Butterfly

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Enero » Capítulo 3

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Mantener relaciones sexuales con un desconocido no era ninguna novedad para Trudie Stein. Era su manera habitual de transcurrir las noches del sábado. No obstante, mantener relaciones sexuales con un desconocido en semejantes circunstancias, pensó mientras contemplaba el logotipo de la mariposa en la puerta, constituía sin duda una novedad.

Y la emocionaba sobremanera.

Mientras el empleado del estacionamiento le entregaba el ticket y se apartaba del bordillo a bordo de su Corvette azul eléctrico, Trudie experimentó una súbita e inesperada sacudida de temor.

Pero ¿de qué podía tener miedo? A fin de cuentas, su prima Alexis llevaba varias semanas acudiendo allí y le había ensalzado las fantásticas maravillas de aquel lugar.

—Allí puedes poner en práctica cualquier fantasía que desees —le había dicho Alexis.

Y la doctora Linda Markus, para quien Trudie había diseñado y construido un solárium y un gimnasio en su residencia de la playa, era socia de Butterfly desde hacía todavía más tiempo. En realidad, fue Linda Markus quien le aconsejó a la prima de Trudie que se hiciera socia, al ser ambas íntimas amigas desde su época de estudiantes en la facultad de Medicina. Y allí estaba Trudie, buscando algo a sus treinta años, de pie en la acera de Rodeo Drive y a punto de ver cumplida su más ansiada fantasía. Y todo ello gracias a la doctora Markus.

Así funcionaba Butterfly, le había explicado Alexis. Tratándose de un pequeño club privado, cada socia estaba autorizada a traer a otra persona. La doctora Markus había elegido a su mejor amiga Alexis y Alexis había decidido recomendar a su prima Trudie. Dos semanas antes, justo después de Navidad, Trudie acudió a una entrevista de orientación con la directora. Hacía tres días había recibido la pulsera especial con la mariposa y ahora ya era socia de pleno derecho con todos los privilegios que Butterfly ofrecía.

Trudie se subió el cuello del abrigo y echó un vistazo al edificio en medio del glacial frío de enero.

Qué ofrecía Butterfly…

—Te lo aseguro, Trudie —le dijo su prima—. Butterfly ya ha obrado maravillas en mí. Me ha ayudado a encontrarme a mí misma y a ordenar mi vida. A lo mejor, también te podrá salvar a ti.

Salvar. Desde luego, era lo que Trudie esperaba. El interminable y humillante ciclo de aventuras de una sola noche con hombres que jamás la volvían a llamar o que la decepcionaban con la llegada del amanecer, había arrastrado a Trudie Stein a un tortuoso camino que no conducía a ninguna parte. Y ella necesitaba desesperadamente ir a algún sitio… con alguien.

Bueno, ahora tenía que dar el primer paso.

Y lo dio, cruzando la puerta de cristal de Fanelli, la lujosa tienda de prendas de vestir para hombres de Beverly Hills en cuya sencilla fachada campeaba en enigmático emblema de la mariposa. Trudie conocía aquella tienda. Acudió allí años atrás para comprar a su amigo una camisa de la marca Loire Valley y él dio media vuelta y se la regaló a su amigo. La elegante tienda, con sus lustrosos latones y sus maderas de caoba, se encontraba en aquellos momentos abarrotada de clientes que devolvían o cambiaban regalos navideños.

Trudie se detuvo un instante para que se calmaran los apresurados latidos de su corazón. Reconoció algunos rostros entre la gente: el director de cine para quien había diseñado y construido una piscina; el famoso ídolo del rock Mickey Shannon, tratando de pasar inadvertido y, cerca de los servicios, Beverly Highland, la célebre exponente de la alta sociedad.

Trudie se preguntó fugazmente si ella también sería socia del club secreto de arriba. Pero todo el mundo sabía que Beverly Highland era una acérrima admiradora de la Pastoral de la Buena Nueva y que llevaba una ejemplar vida moral. Además, Trudie observó que no ostentaba en su muñeca la comprometedora pulsera de la mariposa.

La mayoría de los clientes de la tienda, pensó Trudie mientras se abría paso entre ellos, ignoraba lo que ocurría arriba. La directora se lo había asegurado. Aquella gente se encontraba allí para comprar… y muy pocas personas se dirigían como ella a la parte posterior de la tienda, exhibiendo la pulsera de delicados eslabones de oro de los que pendía un pequeño fetiche en forma de mariposa.

Al final, llegó a la parte de atrás, donde unos maniquíes pasaban modelos para los clientes sentados. Aquella zona del establecimiento estaba atendida por unas empleadas especiales, unas mujeres vestidas con falda negra y blusa blanca en cuyo bolsillo figuraba bordada una mariposa. Aquellas empleadas no formaban parte del personal que trabajaba en el resto de la tienda. Solo ellas sabían adónde conducía el ascensor privado.

Trudie ya había visto otras veces a modelos masculinos. De hecho, algunos de los hombres que colaboraban con su empresa de dedicaban, además, a pasar modelos. Perpetuamente bronceados, con el cuerpo musculoso gracias al duro trabajo que realizaban y normalmente con un ensortijado cabello rubio, solían estar tan guapos vestidos con blazers de seda y pantalones de franela como con polvorientos vaqueros y camisetas. Pero los modelos de Butterfly, pensó Trudie, hubieran podido despertar la envidia de sus colaboradores. Ahora comprendía la verdadera razón por la cual resultaban tan guapos. No tenían nada que ver con el pase de modelos.

Trudie se sentó, declinó un ofrecimiento de té o de agua Perrier, y contempló el pase de modelos que era uno de los acontecimientos cotidianos del lujoso establecimiento Fanelli.

Totalmente hechizada, mantenía los ojos clavados en la puerta del vestuario de los modelos. Los hombres emergieron uno a uno y pasaron despacio entre los clientes sentados, la mayoría de los cuales eran mujeres. Los modelos exhibían una gran variedad de prendas, desde chaquetas de cuero a pijamas de la célebre Saville Row londinense, y eran muy distintos entre sí en cuanto a la edad, el físico y la forma de moverse. «Una cosa para cada cual», pensó Trudie, excitándose por momentos.

El reloj de barco de latón de la pared iba marcando la hora mientras los hombres salían del oculto vestuario, avanzaban, sonreían, pasaban y desaparecían de nuevo. Los clientes se levantaron y se retiraron. Otros entraron y ocuparon los asientos. Casi todos ellos se iban con paquetes de compras bajo el brazo (pero nadie, observó Trudie, se dirigió al ascensor de la parte posterior de la tienda).

Mientras estudiaba a los hombres (el que se parecía a Arnold Schwarzenegger con su jersey de pesca, el nervudo asiático de baja estatura con su atuendo de kung-fu), Trudie reparó en dos mujeres que llevaban sentadas allí tanto rato como ella. Su mirada se desplazó a las muñecas. Ambas lucían idénticas pulseras con la mariposa.

Entonces le vio.

Tenía el cabello plateado y el aspecto muy distinguido, tendría unos sesenta y tantos años y lucía un exquisito abrigo de cachemira de color negro. Trudie se quedó súbitamente sin aliento. Era fabuloso.

Ese. Elegiría a ese.

Pero, ahora que había llegado el momento de que se iniciara su fantasía, Trudie se sentía súbitamente tímida e inexplicablemente remisa. Me he quemado tantas veces…

Por su apariencia, cualquiera hubiera podido imaginar que Trudie Stein tenía un éxito arrollador en sus relaciones con los hombres: era una alta y preciosa rubia vestida con elegantes prendas a la última moda, peinada con espuma moldeadora y propietaria de un automóvil de treinta mil dólares. En su lugar de trabajo, vestía calzones cortos y tops sin sujetador que dejaban al descubierto su bronceado y atlético cuerpo. Tenía a sus órdenes nada menos que a veinte hombres. Lo malo era que casi todos ellos la consideraban una rubia tonta, acaudalada y estúpida que hubiera sido incapaz de abrirse camino por su cuenta en el duro sector de la construcción y que por esta causa necesitaba tener «a un hombre a su lado».

Mientras el atractivo modelo del cabello plateado se retiraba al vestuario, Trudie evocó un doloroso recuerdo que normalmente empujaba a los más recónditos rincones de su mente.

Era el recuerdo de una noche del año anterior. La temporada de las piscinas estaba tocando a su fin… la empresa de Trudie registraba su mayor volumen de negocios en verano y en primavera, períodos del año en que solían construirse casi todas las piscinas. Aquel noviembre en particular, mientras revisaban los últimos detalles (cascadas que caían, instalación de conducciones para aguas minerales, creación de paisajes, supervisiones de los trabajos), Greg Olson, el empresario de albañilería con quien colaboraba y con quien había mantenido un amistoso coqueteo a lo largo de varios meses, decidió lanzarse finalmente al ataque.

—Pronto empezará a reducirse el trabajo, Trudie —le dijo, arrastrando las palabras con aquel curiosos acento suyo que a ella tanto le gustaba—. No vamos a tener que preocuparnos por los conflictos laborales. ¿Qué te parece si salimos a tomar un trago?

Bueno, Greg Olson era rico, conducía un Allante, hubiera podido tener cualquier mujer que se le antojara y no tenía necesidad de demostrar su machismo tal como les ocurría a otros. Trudie decidió aventurarse y bajó las defensas. Todo fue muy bien… al principio. Cena y baile en un restaurante de San Vicente, en Los Ángeles Oeste. Después, un caluroso paseo por la autopista de la Costa del Pacífico. Más adelante… ¡aparcaron! Como unos emocionados adolescentes.

A Trudie le encantó. Todo fue tan deliciosamente juvenil que se sintió invadida por una conmovedora sensación de inocencia. Debido a ello, sucumbió antes de lo previsto. Más tarde, sacudiéndose la arena de la ropa mientras ambos subían por el farallón para regresar al lugar donde habían dejado estacionado el automóvil, Greg le dijo:

—Qué barbaridad, has sido estupenda. ¡Nos tenías a todos engañados!

—¿Qué quieres decir? —preguntó Trudie mientras subía al vehículo, a pesar de que ya conocía la respuesta, la temía, no quería oírla y estaba pensando que ojalá no hubiera salido aquella noche con Olson y hubiera prestado atención a su instinto cuando este le dijo por lo bajo: Ten cuidado. Está tramando algo.

—Todos creíamos que eras lesbiana. Algunos de los chicos han hecho incluso una apuesta.

Cuando empezó de nuevo la temporada de las piscinas, Trudie se buscó una nueva empresa de albañilería y decidió establecer una férrea norma: no más aventuras con gente del trabajo.

Lo cual significaba que solo le quedaban las aventuras del sábado por la noche con los desconocidos de los bares de solteros, los cuales solían ser unos amantes egoístas e inseguros que, al terminar, se limitaban a preguntarle:

—¿Ha sido satisfactorio para ti?

El modelo del cabello plateado volvió a salir y a Trudie le dio un vuelco el corazón.

Esta vez lucía una trinchera de cuero y una bufanda de seda blanca alrededor del cuello. Cuando pasó por su lado, a Trudie le pareció que le dirigía una sonrisa especial. Trudie miró hacia el lugar donde se encontraban las otras dos mujeres: una ya se había ido y la otra estaba anotando algo en un papel y entregándoselo a una empleada.

Trudie abrió inmediatamente el bolso y sacó un pequeño cuaderno de notas. Se había puesto súbitamente nerviosa, temiendo que se lo hubieran quitado. ¿Por qué perdía tanto tiempo sentada allí?

La mano le tembló mientras escribía. ¡Era increíble! ¡Era fantástico!

—¿Qué se hace en Butterfly? —le había preguntado a su prima Alexis.

—Pues, cualquier cosa que se te antoje. Ellos se amoldan a todo, Trudie.

—Ya, ¿y qué me dices de Linda Markus? ¿Qué hace cuando va allí?

—A Linda le gustan los disfraces —contestó Alexis—. Además, quiere que tanto ella como el hombre luzcan antifaces.

¡Antifaces!, pensó Trudie mientras entregaba nerviosamente la hoja de papel a la empleada. ¿Qué sentiría con su amante del cabello plateado? ¿Sería este realmente capaz de satisfacer la fantasía que ella exigía? ¿Subiría ella arriba y lo encontraría todo exactamente tal y como lo había descrito en la hoja de notas?

Trudie no tuvo que esperar mucho rato. Permaneció sentada retorciéndose las manos mientras los minutos parecían prolongarse indefinidamente. Trudie Stein, que normalmente se mostraba tan fría y distante en las ocasionales relaciones sexuales, estaba rezando para que la otra mujer no se le hubiera adelantado con el modelo del cabello plateado. La empleada regresó y le dijo en voz baja:

—Por aquí, si es tan amable.

Trudie la siguió al ascensor privado.

Se había pasado horas arreglándose para la «cita» especial de aquella noche. A lo largo de los años en los que se había dedicado al negocio de la construcción de piscinas, luchando por abrirse camino en un sector dominado por los hombres y dando órdenes a los trabajadores, Trudie había tenido que reprimir su natural feminidad y adoptar un comportamiento duro y agresivo. De lo contrario, ninguno de los hombres que trabajaban para ella se la hubiera tomado en serio y los encargos no se hubieran terminado jamás. Y ella sabía que, por este motivo, parecía una persona descarada y resentida, deseosa de demostrar que valía tanto como un hombre.

En su lugar de trabajo, procuraba «neutralizarse» con unos calzones cortos y unos tops (no podía evitar tener busto), pero cuando guardaba el cuaderno y los planos y se preparaba para salir por la noche, Trudie recuperaba sus instintos ultrafemeninos. Para su primera velada en Butterfly se había comprado un atuendo especial: una falda de tejido estampado que le llegaba hasta los tobillos, una blusa de seda azul brillante y unos pendientes y un collar de plata. Trudie sabía que era la esencia de la feminidad y que no quedaba en ella la menor traza de su trabajo como constructora.

La empleada la acompañó por un silencioso pasillo, pasando por delante de unas puertas cerradas hasta llegar finalmente a la habitación del fondo donde le dijo en un susurro:

—Si quiere entrar, por favor.

Trudie entró.

La puerta se cerró a su espalda, dejándola sola en un pequeño pero íntimo comedor amueblado con un sofá y unas sillas de estilo provincial francés, unas estanterías llenas de libros, una mullida alfombra y una mesa ya puesta con un blanco mantel de lino, porcelana, cristal y velas. Había una botella de champán enfriándose en una cubeta de plata y una sola rosa en una vasija. Una suave música surgía de unos altavoces invisibles.

Trudie estaba tan nerviosa que apenas podía creerlo. Trudie Stein a quien su padre había enseñado a controlar cualquier situación y a dominar cualquier circunstancia. Incluso en sus merodeos de los sábados por la noche durante los cuales conocía y se llevaba a casa a hombres desconocidos, siempre era ella quien llevaba la voz cantante. Sin el menor asomo de inquietud o temor.

Ahora, en cambio, se preguntó fugazmente: ¿Qué demonios estoy haciendo aquí?

Pero ¿acaso no le había enseñado su padre a aspirar a las estrellas y a buscar siempre el cumplimiento de sus deseos? ¿No le había enseñado los entresijos del negocio de la construcción, llevándosela a las obras cuando era pequeña e infundiendo a su hija única el sentido del propio valor y de la propia identidad e independencia? ¿Acaso sus padres no habían discutido sobre esta cuestión y, mientras Sophie quería que su hija siguiera la tradición, encontrara un marido y fuera una buena esposa y madre, Sam insistió en que el mundo y los tiempos estaban cambiando y su hija podría ser cualquier cosa que ella quisiera? Sam Stein, el hombre más justo y honrado que jamás hubiera pisado la faz de la tierra a juicio de Trudie, le había enseñado hasta el mismo día de su trágica y prematura muerte a soñar y a convertir sus sueños en realidad.

¿Y acaso no era eso lo que estaba haciendo en Butterfly? ¿Buscando la salvación, tal como su prima había dicho? Quizás, pensó Trudie mientras oía unas pisadas acercándose por el pasillo, encontraría las respuestas dentro de aquellas paredes, quizás descubriría lo que andaba buscando, lo que la inducía a abandonar su departamento los sábados por la noche, impulsándola a relacionarse con desconocidos en unos encuentros decididamente insatisfactorios y a menudo desastrosos. Trudie estaba allí por algo más que por el sexo…, eso lo podía conseguir en cualquier parte. Estaba allí en la esperanza de hallar soluciones.

Había otra puerta en el extremo opuesto de la estancia. Ahora se abrió y entró él. Trudie no podía creerlo…, en aquel íntimo ambiente suavemente iluminado, estaba todavía más guapo. Iba impecablemente vestido. Trudie reconoció una chaqueta de lana negra Pierre Cardin, unos pantalones T. Gray, una camisa de seda gris perla y una corbata color borgoña. Por su parte, él era alto y delgado y mantenía los hombros confiadamente echados hacia atrás. Hubiera podido ser el director general de una gran empresa, pensó Trudie, o el rector de una prestigiosa universidad.

Se acercó a ella y le dijo en una suave y refinada voz:

—Cuánto me alegro de que hayas podido venir esta noche. La cena aún tardará un rato. ¿No quieres sentarte? —La tomó por el codo y la acompañó a un confidente de terciopelo azul—. ¿Te apetece un trago? —preguntó, dirigiéndose al bar.

—Vino blanco, por favor —contestó Trudie, sorprendiéndose de la timidez de su voz.

Él regresó con una copa de pie largo para ella y un vaso de líquido oscuro para sí mismo. Después, se sentó en un sillón de orejas con la soltura y familiaridad propias de quien está sentado en su propia casa y apartó el vaso a un lado sin haber probado su contenido.

Trudie contempló su copa de vino y se sintió súbitamente cohibida bajo la mirada gris del hombre. Le pareció extraño no tener ni idea de lo que podía decir o hacer. A fin de cuentas, aquello era distinto de sus encuentros del sábado por la noche. ¡A ese lo pagaba!

—Estoy leyendo un libro muy interesante —dijo él, tomando un libro que había sobre una mesita al lado de su sillón. Se lo mostró—. No sé si lo habrás leído.

Trudie vio el título. Sí, lo había leído.

—¿Y qué te pareció? —preguntó el hombre.

—No está mal. Aunque no tan bueno como sus primeras obras.

—¿Y eso?

—Bueno, pues…

Trudie tomó un sorbo de vino para ganar tiempo. Para serenarse.

Pero ¿qué le pasaba? Mientras vivió su padre, uno de sus pasatiempos preferidos habían sido las acaloradas discusiones sobre libros y teorías. Su padre le había enseñado el difícil arte de la polémica y ella lo había aprendido tan bien que, en los años anteriores a la muerte de su padre, casi siempre había ganado las disputas.

Trudie se percató súbitamente de lo que ocurría. Le faltaba práctica. Ocho años de jerga de piscinas y la habitual pregunta: «¿de qué signo eres?» en los bares de solteros habían oxidado sus aptitudes. Ahora el compañero del cabello plateado la estaba invitando a intentarlo.

Era lo que ella había pedido. Lo que había anotado en la hoja de papel.

—Creo que ya ha superado su mejor momento —dijo refiriéndose al autor del libro—. Sus anteriores obras estaban basadas en teorías concretas y en un cuidadoso estudio. Pero esta parece artificial. Debes tener en cuenta que su último libro se publicó hace diez años. Desde entonces, nada. Cuando leí este de aquí, no pude sacudirme de encima la sensación de que el autor se había despertado una mañana, percatándose de pronto de que estaba cayendo en el olvido. Algo así como si hubiera reunido a sus amigos y les hubiera dicho:

»—Mirad, necesito una nueva idea de ciencia popular. ¿A alguien se le ocurre alguna?

El hombre se rio suavemente.

—Puede que tengas razón, aunque no he terminado de leerlo. Me reservo el juicio hasta que aparezca el jurado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó súbitamente Trudie—. ¿Cómo debo llamarte?

—¿Cómo te gustaría llamarme?

—Thomas —contestó Trudie—. Tienes cara de llamarte Thomas.

El hombre tomó un sorbo de su vaso y dijo:

—Mira, aunque no he terminado de leer este libro, creo que debo oponerme a lo que has dicho sobre la obra de este autor. Dices que sus obras anteriores están basadas en sólidas teorías. ¿Qué me dices de su primer libro? Es lo más artificial que he leído en mi vida.

Trudie arqueó las cejas.

—¡Pero era el primero! Y se escribió en los años sesenta. Entonces era joven e ingenuo y estaba intentando echar a volar como quien dice. Concédele el beneficio de la duda, por lo menos.

—Me parece que tú no estás dispuesta a concedérselo a propósito de su último libro.

—No lo has terminado de leer. Ya verás cuando llegues al capítulo diez. Allí se vienen abajo todos tus argumentos.

—He leído el capítulo diez y no estoy de acuerdo porque, si examinas bien la estructura subyacente de su tesis…

La discusión estaba en pleno apogeo. Ya más tranquila, Trudie se quitó los zapatos y dobló las piernas bajo su cuerpo. Thomas le volvió a llenar la copa de vino y siguió desafiando sus ideas. Llamaron discretamente a la puerta y entró un camarero con un carrito de servicio. A Trudie no le apetecía comer. Estaba demasiado entregada a la discusión. Ella y Thomas prosiguieron su análisis del libro mientras el camarero revolvía la ensalada de espinacas frescas y setas. Trudie atacó las conclusiones de Thomas en el momento en que el camarero vertía unas cucharadas de crema ácida y caviar en el consomé con gelatina; Thomas la acorraló y la obligó a adoptar una postura defensiva mientras les servían el pollo a la albahaca con patatitas rojas al romero. No prestaron la menor atención a las natillas del postre e incluso dejaron que se les enfriara el café. Los ojos verdes de Trudie fulguraban cada vez que ella se apuntaba un tanto y su voz se elevaba cuando él ganaba un punto. Trudie hablaba con rapidez y lo interrumpía con frecuencia. Inclinándose sobre sus brazos cruzados, jugueteaba con sus pendientes animándose progresivamente a medida que él ponía obstáculos en su camino.

Trudie era profundamente consciente de su presencia. El suave aroma de la colonia English Leather, el brillo de su Rolex de oro, sus uñas impecablemente cuidadas. Rezumaba clase por todos sus poros y se encontraba a años luz de los pantalones vaqueros, los cascos de protección de los obreros de la construcción y el paternalismo sexista. Thomas escuchaba lo que ella decía y reconocía sus méritos. Se había quitado la chaqueta y aflojado el nudo de la corbata y se inclinaba hacia ella sobre la mesa, intensamente entregado al debate. Trudie sintió que se le aceleraban los latidos del corazón y que la cabeza le daba vueltas. De pronto, se sintió eufórica y tremendamente excitada.

—Estás totalmente equivocada —dijo él.

—¡No es cierto! Si hay algún tema que yo conozca mejor que nadie, es ese. Tienes que leer a Whittington para comprender por entero…

—Whittington es un marginal.

Trudie se levantó de un salto de su asiento.

—Eso es solo una opinión, Thomas, no un hecho.

Trudie se apartó de él, dio media vuelta y se volvió a acercar.

Justo en aquel momento se vio reflejada en el espejo: tenía las mejillas arreboladas y los ojos le ardían con brillo febril. Pero estaba emocionada. De repente, se percató de que deseaba a aquel hombre más de lo que nunca hubiera deseado a ningún otro y llegó a la conclusión de que, con solo que él la tocara, se encendería. Thomas se levantó y extendió los brazos hacia ella, interrumpiendo su frase con un apasionado beso que puso término a la discusión.

—¡Date prisa, por Dios, date prisa! —musitó Trudie.

Hicieron el amor sobre la mullida alfombra. Al llegar el momento culminante, Trudie lanzó un grito y creyó morir de emoción…, jamás en su vida había experimentado una sensación tan intensa y tan profundamente devastadora. Cuando todo terminó y ella permaneció un rato tendida entre sus brazos, Trudie se sorprendió de la velada que acababa de vivir y se dio cuenta de que aquella había sido la mejor relación que hubiera tenido en mucho tiempo y posiblemente en toda su vida. Mientras Thomas la abrazaba, la acariciaba y la besaba, Trudie apenas pudo creer que hubiera ocurrido de verdad y que todo aquello fuera real.

De pronto, surgió una pregunta en su mente. Hubiera deseado formulársela a Thomas, pero no quería romper el hechizo; por consiguiente, se limitó a hacérsela a sí misma, pero no obtuvo respuesta.

¿Quién estaba detrás de aquella mágica idea en las estancias situadas encima del establecimiento de ropa para hombre Fanelli? ¿A quién se le había ocurrido? ¿Quién lo había puesto en marcha? ¿Quién lo dirigía? ¿Quién era, en realidad, Butterfly?

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