Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXV

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CAPITULO XXV

MONOTONÍA

El primer pensamiento de Jenny fue vengarse del otro sexo, como le ocurrió al enterarse del percance de Edith. Dedicaría su juventud a “burlarse de los hombres’'. Dijérase que del desierto de su alma, agostada por Maurice, las fuerzas de su cuerpo fuesen a surgir, arrollándolo todo como una avalancha salvaje, para destrozar a los causantes del desamparo. Maurice era para ella epítome encarnado del “Hombre”, y es natural que al caer, arrastrara consigo a todos los demás. Esta hostilidad se extendió con tal amplitud que llegó a incluir a su padre, y Jenny se encontró meditando sobre la humillación que suponía para ella la participación de Charles en su venida al mundo.

Este odio violento, al trocarse en repulsión física, malogró su propio propósito, y Jenny no pudo atrapar nuevas víctimas. Además, los instintos primitivos de su sexo quedaron agostados en el terreno yermo de emociones; y pronto se encontró deseando solamente paz y tranquilidad, temiendo cualquier actividad y bullicio. Construyó un desierto dentro de ella misma, lo suficientemente vasto para circunscribir cuanto veía dentro de la vasta monotonía sin cambio. De haber sido educada en el catolicismo, se hubiera refugiado en un convento, para en él languidecer helada hasta que de las cenizas del amor terreno brotase el fuego de la adoración divina. Pero los conventos no eran cosa que el mundo filosófico de Jenny contuviera. Lo único que podría brindarla una duradera serenidad sería la muerte; mas el miedo a ésta, en una persona incapaz de verse desde fuera no quedaba mitigado por ninguna ilusión. No podía Jenny desdoblarse en actriz y audiencia. No importa qué condiciones anormales hubiera provocado el golpe sufrido en la mente de Jenny, continuaba ésta consciente de su unidad personal, inseparable, y seguía conservando intacta la idea de su importancia personal. Jenny no podía suicidarse.

Ahora, los días se estiraban interminables y no entraba en sus cálculos acortarlos volviendo a la antigua vida que precedió a su encuentro con Maurice. No volvió con las otras chicas a mirar los escaparates de las tiendas de Oxford Street, ni a charlar sentada en la ventana abierta de su club. En el vestuario permanecía silenciosa, impenetrable, sumida en el yermo en que se había refugiado. Los bailes le parecían insoportablemente largos. No encontraba refugio contra su corazón en el baile, ni consuelo en la música ni en el color. Bailaba con displicencia, contenta cuando había terminado su tarea, e igualmente contenta cuando salía de Stacpole Terrace a la mañana siguiente. En la cama solía estar muchas horas despierta, meditando sobre la nada, y cuando dormía, su sueño era de muerta.

—Anímate, chica, ¿qué te pasa? —le decía a veces Irene.

Jenny, resentida, callaba ceñuda. Hubiera querido volver a vivir con su madre, e iba con más frecuencia de visita a Hagworth Street, esperando que alguien pronunciara alguna palabra que facilitara la tarea de someter la soberbia que, aunque gravemente mortificada por Maurice, aun batallaba, invencible, ahuyentando cualquier otro instinto o emoción. Pero, cuando sonaban las palabras de bienvenida, Jenny, intimidada por el cariño, seguía manteniendo su actitud altiva, dejando a un lado la reconciliación y las lágrimas. No pasó mucho tiempo sin que el rumor de su desastre amoroso llegara, entre cuchicheos, a los numerosos oídos del Orient. Pronto notó Jenny que las chicas la miraban de reojo cuando creían que estaba distraída. Siempre les había parecido tan invulnerable, que su abandono excitaba una curiosidad poco corriente, pero aunque muchas se alegraran, durante mucho tiempo ninguna tuvo valor suficiente para dirigirle preguntas maliciosas, ni entrometerse en su soledad.

Junio empezó con todo lo mejor que este mes puede traer de tiempo hermoso, con un cielo de color parecido a la flor del melocotonero, que se perdía, sin desaparecer, en unas noches de color vinoso, como si las exprimiesen de la dulzura del día precedente. ¡Qué tiempo más hermoso para poder disfrutar del campo! Jenny solía sentarse durante horas enteras en el parque de St. James, dibujando distraída en la arena con la contera de la sombrilla. A menudo, los hombres se paraban, sentándose a su lado y mirándola de reojo. Pero ella apenas se daba cuenta de su presencia, y si le hablaban, los miraba con vaga perplejidad, de modo que le pedían perdón y se marchaban. Sus pensamientos recorrían siempre el desierto de su alma. Privados del consuelo del espejismo, navegaban a través de una monotonía absoluta hacia un horizonte cerrado. Su corazón latía seca y regularmente ritmo el tic-tac de un reloj y su memoria no registraba ninguna otra noción más que la del tiempo. Ni una sola reliquia del pasado traía una lágrima; llegaba hasta llevar a diario el broche de ópalos, tan sólo porque le era útil. Una vez se le cayó del bolso al lago una carta de Maurice, y la impresionó tan poco como la pluma de cisne que flotaba a su lado.

Julio llegó, ardoroso y metálico. Las puestas de sol parecían hogares de herrero gigantescos y las noches tenían la pesadez del humo. Hacia final de mes, un día Jenny, paseando por Cranbourne Street, quiso hacer una visita a Llilli Vergoe. El cuarto no había cambiado gran cosa desde que Jenny se incorporó al cuerpo de baile. Llilli, con un vestido ajado de muselina, fumaba la misma marca de cigarrillos, sentada en la misma silla de mimbres. Las mismas fotografías estaban sujetas al marco del espejo o formaban una empalizada sobre el mármol de la chimenea. Las paredes estaban cubiertas de reliquias del señor Vergoe.

—Hola, Jenny. Por fin has encontrado el camino para venir aquí. ¿Qué te ha ocurrido? Pareces más delgada.

—Será el calor.

—¡ Pero si cuando viniste la última vez y yo te dije que hacía calor me asegurastes que hacía un tiempo delicioso!

—¿Sí? —preguntó Jenny—. Estaría loca.

—¿Cómo está tu madre? ¿Y tu padre? ¿Y May?

—Todos bien. Ahora estoy viviendo con Irene

—Ya lo sé. ¿ Por qué has hecho eso?

—¿Por qué no había de hacerlo?

—No sé; me parece que no es gente de la que a ti te gusta.

—Irene es simpática.

—Sí; ella sí; pero Winnie es atroz, y ¡ fíjate en su madre! Parece una cocinera fracasada. ¡Y la hermana pequeña!

—¡ Oh!, a ésas nunca las veo.

—¿Supongo que ya habrás oído hablar de mí?

—No, ¿qué ocurre? —preguntó Jenny, mostrándose discretamente intrigada.

—Me he hecho sufragista.

—¡Es posible! ¡Oh!, Llilli. ¡Qué horror!

—No. Es formidable. También a mí me parecía antes un horror; pero he cambiado de parecer.

—¡Me parece espantoso! ¿Sufragista? ¡Habrá que ver la partida de marimachos con quien irás por ahí!

—No lo son —dijo Llilli en calurosa defensa de sus compañeras.

—Una colección de esperpentos locos, con el pelo tirante. Ya lo se; y todas peleándose. ¡ Sufragistas! Dime para qué sirven.

—¿No se te ha ocurrido nunca que hay en el mundo infinidad de muchachas que no tienen nada que hacer?

Llilli hablaba con tristeza. En esa pregunta se advertía la desilusión de toda una vida.

—Bueno; pero eso no quiere decir que tengas que ir dando el espectáculo, gritando y vociferando. Además, si quieren hacer algo, que ingresen en el Ejército de Salvación [24].

—Tú no entiendes de estas cosas.

—No; ni quiero entender.

— ¿ Por qué no vienes a nuestro club? Te presentaría a Miss Bailey.

—¿Quién es ésa?

—Nuestra presidenta.

Jenny estudió la proposición durante unos momentos. Pronto decidió que, por triste que fuera el mundo, la presentación de Miss Bailey no lo alegraría. Aquella noche, en el vestuario, durante el intervalo entre dos números, Elsie Crawford, que hacía mucho tiempo había estado esperando la oportunidad de vengarse de las alusiones de Jenny al traje de etiqueta de su Artie, decidió desafiar a Jenny.

—No sabía que tu Maurice se hubiese marchado casi de repente —dijo-¿Qué vas a hacer?

—Te has manchado la nariz, Elsie.

—¿Sí? ¿Dónde? —Elsie cogió un espejo de mano.

—Sí; de meterla en los asuntos de^ los demás. ¡Qué amiga más curiosa, tengo! ¿Qué voy a hacer? Ya lo verás a tu costa, si no andas con cuidado!

—¡Parecía quererte tanto...!

—No le has visto más que una vez, y por casualidad, con aquel sombrero, que no puedo olvidar. ¡Qué sombrero!

—Es verdad; pero como Madge Wilson me dijo que estabais tan colados, parece raro que te haya dejado. Pero Madge ya dijo que eso no duraría; que tendrías que pagar los buenos ratos. ¡Qué cosa más rara; tú que parecías saberlo todo, dejarte embaucar por un hombre! ¿ No decías que tú no harías esas cosas? Al fin y al cabo, no has resultado mucho más lista que nosotras.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Jenny.

—Madge Wilson.

—No hagas caso —aconsejó en este momento Maudie Chapman—. Cállate, Elsie; siempre estás enredando. .:U

—¡ Ay, hija! Es que ya estoy harta de que Jenny Pearl sepa siempre más que las demás, sin que nadie se atreva a cantarle las verdades.

—¡ Cantarme las verdades! ¿Quién? ¿Tú? —rugió Jenny—. Pero, ¡quisquilla anémica!, si no se te ve cuando te sientas. Debieras ir a Brighton y exponerte para que te vieran por un penique, como las anguilas en vinagre o los bichos del queso. No me extraña que tu Artie se haya tenido que poner lentes; se ha desojado buscándote. ¡ Cantar tú verdades!

En aquel momento entró en el vestuario Madge Wilson.

—Hola, rica —dijo sorprendida al ver a Jenny en conversación con las demás.

—¿Me hablas a mí? Porque te puedes ahorrar la molestia. ¡Vaya una amiga! Ojo con las amigas, chicas; son las peores,

—Pero... ¿qué pasa? —preguntó Madge.

—¿No lo sabes? ¿De veras? Pues mira, mira» si no sabes lo que pasa compra el periódico. ¿De manera que algo me costaría la temporada tan estupenda? Y tú, ¿qué? Cría cuervos y te sacarán los ojos. Lo que no comprendo es que no estéis todas afónicas de criticar a mis espaldas. ¡ Valiente pandilla de... comadres! Ya os conozco. Os estoy oyendo cuchichear y murmurar por los rincones. "“¿Sabéis lo que le pasa a Jenny Pearl? ¿Verdad que es un escándalo? ¿Qué chica más terrible? ¡ Qué asco! ¡ Hay que veros a vosotras!. ¡ Chicas casadas! Sí, ¿y con quién os habéis casado? Pero si en este cuarto no hay ni una sola chica cuyo marido esté en condiciones de mantenerla. ¡ Maridos! Pero si no valen más que...

—Ha estado con Llilli Vergoe —interrumpió Elsie burlonamente—. Jenny Pearl se nos ha vuelto sufragista.

—¿Y qué? Mejor es eso que ponerse rancia como un pastel, que es lo que te pasará a ti. A ti y a los seis pares de guantes que te compró tu Artie. Bueno; si lo hizo, que no lo creo, a no ser que rompiera la hucha para reunir el dinero.

La traición de Madge Wilson afectó a Jenny más que nada. Le alborotó la sangre: hizo latir su corazón, volvió a encender el brillo en sus ojos. Aquella noche, en la cama, pensando en la falsedad y la hipocresía, se quedó dormida llorando.

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