Carter

Carter


Sábado

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Sábado

SÁBADO

Me desperté.

Estaba solo. Era de día y estaba lloviendo. La cama estaba caliente. Solo llevaba la camisa puesta. Estaba desabrochada y rota alrededor de las axilas. Se abrió la puerta. La patrona entró de espaldas en la habitación. Llevaba la bandeja con el desayuno. Miré el reloj, que marcaba las nueve menos veinte. La patrona se sentó en la cama. Yo me incorporé. Colocó la bandeja sobre mis piernas. En ella había huevos duros y cosas así. Todo lo que me interesaba estaba en la tetera.

—¿A qué viene todo esto? —dije.

—¿Quieres que te lo tire a la cabeza?

No dije nada. Ella sirvió el té. Me bebí una taza y me serví una segunda.

—Bueno —dijo—, ¿no vas a comer nada?

—Nunca como nada para desayunar.

—Tan encantador como siempre, ¿verdad?

Cogí la taza y ella trasladó la bandeja a la zona de la cama que yo no ocupaba. Por su cara adiviné que quería más. Yo no quería darle más, pero si insistía me lo pensaría. Por la misma razón que lo había hecho la noche anterior; cuanto más dulce fuera, menos peligro había de que telefoneara a la poli si llegaba a leer en los periódicos cualquier cosa que pudiera relacionar conmigo. Nunca se sabe.

Se metió en la cama y nos pusimos a ello. Estábamos en harina cuando se abrió la puerta del dormitorio.

Me aparté de ella rápidamente. El desayuno se derramó por todas partes. Me llevé conmigo casi toda la ropa de cama. La patrona chilló e intentó recuperarla, pero como no lo consiguió continuó chillando.

Yo ahora estaba boca arriba y podía ver quién había abierto la puerta.

Dos hombres nos miraban. Uno era bastante alto, con esa mezcla de belleza y fealdad típica de los individuos que salen en los anuncios de aftershave. Vestía acorde con su cara. Lucía una camisa blanca con cuadros verdes y rojos de líneas anchas, una corbata roja de punto, un jersey de cuello de pico verde botella, pantalones de sarga y botas Oxford. Sobre el hombro llevaba una parka con cuello de piel, y le cubrían las manos unos diminutos y apretados guantes de conductor. Lo único que no llevaba solo para alardear eran las botas Oxford.

Sonreía.

El otro no era tan alto y ni de cerca tan bien parecido. Llevaba un sombrero Trilby de cuero y un abrigo de piel con el cinturón anudado. Debajo del abrigo llevaba un traje de mohair del mismo color que el mío. No era sorprendente, pues los dos íbamos al mismo sastre. El pelo negro se le rizaba debajo del sombrero y le colgaba sobre el cuello del abrigo. Llevaba las manos en los bolsillos del abrigo.

Sonreía.

Al tipo bien parecido con ropas inglesas lo llamaban Peter el Holandés. El que no era tan bien parecido se llamaba Con McCarty. De él a Mack the Knife[10] solo había un paso.

Los dos trabajaban para Gerald y Les Fletcher.

—Hola, Jack —dijo Con aún sonriendo.

—No queremos interrumpirte. Puedes continuar con lo que estabas haciendo —dijo Peter. También seguía sonriendo.

La patrona había dejado de gritar porque había conseguido cubrirse. Me incorporé y me quedé mirando a Peter y a Con.

—No me lo digáis —dije—. Dejadme adivinar.

Con se frotó la nariz con el dedo índice.

—Lo lamento —dijo—. Pero así son las cosas. Órdenes son órdenes, como suele decirse.

—¿Y qué órdenes tienes, Con?

—Gerald nos ha llamado a las tres y media de la mañana. Justo después de que alguien lo llamara a él. Alguien que le ha dicho que te estás convirtiendo en un incordio.

No dije nada.

—Así que Gerald nos ha pedido que cogiéramos el coche, viniéramos hasta aquí y te preguntáramos si no te importaría volver a Londres con nosotros —dijo Peter.

—Ha dicho que le harías un gran favor —dijo Con.

No dije nada.

—Comprendemos por qué estás tan cabreado —dijo Con—, y Gerald y Les también lo comprenden, de verdad.

—Pero tienen que ser diplomáticos —dijo Peter—. Tienen que ver las cosas desde una perspectiva más amplia.

Los dos seguían sonriendo.

—Gerald y Les os han mandado para que me llevéis de vuelta —dije.

Los dos seguían sonriendo.

—Por las buenas o por las malas —dije.

No contestaron.

—Y creéis que vais a hacerlo —dije.

Nada más que sonrisas.

Salté de la cama, cogí la escopeta y les apunté.

—Muy bien —dije—. Muy bien. Así que llevarme de vuelta a Londres.

—Vamos, Jack —dijo Con—, sabes que lo mejor es que te vistas y vengas con nosotros.

—No queremos que la cosa se complique, ¿verdad? —dijo Peter.

Avancé hacia ellos. Retrocedieron un poco, pero seguían sonriendo.

—Aparta el arma, Jack —dijo Con—. Sabes que no la vas a usar.

—Se refiere a la escopeta —dijo Peter.

—Fuera —dije—. ¡Fuera de aquí!

Se empujaron para salir por la puerta. Con se rio.

—Si Audrey pudiera verte ahora —dijo.

—Fuera —dije.

Comenzaron a bajar las escaleras, tropezando entre ellos de tan bien que se lo pasaban. Los seguí. En el vestíbulo, Peter se detuvo y dijo:

—Tenemos que llevarte de vuelta, Jack, tarde o temprano.

Con abrió la puerta de la calle.

—Vamos, Jack —dijo—. Sé razonable.

—Fuera —repetí.

Salieron por la puerta, todavía sonriendo. Los seguí. Una lluvia grasienta había dejado la calle resbaladiza. El Jaguar rojo de Peter estaba aparcado junto a la acera de enfrente de la pensión. Le encantaba su reluciente coche rojo. Lo cuidaba muchísimo.

Con y Peter bajaron las escaleras y se quedaron en el camino de entrada, mirándome.

—Bueno, supongo que nos veremos luego —dijo Con.

—Fuera —dije.

—Ya nos vamos —dijo Peter.

Comencé a bajar las escaleras.

—Procura no coger frío —dijo Con.

Los dos se echaron a reír.

—Espero que los vecinos sean comprensivos —dijo Peter.

Recorrieron el camino de entrada y se metieron en el Jaguar.

—Vigila cuando te pongas los pantalones —dijo Con.

Entré en el vestíbulo y cerré la puerta. Había un teléfono público que colgaba de la pared junto al perchero. Me acerqué al teléfono y descolgué al auricular. Marqué el «0». Al cabo de unos momentos se puso la operadora. Le pedí un número de Londres. A cobro revertido. Esperé.

—Un tal señor Carter llama desde el ----3950. ¿Acepta pagar la llamada?

—Sí, gracias —dijo la voz de Gerald.

—Ya puede hablar —dijo la operadora.

—¿Gerald? —pregunté.

—Hola, Jack.

—Acabo de ver a Peter el Holandés y a Con McCarty.

—¿Ah sí? ¿Y cómo están?

—Muy bien —dije—. Siempre y cuando se aparten de mi camino.

—Mira, Jack…

—No. Mira tú. ¡Mira tú! —grité—. Deja de agobiarme, Gerald, o tendremos un problema. Te lo advierto.

—¿Me lo adviertes, Jack?

—Exacto.

—Vaya, creo que lo había malinterpretado: pensaba que yo era el jefe y que tú trabajabas para mí.

En un segundo plano, oí la voz de Les que decía: «Déjame hablar con ese capullo». Se oyó un ruido al otro lado de la línea. Se puso Les.

—Y ahora escúchame, capullo —dijo—. Trabajas para nosotros. Haz lo que te decimos. Para eso te pagamos. O vuelves hoy mismo o estás muerto. Y lo digo en serio.

—¿Ah sí? —dije—. Eso es muy interesante.

Volvió a ponerse Gerald.

—Les no hablaba en serio, Jack. Es que en este momento está muy enfadado.

Oí la voz de Les en un segundo plano que decía que sí hablaba en serio, joder.

—Si no hablaba en serio, ¿por qué lo ha dicho?

—Mira, Jack, ¿por qué no vuelves a casa y nos ahorramos todos un montón de problemas?

—Estoy en casa. ¿Y quiénes son todos?

—Tú, para empezar.

—¿Y?

—Nosotros.

—¿Por qué?

—No te preocupes por eso.

—Tú sabes algo, ¿verdad?

—No, yo no sé nada, Jack. Vuelve a casa con Peter y Con y olvidemos el asunto, ¿vale?

—No pienso volver, Gerald. No hasta que haya averiguado quién mató a Frank.

—Ya sabes que le hemos pedido a Con y a Peter que te traigan de vuelta aunque sea contra tu voluntad.

—Ya lo he entendido —dije—. ¿Han traído pistola?

—Jack…

—Porque la van a necesitar —dije, y colgué de un golpe.

Subí las escaleras y me encontré a la patrona en lo alto. Pasé junto a ella, entré en mi habitación y me dirigí a la ventana. Al asomarme vi a Peter el Holandés sentado en el capó del coche, fumando y mirando en dirección a mi ventana. Me saludó con la mano cuando me vio. No había señal de Con. Probablemente había rodeado la casa. Di media vuelta y comencé a vestirme. La patrona entró en el cuarto.

—Quiero que hagas algo por mí —dije anudándome la corbata.

—¿Para qué? ¿Para que me den otra paliza?

—Eso no volverá a ocurrir.

—No poco.

—Son amigos míos.

—Y eso me ha de hacer sentir mejor, ¿no?

Sin hacerle caso, puse la ropa en la bolsa y cogí la escopeta. Salí de la habitación. La patrona me siguió cuando bajé las escaleras y entré en la cocina. Miré por encima de las cortinas de encaje que cubrían el cristal de la puerta trasera. No había rastro de Con. Tan solo cubos de basura y una hierba gris y húmeda, y, más allá de la llovizna, más casas.

—Vamos a entrar en el garaje por la puerta lateral —dije—. Voy a entrar en el coche y, en cuanto arranque el motor, quiero que abras la puerta del garaje. Enseguida.

—¿Qué vas a hacer?

—Sentarme en el coche y silbar «Rule Britannia».

Abrí la puerta y salí. La patrona se cruzó de brazos y se quedó donde estaba. Me incliné hacia atrás, la agarré de un brazo y la llevé a rastras.

—¿Volverás? —dijo.

La empujé hacia el espacio que quedaba entre la casa y el garaje y abrí la puerta lateral.

—¿Eh? —dijo.

La empujé hacia el interior. Metí la escopeta y la bolsa en el maletero, entré en el coche y cerré la puerta suavemente. Miré a la patrona. Todavía estaba de pie junto a la puerta, de nuevo de brazos cruzados. Salí del coche y me acerqué a ella.

—¿No volverás, verdad?

Le di una torta, la empujé hacia la puerta grande y volví a meterme en el coche.

La miré y ella me miró. Puse en marcha el motor. Ella no hizo nada y moví los brazos indicándole que abriera la puerta. Puso mala cara. Hice ademán de salir del coche. Ella se agachó y llevó la mano a la manija que había en mitad de la gran puerta. Volví a sentarme y le hice una seña con la cabeza. Giró la manija. Arranqué el motor, que se puso en marcha a la primera. La patrona empujó la puerta del garaje y la abrió. Apreté el acelerador y el coche comenzó a avanzar.

Peter el Holandés seguía sentado en el capó de su Jaguar, que todavía estaba aparcado al otro lado de la calle. Cuando oyó el sonido de la puerta al abrirse, volvió la cabeza lentamente hasta quedar de cara al garaje. De pronto se encontró mirándome a los ojos. Mi coche cogió velocidad. No iba muy deprisa, pero sí lo bastante para lo que quería hacer. Enfilé el coche directamente hacia el Jaguar. Directamente hacia donde estaba Peter el Holandés, con las piernas colgando por el borde del capó. No se movió. Seguía mirándome a los ojos. Seguí en línea recta hasta el último segundo, y entonces pegué un fuerte volantazo. El coche avanzó de costado hacia el Jaguar. La parte posterior de mi coche comenzó a ganar velocidad. Peter el Holandés se movió. Cayó hacia atrás sobre el capó, con las piernas en el aire y el cigarrillo aún en la boca. Di otro golpe de volante y enderecé el coche. Al mismo tiempo, tiré del freno de mano y lo solté de inmediato. El maletero de mi coche se deslizó hacia el lateral del Jaguar y enseguida volvió a quedar paralelo a este. Había impactado contra el Jaguar entre el parachoques y la rueda delantera. Me alejé a toda velocidad y miré por el retrovisor. El orgullo y la alegría de Peter ya no tenían tan buen aspecto, y él tampoco. Se bajó del capó y se puso a cuatro patas delante del radiador, ensuciándose las rodillas de su traje de sarga. No me miró mientras me perdía calle abajo; solo tenía ojos para lo que le había hecho a su hermoso Jaguar rojo.

Con había salido corriendo del callejón cercano a la pensión nada más oír el ruido. Ahora había dejado de correr y cruzaba la calle en dirección a Peter el Holandés y el Jaguar rojo. Con levantó la mirada hacia mí. Todavía me miraba cuando doblé la esquina.

Describí un circuito cuadrado hasta llegar a High Street. Doblé a la derecha en Clifton Road. A mi derecha se veía la parte posterior de la tribuna principal del campo del United, y entre medias se encontraba el aparcamiento del estadio. Me coloqué a un lado y crucé lentamente el aparcamiento hasta la otra punta, y me detuve a la sombra de un árbol solitario que se inclinaba sobre la tapia de un jardín en la parte posterior de lo que antaño había sido una hilera de casas cuya planta baja ahora estaba ocupada por tiendas que daban a High Street.

Salí del coche y cerré con llave. Volví a recorrer el aparcamiento, doblé a la izquierda y otra vez a la izquierda hasta llegar de nuevo a High Street. En la acera, mujeres empapadas trajinaban carritos de la compra y cochecitos arriba y abajo. Adolescentes con tejanos y anorak bailaban dentro y fuera de las tiendas de discos. Las cartas de ajuste de la televisión añadían su propio gris al día ya gris. Los ciclistas trazaban líneas grasientas en el asfalto.

Compré el Express y entré en el Kardomah. Pedí una taza de té y me senté a una mesa del fondo. Miré el reloj. Eran las nueve y media.

A las diez y veinticinco salí del Kardomah. A las once y veinticinco entraba por la puerta principal de The Cecil. Era el primer cliente. Se me acercó el camarero que me había servido la vez que había entrado con Keith. Pedí un whisky grande y le pregunté a qué hora entraba a trabajar Keith. Me dijo que ya tendría que haber llegado. Le pregunté si tenía la dirección de Keith. La tenía y me la dio. Guardé el cambio.

Llamé a la puerta del 27 de Priory Street. Formaba parte de una hilera de casas adosadas con ventanas en saliente y un jardincillo de un metro cuadrado. Los cubos de basura estaban junto a la puerta principal, dentro del porche.

Se abrió la puerta, y un hombre vestido con un cárdigan se me quedó mirando.

—¿Sí? —dijo.

—¿Está Keith?

Se volvió en dirección al pequeño vestíbulo y se quedó al pie de las escaleras.

—Keith —gritó—. Alguien quiere verte.

No hubo respuesta.

—¿Keith?

Hubo una respuesta, pero no distinguí las palabras.

—Parece que ayer por la noche se le fue la mano —dije.

—¿Keith? —volvió a gritar el hombre.

—¿Me permite subir? —dije—. Vengo del pub a recogerlo. Nos hace falta.

—Será lo mejor —dijo el hombre.

Subí las angostas escaleras y me quedé en el descansillo.

—¿Keith? —dije.

Silencio.

—¿Keith?

Abrí una puerta.

La habitación era muy pequeña, y las cortinas estaban corridas. Una gran cama doble ocupaba casi todo el espacio. Keith estaba tumbado en la cama boca abajo y llevaba la misma ropa que la noche anterior. Todavía no se había quitado los zapatos. La espalda de la chaqueta estaba desgarrada. No le podía ver la cara.

—¿Keith? —dije.

Tardó unos instantes en responder.

—Váyase a tomar por culo —dijo. El edredón le amortiguó la voz.

—¿Qué ha pasado?

Nada.

—¿Qué? —dije.

Keith se movió. Le costó bastante, pero se movió. Consiguió colocarse de lado y apoyarse en el codo.

—Lo que usted sabía que pasaría —dijo.

—Te han dado una paliza —dije, aunque no sabía por qué.

No dijo nada. Lo miré a la cara. Se la habían dejado bien marcada, para que todo el mundo lo viera. Habían hecho un buen trabajo.

—Sabía que volverían, ¿verdad?

Cuando hablaba, movía los labios lo menos posible. Moverlos mucho habría sido demasiado doloroso. Hablaba como un mal ventrílocuo.

—No —dije—. No lo sabía.

Keith intentó adoptar una expresión irónica.

—¿Para qué ha venido? ¿Curiosidad profesional?

—He venido a saldar mi deuda.

—¿Ah sí? ¿Y cómo?

—Te debo dinero.

—No —dijo—. No me debe nada.

Saqué un montón de dinero de la cartera y lo puse sobre la cama.

—No lo quiero.

—Sí que lo quieres.

—No, no lo quiero.

—Muy bien —dije—. No lo quieres. De todos modos, te lo dejo ahí. Dentro de tres semanas, cuando tu cara vuelva a la normalidad, te alegrará tenerlo. Te alegrará poder comprar todo lo que quieras. Incluso puede que te sientas agradecido.

Intentó sacar los billetes de la cama de una patada, pero estaba demasiado agarrotado. Solo consiguió que unos pocos volaran hasta el linóleo.

Me di la vuelta y comencé a salir por la puerta.

—Mi novia llega mañana por la tarde —dijo—. Viene de Liverpool. Bonita sorpresa, ¿verdad?

Cerré la puerta y bajé las escaleras.

—Keith no vendrá esta mañana —le dije al camarero que me había indicado donde vivía Keith—. Será mejor que se lo digas a tu jefe.

—¿Qué le pasa? —preguntó.

—Problemas estomacales. Está muy mal.

Cogí mi whisky grande y fui a sentarme a una de las mesas que había junto a la ventana, para esperar a Margaret.

Diez minutos más tarde, entraron Con McCarty y Peter el Holandés.

Recorrieron el bar con la mirada y al final me vieron. Se acercaron.

Comprendí que aquel año Peter no me mandaría ninguna felicitación navideña. Con seguía con su sonrisa habitual.

—Te voy a matar por lo que has hecho —dijo Peter—. Te aseguro que no olvidarás lo que has hecho.

—Has sido muy malo, Jack —dijo Con—. Muy malo.

Eché un trago y no dije nada.

—¿Y bien? —dijo Peter.

—Y bien, ¿qué? —dije.

—¿Vas a venir?

Me eché a reír.

—No voy a venir, joder.

Peter lanzó una mirada a Con. Con me sonreía.

—¿Qué vais a hacer ahora?

Peter no dijo nada.

—¿No vais a intentar llevarme? ¿Aquí? Esos camareros vendrán a separarnos antes de que podáis decir Jesús. Y a mí me conocen, y a vosotros no. Tendréis que esperar hasta que esté en otra parte, ¿no os parece?

Peter parecía la medianoche en Brixton. Con dijo:

—Bueno, ya que estamos aquí, podemos tomar una copa. ¿Te importa si nos sentamos contigo?

—Como si estuvierais en vuestra casa —dije.

Con se dirigió a la barra y trajo dos medias pintas de bitter. Peter se quedó de pie hasta que Con regresó. Con dejó las cervezas en la mesa y se sentó. Peter esperó unos segundos antes de hacer lo mismo. Con bebió.

—¿Cómo va la cosa? —dijo—. ¿Cuáles son tus opciones?

No dije nada.

—Alguien debe de estar preocupado, o si no, no estaríamos aquí —dijo.

Tampoco dije nada.

—Muy bien —dijo Con—. ¿Quién va a ganar esta tarde? ¿El Tottenham o el Arsenal?

—El Tottenham —dije.

Los dos sonreímos.

Con dio otro sorbo.

—Anoche vi a Audrey —dijo.

—¿Ah sí? —dije.

—Sí —contestó—. Me preguntó si sabía algo.

—¿Y?

—No sabía nada.

—Dicen que tiene un buen polvo —dijo Peter, mirándome.

—¿Ah sí? —dije.

—Sí —dijo Peter—. Lo decía Jim el Jocoso.

—Y él lo sabe, ¿no?

Peter se encogió de hombros.

—¿Y por qué se iba a molestar en decírselo a un marica como tú? —dije.

Por un momento pensé que Peter iba levantarse, pero no lo hizo porque se lo pensó dos veces.

—Por cierto —le dijo Con a Peter—, supongo que sabes que Stone Ginger ha vuelto al Swiss.

—Ya lo sabía —dijo Peter.

—Solo te lo mencionaba.

Al parecer, últimamente no te tiene en gran estima.

—También lo sabía.

—Siempre puedes besarla y hacer las paces —dije—. O hacer las paces antes de besarla.

—Ríete —dijo Peter—. Disfruta. Siempre hay un después.

Con se acabó la cerveza.

—¿Otra? —preguntó.

Recogió los vasos. Coloqué una libra sobre la mesa.

—Mi ronda —dije.

Con se encogió de hombros, cogió el dinero y nos dejó a Peter y a mí mirándonos fijamente.

Se abrió la puerta y entró Margaret. Llevaba gafas oscuras y su abrigo verde. Al principio no me vio, pero no se quitó las gafas. Cuando divisó dónde estaba sentado, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y se acercó sobre sus temblorosos tacones. Con regresó con las cervezas al mismo tiempo que Margaret llegaba a la mesa.

Nos echó una mirada.

—Margaret —dije—, te presento a dos viejos amigos míos de Londres. Peter y Con. Margaret.

Con dejó las bebidas sobre la mesa y le estrechó la mano. Peter la saludó con la cabeza.

—¿Qué quieres tomar, Margaret? —dije.

Margaret tomaría un vodka con lima. También comenzaba a plantearse si era buena idea estar allí. La presencia de Peter y Con había conseguido preocuparla. Todo tipo de pensamientos hervían tras sus gafas oscuras.

Aparté una silla de la mesa y Margaret se sentó. Fui a la barra a pedirle un vodka con lima. Cuando regresé, Con estaba hablando con ella.

—Has vivido aquí toda la vida, ¿verdad? —estaba diciendo.

—Menos un año, sí —dijo ella.

—Amigos —dije—, si no os importa, Margaret y yo tenemos que hablar de algunas cosas. Asuntos de Frank y…

Con se puso en pie.

—No, claro que no —dijo—. Te esperaremos en la barra.

Peter se puso en pie, pero no tan deprisa.

—Nos vemos luego —dije.

Peter me lanzó una mirada, y a continuación él y Con recogieron sus bebidas, se dirigieron a la barra y se sentaron en un taburete. Yo me senté al lado de Margaret.

—Me alegro de que pudieras venir.

Echó un trago.

—¿Quiénes son estos tipos?

—¿Ellos? Unos que conozco de Londres.

—¿Y qué hacen aquí?

—No lo sé. A lo mejor están de vacaciones.

—Muy gracioso.

—¿Por qué? ¿Te molestan?

—¿Por qué iban a molestarme?

Me encogí de hombros.

—Por nada.

—Pues no me molestan.

Saqué los cigarrillos y le ofrecí uno. Mientras los encendía, dije:

—Doreen dice que podría quedarse con los padres de algunas amigas suyas. Más o menos de manera indefinida. ¿Las conoces?

Aspiró el humo.

—Tiene una amiga llamada Yvonne. Supongo que es ella.

—¿Sabes a qué se dedican sus padres?

—El padre es revisor de autobús. Viven en Wilton Estate.

—¿Crees que dice la verdad? ¿Que se puede quedar a vivir con ellos todo el tiempo que quiera?

—No veo por qué no. Siempre merienda en su casa y muchas veces se queda a pasar la noche.

—O sea, que crees que estaría bien con ellos.

—La cuidarían. Son así.

—Porque le he dicho que podía venirse conmigo si quería.

—¿Y qué te ha contestado?

—No gran cosa.

Echó otro trago.

—¿Cómo la has visto, en general? —dijo Margaret.

—No tan mal como podría estar. Creo que es un poco más dura que la mayoría.

Margaret no contestó.

—¿Seguirás viéndola? —dije.

—Supongo que sí.

Eché un trago.

—¿Cómo te sientes después de todo lo que ha pasado? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Supongo que ha sido un golpe —dije.

—Sí —dijo.

—Sobre todo teniendo en cuenta la clase de persona que era Frank.

Aspiró el humo y asintió.

—¿Sabes si había algo que le preocupara? Ya sabes, si estaba inquieto o deprimido por algo.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, ya sabes, una preocupación tan grande que tuviera que salir y ahogarla en alcohol para enfrentarse a ella. O para olvidarla.

Negó con la cabeza.

—¿Nada? —dije—. ¿Nada de nada?

—¿Por qué tendría que haber algo?

—Porque es muy curioso que la cosa ocurriera como ocurrió.

—De una manera u otra, tanto da —dijo Margaret—. Al final, es lo mismo. A Frank le da totalmente igual, ¿no te parece?

—Para mí no es lo mismo.

Hubo un silencio, que quizá otros habrían pasado por alto, antes de que dijera:

—¿Qué quieres decir?

Cambié de rumbo.

—Y a ti, ¿qué te parecía Frank?

—A mí me caía bien —dijo.

—¿Y ya está? ¿Era solo uno más?

—Más agradable que la mayoría.

—Pero uno más, ¿no?

—Sí.

—¿Aunque fuera más agradable que la mayoría?

—Sí.

No comenté su respuesta.

—No puedo evitar ser como soy —dijo Margaret.

—¿Por qué lo veías de manera tan habitual?

—Solo una vez por semana.

—Yo calificaría eso de habitual.

—Bueno, era un cambio. Era un caballero. Eso me gustaba.

—Siempre y cuando fuera una vez por semana.

—Mira, yo soy como soy, ¿vale? Tú eres de otra manera. Somos lo que somos, nos guste o no.

—Y siendo lo que eres, ¿disfrutabas pasando la Gran Noche de la semana con un tipo como Frank?

—Yo le gustaba. Y eso es diferente.

—¿Por qué?

—Por qué, ¿qué?

—¿Por qué le gustabas?

Unos puntitos rojos asomaron a sus mejillas.

—No lo sé —dijo.

—¿Estás segura de que «gustar» es la palabra correcta?

No contestó.

—Supongo que sabes que con su mujer nunca llegó a hacer nada —dije—. Un tipo como Frank nunca admitiría ante sí mismo que eso le preocupaba. Fingiría que no le importaba. Pero si alguien como tú se le entregaba fácilmente, a lo mejor podía engañarse y acabar creyendo que le gustabas por lo que eras y no por lo que le dabas.

No contestó.

—Y eso le haría ser igual que todos los demás, ¿no?

—Sí —dijo con los labios apretados—. Sí, supongo que tienes razón. Pero si se había convencido a sí mismo, entonces quizá no le resultaba tan difícil convencerme a mí. Y al final eso es lo mismo que he dicho yo, ¿no?

Miré en dirección a la barra. Con y Peter charlaban y bebían, y de vez en cuando se volvían para ver lo que yo hacía.

—De todos modos —dijo Margaret—. ¿Qué es esto? ¿Una maldita serie policíaca? ¿Por qué estás tan cabreado?

—Mira —dije—, te lo volveré a preguntar: ¿sabes si algo, lo que fuera, tenía preocupado a Frank? ¿Si estaba metido en algún lío? ¿Si tenía miedo de alguien?

—¿De qué estás hablando?

—Vamos, Margaret. ¿De verdad crees que Frank se puso ciego de whisky y cayó por un precipicio?

—¿Qué quieres decir? Eso fue lo que pasó.

—Si lo hizo, fue por una razón. Y me gustaría conocerla.

—¿Quieres decir que a lo mejor lo hizo a propósito?

Dije que sí. Quería ver su reacción si pensaba que había sido un suicidio. Se lo pensó mucho antes de decir nada.

—Esto no te gustará —dijo—. Pero es lo único que se me ocurre.

—Cuéntamelo.

—El viernes por la noche, el viernes antes del domingo que murió, ocurrió algo. Frank me había estado pidiendo que dejara a Dave, mi marido. Quería que me fuera a vivir con él. Que pidiera el divorcio. Aun cuando lo hubiera querido, no lo habría conseguido. Dave nos habría matado a los dos. Pero Frank siempre insistía. Ese viernes por la noche me lo repitió. Le contesté que no por enésima vez y se puso desagradable. Montó una escena y me fui del pub. Frank me siguió por la calle. Le dije que me dejara en paz, pero continuó siguiéndome. Me siguió hasta casa. Había tomado unas cuantas copas. Entré, pero él no se marchó. Montó un cirio en medio de la calle durante media hora antes de largarse. Dave no estaba en casa en aquel momento, pero al día siguiente se enteró de todo. Tenemos unos vecinos muy simpáticos. Me dio una buena paliza y, a su debido tiempo, me preguntó quién era el tipo. Bueno, no se lo iba a decir porque entonces habría matado a Frank, y no quería implicar a Doreen. Así que le dije: «Mira, si te prometo quedarme en casa y no mirar a ningún otro tipo, ¿dejarás las cosas como están?». Nunca le había dicho nada parecido, así que se quedó tan sorprendido que me dijo que sí. Así que el domingo por la mañana me fui a ver a Frank y le dije que ya no nos veríamos más. Doreen no estaba en casa. Frank se puso como loco. Hizo de todo. Se arrastró, me amenazó, dijo que haría cualquier cosa. Cuando vio que todo aquello no servía de nada, dijo que si no me iba con él, se mataría. Dijo que hablaba en serio. Naturalmente, no le creí. Pensé que lo decía por decir. Pero después de lo que ocurrió el domingo… Quiero decir que, hablara o no en serio, parece que ese fue el motivo por el que se puso a beber.

No dije nada.

—No te lo iba a contar —añadió—. Me daba miedo lo que pudieras hacer. Pero supongo que tienes derecho a saberlo.

Me acabé mi copa.

Desde luego, lo que acababa de contarme era muy interesante. Porque si Frank hubiera querido que Margaret dejara a su marido, se lo habría preguntado una sola vez, y si ella hubiera dicho que no, jamás lo habría vuelto a mencionar. Y por lo mismo, si ella hubiera ido a su casa a decirle que habían terminado, él tampoco habría discutido. La habría dejado hacer lo que quisiese, fueran cuales fueran sus sentimientos. A Frank no le gustaba que la gente viera en su interior.

Así, suponiendo que la idea que yo me había formado de mi hermano fuera cierta, lo que acababa de contarme no lo era. No era más que una sarta de mentiras. Y si acababa de contar una sarta de mentiras, era por una buena razón. Probablemente la razón que yo estaba buscando. Pero no iba a descubrirla sentado en The Cecil en compañía de Con McCarty, Peter el Holandés y media docena de camareros de público. Así que le dije:

—Así que fue eso. Yo estaba en lo cierto.

No dijo nada.

—No me hace muy feliz, Margaret, pero es mejor que me lo hayas contado. Es algo que tenía que saber.

Terminó su copa.

—Deja que te invite a otra —dije.

—Gracias —contestó.

Me puse en pie. Con y Peter levantaron el culo de los taburetes en cuanto yo me moví, pero volvieron a pegarlo cuando comprobaron que me acercaba a la barra.

—¿Algún progreso? —dijo Con.

Sonreí.

—¿Qué? ¿Placer o negocios?

—Eso tendrás que decidirlo tú —dije.

Pedí dos whiskies grandes y los llevé a la mesa. Margaret ya había encendido otro cigarrillo.

—Bueno —dije—, no tienes de qué preocuparte. No voy a hacerte nada. Lo que ocurrió era inevitable. Las cosas pasan como pasan. Y nada de lo que haga podrá cambiarlas.

No dijo nada.

—Brindemos por ello —añadí.

Levantó su copa.

—No —dije—. Tengo una idea mejor: brindemos por Frank.

Su copa permaneció en el mismo sitio en el que había estado antes de que yo hablara: a pocos centímetros de sus labios.

—Por Frank —dije—. Donde quiera que esté.

—Por Frank —dijo Margaret.

Bebimos.

Dejé el vaso sobre la mesa y miré en dirección a Con y Peter. Con estaba pidiendo otra copa.

—Ahora tendrás que excusarnos, Margaret —dije—. Tengo que discutir un asunto.

Apuró su copa y se puso en pie.

—Bueno —dijo—. Supongo que no te volveré a ver.

—Supongo que no.

Apartó la mirada.

—Gracias de nuevo por ocuparte del funeral —dije.

Volvió la cabeza y me miró. Me quedé estupefacto al ver las lágrimas que rodaban detrás de sus gafas oscuras. Siguió mirándome unos segundos, hasta que se dio media vuelta y salió del pub.

Me pregunté qué había provocado aquellas lágrimas, pero no tenía tiempo de pensar en ello, con Con y Peter vigilándome como halcones.

Me acerqué a ellos otra vez.

—Debían de ser negocios —dijo Con al observar que Margaret se había ido—. ¿Quieres tomar una, Jack?

Asentí.

Con me pidió una copa. Giró sobre el taburete para alcanzármela. Estaba en una posición muy incómoda. Peter estaba apurando su copa. Así que le di un puñetazo en los riñones a Con y un revés en la tripa a Peter, me di la vuelta y eché a correr todo lo deprisa que pude por el pasillo que quedaba entre la barra y las mesas. Cuando llegué al final de la hilera, derribé un par de mesas por si Con y Peter ya me pisaban los talones. Cuando no eres más que el Número Dos, deberías esforzarte un poco más. Me escabullí por el lavabo de caballeros y abrí la puerta que llevaba al aparcamiento. Comencé a bajar corriendo el tramo de escaleras.

El problema fue que en lo alto de las escaleras había un tipo que me puso la zancadilla.

No toqué ni un peldaño. Procuré aterrizar bien y comencé a rodar para amortiguar el impacto, pero no me sirvió de gran cosa, porque al pie de las escaleras había otro hombre que comenzó a darme patadas antes incluso de tocar el suelo. Conseguí agarrarle el tobillo y hacerlo girar, pero no antes de que me soltara unas cuantas patadas bien dadas en las costillas y las lumbares. Pero mientras se recuperaba, el hombre que estaba en lo alto de las escaleras había llegado ya al asfalto, y el proceso comenzó de nuevo. Volví a colocarme boca arriba y le di una doble patada en la entrepierna. Se puso verde y comenzó a vomitar. Ya me estaba poniendo en pie cuando Con y Peter bajaron las escaleras echando humo. Con había sacado su cuchillo. Su sonrisa era más ancha que en ningún otro momento del día. El primer tipo que había tumbado ya estaba de pie otra vez. El otro esbirro local se arrastraba sobre el vientre intentando olvidar que estaba vivo.

Eché a correr antes incluso de ponerme en pie. No es que albergara muchas esperanzas de dejarlos atrás después del delicado trabajo de pies que me habían hecho pero, dadas las circunstancias, era lo único que podía hacer.

—Esto sí que no te lo esperabas, ¿verdad, Jack? —gritó Con mientras me perseguía por el aparcamiento.

Seguí corriendo, pero estaban cada vez más cerca, y sabía que ni siquiera se estaban esforzando.

Entonces reparé en un Triumph TR4 que aceleraba hacia mí desde la otra salida del aparcamiento. Me tenía justo entre sus dos faros.

Joder, me dije, esos cabrones lo tenían todo previsto.

Dejé de correr. El coche estaba cada vez más cerca, y también los muchachos. Tensé el cuerpo, preparado para saltar a un lado, igual que el portero de fútbol sopesa por dónde le van a lanzar un penalti.

Pero antes de que me diera tiempo a saltar, el coche me esquivó y se dirigió hacia los muchachos, que comenzaron a frenar su carrera. El conductor pegó un volantazo y el coche se abalanzó de costado sobre ellos, que comenzaron a saltar en todas direcciones. Los pantalones de sarga de Peter sumaron unas cuantas manchas más. El cuchillo de Con salió volando por los aires, brillando contra el cielo gris y húmedo. Más allá del cuchillo, vi a un grupo de camareros en camisa blanca observando la escena sentados sobre los peldaños del aparcamiento.

El coche dio un volantazo en dirección contraria y vino hacia mí. El conductor pisó el freno. El coche derrapó hasta quedar a mi lado. El conductor se estiró detrás del volante y la puerta se abrió de golpe. El conductor era una chica.

Me metí en el coche y recordé de qué la conocía. El Casino. La chica de la risita. La que estaba borracha.

Todavía lo estaba.

El coche avanzó con una sacudida. Miré hacia atrás. Con y los demás corrían en dirección opuesta, hacia el Jaguar.

Salimos del aparcamiento. La chica no dejaba de sonreír, pero tenía los ojos empañados y apagados.

La verdad es que después de lo ocurrido no sabía qué decir, así que esperé a que fuera ella quien hablara. No conseguiría estarse callada mucho tiempo.

Recorrimos unas cuantas calles en zigzag. No se veía el Jaguar rojo por ninguna parte.

Saqué mis cigarrillos. Estaban completamente doblados. Me puse uno en la boca y lo encendí.

—¿No sabías que tenías un hada madrina? —dijo.

—No —dije—. No lo sabía.

—Un hada madrina solo para ti. ¿No eres un hombre afortunado?

—Sí, lo soy.

Derrapamos por otra esquina.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—Al castillo del hada madrina, naturalmente.

—Ah.

—A ver al Rey Demonio.

—¿Kinnear?

Se echó a reír.

—Si te dijera que sí, saltarías del coche, ¿no?

—No estoy seguro.

Comenzó a aminorar la velocidad.

—¿Cómo sabías dónde encontrarme?

—El Rey Demonio quería hablar contigo, así que telefoneó a unos cuantos sitios y resultó que estabas en uno de ellos. Con un gesto de la mano me mandó venir a buscarte. Me disponía a aparcar la calabaza, pero me has ahorrado la molestia. Has tenido suerte de que encontrara un atasco al venir.

—He tenido suerte de que estés borracha. De lo contrario, no habrías sido capaz de conducir así.

—Malo —dijo.

—Debe de estar muy seguro de que quiero verlo, si te ha enviado.

—Oh, ya lo creo. Me dijo que te repitiera unas palabras que te harían ir a verlo. Como un hechizo mágico.

—¿Y qué tenías que decirme?

—Ya casi hemos llegado. Tendrás que esperar. Eso por malo.

El coche se detuvo. Salimos. Estaba lo bastante borracha como para dejarse las llaves en el salpicadero, y conocer ese detalle podía resultarme útil.

Nos hallábamos en mitad de una docena de bloques de viviendas de protección oficial. Eran más grises que el propio día. Atravesamos un trecho de hierba húmeda y descolorida y, después de pasar por debajo de uno de los bloques, giramos a la izquierda. Había ascensor, uno de esos de aluminio que siempre huelen a meado. Entramos. Apretó el «4» en el panel. Se metió las manos en los bolsillos de su abrigo corto de piel artificial, apoyó la espalda contra la pared del ascensor y se me quedó mirando. La puerta se cerró y el ascensor comenzó a moverse. Arrojé el cigarrillo al suelo; el hedor no mejoraba el sabor. La chica seguía mirando.

El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas.

Salimos y recorrimos una galería. Se detuvo, sacó una llave del bolsillo, la metió en la cerradura y abrió la puerta. Entré.

Permanecí en el pequeño vestíbulo y esperé a que ella cerrara la puerta. Cuando la hubo cerrado, pasó junto a mí y abrió otra. Se me quedó mirando. Crucé la puerta.

No era una habitación grande, pero estaba muy bien decorada. Mesitas bajas, divanes, cojines de colores, paredes blancas, un poco de pino natural, algún cuadro grande y moderno, y un toque de cobre. Bonito.

Cliff Brumby estaba sentado en los divanes bajos. Llevaba el bonito abrigo de la noche anterior. Debajo, un jersey de cuello vuelto y seda blanca y un cárdigan de un rojo intenso. Estaba sentado con un brazo echado sobre el respaldo del diván. El otro brazo lo tenía colocado de manera elegante sobre la parte inferior del estómago, sus dedos sujetaban un cigarrillo recién encendido.

—Hola, Jack —dijo.

Me lo quedé mirando.

—Como si estuvieras en tu casa. Solo que no como ayer por la noche, ¿eh?

Me senté y no dije nada. La chica se acercó a un mueble bar abierto y me observó mientras sacaba tres vasos con una mano y una botella de whisky con la otra. A continuación, lo dejó todo sobre la mesa baja que quedaba entre Cliff y yo y salió de la habitación. Volvió con una jarra de agua, se acercó a mi lado de la mesa, se inclinó y sirvió las bebidas. Mientras servía se balanceó, permitiéndome ver hasta el nombre del fabricante. Cliff vio que yo la miraba.

—Glenda —dijo—, le estás poniendo a Jack el coño en la cara.

Todavía inclinada, Glenda volvió la cabeza para mirarme.

—No veo que se queje —dijo.

—Ya lo ha visto antes —dijo Brumby—. Ponte a este lado.

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