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Casino » Primera parte: Apostar sobre la línea » 6

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«No podéis imaginaros el peso que me quité de encima pensando que me había librado de aquellos locos.»

En 1967 terminó el contencioso de Frank Rosenthal con el Estado de Florida, y lo ganó dicho estado. La Western Union interrumpió el suministro telefónico a Select Sports Service de El Zurdo —el golpe de gracia— y la compañía telefónica cortó la línea en su domicilio.

Rosenthal afirma:

Al volver a casa, lo primero que pensé fue que podía seguir apostando en Chicago. Pero me equivoqué. Llegué a dicha ciudad en el momento justo de iniciarse la temporada de fútbol americano y las cosas me iban bien, pero, a medida que iban transcurriendo las semanas, cada vez veía más claro que en lugar de Chicago donde tenía que estar jugando era en Las Vegas.

Tenía un ático en Lakeshore Drive de Chicago y las personas adecuadas en Las Vegas, que hacían las apuestas por mí, pero me sentía cada vez más frustrado.

Preguntaba al hombre que tenía en Las Vegas:

—¿Qué han sacado de ellos en tal juego?

Es decir, ¿qué parte ha correspondido a los corredores de apuestas de Las Vegas?

El tipo que estaba a mis órdenes hacía la comprobación, me llamaba y me decía:

—Siete.

Yo respondía:

—Adelante.

Entonces se ponía de nuevo en contacto conmigo y decía:

—Ahora son seis y medio.

—¡Santo cielo! —exclamaba yo—. Pues rápido, a por los seis y medio.

Dos minutos después, insistía:

—Ahora son seis.

—¡Seis!

—¿Qué quieres que te diga, Frank? Las posibilidades oscilan.

Y así sucesivamente, semana tras semana. Por fin, recuerdo un fin de semana que disfruté realmente con el juego. Conseguí ganar la apuesta, pero precisamente aquel día decidí que si pretendía ganarme la vida apostando en el deporte, no podía hacerlo a distancia. Tenía que ir a Las Vegas. Recoger los bártulos y trasladarme allí, donde pudiera permanecer sentado observando el número hasta estar dispuesto al ataque.

El día en que me iba, Tony tenía que recogerme delante del hotel Belmont, llevarme a casa de Fiore para despedirme de él y luego acompañarme al aeropuerto. Y, evidentemente, Tony llegaba tarde.

Buccieri, tenía una residencia de verano en el lago Geneva, Wisconsin. Quedaba aproximadamente a una hora en coche de Chicago. Era una propiedad inmensa, con caballos, jardines, un fusil y un campo de tiro, donde Fiore se distraía los fines de semana.

Finalmente apareció Tony, con más de una hora de retraso. Siempre llegaba tarde. Incluso llegó tarde a su propia boda. En serio. Pero retrasarse para ir a ver a Fiore era una estupidez, porque Fiore no soportaba tener que esperar.

En definitiva, Tony aparece con dos colegas. Uno de ellos ahora está en la cárcel. Era un tipo realmente peligroso. Un auténtico duro. Casi me atrevería a decir que era el peor hijoputa que había conocido en mi vida. En mi vida. En mi vida. Y estoy hablando de muchos conocimientos.

A mí me odiaba. Me odiaba de verdad. Con pasión. Odiaba a todo el mundo. Incluso odiaba a Tony, pero a él le tenía miedo. No creo que Tony supiera hasta qué punto le odiaba el tipo, pero yo sí lo sabía.

Tony le agobiaba, al tipo. «¡Haz esto! ¡Haz aquello!» Lo insultaba. Un día que Tony lo estaba atosigando, gritándole, pegándole codazos en el pecho, vi al tipo tan frustrado que empezó a pegar cabezazos contra la pared. Yo estaba allí. Lo vi. Tony se limitó a reír.

Cuando por fin llegamos a casa de Fiore, apenas quedaba tiempo para tomar un café. Creo que Fiore ya nos había dejado de lado. Había salido a montar a caballo. Tenía que volver y bajarse del caballo, de modo que dispondríamos tan sólo de unos minutos. Creo que más bien lo que quería era simplemente decir adiós. Nos abrazamos, yo me fui otra vez para el coche y nos dirigimos al aeropuerto.

Estaba cabreado con Tony por haber ido a buscarme tan tarde. Me jodió lo de Fiore e iba a perder mi puto avión para Las Vegas. ¡Vaya faena! En aquella época había muy pocos vuelos directos a Las Vegas desde Chicago.

El tipo no dice nada y se pone en marcha. Nos metemos en la autopista. Hay que puntualizar que Tony, como conductor, era extraordinario. Era uno de sus puntos. Circula a ciento cincuenta y algo la hora. Nos metemos en medio del tráfico. Sorteando automóviles. Yo, sentado a su lado, aterrorizado.

Lleva a los colegas atrás, aterrorizados. Y para colmo, aparecen las sirenas. La pasma.

En cuanto oí las sirenas, le dije: «¡Lo que faltaba! Ahora sí que pierdo el maldito avión».

Él, más tranquilo imposible. Me suelta inesperadamente: «¡Aquí no se pierde nada! ¡Cállate la boca!».

Las sirenas se oyen cada vez más cerca, pero él no reduce. Y ya tenemos a dos coches patrulla pisándonos los talones. Nosotros, a toda mecha. Conduce durante kilómetros por delante de los polis, esquivando coches, haciendo chirriar los neumáticos y repitiendo todo el rato: «No te preocupes. Llegas al avión. No te preocupes».

Por fin, siempre con los coches patrulla detrás nuestro, enfila la vía del aeropuerto y para el coche delante de mi terminal. Ordena a uno de los muchachos que vaya a facturar mi equipaje. Luego le dice al otro que suba y no permita que cierren la puerta de embarque.

El primero saltó del coche, se fue al principio de la cola con mi equipaje y cuando el empleado le dijo algo, él le respondió otra cosa y el otro se echó atrás. El otro colega de Tony se fue corriendo a la puerta de embarque y consiguió que no me la cerraran.

No podéis imaginaros el peso que me quité de encima al llegar al avión y despegar, pensando que me había librado de aquellos locos.

El Zurdo iba hacia Las Vegas y el mismo recorrido hacía su expediente policial. El Departamento de Investigación Criminal de Chicago iba a avisar a la policía de Las Vegas de que Frank Rosenthal, El Zurdo, de treinta y ocho años, un corredor de apuestas que tenía su camarilla, un ventajista, un individuo que había permanecido inactivo una temporada, estaba a punto de llegar. El Departamento de Investigación Criminal enviaría a Las Vegas, de forma rutinaria, los informes de los miembros del grupo y de sus socios, siguiendo un programa extraoficial de intercambio de información que llevaba años en funcionamiento. Se informó a la policía de Las Vegas de que Rosenthal, El Zurdo, había sido detenido por asuntos relacionados con el juego como mínimo una docena de veces, que no se le había declarado culpable en ninguna ocasión, que en 1961 se había negado a declarar en relación con el intento de soborno a un jugador de baloncesto de Carolina del Norte y se había acogido treinta y siete veces a la Quinta Enmienda ante un subcomité del Congreso que investigaba las posibles conexiones entre el juego y la mafia.

No llevo ni una semana en La Vegas y ya me aparecen en la puerta. Recuerdo que tenía la gripe. Era la pasma.

Les hice pasar.

—¿Qué se les ofrece?.

—Está detenido.

—¿Por qué?

—Robo —dicen.

—¡Vaya estupidez! —respondo. Me sorprenden de verdad. Soy consciente de que no he hecho nada.

—No te pases de listo con nosotros —dicen, y me esposan. Me hacen salir por el vestíbulo del hotel, me llevan a la jefatura de policía y allí, directamente al despacho de Gene Clark.

Allí estaba Clark. El jefe de policía. Un témpano de hielo. Un individuo muy corpulento.

—La verdad es que no pareces tan duro como te pintan —me dijo.

—Estoy de acuerdo con usted, señor Clark —respondí.

—No me interesan lo más mínimo tus salidas sarcásticas —dice él.

—No tenía intención de practicar el sarcasmo —respondo.

Me doy cuenta de que hace un gesto a los agentes que me llevaron hasta allí y éstos salen del despacho. Me encuentro allí solo y esposado.

—Quiero que hayas abandonado la ciudad a medianoche y que no vuelvas a aparecer por aquí —dice—. No nos interesa que la gente de tu calaña circule por aquí. ¿Me entiendes?

—Creo que sí —respondo.

—Veamos, ¿cuándo te vas?

—No lo sé —digo.

Seguidamente, se levanta, da la vuelta a la mesa, se coloca detrás de mí y de pronto me agarra por el cuello y empieza a apretar. Aprieta tanto que casi pierdo el aliento. Me mareo. Notaba que me iba a desvanecer. Entonces me soltó.

—Ya me has oído, Zurdo —dice. Me llamaba Zurdo—. A medianoche, fuera de aquí, porque ahí fuera, en el desierto, tenemos un montón de agujeros y no querrás tapar alguno, ¿verdad?

Cuando me soltaron, llamé a Dean Shandell, un amigo mío, que estaba en el Caesar's. Un individuo importante. Sabía por dónde andaba. Un fulano de primera. Sabía que él y el sheriff eran uña y carne. Le conté la historia. Me citó en el Galleria. Eran las ocho o las nueve de la noche. Fui al bar y empezamos a hablar. Le pregunté: «¿Qué pasa aquí? ¿Por qué me detienen por robo en mi propia habitación?».

En aquel momento, levantamos la vista y vemos que aparece por allí precisamente Gene Clark, el jefe de policía, y los dos agentes que me habían detenido hacía poco.

—Tienes mala memoria, ¿verdad? —dice—. El último avión está a punto de salir.

—¿Por qué no lo dejas tranquilo? —dijo Dean levantándose.

—Tú a lo tuyo —le dice Clark—. Es asunto del sheriff.

Dicho esto, me detiene de nuevo. Tras pasar una noche en chirona, me metieron en un avión hacia Chicago a la mañana siguiente.

Pasé unos días haciendo una serie de llamadas y arreglé la vuelta. El sheriff dijo a Dean que me habían dado la lata tan sólo por mi conflictivo expediente. El FBI y la poli de Chicago afirmaron que yo estaba relacionado con un montón de historias, pero la verdad es que trabajaba totalmente por mi cuenta. Así pues, volví para allá.

Me instalé en el hotel Tropicana. Pasaba todo el día en la habitación del hotel leyendo los periódicos. O bien iba con Elliott Price al garito de apuestas en deportes Rose Bowl. Quedaba en la misma calle del Caesar's y allí se apostaba. Hacía mis apuestas en el Rose Bowl. Luego, por la noche, me iba al Galleria, en el Caesar's, y pasaba el rato con individuos como Toledo Blacky, Bobby El Jorobado, Jimmy Caselli y Bobby Martin.

Los domingos me iba bien. Fue una buena temporada. El lunes siempre fue un día especial. El lunes por la noche era definitivo. Por aquella época estaba totalmente concentrado. Apostaba contra los principales corredores de apuestas del país y los superaba de lejos.

Durante aquella temporada gané en todos los partidos de fútbol americano jugados el lunes por la noche excepto en uno. Al cabo de un tiempo, lo curioso fue observar el cambio y ser consciente de que éste se producía por culpa mía.

Había visto que el juego se abría con seis. Sin ninguna oscilación. Ni un secreto. El juego no podía bajar de cinco ni pasar de siete. Un punto en cada sentido. Pero, por aquel entonces, cuando hacía un movimiento, era capaz de ampliar la gama hasta en tres puntos.

Me iba a casa a ver cada uno de los partidos. Desconectaba el teléfono. Si tenía una apuesta fuerte en un partido, jamás lo veía acompañado. Siempre lo miraba solo. Estaba demasiado comprometido. No quería que me distrajera nadie.

Mientras tanto, conocí a Geri. Bailaba en el Tropicana. Jamás había visto una muchacha tan bonita. Era alta. Escultural. Un porte extraordinario. Todos los que la conocían quedaban prendados de ella a los cinco minutos. La muchacha tenía un maravilloso encanto. Dónde quiera que fuera, la gente se volvía para mirarla. Era así de espectacular.

Cuando la conocí, también se buscaba la vida en las mesas de juego. Era una trabajadora. Salía con un par de tipos y sacaba unos cincuenta mil dólares al año.

Casi siempre la veía cuando salía de trabajar, pero cuanto más tiempo salí con ella, más cosas le encontraba. Me di cuenta de que cambiaba mi actitud con relación a la chica una noche que fui a verla bailar al Trop. Cuando salió a escena, vi que bailaba desnuda de cintura para arriba. De pronto, aquello me molestó. Me fui. Luego le dije que la había visto y que había tenido que salir del local antes de que se acabara el espectáculo.

Ella no le dio mucha importancia. Pensó que yo andaría atareado. No creo ni que se le ocurriera pensar que empezaba a sentir algo por ella.

Se dedicaba a bailar, luego liquidaba sus chanchullos de juego y finalmente venía a verme al Caesar's. Una noche me dijo que tenía una cita en el Dunes y que ya nos veríamos más tarde.

No sé por qué, pero me entró la curiosidad. Quería ver qué llevaba entre manos. Con quién estaba. De forma que hice lo que no había hecho nunca. Me fui al Dunes para verla en acción.

Cuando llegué allí, el ambiente estaba al rojo vivo. Ella controlaba una tirada tras otra en la mesa de dados y el individuo que estaba a su lado iba amontonando las ganancias. A juzgar por las pilas de fichas de cien dólares que tenía él delante, la muchacha tenía que haberle conseguido sesenta mil dólares. Geri levantó la vista y, cuando me vio, me dirigió una mirada siniestra. Yo ya sabía que a ella no le gustaba que apareciera por allí. Se centró de nuevo en los dados y falló.

Mientras tanto, había amasado una pequeña fortuna para el tipo. Evidentemente, a cada tirada de ella, yo me daba cuenta de que despistaba unas cuantas fichas negras de cien dólares de la pila y las dejaba caer en su bolso.

Cuando el tipo se disponía a cambiar las fichas por dinero, Geri lo miró y le preguntó:

—¿Qué hay de mi astilla?

El tipo miró hacia el bolso de ella y dijo:

—La llevas aquí dentro.

Lo establecido, cuando una chica hace una operación de este tipo para ti, marca que le entregues cinco, seis o siete de los grandes. Geri no había llegado a esta cifra ni de lejos, aun tratándose de fichas de cien dólares.

—Quiero mi astilla —dijo ella en voz muy alta.

El individuo le coge el bolso. Va a vaciarlo delante de todo el mundo. Pero antes de que lo haga, Geri se inclina hacia delante, agarra los montones de fichas y las lanza hacia arriba con todas sus fuerzas.

De pronto por todo el casino llueven fichas negras de cien dólares y fichas verdes de veinticinco dólares. Caen y rebotan por las mesas, las cabezas, los hombros de la gente y van rodando por el suelo.

En unos segundos, todos los que se hallan en el casino se lanzan a por las fichas. Me refiero a los jugadores, los croupiers, los encargados, los guardias de seguridad: todo el mundo intenta pescar las fichas del tipo esparcidas por el suelo.

El tipo va gritando y recogiendo todas las que puede. Los de seguridad y los croupiers le entregan seis y se meten tres en el bolsillo. Es una escena de locos.

En este punto, yo soy incapaz de quitarle los ojos de encima. Geri se mantiene de pie como un miembro de la realeza. Ella y yo somos las dos únicas personas en todo el casino que no se han echado al suelo. Me mira y yo la miro.

—Te gusta, ¿verdad? —dice y sale por la puerta.

Entonces me di cuenta de que me había enamorado.

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