Casablanca

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15. Ingrid Bergman

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Capítulo 15

INGRID BERGMAN LA BELLEZA QUE LLEGÓ DEL FRÍO

A dorada por el público, venerada por la crítica y respetada por todos los aficionados al cine, Ingrid Bergman fue la estrella más amada de los cuarenta. Tenía una mirada dulce y serena, un rostro delicado de incomparable belleza y el porte elegante de una dama. Era espontánea, sincera y femenina. Y componía sus personajes con una claridad, precisión y profundidad asombrosos. Pero lo más prodigioso era su portentosa naturalidad, su maravillosa ductilidad. Nunca fue una diva glacial, sino una criatura vital y exquisita, e incluso en sus papeles más sofisticados siempre desprendía una aureola de autenticidad. El suyo fue el triunfo de la femineidad sin pretensiones.

En el terreno interpretativo, nada puede empañar el recuerdo de su primera etapa en Hollywood, cuando asombró al mundo con una inigualada serie de composiciones que marcaron un estilo inconfundible, casi siempre asociadas a un mismo personaje: la mujer enamorada, de belleza perfecta y pasado turbio, siempre dispuesta al sacrificio, aunque también supo encarnar la frialdad y el distanciamiento propios de la mujer fatal. Fue una casquivana camarera en El extraño caso del Dr. Jekyll, una romántica miliciana en ¿Por quién doblan las campanas?, una psiquiatra enamorada en Recuerda, una monja adorable en Las campanas de Santa María y una dama turbia elevada a los altares de la santidad en Juana de Arco. Pero no es aquí donde hay que buscar las cimas más altas de su arte, sino en tres papeles que representan las perlas más rutilantes de su diadema. Se trata de la dulce heroína de Casablanca, la hermosa víctima de Luz que agoniza y la espía manipulada de Encadenados. Tres personajes que nos explican lo que Ingrid era como estrella, como presencia, como actriz y como mito.

No obstante, Bergman tenía una idea un poco ingenua de lo que era ser una auténtica “actriz”, como demuestran sus esfuerzos por conseguir papeles con posibilidades de lucimiento como el de María en ¿Por quién doblan las campanas? y, sobre todo, el de Juana Arco en la catastrófica película homónima de Victor Fleming. Sus interpretaciones más matizadas y complejas no provienen de sus papeles más espectaculares, sino de sus colaboraciones con directores como Hitchcock, Cukor y McCarey, que tenían una sensibilidad especial hacia sus intérpretes y que no hacían los distingos tradicionales entre “presencia” y “talento interpretativo”. Cabe apuntar asimismo que, pese a sus muchos esfuerzos por probar su versatilidad, Bergman no sabía hacer de “mala”; la irreductible belleza de su personaje palia en parte los estragos del propósito horriblemente reaccionario que llevaba Ingmar Bergman en Sonata de otoño: castigar a una gran pianista por no ser una gran madre.

De ella dijo Cary Grant: «En todo el mundo hay únicamente siete estrellas de cine cuyo solo nombre induce a los banqueros americanos a invertir dinero en películas. La única mujer de la lista es Ingrid Bergman». En efecto, pocas actrices han conseguido armonizar como Ingrid una excelente reputación profesional con la celebridad y el fervor públicos. Aunque no siempre fue así. Ingrid se distinguió a lo largo de su carrera por ser una mujer altiva, que tomó decisiones sin acobardarse y desdeñando incluso el hecho de que sus actos podían acarrearle, como realmente ocurrió cuando, en 1949, abandonó marido e hija para vivir un apasionado idilio con el director italiano Roberto Rossellini. Esa decisión vital y personal le costó nada menos que siete años de ostracismo profesional en un cine que hasta entonces la había encumbrado.

Como su predecesora Greta Garbo, Ingrid nació en Estocolmo (Suecia), el 29 de agosto de 1915, hija única de un pintor frustrado que se ganaba la vida vendiendo y revelando material fotográfico. Su madre, alemana de nacimiento y burguesa hasta la médula, murió cuando ella sólo contaba dos años. Y su padre le siguió diez años después, víctima de un cáncer de estómago, dejando a la niña en manos de una tía soltera, Ellen. Pero ahí no acabaron las desgracias: seis meses después, falleció también su tía, lo que causó una honda impresión en la pequeña Ingrid, de la que tardó mucho en sobreponerse. La huerfanita pasó a continuación a depender de un anciano tío, y gracias al dinero de sus fallecidos parientes pudo recibir una esmerada educación en el Liceo Femenino.

La futura actriz se inició en el teatro en pequeñas compañías de aficionados y en 1933 ingresó en la Real Academia de Arte Dramático de Estocolmo, donde consiguió interpretar rápidamente papeles de importancia. El debut cinematográfico de Bergman tuvo lugar en 1934, con un insignificante papel de gordezuela camarera en el filme Munkbrogreven. Pero en su segunda película, Bränningarm, ya era una de las protagonistas. Y la crítica, que hasta entonces no se había mostrado especialmente entusiasta con ella, la proclamó mejor promesa del cine sueco.

Los papeles más importantes de la primera etapa de su carrera los interpretó bajo la batuta del célebre director Gustaf Molander, quien a partir de 1935 trabajó con ella en siete películas. Todavía tímida, pero rebosante de salud y vitalidad, Ingrid cultivó los más diversos géneros, aunque mostró siempre una marcada preferencia por la comedia sentimental y el melodrama, que daban un mayor relieve a su aura de primera actriz joven, de gran frescura, sana y espontánea. Otra amistad influyente y decisiva en su futura carrera artística fue el dentista Petter Lindström, nueve años mayor que ella, y al que conocía desde su época de estudiante. Se casaron el 10 de julio de 1937, y al año siguiente tuvieron a su hija Pía.

El ascenso al estrellara de Bergman vendría marcado por un título de Molander, Intermezzo (1937). Impresionado por su trabajo en esta película, el productor David O. Selznick la llamó a Hollywood para protagonizar Intermezzo: A Love Story ((1939), como fue titulada la nueva versión del éxito de la actriz. Emparejada con el distinguido Leslie Howard, Ingrid conmovió al público hasta las lágrimas y rindió incondicionalmente a la prensa especializada.

Desestimando las sugerencias de Selznick para quedarse en Hollywood, donde él le auguraba un brillante porvenir, Ingrid regresó a su país para intervenir en Noche de junio (1940), película costumbrista en la que lo único destacable fue su interpretación. Pero cuando los embates bélicos se agudizaron amenazando su libertad, Bergman olvidó sus pasadas reticencias sobre la meca del cine y embarcó para América con su hija Pia.

Lo que Hollywood quiso hacer con ella en un principio está bien claro: venderla como la nueva importación sueca, la nueva Garbo, pero, y es un pero importante, no la misma Garbo, porque era la época en que el público rechazaba aquella imagen de diosa inalcanzable que caracterizaba a Greta. Eminente descubridor de actrices, Selznick jugó con inteligencia la baza de una imagen ya fijada: naturalidad, pureza y vigor. En vez de inaccesibilidad, misterio y glamour, lo que interesaba resaltar ahora era la “naturalidad”. Sin embargo, esta aureola de naturalidad quedaba matizada por una segunda capa definitoria que introducía en la imagen una posible tensión: Ingrid era “natural”, pero también era una “señora”, una señora como nunca podría serlo Dietrich, una señora opuesta a la “mujer misteriosa” encarnada por la Garbo.

Bergman se rebeló en parte contra esta imagen impuesta porque quería demostrar que sabía actuar, es decir, que no era sólo una estrella. Cuando en 1941 se le asignó el papel de la elegante novia de Jekyll y a Lana Turner el de la amante barriobajera de Hyde (y su víctima) en El extraño caso del Dr. Jekyll (1941), fue Ingrid la que tomó la iniciativa —tras convencer a Lana— de solicitar a la Metro un intercambio de papeles. Aparte de un acento un poco extraño, la actriz sueca bordó el papel de la promiscua camarera cockney (aunque los críticos, por supuesto, dijeron que había sido víctima de un error de casting).

Así llegamos a la película que le abrió de par en par las puertas de la fama y el estrellato, Casablanca, uno de los títulos más legendarios de la historia del cine. Su interpretación constituyó su último peldaño antes del Oscar. El siguiente hito en la carrera de Bergman fue ¿Por quién doblan las campanas? (1943), una de las bazas fuertes de la Paramount, con Gary Cooper a la cabeza del reparto. Su cotización subió automáticamente, y los estudios empezaron a ofrecerle lo mejor de su repertorio.

El primer proyecto que le interesó fue Luz que agoniza, de George Cukor. Su interpretación de la esposa perseguida puso a sus pies a la Academia, que no dudó en darle el primero de los tres Oscar que ganaría a lo largo de su carrera. Cuando Jennifer Jones, al entregarle la estatuilla, le dijo «tu arte ha ganado nuestro voto y tu simpatía nuestros corazones», no hizo sino expresar el sentimiento que todo Hollywood sentía por esta sueca que despertaba cariño y admiración. Mientras tanto, las relaciones entre Ingrid y su marido habían empezado a deteriorarse. Al decir de la actriz, que compaginaba su trabajo con el cuidado de su hija Pia, que había nacido en 1939, Petter la apoyaba mucho, pero en el fondo sentía celos de los muchos donjuanes que la rodeaban. Y la idea del divorcio no tardó en tomar cuerpo en la pareja.

Poco después de haber acabado la guerra, Ingrid viajó a Europa para recorrer Alemania con Jack Benny, Larry Adler y Martha Tilton, con el propósito de distraer a los soldados. Fue durante este viaje cuando la actriz conoció al brillante fotógrafo húngaro Robert Capa, un fotógrafo de guerra del que no tardó en enamorarse y que ejerció gran influencia sobre ella. A su vuelta, Bergman completó su afortunada racha con Las campanas de Santa María (1945), donde encarnó a una monja briosa y franca en amable disputa con un sacerdote encarnado por el ídolo pop del momento: Bing Crosby. La película se convertiría en el cuarto título más taquillero de la década. Aunque algunos intelectuales escandalizados gusten de reprocharle su “sentimentalismo”, este título es —entre otras cosas— un complejo estudio de los roles sexuales que permite a la actriz explorar todo un espectro de posibilidades interpretativas desde los confines aparentemente restrictivos de un hábito.

En realidad, todos sus papeles de aquella época fueron resonantes éxitos, especialmente los tres que interpretó a las órdenes de Alfred Hitchcock, quien, gran admirador de su talento desde el principio, no dudo en convertirla en su estrella predilecta. Hitch explotó su imagen de distintos modos. En Recuerda (1945), la Bergman “natural” resurge a partir de la figura de la psiquiatra reprimida. Encadenados (1946) y Atormentada (1949) juegan con la posibilidad de la degradación irreparable de la imagen establecida (en el primer título, por culpa de la afición a la bebida y la promiscuidad del personaje, en la segunda por su alcoholismo y posible locura) y la triunfante rehabilitación final. En vista de los resultados, Selznick intentó renovarle el contrato a su estrella en términos altamente favorables, prometiéndole a la vez una mayor atención. Pero Ingrid, aconsejada por su marido, decidió volar por libre y obtener así todo el beneficio que prometía su alta cotización. Siete años de éxitos consecutivos habían dado a la actriz la costumbre del éxito seguro, y a los productores la certeza de que no podía fallar en ningún campo.

No tardó en llegar para Bergman la posibilidad de interpretar el papel por el que suspiraba desde su llegada a Hollywood, el de Juana de Arco. Ya lo había hecho en la escena, en una obra de Maxwell Anderson, “Joan of Lorraine”, y por fin, en 1948, lo pudo hacer en el cine, en Juana de Arco, dirigida por Victor Fleming. Su memorable encarnación de la doncella de Orleans hizo que Ingrid quedase unida a su mito. Pero, debido a lo elevado de sus costes, el sueño místico de la actriz no constituyó el negocio esperado.

1949 significó para la estrella el final de su reinado en Hollywood. La causa: su encuentro con Roberto Rossellini, que marcaría el comienzo de un romance que modificó su vida, hizo estallar el escándalo y señaló el fin de su esplendorosa carrera en Estados Unidos. La anécdota es conocida. Un filme de Rossellini, Roma ciudad abierta, había conseguido impactar al mundo como anticipo del neorrealismo, y sus imágenes descarnadas se abrieron paso en circuitos de exhibición anglosajones vedados hasta entonces al cine extranjero. Ingrid Bergman le conoció al ver esta película. Fue como un mazazo. Ese día cambió el rumbo de su vida. Como atacada por una enfermedad delirante, corrió a ver Paisa, otro de los filmes del realizador italiano. Y, por fin, decidió escribirle un famoso telegrama prestándole sus servicios incondicionales como actriz: «Si necesita una intérprete sueca que hable perfectamente inglés, que no ha olvidado el alemán, a quien apenas se entiende en francés y que del italiano sólo sabe decir ti amo, estoy dispuesta a hacer una película con usted».

Así comenzó uno de los mayores escándalos de este siglo en el mundillo cinematográfico. Ingrid se saltó a la torera todos los convencionalismos y, enamorada del pionero del neorrealismo, abandonó a su marido, a su hija Pia y su fulgurante carrera para unirse al director italiano. Hasta entonces había mantenido una imagen irreprochable, no sólo por sus papeles en la pantalla, sino como esposa y madre amantísima en su vida privada. Pero su fuga hacia los cielos de Italia, unida al anuncio de que esperaba un hijo de Rossellini, desató una de las campañas más furibundas de los sectores puritanos de Estados Unidos. El asunto llenó las páginas de los periódicos, y de la noche a la mañana, Ingrid quedó proscrita del estrellato hollywoodiense. La pareja contrajo matrimonio en 1950, y tuvieron tres hijos: Roberto y las gemelas Ingrid e Isabella.

El exilio italiano de Ingrid duró cinco años, durante los cuales su carrera fue invariablemente guiada por Rossellini, que se dedicó a presentar la cara oculta del mito en una serie de películas de diversa suerte: Stromboli (1949), Europa 1951 (1951), Nosotras, las mujeres (1952), Te querré siempre (1953), Giovanna d’Arco al rogo (1954) y Die Angst (1954). Los fans reaccionaron asombrados ante una Bergman desprovista de glamour, perdida entre los postulados del neorrealismo, y sus filmes fueron auténticos fracasos internacionales, aunque ella no vio disminuido su prestigio.

Finalmente, en 1955, perdida la confianza en el cineasta italiano y acosada por las deudas, Ingrid se libró de la férrea tutela artística de su marido, que le había impedido intervenir en otros filmes que él no dirigía y aceptó una oferta de Jean Renoir para rodar Elena y los hombres (1956). La estrella volvía a recobrar su libertad, mientras Rossellini se iba a la India y encontraba un nuevo amor: Sonali Das Gupta. Hollywood haría las paces con su diva díscola a mediados de los años cincuenta, cuando las discrepancias en el hogar de los Rossellini ya habían empezado a llenar las páginas de los periódicos. Anastasia (1956), la película del perdón, la restituyó plenamente a su lugar en el mercado norteamericano, y la industria de Hollywood premió su arrepentimiento con un segundo Oscar. Como siempre, la interpretación de Ingrid lo merecía.

En 1958 se separó legalmente de Rossellini y ese mismo año volvió a casarse con el empresario teatral Lars Schmid. El gobierno sueco le reintegró su nacionalidad; la prensa sueca, que fue la más feroz, la rehabilitó, y la opinión pública norteamericana, que boicoteaba sus filmes, la perdonó. El gran escándalo había terminado.

Superados sus problemas con el público americano, la rehabilitación de la actriz quedó confirmada con Indiscreta (1958) y El albergue de la sexta felicidad (1958). Los años sesenta sólo le reportaron interpretaciones cinematográficas de tono menor, pero el teatro y la televisión mantuvieron en alto su prestigio. En la escena obtuvo un gigantesco triunfo personal en Los Ángeles con la pieza de Eugene O’Neill “More Stately Mansions”. Y en 1969 recuperó glorias pasadas con la adaptación de una obra que medio mundo había aplaudido: Flor de cactus (1969). El resultado fue un rotundo éxito de los que Ingrid ya casi no recordaba. En la década de los setenta, consagrada preferentemente al teatro, aún conseguiría un tercer Oscar, esta vez secundario, por su impecable interpretación de la vieja institutriz neurótica de Asesinato en el Orient Express (1974). La mala noticia fue que tuvo que someterse a una intervención quirúrgica a causa de un tumor en un pecho. También se divorció de Lars Schmidt, pero entre ellos continuó una gran amistad. Corría el año 1975.

Un año después haría de madre complaciente de Liza Minnelli en Nina. Y por fin, en 1978, se produciría su anhelado encuentro con el otro Bergman ilustre del cine sueco. Con Sonata de otoño, Ingrid redondeaba magistralmente su carrera con un papel que revelaba facetas de su arte que, hasta entonces, nadie había sacado a flote.

Para entonces, la actriz ya acusaba en su rostro las huellas de la enfermedad que acabaría con su vida. Su rostro hinchado casi no dejaba recordar ya a la Ilse de Casablanca. El médico no tardó en localizar un nuevo tumor en su otro pecho y la obligó a internarse. Ya no hubo más películas ni más obras de teatro, aunque aún le quedó tiempo para protagonizar la miniserie televisiva Golda, basada en la vida de Golda Meir. Ingrid falleció ese mismo año, y su funeral demostró que se la recordaba con sumo cariño y admiración.

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