdo. El otro respondió:

—Aquí Cincinnati. Dispones de diez y diez para Windy Fleet, y yo me quedo con cuatro y cuatro.

Más tarde supimos que Windy Fleet era un caballo que tenía que correr aquella tarde en el Tropical Park. Llegó a la meta en segundo lugar.

Quince días después de la detención, El Zurdo dijo que tuvo una pelea de tráfico con dos hombres que resultaron ser agentes federales. Según él, los agentes se hallaban en una calle secundaria, cerca del Biscayne Boulevard. El Zurdo se dirigía a un conocido restaurante de allí cerca. Supo que eran agentes porque la policía local le acababa de multar por no señalar un giro a la derecha. Los agentes habían permanecido detrás de la policía y empezaron a insultarle cuando le entregaron la multa. El Zurdo dijo que los polis que lo multaron sabían que eran agentes del FBI. Según Rosenthal:

Una noche me hallaba yo conduciendo por una calle muy mal iluminada de Miami y aparecieron detrás de mí un par de agentes. Es cierto que ocurrió eso. Lo juro. Una calle muy oscura y muy estrecha y el coche de atrás que se me va pegando. Me obligan a apartarme a un lado de la calle y a detener el vehículo. Los dos agentes se identifican y empiezan a darme la lata y yo les devuelvo la pelota. Uno de ellos era muy corpulento. Estábamos en una zona con árboles. Salió del coche y me sacó del mío; lo hizo a empujones, diciéndome:

—Por fin te tenemos. Te vamos a meter en el puñetero bosque y te haremos picadillo.

Por la forma como me miraba, tenía toda la intención de hacerlo. Y mientras me hablaba, veo que en dirección contraria circula, por pura casualidad, ni más ni menos que Tony Spilotro. ¡La Virgen! Ve mi coche. Aparca. Sale del suyo. Se enfrenta con los dos mamones que me habían parado. Les planta cara, y eso que él no pasa de metro sesenta y cinco. Les suelta:

—Vosotros, gallinas de mierda, no vais a hacerle nada.

¡Alabado sea Dios! Tony y yo nos habíamos criado juntos. Cuando hablaba de él, yo decía que le conocía desde el momento en que lo concibieron. Frecuentábamos los mismos lugares en Chicago. La relación, sin embargo, aumentó en North Miami. Tony aparecía por allí tres veces al año y a la primera persona que veía era a mí. La verdad es que el primer amor de Tony fue el juego. Por aquellos días él tenía la impresión de que no podía jugar sin mí. Que apostar en lo que fuera sería un desastre si no contaba con mi opinión. Siempre me estaba llamando. Me habría perseguido hasta la tumba por conseguir mi parecer. Era un adicto. Cuando hablamos de juego y de Tony estamos hablando de un alcohólico.

Una noche, nos encontramos cenando en un restaurante italiano del Biscayne Boulevard unas seis o siete personas. Todos tíos. Estaba Tony, todos sus muchachos y yo. Había también unos cuantos machos duros en la mesa. No sé por qué razón yo ponía a cien a uno de ellos. Por lo que fuera, no le gustaba Frank Rosenthal. Y me insultó en la mesa. Pasaron tres o cuatro minutos. Tony dice que se va al servicio. Se lleva al muchacho aquél. Y no han llegado a la puerta, ¡lo que le dijo al tipo! ¡Copón bendito! ¡Vaya lenguaje!:

—Eres un hijo de puta. Voy a cortarte el cuello si te atreves a mirarle otra vez de esta forma. Vuelve a la puta mesa y discúlpate, mamón.

El muchacho vuelve a la mesa y se disculpa.

—Resulta que no tendría que beber —dice— y bebo. No quería hacerlo. ¿Podrás perdonarme?

—Claro, no te preocupes —dije.

En 1961, el recién nombrado fiscal general, Robert F. Kennedy, empezó a investigar las conexiones entre la mafia, el juego ilegal y el sindicato de camioneros.

El FBI ya conocía a la mayor parte de jugadores. Estaba más al corriente de lo que se cocía en el seno del hampa que muchos de sus componentes. Las relaciones de Frank Rosenthal con la organización de Chicago eran de dominio público. Se le había visto por las calles de Chicago con capos de la altura de Turk Torello, Phil el de Milwaukee, Jackie Cerone y Fiore Buccieri. El Bureau estaba convencido de que además de apostar en Miami, hacía de corredor. La detención por parte de la policía local lo situó en un estadio lo suficientemente importante como para recibir la amistosa visita de los federales, quienes le plantearon que se hiciera chivato a cambio de la inmunidad; se negó a ello y subsiguientemente tuvo que hacer frente a una citación de la Subcomisión McClellan sobre el juego y la delincuencia organizada.

Al senador McClellan no le hizo ninguna gracia la picaresca de tipos y tipas de uñas pintadas que desfilaba ante él, acompañados de abogados caros que les proporcionaban unas tarjetas recién impresas en las que se leía la Quinta Enmienda.

La Comisión había seleccionado a unos cuantos testigos colaboradores para que declararan acerca del poder del hampa sobre el juego ilegal y su influencia en el mundo del deporte, en el que era de dominio público que se ofrecía dinero a atletas y entrenadores para reducir puntuaciones o influir en los resultados de los partidos.

El Zurdo contrató a un abogado, tomó el avión para Washington y allí se encontró con que lo acusaban de intentar sobornar a Michael Bruce, un mediocampista de veinticinco años de la Universidad de Oregón, quien declaró que cuando fue con su equipo a Ann Arbor a jugar un importante partido contra la Universidad de Michigan tuvo una cita con El Zurdo y con otra persona del mundo de las apuestas, David Budin, un ex jugador de baloncesto que, además de apostar, había sido estafador con los naipes y finalmente se había convertido en confidente, pagado por el gobierno.

Bruce declaró que la cita había tenido lugar en una habitación de hotel y que le habían ofrecido 5.000 dólares por asegurar la derrota de su equipo —uno de los peor clasificados— en ocho puntos en lugar de seis. Bruce dijo haber fingido estar de acuerdo con la proposición de El Zurdo, si bien había informado inmediatamente sobre ello a su entrenador.

El Zurdo negó haber intentado sobornar a nadie. Pero cuando subió al estrado ante la Comisión McClellan sus abogados le aconsejaron que si respondía a una sola de las preguntas, por insignificante que fuera, tendría que responder a todo cuanto se le preguntara o sería acusado de desacato y probablemente encarcelado. Su comparecencia ante la comisión fue un fracaso total.

SR. PRESIDENTE: ¿Le llaman a usted El Zurdo?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SENADOR MUNDT: ¿Es usted zurdo?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SR. PRESIDENTE: Señor Rosenthal, según esta transcripción de su declaración del 6 de enero del año en curso, 1961 (en la detención de un corredor de apuestas), se le formuló la siguiente pregunta: «A usted también se le conoce como El Zurdo». Y su respuesta fue: «Sí, éste era mi apodo en béisbol». ¿Es esto correcto?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SR. PRESIDENTE: ¿Juega usted a béisbol?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SR. ADLERMAN: Señor Rosenthal, ¿trabajó usted para Angel-Kaplan como pronosticador?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SR. ADLERMAN: ¿ES usted un jugador profesional y compensador de apuestas?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta pues creo sinceramente que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SR. ADLERMAN: ¿Conoce usted a Fiore Buccieri, FiFi?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SR. ADLERMAN: ¿Se relaciona usted con Sam Giancana, Mooney?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SR. ADLERMAN: ¿Ha intentado alguna vez sobornar a algún jugador de fútbol?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.

SR. ADLERMAN: ¿Alguna vez ha intentado específicamente sobornar a algún jugador de fútbol en los partidos Oregón-Michigan?

SR. ROSENTHAL: Me niego respetuosamente a contestar la pregunta basándome en que mi respuesta podría tender a incriminarme.

El Zurdo recurrió treinta y siete veces a la Quinta Enmienda.

El Zurdo volvió a Florida, pero la justicia lo seguía de cerca. Robert Kennedy había promovido un proyecto de ley en el Congreso por el que se prohibía la transmisión interestatal de toda información en cuanto al juego, con lo cual las llamadas telefónicas de El Zurdo sobre los temas de lesiones de deportistas, alineaciones, probabilidades e incluso situación meteorológica quedaban fuera de la ley y lo exponían a ser detenido.

En 1962, cuando se produjo la medida enérgica contra el juego tan esperada por el FBI y J. Edgar Hoover anunció personalmente las detenciones de centenares de jugadores e integrantes del hampa en todo el país, El Zurdo se contaba entre ellos. A lo largo del siguiente año, se le detuvo en distintas ocasiones acusándosele de corredor de apuestas, pronosticador, infracciones de tráfico, blasfemia, mala conducta, vagabundeo y juego.

El Bureau Federal instaló dos transmisores en su piso. Los micrófonos ocultos autorizados por el tribunal, que formaban parte de las rigurosas medidas establecidas por el Departamento de Justicia para combatir el juego ilegal y la actividad de las bandas, permanecieron en el piso de El Zurdo durante un año y un día. (Él no descubrió que le habían colocado las escuchas hasta que fue procesado Gil Beckley por un caso relacionado con el crimen organizado a nivel federal y, durante la presentación de motivos previa al juicio, uno de los abogados de éste detectó las declaraciones juradas del FBI en las que reconocían las escuchas en casa de El Zurdo.)

Posteriormente, la Comisión sobre Competiciones del Estado de Florida anunció que se anulaba la licencia de Rosenthal en cuanto a propiedad de caballos de carreras e incluso la de entrar en sus pistas, o en cualquier frontón de cesta punta o canódromo de todo el Estado. A pesar de los consejos de sus amigos, Rosenthal insistió en solicitar una vista a la Comisión de Competiciones, lo que le reportó únicamente más publicidad negativa.

Finalmente, todas las acusaciones que pesaban sobre El Zurdo como corredor de apuestas fueron sobreseídas o desechadas. Efectivamente, cada uno de los cargos —aparte de una infracción de tráfico en Miami— fue sobreseído sin juicio, hasta 1962, año en que procesaron a Rosenthal en Carolina del Norte por intento de soborno en la persona de un jugador de baloncesto universitario de veinte años de la Universidad de Nueva York. De nuevo en esta ocasión tuvo como acusador a David Budin, el mismo confidente del gobierno que había manifestado ser testigo del supuesto intento de soborno en Ann Arbor, cargo por el que nunca había sido condenado Rosenthal. Efectivamente, los únicos cargos que se imputaron en el caso de soborno de Ann Arbor fueron contra Budin, por registrarse con nombre falso en el hotel de Dearborn.

En el caso de Carolina del Norte, no obstante, el abogado de Rosenthal, un letrado de la zona experto en cuestiones de juego y procesos en este campo, le dijo que el juez de Carolina del Norte que llevaba el caso había dejado claro que si Rosenthal insistía en llegar al juicio y en éste se le declaraba culpable, tenía asegurada una larga condena.

El Zurdo comunicó a sus abogados que no tenía intención de declararse culpable. Las negociaciones entre la acusación y los abogados de El Zurdo se alargaron más de un año. Finalmente, los abogados de éste dijeron que la acusación y el juez aceptarían de él que se negara a declarar. El Zurdo no admitiría el cargo; simplemente no replicaría a las acusaciones que se formularan contra él y aceptaría el veredicto de la sala.

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