Casablanca

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14. Humphrey Bogart

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Capítulo 14

HUMPHREY BOGART EL ICONO

El mito de Hollywood en estado puro. Probablemente la leyenda más sorprendente y duradera que haya dado el cine. Actor de extraordinaria personalidad y amplio registro interpretativo, Bogart iluminó con su sonrisa amarga el escepticismo de una época y representó al antihéroe ideal de los años cuarenta: duro, cínico, independiente, curtido por las circunstancias y capaz de sacrificar a la mujer que ama por respeto a una moral que sólo a él le pertenece.

Este hombre solitario y lacónico ascendió en el escalafón hollywoodense por el camino más duro: arañando posiciones a base de espantosas películas de acción y estrepitosos fracasos de taquilla. Cuando sus rasgos se endurecieron, Bogart comenzó a forjarse su identidad de tipo duro y hubo que vadear una etapa de encasillamiento en papeles de gángster de pacotilla. Y en la flor de la vida, su cara era una de las más reconocibles del cine negro.

Su figura —con su sombrero, su gabardina, su cigarrillo, su voz firme e insinuante y su peculiar forma de mirar a las mujeres con ojos gélidos— está ligada para siempre con las mejores imágenes del cine negro, pero Bogie no solamente fue avieso gángster o inexorable detective, además encarnó con tal cinismo, con tal aire de desencanto, al aventurero, que le confirió un carácter más romántico y eterno que nunca. Luego, con la edad, su rostro de perro apaleado, marcado por las secuelas de la guerra y de la vida, se convirtió en símbolo de toda una generación.

El influyente papel que ejerció Bogart en la historia del cine coincidió con el radical cambio de gustos que sufrió Hollywood a partir del final de la Segunda Guerra Mundial a propósito de los guiones que prefería producir. Durante la era dorada de las superproducciones épicas y de aventuras, su figura iba a contracorriente de los gustos de espectadores y productores, más partidarios de los elegantes aventureros y líderes repletos de hombría. En realidad, Humphrey era la antítesis de este tipo de personajes. Pero con la precariedad económica provocada por la posguerra, los decorados disminuyeron de tamaño y las historias ganaron intimidad. La cámara se acercó más que nunca a los actores y los directores comenzaron a profundizar en la psicología de sus personajes. Los sombríos temas propios del cine negro se hicieron repentinamente populares y el público se fijó en el curtido rostro de Humphrey. Su imagen se convirtió en indeleble símbolo cinematográfico y su faz quedó para siempre situada, en opinión de muchos, junto a los rostros más inolvidables de la historia del cine, los de Buster Keaton y Charlie Chaplin.

Como muchos grandes intérpretes, Bogie representaba a todo un género cinematográfico. Bueno, no se puede decir que su identificación con el cine negro sea tan estrecha como la de John Wayne con el western. Pero sí es cierto que Humphrey creó una identidad para el actor de cine moderno que es radicalmente distinta de la del resuelto hombre de acción que le precedió. Sus éxitos se basaban casi exclusivamente en papeles que le obligaban a interpretar a inadaptados taciturnos que huían de las responsabilidades o del amor. Y sus interpretaciones permitían al espectador estudiar las complejidades de unos personajes que no eran heroicos.

Con sus trabajos en High Sierra, Casablanca, El halcón maltés y El tesoro de Sierra Madre, Bogart se forjó esa imagen de perfecto solitario individualista, un prototipo que en el futuro se convirtió en la opción predominante para innumerables guionistas. Al cortar el patrón de su personaje característico, el marginal inadaptado, el actor se convirtió en precursor de Robert Mitchum, Marlon Brando, James Dean y Robert de Niro. La popularidad siempre vigente de la figura del antihéroe, un estereotipo que se ha convertido en ingrediente esencial para los guionistas cinematográficos, es prueba de que Humphrey Bogart sigue proyectando su influencia sobre el arte del cine.

A Bogie, hoy en día, se le ve como una figura casi mítica del cine, el arquetipo del antihéroe, rudo y cínico en la superficie, pero incorrupto e incorruptible, y capaz de mostrar sensibilidad, ternura, e incluso amor. Pero no fue siempre así. Hubo un largo y lento proceso por el cual Humphrey Bogart, el joven actor de cine y teatro, se transformó en Bogie, la madura estrella de cine de los años cuarenta. Esta es su historia.

Humphrey DeForest Bogart nació el 23 de enero de 1899, en Nueva York (Estados Unidos). Hijo de un prestigioso cirujano y de una ilustradora de revistas, Humphrey disfrutó de una infancia privilegiada en Manhattan. Tras completar sus estudios en la Trinity School, ingresó en la Phillips Academy de Andover, Massachusetts, para preparar su ingreso en la universidad de Yale. Expulsado por mala conducta, se alistó en el Ejército en 1918.

Durante la Primera Guerra Mundial luchó en la Marina y sufrió un accidente que se revelaría providencial en el futuro. Cuando se encontraba armando alboroto sobre una escalera de madera, el joven artillero se resbaló y se clavó una astilla en el labio superior. Una vez cicatrizada, la herida le provocó una rigidez permanente en el labio superior, una deficiencia que le dio la apariencia facial y la dubitativa expresión oral que más tarde se convertirían en emblema de su imagen cinematográfica.

Una vez licenciado, Bogart se puso en contacto con un amigo de la familia, William A. Brady, que se ganaba la vida modestamente como productor de teatro en Broadway. Brady le convirtió en gerente de sus giras y le animó a probar suerte como actor. Le dio unos cuantos papeles en sus montajes, pero el joven marino no brilló en ninguno de ellos. De hecho, los críticos se mostraron implacables. Por ejemplo, en 1922, una célebre crítica calificó su interpretación en una obra llamada “Swifty” de «inadecuada». Una evaluación que no le impidió mantenerse ocupado durante toda la década de los veinte.

Entrados los años treinta, el joven Humphrey siguió a unos amigos a Hollywood, donde corrían rumores de que los estudios de cine buscaban actores de teatro con buenas voces para esas películas sonoras que estaban causando furor. Bogart no tardó nada en firmar un contrato con la Fox para El conquistador (1930), el primer título de su filmografía. Los nefastos resultados de taquilla de esta producción y otros dos fracasos consecutivos desembocaron en la rescisión de su contrato. Bogart estaba de nuevo en la calle.

Trabajó para la Columbia, para la Universal y para la Warner Bros, efectuando una serie de olvidables intervenciones en westerns de serie B junto a otro desmañado actor del Oeste, James Cagney. Sin embargo, su talento para encarnar personajes crudos y endurecidos no tardó en salir a la luz, y su composición en el papel de un presidiario en Up the River (1930), junto a Spencer Tracy, dio pie a los vaticinios más halagüeños. Varios años después, sin embargo, Bogie seguía siendo un actor secundario que no lograba despertar el interés de los productores. Derrotado, en 1934 emprendió viaje de regreso a Nueva York.

Decidido a triunfar en Broadway, el actor se puso en contacto con el dramaturgo Robert E. Sherwood, a quien solicitó el papel del asesino Duke Mantee en El bosque petrificado. Esta vez, Bogart dejó extasiados tanto a los selectos críticos teatrales como a los cazatalentos cinematográficos. La Warner adquirió los derechos de la obra y ofreció al actor un sueldo de 550 dólares a la semana. El estudio pretendía dar el papel del gángster Duke Mantee a Edward G. Robinson. Si Humphrey se hizo finalmente con él fue en parte gracias a la intervención de Leslie Howard, que protagonizó la obra teatral y la película e insistió en que Bogie le acompañara en la pantalla. El año de 1936, por tanto, fue el de la primera aparición de un Bogart adusto, siniestro y susurrante. Por suerte, la película se convirtió en un bombazo de taquilla y la crítica reaccionó favorablemente.

Sin embargo, Bogart no estaba destinado a convertirse en una estrella carismática de forma instantánea, aunque en los cinco años que siguieron trabajó en un interminable rosario de películas, desde San Quentin (1937), Critne School (1938) y Racket Busters (1938) hasta The Roaring Twenties (1939). El actor aprendió el oficio encarnando a forajidos, presidiarios y delincuentes de todo tipo, cumpliendo en general la función de asentir a las amenazantes palabras de Edward G. Robinson, Paul Muñí, George Raft o su viejo amigo James Cagney.

La imagen Bogart emergió con claridad en un filme de William Wyler, Callejón sin salida (1937), en el que daba vida a un gángster cínico y despiadado que a su regreso a la barriada neoyorquina donde nació se ve rechazado tanto por su madre como por su ex novia. También brilló con luz propia en Ángeles con caras sucias (1938), en la que ofrecía una interpretación memorable junto a los Dead End Kids.

Los papeles de gángster resultaron a la postre sumamente beneficiosos para su carrera; aunque no le gustaba verse encasillado como duro, cuando Cagney o Raft rechazaban un papel, éste solía serle ofrecido a él. Esto fue lo que sucedió, para su suerte, cuando el director Raoul Walsh se hallaba reuniendo el reparto de El último refugio (1941), historia de un delincuente que hace un último intento por rehacer su vida. Según el excepcional guión escrito por John Huston, el personaje de Roy Earle debía morir. Raft dijo que no estaba por la labor y Bogart franqueó el umbral de la historia del cine en la piel de un gángster maduro y desengañado que cambia de objeto de interés amoroso. La tensión impuesta por la labor de dirección y la interpretación secundaria de Ida Lupino contribuyeron a convertir esta película en un espectacular éxito de taquilla.

De la noche a la mañana, Humphrey se vio libre de las ataduras del encasillamiento gangsteril y pudo liberar su madera de estrella. El gran público empezó a adorarle a raíz de títulos como El halcón maltés, primera película como director de Huston. Bogie encarnó al implacable pero en el fondo humano detective de Dashiell Hammett, Sam Spade, en la que fue la primera entrega de una larga historia de colaboraciones entre el personal cineasta y la estrella consagrada. Y entre tanto llegó Casablanca, su interpretación más imperecedera, la película que añadió un aura romántica a su imagen y le impuso como un galán de inusitado atractivo, pese a tratarse de un cuarentón con alzas en los zapatos, calvicie incipiente y la voz cascada por el abuso del alcohol y el tabaco. Había nacido el mito.

La fortuna se extendió a su vida amorosa cuando una mujer fatal sexy y joven le enseñó a silbar en Tener y no tener (1944). La sarcástica e ingeniosa Lauren Bacall, una modelo de veinte años, contrajo matrimonio con Bogart en 1945. El romance entre el mayor y la menor hizo saltar chispas tanto a la pantalla, en dramas repletos de pasión subyacente, como al mundo real de la política, puesto que la pareja apoyó públicamente a los guionistas estigmatizados por el senador McCarthy y su caza de brujas.

La asociación valió la pena. Con Bacall como coprotagonista, Bogie rodó El sueño eterno (1946), La senda tenebrosa (1947) y Cayo Largo (1948), películas que le consagraron como actor de cine negro por excelencia y apuntalaron aún más si cabe su prestigio. También fue memorable sus intervención en la pesimista y atmosférica Callejón sin salida (1947).

En 1944, la Warner ofreció a su estrella la exorbitante suma de 15 millones de dólares por mantenerle en su nómina durante quince años, en lo que fue un reconocimiento de los considerables cambios que se habían producido en las preferencias de los estudios respecto a sus ídolos masculinos. Este vertiginoso ascenso de su cotización salarial provocó otro punto de inflexión en su carrera; en 1947, Bogart se convirtió en la primera figura del studio system que fundaba su propia productora independiente, Santana Productions. Pese a que seguía contratado por la Warner, la empresa del actor produjo varias películas para su distribución exclusiva a través de otro estudio, la Columbia. Tan novedosa iniciativa provocó la envidia de sus compañeros y fue convertida de inmediato en la situación ideal ambicionada por estrellas como James Cagney, Clark Gable, John Wayne y Bette Davis.

Aunque en gran parte de los títulos producidos por Santana no aparecía Bogart, la estrella sí que prestó su presencia a cuatro de ellos, de los que cabe destacar la implacable Llamad a cualquier puerta (1949) y En un lugar solitario (1950), un título de culto. Secuestro (1949) y Siroco (1951), otros dos estrenos de Santana donde él también intervenía como actor, son títulos olvidables que no funcionaron en taquilla, demostrando una vez más que a los espectadores no les interesaba ver a Humphrey en películas de acción y aventuras.

Quien no le fallaba nunca era John Huston. El cineasta convirtió El tesoro de Sierra Madre (1948) y La burla del diablo (1954) en historias de sentimientos profundos bajo una fachada de aplomado cinismo. El director contribuyó a alimentar el prestigio de Bogart asignándole papeles opuestos a su imagen establecida; con frecuencia, estos inesperados personajes revelaban una faceta inexplorada de aquel tipo duro que ya iba cumpliendo años, lo cual contribuyó a dar nuevos bríos a la carrera del actor.

Entre medias, siguió ampliando su catálogo de caracterizaciones —y por ende cimentando su prestigio dramático y aumentando el impacto que causaba su siempre reconocible estilo personal— a las órdenes de Huston en La reina de Áfaca (1950), la película que más seriamente ahondó en las complejidades del personaje creado por Bogie. Apoyándose ciegamente en Huston como guía para establecer su equilibrio entre la divertida vulnerabilidad y los remilgos románticos de su personaje, Humphrey compuso el papel de un marinero empapado en alcohol que se ve forzado a ayudar a una misionera solterona, interpretada con gran elegancia por Katharine Hepburn.

El sencillo y delicioso guión se ganó el favor de los espectadores y también el de la Academia. Bogart ganó el osear al Mejor Actor, arrebatándoselo a Marlon Brando, que era candidato por un título tan aplaudido como Un tranvía llamado Deseo. Esta cinta también inauguró la última etapa de su carrera, marcada a la postre por su complejo trabajo en la piel del desequilibrado capitán Queeg de El motín del Caine (1954), por la que también fue candidato al premio de la Academia. Otros papeles, el del artero director de cine de Lo condesa descalza (1954), el del estirado millonario de Sabrina (1954) y el del gángster de Horas desesperadas (1956), sirvieron para mostrar los diferentes rostros de una estrella otoñal. Antes de morir prematuramente, Bogie efectuó una última incursión en la pantalla, en Más dura será la caída (1956), donde dio vida a un periodista caracterizado por un cinismo propio de sus primeros años cinematográficos. Estuvo casado con Helen Menken (1926-1928), Mary Phillips (1928-1937), Mayo Mathot (1938-1945) y Lauren Bacall (1946-1957), el gran amor de su vida. Falleció el 14 de enero de 1957, víctima de un cáncer de esófago. Como dijo John Huston: «Es simplemente insustituible. Nunca habrá nadie como él».

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