California

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1. Sin corazón

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Un fin de semana fuimos a París, donde Peter aseguraba haber tenido una novia que bailaba en el Moulin Rouge después de la Primera Guerra Mundial, y durante un largo puente festivo estuvimos en Venecia, en cuyo canales naufragó para siempre mi historial deportivo.

A mediados de abril, Peter regresó a Los Ángeles, porque entonces tenía que cumplir sus verdaderos compromisos con la Gordon National Life, y yo, antes de que terminara el curso, a punto estuve de escaparme a las antípodas con un fornido y barbudo granjero australiano que me prometió construirme con sus propias manos un chalé de ensueño y tratarme como a un rajá. No me decidí porque siempre me han dado aprensión los hombres barbudos.

Así que, cuando llegó el verano, Peter me mandó un billete de ida y vuelta con tarifa apex, y el primero de julio subí en Barajas a un avión de la TWA con cincuenta dólares en el bolsillo y un guardia civil de Lladró que había comprado de regalo para Peter y George. Ni se me pasó por la cabeza que enseguida iba a ganar 147 dólares solo por acompañar a una vieja gloria emperifollada, en calidad de regalo del cielo, a un concierto de Sinatra en el Hollywood Bowl.

Chuchi me dijo que tenía algo bien bueno para mí.

Había ido a recogerme en su toyota descapotable y desfigurado, tal era la cantidad de piezas de origen desconocido que le había empotrado al coche por dentro y por fuera. Lo había pintado de amarillo rabioso y le había colocado sobre el asiento trasero, por las buenas, dos altavoces gigantescos que rajaban el aire con salsa a todo trapo. Yo siempre le pedía que pusiera

Ata una cinta amarilla alrededor del viejo roble, de los Carpenters, una cursilada que a él le provocaba vómitos, según se encargaba de demostrar con espasmódicos gestos de náusea que duraban toda la canción, pero el hecho era que la cinta siempre estaba allí, en la guantera, debajo de un montón de folletos de propaganda y de pañuelos de papel que él debía de considerar lavables, porque todos ellos daban la impresión de haber sido usados, y más de una vez, y quizás esperaban que alguien tuviese un rato para guachearlos, como él decía.

—¿Cuándo vas a tirar toda esta basura, pendejo?

A mí me gustaba llamarle pendejo y él no se molestaba. Supongo que se habría molestado si fuese mexicano.

—Mi vieja me enseñó que no hay que tirar nada, chico.

Nunca tú sabes cuándo vas a necesitar un klinexito para limpiarte el pringonaso.

A mí me daba un poco de repelús hurgar en toda aquella cochambre, pero siempre acababa encontrando la cinta de los Carpenters y Chuchi siempre me daba el gusto de ponerla y luego se descoyuntaba entre grandes arcadas que más de una vez estuvieron a punto, en efecto, de hacerle devolver el lonche mientras la delicada chica Carpenter le rogaba a su amor que atase una cinta amarilla alrededor del viejo roble para vencer al olvido.

—¿Le has dejado en un mar de histeria al abuelito?

—Ya sabes cómo es.

—Tremenda bruja.

Chuchi no era piadoso con Peter, sabía que Peter le odiaba, que había empezado a odiarle por mi culpa. A mí me gustaba Chuchi. Era el típico cubano guapo y descarado, más del doble de alto que su madre, tal vez el vivo espejo de su padre, un fervoroso castrista que no se comía un mango ni rascaba medio besuqueo por servicios a la patria, el muy desgraciado, según se encargaba de recordar La Fabulosa Fabiana cada vez que se ponía furiosa de melancolía, pero que prefirió quedarse en Cuba y perder para siempre a su hembra y a su niño. A primera vista Chuchi daba una impresión de venado bien macho y musculoso, siempre desnudo de cintura para arriba y con una desmesurada cadena de plata al cuello, pero no perdía la ocasión de hacer la loca chafardera o la lagarta bien tóxica, sobre todo si se trataba de poner atacadas a todas aquellas amistades medio estreñidas de su vieja. Menos mal que, según él, yo era diferente, aunque a lo mejor lo único que ocurría era que teníamos más o menos la misma edad. Eramos jóvenes.

—El abuelito —le dije yo— estará tomando tila. Menos mal que George siempre se pone de mi parte.

George Ryker, el rumboso y un poco pejiguera vicepresidente de la Gordon National Life, siempre le decía a Peter que me dejase vivir un poco a mi aire, que no se emperrase en controlarme tanto, que era natural que de vez en cuando me gustase salir con Chuchi, que era bueno que conociera a chicos y chicas de mi edad, como si no quisiera enterarse de por qué estaba yo allí, en North Hollywood, en California, en ese lugar inventado para que los muchachos jóvenes y guapos se olvidaran de que alguna vez tuvieron corazón.

—Me gustas,

brother, porque eres bien puta, como yo —me dijo Chuchi—. Te lo noté en la cara en cuanto te vi. Por eso te va a encantar el plan que te tengo medio apalabrado.

—¿Y se puede saber adónde vamos?

—A Hollywood, nene. Aquí, en Lankershim, no hay lo que quiero que veas.

—¿Y qué es lo que quieres que vea?

—Quiero que veas a Tom Montgomery.

Bajamos por Beverly Hills, a la sombra de las palmeras más bonitas del mundo, bordeando las casas apenas entrevistas de las celebridades, saludando a bocinazo limpio a los desconsolados turistas que se arremolinaban frente a la tapia que ocultaba el supuesto nido de amor de Elizabeth Taylor y Richard Burton, o la mansión en cuya sauna Charlton Heston se pasaba todo el santo día en cueros vivos y sudando la gota gorda como en la carrera de cuadrigas de

Ben-Hur. El cielo estaba amarillento, como si el toyota de Chuchi lo contagiara todo con su color salvaje y vertiginoso, y un amable troquero hispano que se cruzó con nosotros en dirección contraria nos avisó con el claxon de que la policía estaba cerca.

—Gracias,

brother —dijo Chuchi, y, con una facilidad que delataba la enorme práctica del hermano en jugar con las tripas del toyota, puso el coche a una velocidad sensata, pero no le negó a Celia Cruz el gusto de seguir zarandeando a todo volumen, desde el radiocasete, con su voz guasona y su ritmo sabroso, el barrio más caro de Los Ángeles.

En cuanto nos tuvieron en frente, a casi media milla, a la altura de Rodeo Drive, los dos policías motorizados empezaron a hacernos señas para que nos detuviéramos.

—Vamos allá, cariño. —Chuchi le dio dos palmaditas de ánimo al volante del coche, como los

cowboys golpean suavemente en las películas los cuellos de sus monturas antes de ponerlas a galope tendido.

—Ni se te ocurra —le advertí, y me agarré instintivamente a mi asiento.

—Ya me dirás qué tú prefieres, mi amor. —Chuchi procuraba relajar los músculos de los brazos, y contraía levemente los labios en una sonrisa muy parecida a la de Chacal cuando estaba a punto de disparar contra De Gaulle en la película de Fred Zinnemann—. ¿Prefieres una correría bien acelerada, o mamársela a esos dos marrajos?

—Mamársela —dije sin vacilar.

A Chuchi le explotó en la boca una carcajada como unos fuegos artificiales, al tiempo que Celia Cruz gritaba ¡azúcar!, a pleno pulmón. Las motos de los policías se acercaban con una rara suavidad, daban la impresión de flotar a unos centímetros del asfalto y parecían medio desdibujadas por el resol.

—Así me gusta, beibi —dijo Chuchi, y me puso la mano en el muslo, muy cerca de las ingles—. Ya le tengo yo conversado a Tom Montgomery que te veía condiciones.

El toyota pareció respirar aliviado, se relajó y se dejó aparcar dócilmente al borde de la acera. Los policías enseguida llegaron a nuestra altura e hicieron el giro sin muchas contemplaciones, y se detuvieron uno delante y el otro detrás de nosotros. Bajaron de sus motos y se acercaron uno por cada lado del coche, sin quitarse los cascos ni las rayban de espejos y con las manos libres, sin libretas ni guoquitoquis, pegados los antebrazos con aparente despreocupación a las fundas de sus revólveres. Los dos tenían buenas piernas y buenas nalgas, bien marcadas por los pantalones ceñidos del uniforme. Los dos eran altos y blancos, y quizás uno de ellos, el que se había colocado junto a Chuchi, se parecía a Peter Fonda. A mí no me gustaba nada Peter Fonda, así que le dediqué toda mi atención al que se había puesto a mi lado, con la bragueta a menos de diez centímetros de mi codo. De una tienda, sin ninguna duda carísima, de ropa de playa para mujer salió una rubia desmesurada con media docena de bolsas de papel metalizado, y ni nos miró. Yo la seguí con la vista durante unos segundos, mientras el policía que se parecía a Peter Fonda le insistía a Chuchi, con gestos inesperadamente pacientes, que siguiera bajando el volumen de la música. Chuchi volvió a trastear en el radiocasete, hasta dejar a Celia Cruz reducida a un susurro, y señaló con la cabeza, sin levantar la vista, la dirección en la que se alejaba la rubia de los paquetes centelleantes.

—Buena hembra —dijo.

Yo me encogí de hombros en honor del agente que no se parecía a Peter Fonda. Su bragueta se colocó a cinco centímetros de mi codo. Una mala copia de Fred Astaire, con un pequinés ligeramente malva en brazos, se dispuso a disfrutar del espectáculo de unos escandalosos pero jóvenes y atractivos latinos acosados por dos viriles policías guaperos, como decía Chuchi. El sol efervescente de California cubría con un suave humo dorado la zona más exclusiva de Beverly Hills. El agente que se parecía a Peter Fonda se había puesto de palique con Chuchi, sin levantarle la voz ni decirle palabras despectivas, lo que no dejaba de ser decepcionante. El agente que no se parecía a Peter Fonda solo hablaba cautelosamente con la bragueta: la puso a tres centímetros de mi codo. Entonces me di cuenta de que el agente parlanchín y de facciones alargadas e insípidas le estaba reclamando a Chuchi la documentación, y Chuchi se inclinó hacia mi lado algo más de lo imprescindible y se puso a rebuscar los papeles del coche en la guantera, entre todos aquellos pañuelos de papel que a lo mejor alguna vez había terminado por utilizar en una situación parecida a la que en aquel momento estábamos saboreando. Lo normal habría sido que yo me echase un poco hacia atrás y dejarle a Chuchi más espacio para sus manipulaciones, pero hice justo lo contrario, me incliné hacia delante, como si pretendiera ayudarle en su búsqueda a pura ojeada, y él me rozó el pezón izquierdo con su brazo musculoso y tibio, y yo dejé que me lo restregase un poco, sonriendo, porque se daba cuenta muy bien de lo que hacía, y yo creo que el policía que se parecía a Peter Fonda también se daba cuenta, porque se acarició un poco la pistola sin venir a cuento, y se refrescó los labios con la lengua, y el brazo tibio y virtuoso de Chuchi me ponía el pezón a punto de cantar el kikirikí, mientras mi policía apoyaba con cuidado la bragueta en mi codo, sin presionar, y yo noté en el codo el calor de una bocanada de aliento alterado, como si aquella bragueta respirase.

El pequinés casi malva del fulano que se creía Fred Astaire se puso como un timbre, empezó a ladrar con histérico ánimo de denuncia, el muy chivato, y entonces el policía que no se parecía a Peter Fonda dio un respingo, y yo noté un vacío repentino y helado en mi codo, y el maldito perro no dejaba de ladrar pese a los esfuerzos del falso Fred Astaire por tranquilizarlo, que al pobre carcamal se le había estropeado de repente el

show libidinoso, y yo miré a mi agente con ojitos de chiquillo a quien acaban de prohibirle que siga comiendo merengue, pero solo pude ver mi mirada en las gafas de espejo del policía, y el policía tragó saliva, que yo me di cuenta de cómo le vibraba la nuez de Adán, y dijo, yo creo que por salir del atolladero:

Your papers, please.

En California uno nunca llevaba encima sus papeles. En California yo me sentía como recién nacido, me sentía en un estado prebautismal, no tenía carné de identidad, ni pasaporte, ni tarjeta de crédito, ni, desde luego, permiso de conducir. Me palpé los bolsillos del pantalón ajustadísimo que me había puesto aquella mañana, un pantalón, tan típico de los setenta, que me marcaba ciertas señas de identidad con mucha contundencia, y le di a entender a mi policía que estaba vacío de papeles, y él separó un poco las piernas, como si algo le estuviese estorbando por dentro en alguna parte, y me preguntó, con voz de policía de película:

Any Identification?

Ninguna.

Luego me preguntó mi nombre.

Le di mi nombre completo. A la española. Mi nombre y mis dos apellidos.

—Carlos —dijo mi policía, y mi nombre sonaba muy

sexy pronunciado por él. Sacó una libreta y un bolígrafo y me di cuenta de que escribía solo «Carlos».

Quiso saber dónde vivía.

Le di la dirección de la casa de Peter.

¿Algún teléfono?

De pronto, no recordaba el teléfono de Peter, me hice un lío con las cifras. Chuchi tuvo que ayudarme. El policía que se parecía a Peter Fonda acababa de devolverle la documentación del coche. Todo estaba en orden, por lo visto. El policía que no se parecía a Peter Fonda apuntó mi teléfono en su libreta. Yo apoyé la mano en el borde de la ventanilla del toyota y moví un poco los dedos.

Come on, baby, arrímate, anda, le decía yo con los dedos.

Okey, Carlos —dijo él.

Okey —dijo el otro policía.

Y los dos hicieron a la vez un gesto idéntico para indicarnos que podíamos seguir.

—Okey —dijo Chuchi—, derechitos a Hollywood Boulevard.

El toyota brincó como si le hubieran trasplantado un motor nuevecito en un santiamén. Luego, en cuanto perdimos de vista a los marrajos provocativos, Celia Cruz volvió a llenarlo todo de salsa estrepitosa. Chuchi conducía retorciéndose al ritmo caribeño y algunos peatones inconfundiblemente latinos nos saludaban levantando el dedo pulgar. Un guaspero tiñoso —así lo llamó Chuchi— nos hizo, con el dedo corazón tieso, el gesto universal del enculado. El toyota se detuvo como un autómata, como si funcionara por su cuenta o estuviese muy bien amaestrado, frente a un

snack medio mugriento que había a dos cuadras del Teatro Chino.

—Ese cucaracho te llama mañana mismo —me dijo Chuchi—. Se la vas a tener que mamar, mi hijo.

Había pedido un botellín de agua mineral, que se bebió de un trago, y después pidió una cocacola

big size con mucho hielo. Yo me acaricié el codo.

—Vicioso —dijo él—. El mío era más tímido, el cabrón.

—El tuyo se parecía a Peter Fonda.

—Me calienta Peter Fonda,

brother.

—Estás enfermo, Chuchi. A mí, si te digo la verdad, de esa familia solo me calienta el padre.

—Degenerado de mierda —dijo él riéndose—. Y yo que creía que estabas con Peter solo por el

money

Pasó un coche de la policía con un negrazo al volante y un veterano de pelo gris y aspecto apacible a su lado. Chuchi y yo nos miramos y nos echamos a reír a la vez. El coche de la policía aminoró un poco la marcha al pasar junto al toyota amarillo, pero al parecer los agentes estaban perezosos aquella mañana y decidieron pasar de largo. Me acordé de Luisito Soler, que me había llamado muy temprano, a cobro revertido, para contarme que en Madrid se estaban haciendo apuestas sobre cuánto iba a tardar Franco en fundirse del todo, y que por la calle se veían más grises que nunca. A mí, en Madrid, ningún gris me había puesto jamás la bragueta en el codo, eso solo podía pasarle a uno en California.

—Anda, invítate a esto, nene —dijo Chuchi—, y vamos a ver a Tom Montgomery.

Al salir de casa, yo había cogido diez dólares. Aún me quedaban 82 de los 147 que me había dado La Gran Ynka, el resto me lo había gastado en comprarme caprichos, como la revista

Advocate o una pulsera de auténtica artesanía india, de los que Peter no quería de pronto saber nada.

—Antes dime quién es ese Tom —le pedí.

—Un güero bien apretadito. Y con el Empire State entre las piernas.

Me puse un poco nervioso.

—Espero que no se parezca a Peter Fonda —dije.

—No te preocupes, encanto. De momento, él no va a hacerte nada. Solo quiero que lo veas. Él tampoco quiere patinar sobre adoquines, como dice mi vieja.

La Fabulosa Fabiana decía eso cada vez que hacía el paripé de no atreverse a contar algún chismerío para no meter la pata.

En Hollywood Boulevard había mucho trasiego de desocupados que se miraban unos a otros como si todos estuvieran deseando que alguien cometiera algún delito para entretener la mañana. El coche de la policía con el negrazo al volante y el falso hermano gemelo de Henry Fonda a su lado pasó de vuelta, en dirección a Capitol Records. El calor ya empezaba a ser como una camisa de fuerza.

—¿Vive lejos? —le pregunté a Chuchi, temiendo que tuviéramos que meternos en el cuerpo una caminata.

—En Glendale —dijo Chuchi.

—¿En Glendale? —Ahora sí que no entendía nada—. ¿Pero eso no está en el Valle, cerca de North Hollywood? ¿No vive por ahí el hermano de Peter?

Chuchi señaló la fachada del

sex shop que había en el 6315 del bulevar. Recuerdo perfectamente la dirección porque aún conservo el catálogo de las revistas y las películas en súper 8 de Tom Montgomery, con el sello de la tienda.

—Es ahí —dijo Chuchi—. En el de Lankershim no venden todavía sus cosas.

En Lankershim Boulevard, muy cerca de la casa de Peter, había un

sex shop al que yo me escapaba casi todas las tardes, después de cenar —George Ryker tenía siempre dispuesta la cena a las siete—, con el pretexto de ir a dar un paseo para hacer la digestión. Había un albañil rubio, fibroso, joven y muy bronceado que también iba casi todas las tardes, antes de volver a casa —o que volvía a vestirse de albañil para pasarse por el

sex shop—, y un señor con aspecto de abogado o de ejecutivo de una empresa de cosméticos, que seguramente se cambiaba a la salida de la oficina, trotaba un poco en ropa de deporte y se distraía un rato en las cabinas privadas del local, donde proyectaban tres minutos de pornografía por cincuenta centavos.

El

sex shop de Hollywood Boulevard era mucho más grande que el de Lankershim, y estaba mucho mejor surtido. A la entrada, Chuchi se hizo el distraído y yo pagué un dólar, cincuenta centavos por cada uno. Después le busqué con la mirada y él se dirigió directamente a una de las estanterías.

—Este es Tom —dijo.

En la portada de una revista de aspecto barato y de nombre encantador —

Blush; rubor—, un rubio recortadito y risueño, vestido de policía, enseñaba por la bragueta abierta el Empire State.

—Acaba de empezar en el

business con empresa propia, la Montgomery Productions, y busca taquitos de carne bien sabrosota, chicos nuevos y con un

look diferente. —Chuchi me observaba por el rabillo del ojo—. Le he hablado de ti. Paga bien. —Cogió la revista y miró el precio—. Si tienes ocho dólares te la puedes llevar, la miras y te lo piensas.

Solo me quedaban siete dólares y veinte centavos. Chuchi vio cómo los contaba.

—No hay problema, cariño. Ya te puedes imaginar lo que viene dentro. Y, si te decides, el sábado por la noche podemos vernos con él en su casa.

—El sábado no puede ser —le dije, contrariado—. Es la fiesta en casa del hermano de Peter.

Wow! —dijo Chuchi—, el Party de las Momias. Te encantará.

No problem. Lo dejamos para la semana que viene. Además, así tienes tiempo también de practicar con el cucaracho, porque, no te olvides, mi amor, seguro que ese cucaracho te llama y se la vas a tener que mamar, como mínimo.

Me quedé mirando al chico de la portada de la revista. Y de pronto no conseguía acordarme del aspecto del agente que no se parecía a Peter Fonda. Aquel dorado y provocativo Tom Montgomery era de pronto el cucaracho que se había apoyado en mi codo por la bragueta. Dentro del

sex shop empezó a oler como en Beverly Hills. Moví los dedos como gusanos danzantes clavados en un anzuelo. Tom me hacía ojitos desde la portada calenturienta de

Blush. Hombres así solo existían en mis desvaríos y en California. En julio del 74, en Madrid, no había un solo policía con un Empire State como el de Tom Montgomery.

En medio de la piscina, un elefante fucsia echaba por la trompa pompas de jabón teñidas de verde, rosa y azul.

—Relindo —dijo La Fabulosa Fabiana, y cruzó delante de la boca sus manos gordezuelas y de dedos rollizos y ensortijados, con larguísimas uñas de color nácar.

—Te va a costar dos días enjuagar bien la suiminpul, Nick —cacareó un hombretón con grandes bigotes revolucionarios y vestido de mariachi, pero con una vocecita de gallina de dibujos animados.

Nick y su mujer, Linda, también se habían vestido para matar. Él llevaba un

tuxedo con una gran faja morada que le cubría y apretaba casi todo el estómago, una brillante camisa a rayas grises y blancas, y una pajarita del mismo color de la faja, pero con lunares celestes; tenía toda la cara empapada en sudor. Ella parecía un edificio moderno, uno de esos cuya fachada es toda de cristal, como el que acababan de levantar en la esquina de Burbank con Camarillo. El modelo le caía en cascada de escamas metalizadas desde el escote recto hasta los tobillos, y dos tirantes muy finos de plástico transparente le marcaban surcos muy profundos en los hombros, como si la señora fuese de gelatina, a pesar de estar tan flaca. Nick David era el nombre artístico del hermano menor de Peter, pero en la escuela en la que daba clases de inglés a muchachitos chicanos utilizaba su nombre real, Nicolás David Martínez. Aquella tarde, en cambio, era Nick David en todo su esplendor, y no solo lo seguiría siendo durante toda la noche, sino también durante todo el fin de semana, y tal vez lo fuera todavía el lunes, mientras se duchaba, mientras desayunaba, mientras conducía su pequeño renault europeo con caja de cambios, del que se sentía tan orgulloso, camino de la escuela destartalada, en el dauntaun, en la que se esforzaba por enseñar a chicanitos risueños y desaplicados un idioma como no lo hablarían jamás.

—Te ves bien rebildeado, chico —le dijo Armando Hern, el dudoso agente de la William Morris que cada vez me encontraba un parecido mayor con el joven Weissmuller—. Te tengo algo medio conseguido, no te me descuides que la competencia está requetedura.

Armando Hern siempre le tenía algo medio conseguido a todo el mundo, y sobre todo a aquellos actores latinos de nombre artístico disuelto en chillonas películas exóticas y bulliciosas que dejaron de rodarse hacía treinta años, pero que la televisión pasaba con desordenada frecuencia a horas imposibles, por lo general los días entre semana, a veces un sábado como aquel de mediados de julio, cuando un canal raro de Los Ángeles tenía anunciada, para pasada la medianoche,

Luna de Sinaloa, barata y extravagante producción de la Metro dirigida por un tal John Jersey —seguramente, el seudónimo de algún director bajo contrato y demasiado obediente o en repentinos apuros económicos— y protagonizada por Ann Miller, César Romero y Katy Jurado. Y con Nick David en el papel de Antonio.

Durante todo el día había hecho un calor de pobretones, como decía Chuchi, un bochorno pesado y anaranjado, por culpa del

smog, que lo llenaba todo de indiecitos medio ilegales, o ilegales por completo, con botellas de plástico llenas de agua con la que se duchaban medio encuerados en los merenderos de los parques públicos, familias enteras que se reunían allí, desde primeras horas de la tarde, para apurar el güiquén. El calor de ricachones se trasladaba a las mansiones de Santa Mónica y Malibú, a los salones refrigerados de las grandes casas de Hollywood Hills o Mulholland Drive, a la arena resplandeciente de las playas de Venice o de Laguna —donde todo el mundo era tan guapo que todo el mundo parecía rico—, a las cubiertas de los barcos atracados en los muelles beatíficos de Marina del Rey y a las piscinas en forma de corazón o de aljibes griegos junto a las que dormitaban, en hamacas de seda y entre grandes cestas de frutas y radiantes jarras de cristal rebosantes de jugos multicolores,

starlettes de cuerpo de oro y

play-boys de billetera bien alimentada. El fin de semana anterior, Peter y George, después de hacer la compra en el supermercado y haber llevado una tonelada de ropa a la lavandería, me habían invitado a almorzar en Santa Mónica —en realidad, invitó George, como siempre— tras una larga excursión por toda la costa, y yo, desde el asiento trasero del thunderbird descapotable de color mostaza de George —la Gordon National Life le compraba un coche nuevo y deslumbrante cada dos años, a cargo del presupuesto de imagen de la compañía—, veía pasar, como una alucinación brillante y acogedora, el Pacífico de grandes olas muy blancas cabalgadas por esbeltos virtuosos del surf, hermosos culturistas semidesnudos de ambos sexos, socorristas bronceados con sus minúsculos bañadores y sus nalgas puntiagudas y sus gorros de colores muy vivos, patinadores parsimoniosos que saboreaban gigantescos helados de menta, terrazas repletas de bellezas efervescentes y camareros bulliciosos, con su chorreante cargamento de cerveza, limonada y té helado. Aquel día me acordé de tantas mañanas de sábado, en Madrid, con Luisito Soler y aquella patulea de catetos empeñados en cambiar el mundo, dando barzones por las tascas de la Plaza Mayor, abonados a la clara y al tinto de verano y a las patatas bravas, y a punto estuve de decir bien alto que me daba igual que Franco se muriese pronto o no se muriese nunca.

En Madrid, alguien le había enseñado a Peter cómo se hacen las patatas bravas, o eso creía él, y no había

party al que lo invitaran en el que no se presentase con un tapergüer abarrotado de pequeñas papas californianas sin mondar al horno, sumergidas en

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