Casablanca

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13. Michael Curtiz

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Capítulo 13

MICHAEL CURTIZ LA LLAVE DEL ÉXITO

El húngaro Michael Curtiz es un director que nunca ha sido valorado en su justa medida, debido principalmente a su madera de trabajador a sueldo, que le ha robado el respeto de la crítica. En los años treinta, los directores de Hollywood más queridos por el círculo de la crítica neoyorquina eran King Vidor y John Ford, grandes creadores cinematográficos, sin duda, pero también hombres que tenían fama de burladores del sistema. Curtiz, en cambio, hizo sus mejores trabajos al amparo del studio system. Hacía todo lo que le mandaba la Warner Brothers y lo hacía con discreta profesionalidad. De hecho, trabajó todos los géneros habidos y por haber: drama social, comedia musical, western, epopeyas marinas, películas de amor y aventuras, melodramas gangsteriles y carcelarios, terror, misterio, etc.

Fue un cineasta que nunca se ganó las simpatías de sus actores y técnicos, que se erigió en un “comandante” cinematográfico al modo de otros “dictadores prusianos” como Otto Preminger o Erich Von Stroheim. Sin embargo, Curtiz carecía de las ambiciones artísticas de estos maestros; él no era un impulsor de proyectos: se limitaba a ejecutar los encargos de la Warner. Esto no quiere decir que no imprimiera su propio estilo en sus películas; al contrario, como hábil seguidor que era de la tradición expresionista alemana, impuso un estilo visual característico que realzó la envoltura de melodramas tan formularios como El circo de la muerte (1926) —su primer filme americano— con ángulos de cámara y composiciones desconcertantes.

Es evidente que su brillantez técnica y la verosimilitud que conseguía dar a los guiones más absurdos hacían de él algo más que un artesano. Su intensa personalidad acababa por romper los límites del material más anodino, y era difícil decir quién se subordinaba a quién, si Curtiz al sistema de estudios o el sistema de estudios a Curtiz. En realidad, se hubiera dicho que ambos eran uno solo.

La mayoría de sus películas siguen siendo modelos de narrativa cinematográfica, aunque los partidarios de la teoría del autor consideran que el hecho de que no se limitara a un solo género o que no manifestara un mundo personal le hacen indigno de ser tomado en serio. Su fuerte eran las escenas de acción, y su sencilla lección a un colega más joven sobre como organizar una escena de masas con sólo veinte extras es todo un clásico. Pon diez a cada lado, dijo, y luego haz que se cruzen corriendo… «¡Ya verás el follón que se arma!». Desde sus días de director de películas mudas sabía cuándo las palabras eran superfluas y cómo transmitir una personalidad con una mirada, una ceja alzada, una inclinación de cabeza.

Curtiz tenía fama de ser un auténtico dictador en sus rodajes. Llevaba a sus actores y técnicos con mano de hierro y se decía que todos le odiaban por igual. Lo cierto es que el talentoso pero temperamental húngaro pisaba fuerte con sus botas de montar, dirigía el plató como un autócrata, y su actitud oscilaba entre la dulzura y los ataques de mal genio en un inglés cargado de palabrotas. La primera vez que dirigió a Bette Davis, en Esclavos de la tierra (1932), el cineasta intimidó a la joven actriz hasta extremos despiadados. Años después, cuando ella le recordó que no había interrumpido un rodaje para comer, el director replicó así: «El que trabaja conmigo no necesitar comer, le basta con una aspirina». En cuanto a Errol Flynn, acabó tan harto de sus tácticas profesionales que se negó a volver a trabajar con él. Y en cierta ocasión, hallándose John Barrymore presenciando un maratón de baile, el actor se volvió hacia su acompañante, que se había declarado atónita ante el aguante de los concursantes, y replicó: «¡Eso no es nada! ¿Has trabajado alguna vez para Michael Curtiz?».

Sus métodos, sin embargo, le granjearon las simpatías de Jack Warner. Curtiz era adicto al trabajo y esperaba la misma disponibilidad de todos sus subordinados. Era el primero en llegar al estudio por la mañana y el último en irse a casa por la noche, y en las horas de las comidas no era raro verle dando vueltas por el set, esperando el regreso de su equipo (eso, cuando no estaba beneficiándose a alguna joven aspirante a estrella, una actividad que también se encontraba entre sus costumbres).

A lo largo de un cuarto de siglo, Curtiz dirigió más de un centenar de producciones para la Warner, muchas anodinas, pero otras indicativas de un talento considerable y de una buena energía creativa. Muchos observadores no han visto en él más que un técnico de pericia excepcional, un buen servidor de su amo que subordinó su personalidad a la maquinaria del estudio. Sin embargo, algunas de sus películas de los años treinta y cuarenta contradicen esta tibia evaluación. Su ciclo de Errol Flynn dio al cine norteamericano algunos de sus mejores títulos de amor y aventura. También hizo películas excelentes con Bogart, Garfield y Cagney. Alma en suplicio (1945) resucitó la carrera de Joan Crawford, y Casablanca (1942) es una eterna obra maestra del cine de entretenimiento.

Mihály Kertész nació en Budapest el 24 de diciembre de 1888. Se ha dicho que el pequeño Mihály, hijo de un arquitecto y de una cantante de ópera judíos, debutó en los escenarios a los once años, en una ópera protagonizada por su madre. Lo que es seguro es que empezó a trabajar a muy temprana edad, como extra en varios teatros de la zona de Viena, la ciudad a la que su familia se había trasladado con la esperanza de mejorar de posición.

A los dieciséis años se escapó de casa para entrar en un circo itinerante e invirtió sus ahorros en las clases de la Academia Real de Teatro y Arte de Budapest. Al año siguiente inició su carrera profesional en los escenarios de Budapest. En 1912 entró en la industria del cine húngaro como actor, pero la tarea de rodar escenas cortas delante de la cámara no le resultaba en absoluto estimulante, especialmente en comparación con la experiencia de interpretar una obra de teatro delante de un público de carne y hueso.

Ese mismo año se empleó para varios proyectos en un estudio húngaro que, por motivos económicos, no se había molestado en contratar a un director. Como no había nadie que dijera a los actores lo que tenían que hacer, Curtiz asumió el mando. Aunque no aparece acreditado como tal, Az utolsó bohém (1912) y Ma es holnap (1912) son los primeros títulos de su carrera como realizador. Poco después pasó varios meses en Copenhague, mejorando sus conocimientos sobre técnicas cinematográficas en el estudio Nordisk y trabajando como ayudante de August Blom en la epopeya Atlantis (1913).

Una vez que había encontrado una ocupación más interesante, Curtiz resolvió aprender todos los trucos del oficio. Viajó a Suecia para trabajar con Victor Sjöström, que ya empezaba a despuntar como el mejor director de cine del continente europeo. En el país escandinavo le fue bien, y ya había comenzado a dirigir sus propios proyectos cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Volvió a Hungría para prestar servicio en la caballería austro-húngara y estuvo un tiempo haciendo películas de propaganda para su gobierno. Una vez licenciado, en 1915, se casó con una actriz de 17 años, Lucy Doraine, que protagonizó parte de sus películas europeas (se divorciaron en 1923).

En 1917, Curtiz fue nombrado director de producción en el mayor estudio de Budapest, Phönix Films. Dos años después, cuando el régimen comunista de Béla Kun nacionalizó la industria cinematográfica húngara, el cineasta se trasladó como refugiado político a Austria y Alemania, donde continuó dirigiendo y alcanzó rápidamente la fama internacional. Las diferentes versiones que explican la primera etapa de su carrera son contradictorias, y nadie ha ofrecido una relación fiable y completa de sus películas europeas. Su filmografía alemana de los años veinte está mejor documentada. En el país germano encontró trabajo en los famosos estudios UFA, que también empleaban a Fritz Lang y a Robert Wiene.

Al igual que estos cineastas, Curtiz absorbió la influencia de los expresionistas alemanes y aprendió a jugar con las luces y las sombras para dar atmósfera a las historias que contaba. En sus títulos de este periodo destacan varios filmes históricos, entre ellos dos de tema bíblico: Sodoma y Gomorra (1922) y Die Slavenköenigin (1924). Aunque éste último nunca llegó a estrenarse en Estados Unidos, porque la Paramount la compró y la “enterró” para evitar comparaciones con otra superproducción de Cecil B. De Mille, Los diez mandamientos. Die Slavenkönigin puso a Michael Curtiz en la senda de Hollywood.

A mediados de los años veinte, durante un viaje por Europa, Harry Warner vio trabajar a Curtiz y quedó gratamente impresionado. Ofreció un contrato al joven director y en 1926 lo recibió en la Warner. Curtiz aterrizó en Hollywood en la época dorada del cine mudo, un golpe de suerte que le permitió trabajar sin que su escaso dominio del idioma inglés supusiera un obstáculo. Cuando llegó el sonoro ya estaba en situación de comprender los matices de los diálogos de sus películas.

En la Warner, Curtiz trabajó en todo tipo de géneros. Sus conocimientos del arte expresionista le permitieron dar un toque siniestro a sus películas de intriga (Veinte mil años en Sing Sing, 1932) y a algunas de las escasas incursiones del estudio en el género de terror: El ídolo (1931), Doctor X (1932), Los crímenes del museo (1933) y Los muertos andan (1936). Luego, cuando la Warner decidió dar un salto presupuestario en sus producciones con una serie de ambiciosas películas de aventuras, encontró en Curtiz, un cineasta experimentado en superproducciones europeas, a su hombre ideal. Así fue como el director húngaro llegó a firmar El capitán Blood (1935), La carga de la brigada ligera (1936) y Robin de los Bosques (1938).

En la década de los cuarenta, el cineasta húngaro siguió demostrando su valía ante su estudio. Dirigió una de las aventuras más aparatosas de Errol Flynn, The Sea Hawk (1940), y también Yanqui Dandy (1942), un musical que rompió las taquillas y que valió a James Cagney el Oscar al Mejor Actor.

También aprendió a utilizar las máquinas de hacer niebla recién introducidas en el estudio y creó una adaptación del “Wolf Larsen” de Jack London que resultó un éxito sorpresa. The Sea Wolf (1941) era un buen ejemplo del estilo Curtiz: el juego dramático de las luces y las sombras, a efectos de crear ambiente, la mezcla de diálogos filosóficos y acción, y una buena historia de amor que conjuga el cinismo con la sensación de pérdida inminente.

Pese a sus éxitos profesionales, la Academia de Hollywood siempre se mostró insensible a sus méritos, y parecía que se complacía en dejarle con la miel en los labios: el cineasta húngaro fue candidato al Oscar por Four Daughters (1938), Angels with Dirty Faces (1938) y Yanqui Dandy (1942). Aunque parezca increíble, sólo lo ganó por Casablanca, un proyecto enormemente problemático que sus actores no consideraban digno de mención y que sufrió un rodaje caótico, con un guión en mutación diaria.

A finales de los cuarenta, Curtiz formó una corporación para hacer películas para la Warner. Él pondría el treinta por ciento de los costes de producción y obtendría el treinta por ciento de los beneficios. Pero el director había perdido su tirón en la taquilla. El estudio aseguraba que sólo una de las once películas de Curtiz, I’ll See You in My Dreams (1951), había dado beneficios, y que las otras —incluyendo Lady Takes a Sailor (1949), El rey del tabaco (1950) y el remake de El cantor de jazz, The Jazz Singer (1952)— habían perdido un total de 4,6 millones de dólares. «Nunca imaginé que acabaría luchando en los tribunales contra el estudio en el que pasé 26 años y para el que hice 87 películas», escribió el director a Jack Warner en 1954. Según la carta, el abogado del estudio, Roy Obringer, le acusaba de haber provocado grandes pérdidas a la Warner.

La carrera de Curtiz entró en declive después de Alma en suplicio (1945) y Life with Father (1947). Tras el boom postbélico que proporcionó a los estudios grandes beneficios en 1946 y 1947, la industria del cine cayó en picado, víctima de la televisión y de la política antitrust del gobierno, que obligaba a los estudios a desprenderse de sus propias salas y a vender sus películas una a una.

Curtiz había dado lo mejor de sí mismo en el marco del sistema de estudios, en el que una nueva película nacía cada semana y ninguna importaba demasiado. Pero el sistema de estudios estaba herido de muerte. Y el cineasta húngaro no estaba preparado para tomar por sí mismo las decisiones que Wallis había tomado una vez por él. Cuando Wallis se marchó de la Warner a Paramount en 1944, le dijo a Curtiz que se fuese con él, como su socio. La lealtad a Warner, o quizás la promesa de tener su propia unidad de películas, llevaron al director a rechazar la oferta.

A partir de los años cincuenta, la carrera de Curtiz comenzó a languidecer al mismo ritmo que la maquinaria del studio system. Sus filmes fueron considerablemente inferiores a sus obras más tempranas; lo único que consiguieron fue minar su reputación y ensombrecer sus méritos de tiempos pasados. Aun así, dirigió una de las películas más verosímiles de Elvis Presley, King Creole (1958), y en 1961 entonó su canto del cisne cinematográfico con Los comancheros. Su segunda esposa (1928-1961) fue la guionista Bess Meredyth.

Curtiz murió de cáncer el 10 de abril de 1962. En la edad discrepan los autores, pero parece que tenía setenta y cuatro años. Fue el octavo miembro de Casablanca en pasar al otro mundo. La enfermedad le había sido descubierta seis o siete años antes de su fallecimiento, pero el médico de la familia no le dijo la verdad. «Mike se enteró cuando estaba dirigiendo su última película, Los Comancheros», dijo su hijastro. «Cuando Mike fue al doctor y le preguntó por qué no se lo había dicho, éste replicó: Cuántas películas has hecho desde tu operación. Mike dijo: Siete u ocho. Y cuántas crees que habrías hecho. Y Mike dijo: Tienes razón».

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