Butterfly

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Enero » Capítulo 2

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La primera vez que Jamie nadó desnudo en la piscina de la señorita Highland pensó que ella no estaba en casa. Salió de la piscina y se estaba sacudiendo el agua bajo el tibio sol matinal cuando levantó los ojos y la vio de pie junto a una de las ventanas del piso de arriba, mirándole. Entonces se asustó. La acaudalada Beverly Highland tenía poder suficiente para conseguir que jamás pudiera volver a trabajar ni en el sur de California ni en cualquier otro lugar.

Pero, para su asombro, ella no se apartó de la ventana y no gritó ni llamó a los guardias de seguridad que protegían su enorme finca de Beverly Hills. En realidad, no hubo ninguna reacción visible. Se limitó a permanecer donde estaba, con la mano apoyada en los cortinajes y los ojos clavados en él. De pronto, temiendo que la policía de Beverly Hills apareciera de un momento a otro y se lo llevara, Jamie se puso a toda prisa los pantalones vaqueros y empezó a limpiar la piscina. De vez en cuando, levantaba los ojos y la veía todavía en la ventana.

Terminó en un tiempo récord y se fue en su camioneta. Después, esperó varios días angustiado, temiendo que le pegaran una bronca por haber nadado en la piscina de un cliente… ¡y, por si fuera poco, en cueros vivos! Curiosamente, nadie le reprendió.

La segunda vez que nadó en la piscina lo hizo como en una especie de temeraria apuesta consigo mismo. Dedujo que ella estaba en casa porque vio en el garaje el Rolls-Royce Silver Cloud que, como todo el mundo sabía, era su automóvil preferido. Además, vio al chofer trabajando en el Excalibur. Se preguntó si ella se acercaría nuevamente a la ventana cuando se lanzó con un sonoro chapoteo.

Al emerger unos minutos más tarde, desnudo y chorreando agua, la vio de nuevo allí, observándole.

Y lo más extraño fue que tampoco hubo reacción.

Aquella mañana era la tercera vez. Pulsó el timbre de la verja de hierro forjado y se identificó ante el guardia de seguridad. Después, bajó por la larga calzada con su camioneta de mantenimiento de la piscina y se dirigió a la parte de atrás donde pasaría buena parte de la mañana, limpiando la enorme piscina de estilo italiano de la señorita Highland. Con el equipo de limpieza y las sustancias químicas a punto, se detuvo y miró hacia la casa. Ella ya estaba allí, junto a la ventana.

Estuvo casi tentado de saludarla con la mano, pero no lo hizo. En su lugar, permaneció de pie con las manos apoyadas en las caderas, estudiando el tenue resplandor del agua verde azulada como si no supiera qué hacer. Quiere que lo haga, pensó.

Aunque era una personalidad muy célebre y uno de los temas preferidos de los medios de difusión, muy poco se sabía en realidad de la señorita Highland. Vivía sola en una de las mansiones más grandes de Beverly Hills, se rodeaba de todo un equipo de secretarias, asesores y gorristas, viajaba frecuentemente de costa a costa en su jet Lear privado, contaba con la amistad de los más destacados políticos y astros cinematográficos, daba las fiestas más fastuosas de cada temporada y tenía la piscina más elegante de toda la lujosa ruta de Jamie. Pero era un misterio. Por lo menos, pensó Jamie mientras empezaba a bajarse la cremallera de los vaqueros, era un misterio para todos los demás. Pero no para él. Llegó a la conclusión de que ya la tenía catalogada.

Beverly Highland era conocida por su acendrada moralidad. Era una de las máximas colaboradoras del fundador de la asociación de la Honradez Moral, el reverendo no sé cuántos, el telepredicador evangélico. Todo el mundo tenía a la casta señorita Highland por una remilgada y severa censora de todo lo divertido. Pero guardaba un pequeño secreto muy sucio, pensó Jamie. Disfrutaba observando nadar desnudos a los jóvenes en su piscina.

Bueno, pensó Jamie, qué demonios. Si conseguía excitarla lo bastante, a lo mejor le invitaría a darse un revolcón entre sus billetes de banco. Conocía a algunos mozos de reparto que se ganaban relojes Rolex de oro a cambio de prestar sus servicios a aquellas señoronas de Beverly Hills.

Se bajó del todo la cremallera y después se quitó muy despacio los vaqueros, deteniéndose un instante en el borde de la piscina para que ella pudiera echar un buen vistazo al cuerpo del que tan orgulloso se sentía y que tanto esfuerzo le costaba mantener en forma antes de lanzarse a la piscina. Limpia y suavemente, como un cuchillo caliente cortando la mantequilla tibia. Nadó bajo el agua todo el largo de la piscina y emergió en el otro extremo donde el cálido sol arrancó destellos de su rubia cabeza. Después, empezó a dar perezosas brazadas, extendiendo sus largos brazos y empujando en agua hacia atrás sin el menor esfuerzo hasta que, al final, se volvió boca arriba, mostrando todo el brillo de su bronceada piel.

Salió de la piscina sin dar la menor muestra de cansancio, estiró los brazos por encima de la cabeza y se sacudió el agua del cuerpo. Consciente de que ella lo estaba mirando, Jamie se excitó. Sintió que se le endurecía el miembro y se alegró pensando que, de este modo, parecería más grande. Después, se volvió a poner los vaqueros y se entregó a la tarea de limpiar la piscina.

Levantó los ojos unos minutos más tarde y vio que ella ya no estaba.

Beverly soltó la cortina y se apartó de la ventana. Había averiguado su nombre. Jamie.

Después, se lo quitó de la cabeza.

Su despacho tenía un marcado carácter profesional. En contraste con el resto de la casa, decorado con el mayor lujo y elegancia, el lugar de trabajo de Beverly Highland era eminentemente práctico y carecía de adornos innecesarios. Había dos grandes escritorios (el suyo y el de su secretaria particular), unos archivadores de caoba, un ordenador Mackintosh Plus y una fotocopiadora Cannon. Maggie, su enérgica secretaria, aún no había llegado. Tenía que dictarle varias cartas, repasar con ellas las listas de invitados, las peticiones de diversas organizaciones benéficas y las distintas invitaciones para ver cuáles de ellas aceptaría y cuáles declinaría. Beverly Highland presidía los consejos de administración de varias grande empresas, pertenecía a la junta directiva de la asociación Mujeres Norteamericanas para el Entendimiento Internacional, era la presidenta del comité de recursos culturales de la Cámara de Comercio de los Ángeles y formaba parte del Comité Presidencial para las Artes y Letras. Tenía que echar un vistazo a las cuentas que le llevaba su contable y redactar tres comunicados de prensa, cosa de la que se encargaría su experto en publicidad. El personal de Beverly incluía también dos secretarias sociales y un enlace de relaciones públicas.

Beverly se acomodó de nuevo detrás de su escritorio y vertió un poco de té de hierbas de una jarra de plata a una taza de porcelana de Sèvres. El aroma de las hierbas llenó el aire matinal. No añadió azúcar y se limitó a mordisquear una de las delicadas galletitas de limón de la bandeja. Beverly Highland tenía cincuenta y un años y cuidaba mucho su dieta.

Estudió el calendario de su escritorio, colocado en un marco antiguo de oro, regalo de un editor que estaba deseando publicar su biografía.

Había una fecha rodeada por un círculo rojo: 11 de junio.

Era el día para el que vivía Beverly Highland. El día en que se inauguraba la convención republicana en Los Ángeles. Todo lo que hacía, todos los pasos que daba, todas las bocanadas de aire que respiraba eran exclusivamente para aquel día.

Estaba segura de que ningún aspirante a la candidatura presidencial había tenido jamás una partidaria tan firme como la que tenía el fundador de la Pastoral de la Buena Nueva, el multimillonario imperio televisivo evangélico. Cuando este anunció en año anterior su intención de aspirar al máximo cargo de los Estados Unidos, Beverly se entusiasmó. Semejante decisión era el cumplimiento de un sueño. Ahora que ya se estaban dirigiendo a toda vela hacia las primarias de junio, la inquietud de Beverly aumentaba día a día…, su aspirante tenía que conseguirlo.

Con sus amistades y sus millones, ella se encargaría de que así fuera.

Mientras saboreaba el té aromatizado con canela, contempló la fotografía de aquel hombre en un marco de peltre encima de su escritorio. Llevaba la firma autógrafa con la frase «Loado sea Dios». Su carismática sonrisa parecía resplandecer.

El reverendo había conocido superficialmente a Beverly Highland en ocasión de banquetes benéficos y acontecimientos políticos ampliamente divulgados. Sabía muy poco de ella, pero ella le conocía profundamente. Llevaba años viendo casi a diario su «Hora de la Buena Nueva» y solo se la perdió la vez que estuvo en el hospital para una histerectomía con complicaciones. Durante su convalecencia mandó instalar una videocámara en su habitación privada para poder ver las cintas de sus sermones y, gracias a la «Hora de la Buena Nueva» su recuperación se aceleró, según manifestó ella misma a la prensa al ser dada de alta en el hospital. El hecho de verle en la pantalla, les dijo a los reporteros, y de escuchar su dinámica voz le llenó el alma de la fuerza y energía necesarias para levantarse de la cama y reanudar sus actividades. Así se lo dijo a él por carta, adjuntándole un cheque por valor de un millón de dólares.

Contempló el calendario: 11 de junio.

La Pastoral de la Buena Nueva era la mayor «iglesia electrónica» de los Estados Unidos y emitía diariamente sus programas a través de mil cien emisoras de televisión, publicaba un «semanario de la fuerza» era propietaria de una compañía discográfica, dos compañías de aviación y la mayor parte de los inmuebles de Houston, con unos ingresos mensuales de varios millones de dólares. Se calculaba que casi el noventa por ciento de la población del Sur veía o escuchaba la «Hora de la Buena Nueva» por lo menos una vez a la semana: era imposible calcular el número de miembros efectivos de la iglesia en toda la nación.

No cabía duda de que el reverendo era un hombre muy poderoso.

Y, además, subrayaba la importancia de la honradez moral.

Dejando la taza en su platito, Beverly se levantó de su escritorio y se acercó de nuevo a la ventana. Vestía un holgado caftán de seda azul celeste que crujía contra sus piernas desnudas. Apartando la cortina con la mano, contempló los soberbios bancales del jardín, bajando suavemente desde la loma en la que se levantaba la casa. Todo resultaba tan hermoso y apacible que nadie hubiera podido adivinar que el ajetreado distrito comercial de Beverly Hills se encontraba a dos pasos y estaba a punto de despertar a una intensa jornada de comercio y de tráfico.

Su mirada se posó en la piscina.

Se llamaba Jamie, según le había dicho su secretaria.

Beverly le miró mientras pasaba la maquinaria de limpieza a través del agua color verde lima. Tenía la espalda húmeda de sudor y la luz del sol jugueteaba sobre sus bronceados músculos. Su largo cabello rubio todavía mojado le caía sobre los hombros a la manera vikinga. Los vaqueros le estaban muy ajustados y Beverly se preguntó cómo podía moverse con ellos. Tenía la clase de trasero que parecía encandilar a las chicas últimamente…, redondo y descarado.

—¡Perdón! —dijo una voz casi sin resuello a su espalda—. ¡Me quedé atascada en la autopista de San Diego! ¡Otra vez!

Beverly se volvió y vio a su secretaria Maggie, entrando a toda prisa en la estancia con un bolso colgado del hombro, los brazos llenos de papeles y una cartera de documentos en una mano.

—Tranquila —dijo Beverly con una sonrisa—. Aún disponemos de unos minutos.

—Juro que esto es una conspiración —musitó Maggie mientras se acercaba al teléfono, pulsando el botón de la cocina—. El tráfico por las mañanas está cada vez peor. Juro que siempre veo los mismos automóviles bloqueando las mismas pistas. ¿Cocina? Aquí Maggie. ¿Me suben un café por favor? Y un Danish de chocolate. Gracias.

Maggie Kern tenía cuarenta y seis años, estaba regordeta y tenía intención de seguir estándolo.

Mientras la secretaria clasificaba los papeles de su escritorio y musitaba por lo bajo que aquello era una conspiración de la empresa de transportes públicos para que la gente tomara el autobús («los mismos automóviles atascados cada día, lo juro, para colapsar la autopista»), Beverly contempló de nuevo al joven y rubio empleado del servicio de mantenimiento de la piscina.

—¡Ah! —exclamó Maggie cuando le sirvieron el café y la barrita de chocolate, encendiendo en seguida el televisor.

Beverly se apartó inmediatamente de la ventana y se acomodó en el sofá de terciopelo. Ambas mujeres se descalzaron y permanecieron sentadas, contemplando la pantalla.

Veían diariamente la «Hora de la Buena Nueva» antes de empezar sus tareas. Incluso cuando Beverly tenía que viajar y ambas sobrevolaban el país en el jet privado o cuando estaban en la habitación de un hotel de otra ciudad, siempre dedicaban la primera hora del día a ver al reverendo.

La prostitución y la pornografía eran sus principales objetivos, aunque también había producido una película escalofriantemente gráfica contra el aborto. Organizaba concentraciones en salas cinematográficas, enviaba Biblias y mandaba a jóvenes y entusiastas predicadores a las tinieblas de la calle Cuarenta y Dos, el Hollywood Boulevard y Polk, y, al igual que Beverly Highland, había influido decisivamente para que la revista Playboy fuera retirada de los expositores de las grandes superficies comerciales.

En caso de que lo eligieran presidente, había prometido limpiar Norteamérica.

Las guitarras y los Cantores de la Buena Nueva interpretaron un alegre himno y en seguida apareció él, avanzando con paso rápido al tiempo que le anunciaba a voz en grito a su público:

—¡Hermanos y hermanas, tengo una buena nueva para vosotros!

No cabía ninguna duda, aquel hombre poseía una personalidad magnética. Exhalaba poder de la misma manera que los legendarios dragones escupían fuego. Se advertía su calor a través de la pantalla del televisor. Su espíritu voltaico parecía brotar de su cuerpo rebosante de energía. La razón por la cual el reverendo era tan famoso, incluso entre los no creyentes, no constituía ningún misterio para nadie. Era un vendedor nato. Un periodista había comentado amargamente una vez que el electrizante fundador de la Buena Nueva hubiera sido capaz de vender canguros a los australianos, pero que lo que el reverendo vendía era Dios. Dios y la honradez.

El principal objetivo de su ataque de aquel día era una revista llamada Pastel de Carne, una presunta publicación para mujeres, pero que, por sus fotografías de hombres desnudos en sugestivas poses, se decía que era una de las preferidas de los homosexuales.

—Hoy tomaré mi Buena Nueva de la epístola de san Pablo a los romanos —vociferó el reverendo a toda Norteamérica—. Y Pablo decía que, debido a que los hombres son tan necios, Dios les permite hacer las suciedades que sus corazones desean y por eso hacen cosas vergonzosas entre sí. A causa de lo que hacen los hombres, Dios los ha entregado a pasiones vergonzosas. Hasta las mujeres pervierten el natural uso de la sexualidad y se dedican a prácticas antinaturales.

¡Hermanos y hermanas! —rugió mientras cruzaba el set del estudio a grandes zancadas—. Me duele en el alma tener que reconocerlo, pero hoy en día existen en nuestro hermoso país casas de pecado y corrupción. Nidos de perversidad en los que Satanás siembra sus esbirros. En los que las mujeres venden sus cuerpos y los hombres pecan lujuriosamente. Estos lugares socavan la fuerza de nuestra soberbia nación. ¿Cómo pueden los Estados Unidos ser la primera potencia mundial, el país al que finalmente recurren todas las naciones de la tierra, si toleramos estos perversos comportamientos entre nosotros? Si los hombres frecuentan las casas de prostitución, ¿qué será del bendito estado matrimonial? Si las mujeres venden sus cuerpos, ¿cómo podrán nuestros hijos crecer puros y conocer la Palabra de Dios? —el reverendo agitó un dedo hacia el cielo e inmediatamente se enjugó el sudor de la frente con un blanco pañuelo—. ¡Afirmo que debemos acabar con estas casas de pecado y corrupción! ¡Tenemos que buscarlas dondequiera que estén y derribarlas! ¡Llevaremos las antorchas de la decencia, las acercaremos a sus corruptos muros y los veremos arder como arde el fuego del infierno de Satanás!

—Amén —dijo Beverly Highland.

—Amén —dijo Maggie.

Cuando terminó el programa, ambas permanecieron sentadas unos momentos en silencio. Después, Beverly lanzó un suspiro y dijo:

—Será mejor que pongamos manos a la obra. Solo faltan seis meses para la convención. Hay muchas cosas que hacer.

Mientras su secretaria se dirigía al escritorio para estudiar en la agenda las actividades de aquel día, Beverly Highland se acercó de nuevo a la ventana y miró.

Llegó justo a tiempo para ver alejarse la camioneta de mantenimiento de la piscina por la larga calzada.

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