Butterfly

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Enero » Capítulo 4

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Nuevo México, 1952.

El primer recuerdo de la infancia de Rachel era un despertar en mitad de la noche, oyendo gritar a su madre. Recordaba haber bajado de su cuna (a lo mejor, aún llevaba pañales) y haber avanzado tambaleándose por el pasillo hasta otra habitación. Recordaba haber entrado y haber visto a su madre desnuda y a cuatro patas sobre la cama mientras papá la empujaba aparentemente con la barriga por detrás y ella gemía y le suplicaba que se detuviera.

Hasta cumplir los catorce años, Rachel no comprendió lo que estaban haciendo sus padres aquella noche.

Dos misterios rodeaban el nacimiento de Rachel Dwyer. No fue consciente de ninguno de los dos hasta un caluroso día en que, a los diez años, habiéndose quedado sola en la caravana que les servía de vivienda porque sus padres se habían ido a la taberna del borde de la carretera, Rachel empezó a aburrirse.

El aburrimiento genera inquietud y la inquietud puede provocar curiosidad, la cual a su vez puede conducir al descubrimiento. En ocasiones, a descubrimientos no deseados. Como en el caso de la vieja caja de cigarros puros King Edward que Rachel encontró oculta bajo el fregadero de la cocina detrás de los productos de limpieza y las bayetas.

A los diez años, Rachel era una niña precoz…, no muy bien instruida (de eso tenía la culpa su vagabundo padre sin empleo), pero lista. Sabía leer mejor que los niños de su edad…, habilidad que había adquirido ella sola para vencer la soledad en un desesperado intento de huir de su escuálida vida y refugiarse en la fantástica vida de los libros…, y era muy observadora. Comprendió inmediatamente que la caja de cigarros no había sido empujada al azar en aquel mohoso escondrijo sino que la había escondido allí una cuidadosa mano. En la imaginativa mente de Rachel, aquello debía de ser el cofre de un tesoro.

La niña abrió la caja.

Entre la desconcertante colección de cintas, descoloridas postales de cumpleaños, una sortija y viejas entradas de cine, vio dos cosas que la dejaron perpleja. Una de ellas era una fotografía y la otra un documento de aspecto oficial.

Gracias a que sabía leer muy bien, averiguó en cuestión de segundos que el documento era una licencia de matrimonio. En ella figuraban los nombres de sus padres y el nombre de una ciudad de la que ella jamás había oído hablar…, Bakersfield, California. Sin embargo, la fecha le dio que pensar.

El certificado decía que su madre y su padre se habían casado el 14 de julio de 1940.

Pero Rachel sabía que ella había nacido en 1938.

Tenía dos años cuando ellos se casaron. Eso solo podía significar una cosa: ¡que él no era su verdadero papá!

Se alegró tanto que no examinó debidamente la fotografía porque, de haberlo hecho, hubiera advertido, en su juvenil perspicacia, algo turbadoramente familiar en la joven de aire cansado, tendida en su cama de hospital acunando un bebé recién nacido en cada brazo.

Solo más tarde, mientras yacía aquella noche perfectamente inmóvil bajo las mantas en el sofá donde dormía, esperando a que su padre roncara y se quedara dormido (siempre intentaba pasar lo más inadvertida posible cuando él estaba en casa y, sobre todo, cuando había bebido más de la cuenta), Rachel empezó a pensar en la fotografía.

Y entonces se le ocurrió.

Aunque parecía mucho más joven, aquella mujer era su madre.

Pero ¿quiénes eran los dos bebés?

Muy pasada la medianoche, mientras se iba enfriando el interior de la caravana y se percibía la proximidad del silencio del desierto, Rachel se levantó subrepticiamente de la cama, tomó la linterna que utilizaban siempre que se cortaba la luz, cosa que ocurría con frecuencia, y sacó la caja de cigarros que antes había vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Estudió los bebés de la fotografía. No cabía la menor duda. Uno de ellos era casi exactamente igual que la niña de la fotografía que su madre guardaba en el billetero.

Rachel frunció el ceño. Si aquella era una fotografía suya de cuando nació…, ¿quién era el otro bebé?

Buscó el momento oportuno. La madre de Rachel no era una mujer muy fácil de abordar. Cuando no estaba borracha o tenía una de sus mañanas «indispuestas», se iba al despacho del estacionamiento de caravanas a escuchar a Arthur Godfrey por la radio. Pero había veces en que la señora Dwyer estaba disponible, generalmente cuando su marido desaparecía en una de sus repentinas ausencias. En tales circunstancias, la madre de Rachel no parecía sentir la necesidad de añadir un chorrito de whisky bourbon a su café; se aseaba y se rizaba el pelo, ordenaba la caravana y comentaba su deseo de plantar geranios en la tierra del exterior. En aquellas ocasiones, Rachel oía a su madre tararear, observaba que se le borraban las arrugas del rostro, la veía andar de un lado para otro con un vestido planchado y la oía reírse con las vecinas. Un día de aquellos, Rachel se acercó a su madre, que estaba tendiendo ropa y cantando Prisionero del amor con unas pinzas de madera en la boca, y le hizo una sorprendente pregunta.

La niña era demasiado sincera y eso no sería muy bueno para ella, pensaba a menudo la señora Dwyer. ¿De dónde habría sacado Rachel aquella tendencia a decir siempre la verdad? Como ahora, por ejemplo, confesando sin más que había encontrado la caja oculta y había revuelto su contenido. La verdad era que no se podía zurrar a una niña por actuar con semejante honradez, aunque confesara haber fisgoneado.

—¿Soy una hija ilegítima, mamá? —preguntó Rachel, refiriéndose a la discrepancia entre su fecha de nacimiento y la fecha de la boda de sus padres.

—¿Dónde has aprendido estas palabras, cariño? —preguntó la señora Dwyer, acariciando con la mano en cabello castaño de su hija—. Eso es culpa de todos estos libros que lees. Nunca he visto a una niña que lea tanto como tú —después, se arrodilló sobre la tierra y tomó delicadamente a su hija por los hombros—. No, cariño. No eres ilegítima. No importa la fecha en que tu padre y yo nos casáramos. Lo importante es que lo hicimos. Tú eres Rachel Dwyer. Él te dio su apellido.

—Pero… —A Rachel le tembló el labio inferior. Esperaba oír otra cosa de su madre—. ¿Quieres decir que él es mi verdadero papá?

—¡Por supuesto que sí, cariño!

—Yo pensé que, como os casasteis más tarde, debía de tener otro papá.

—Ya lo sé, cariño —dijo suavemente su madre, asumiendo su dolor y compartiéndolo—. Pero él es tu papá. Te tuvimos antes de casarnos. Él no es de esos que sientan la cabeza, ¿sabes? Quiere ser libre. Pero yo le dije que tenía una responsabilidad para conmigo y con su hija. Hubo una guerra y pensamos que lo llamarían a filas. Entonces decidió casarse conmigo.

—¿Papá fue a la guerra, mamá?

Rachel no sabía exactamente que era la «guerra», pero había oído hablar de ella lo suficiente como para comprender que el hecho de haber participado era una especie de honor. A lo mejor, había en su papá algo digno de ser querido.

Pero la madre de Rachel contestó con un suspiro:

—No, cariño. Tu papá no superó la revisión médica. Tenía algo en los pulmones, dijeron. Por eso se enfada tanto a veces, ¿comprendes? Todos los demás hombres fueron, y él no pudo ir.

Rachel preguntó entonces por el otro bebé, y una sombra oscureció el rostro de su madre a pesar de que no había el menor asomo de nubes en la vasta extensión del cielo.

—El otro bebé murió, cariño —contestó su madre en un susurro tan leve que apenas se pudo oír sobre el trasfondo del seco viento del desierto—. Era tu hermanita gemela. Pero murió a los pocos días de nacer. Tenía el corazón muy débil.

Los libros le borraron el dolor y la decepción. Los libros cerraban las puertas malas y abrían las buenas. Rachel no recordaba cuándo había leído su primer libro y no recordaba ninguna ocasión en que no hubiera estado leyendo algo. Fue su madre la que un día regresó a casa con unos libros de Dick y Jane prestados y la enseñó a leer; Rachel apenas había ido a la escuela. Hubo un breve período en Lancaster, California (otro árido desierto), en que asistió a unas clases de primero o segundo de primaria. No siempre había sido objeto de burla en las escuelas…, por lo menos, en la de Mojave había otros niños como ella. Pero hubo un período terrible en que su padre consiguió un trabajo en una gasolinera y vivieron durante algún tiempo en una casa alquilada; Rachel asistió a una escuela de verdad. Los niños se reían de sus pies descalzos y de sus vestidos excesivamente cortos. Compadeciéndose de la niña que nunca llevaba la fiambrera del almuerzo y nunca tenía dinero para comprarse algo en la cafetería de la escuela, una maestra compartió un día su almuerzo con ella. Aquella humillación hizo vomitar a Rachel, a pesar de su corta edad. La maestra se enfadó como si lo hubiera hecho a propósito y ya no volvió a compartir nada con ella.

Pero Rachel no estuvo mucho tiempo en aquella escuela. Su papá perdió el nuevo trabajo, como de costumbre, y se pasó los seis meses siguientes viviendo de los cheques de la beneficencia, maldiciendo al gobierno y peleándose en los bares con cualquier tipo que llevara uniforme.

La mayor habilidad y el mayor don de Rachel era la lectura. Nunca llegó a comprender por qué la gente se sorprendía tanto. Al fin y al cabo, cuando a uno le gusta una cosa, la hace espontáneamente y acaba dominándola sin el menor esfuerzo. Los libros le deparaban placer, prácticamente el único placer que había conocido en su infancia. Cada vez que se tenían que mudar a una ciudad desconocida, a un nuevo barrio y a nuevos rostros, a cada temor por el nuevo puesto de trabajo, a cada oración para que papá no perdiera aquel trabajo y pudieran vivir en la ciudad el tiempo suficiente como para que ella hiciera amistad con otros niños, cada vez que él volvía a casa borracho y despotricando contra los hijos de puta que lo habían despedido y empezaba a maltratar a su madre, cuyos gritos y súplicas se oían desde el dormitorio, cada vez que sufría una nueva desesperación y decepción y se hundía en la soledad y el alejamiento del resto del mundo, Rachel se refugiaba en un libro.

A veces, ella y su madre leían juntas. Se sentaban en la pequeña caravana y se turnaban en la lectura de las páginas en voz alta.

—La instrucción vale más que el oro —decía siempre su madre—. Quiero para ti una vida mejor que la que yo he tenido, Rachel. Quiero que salgas adelante y seas feliz.

Sin embargo, madre e hija leían no solo para instruirse, sino también para escapar de la realidad. Se ayudaban mutuamente a avanzar por el camino de la fantasía para olvidarse un rato de su situación.

Sin embargo, había otra razón para que Rachel quisiera huir de la realidad. La descubrió por casualidad el día en que cumplió once años.

Se estaba cepillando el cabello ante el espejo de la mísera habitación de un motel en el que vivían provisionalmente. Su madre había conseguido un trabajo de criada en el motel y, mientras su padre salía a «buscar trabajo» en aquella pequeña ciudad situada entre Phoenix y Alburquerque, Rachel se quedaba nuevamente sola.

Se estaba probando nuevos peinados con la ayuda de una revista de cine cuando, de pronto, lo comprendió: no era bonita. En realidad, comprobó consternada, era francamente fea.

Las actrices más hechiceras de aquel momento eran Betty Grable y Verónica Lake… Rachel acercó las fotografías de la revista a su rostro para intentar averiguar exactamente lo que ocurría. A su mente de once años la lista le pareció interminable. Unas pobladas cejas, un cabello liso como una tabla de planchar, una barbilla ligeramente huidiza y, lo peor de todo, una nariz imposible.

Como si aquel descubrimiento no hubiera sido suficientemente doloroso de por sí y como si ella ya no lo supiera, su padre comentó una noche en medio de las brumas de la borrachera al regresar a casa tras pasarse un agotador día «buscando trabajo»:

—Válgame Dios, esta niña se está volviendo cada día más fea.

Los huesos en los niños se desplazan y engañan durante toda la infancia. Solo en la preadolescencia los rasgos faciales se asientan y encuentran su lugar definitivo. Desde la edad de seis años, la cara de Rachel había sido una indefinida imagen…, como las de todos los niños que jugaban en los parques. Pero, a los once años, empezó a entrar en la fase preparatoria y su rostro pareció adquirir su configuración final.

La nariz era curiosamente aguileña; en un niño hubiera resultado incluso favorecedora. Y hubiera conferido a un hombre un aire agresivamente apuesto. Por desgracia, en una mujer y más todavía en una niña, resultaba burdamente fuera de lugar. Y Rachel lo sabía.

Se estudió durante varios meses, esperando y rezando para que solo fuera una fase y para que la naturaleza corrigiera su error. Pero, cuanto más se miraba tanto más se percataba de que así iban a ser las cosas a partir de entonces y, por consiguiente, tanto más empezó a evitar mirarse al espejo. Esa fue la razón de que, la vez que pasaron el invierno en Gallup, Nuevo México, y una amable vecina, compadeciéndose de la señora Dwyer y de aquella niña tan feúcha que esta tenía, se ofreció a hacerles a ambas una permanente Toni, Rachel protestara con tal fuerza que la señora se ofendió, y a partir de aquel momento, se negó a mantener más tratos con los Dwyer.

Pero la madre de Rachel lo comprendió y trató a su torpe manera de tranquilizar a la niña y ofrecerle el amor que tan desesperadamente necesitaba.

Pero lo malo era que la señora Dwyer se encontraba presa en una trampa de alcohol y malos tratos. Para complacer a aquel marido tan imposible de complacer, iba a las tabernas con él, compartía con él las botellas de vino barato que traía a casa y permitía que la avasallara. Los episodios de afecto de la señora Dwyer por su hija eran esporádicos, imprevisibles y, a menudo, fuera de lugar.

Pero existían unas personas que sabían expresar amor y sobre las cuales Rachel podía derramar sus innatas capacidades de cariño…, y aquellas personas vivían en los libros.

Rachel leía cualquier cosa que le cayera en las manos. A veces, eran revistas de cine antiguas, un Life o un Post desechados. Raras veces eran libros juveniles. Pero conocía las historias de Nancy Drew, cuyas detectivescas aventuras devoraba con pasión. La biblioteca local era su válvula de escape hacia el mundo de la fantasía, y casi en todas partes, por pequeño y miserable que fuera el lugar, había una biblioteca. Incluso en el estacionamiento de caravanas donde vivían cuando ella tenía diez años. Se encontraba a muchos kilómetros de cualquier ciudad como es debido y era simplemente un destartalado conjunto de gasolinera, tienda de artículos diversos y taberna. Pero en el despacho del estacionamiento había una estantería de libros. Cuando la gente se iba, dejaba sus viejos libros para que los que llegaran después pudieran cambiar sus libros viejos por otros más nuevos. Era un invento de la señora Simons, la anciana que regentaba el estacionamiento, y Rachel examinó rápidamente las existencias.

Sola e insegura, fea y hambrienta de cariño, Rachel colocaba su tímida mano en las manos extendidas de los autores sin rostro y huía a un emocionante mundo de mentiras. Compartía las aventuras de Frank Slaughter y Frank Yerby; recorría los antiguos caminos con Mika Waltari y Lew Wallace; experimentaba el embeleso y la inocencia del amor con Pearl Buck; exploraba las estrellas con Asimov y Heinlein. No había nada que Rachel no leyera; todos los libros le ofrecían válvulas de escape, recompensas, consuelos y alegrías. Todos creaban el mundo fantástico que la sustentaba y mantenía la pureza y la confianza de su corazón. Los héroes especiales de Arthur Clarke eran buenos, audaces y valerosos; ellos, que no estaban hechos de carne y hueso, eran los únicos seres a los que Rachel podía amar.

Curiosamente, sin embargo, tras haber leído a la fuerza tantos libros para adultos, Rachel siguió conservando una extraña y sobrenatural ingenuidad. Era como si su mente, al entrar en contacto con algo que sonara demasiado a realidad o se acercara demasiado al mundo verdadero, lo tachara automáticamente, o eso por lo menos pensó ella años más tarde. Rachel tenía nueve años cuando leyó Siempre Amber, pero, si se lo hubieran preguntado después, no hubiera podido explicar la razón exacta de la caída de Amber. A Rachel le bastaba saber que Amber vivía en una época romántica, vestía anticuados atuendos y era cortejada por hombres deslumbrantes. Los restantes elementos (el embarazo fuera del matrimonio, la deshonra y el abandono) se le escapaban por entero.

Y ese fue el motivo, pensó ella más tarde, de que, a los catorce años, fuera todavía tan inocente y vulnerable y no estuviera preparada para lo que la vida le iba a deparar.

Estaba lloviendo. Uno de aquellos repentinos aguaceros del desierto que desaparecen con la misma rapidez con que aparecen. En el interior de la caravana reinaba un alboroto tremendo.

Aquella no era la misma caravana que habían alquilado los Dwyer cuando Rachel tenía diez años. Habían vivido en otras cinco desde entonces. Pero solo en este sentido era distinta. Por lo demás, tenía exactamente el mismo aspecto que las otras: abarrotada de trastos, sucia, inclinada ligeramente hacia un lado y conservando todavía los olores y decepciones de sus provisionales ocupantes anteriores.

Su papá se había pasado fuera todo el día, bebiendo por ahí. Rachel rezaba para que el aguacero le impidiera regresar a casa a lo largo de toda la noche. A la trémula luz de una bombilla, estaba profundamente enfrascada en la lectura de Crónicas Marcianas. Se había enamorado perdidamente del capitán Wilder y se imaginaba atravesando el cielo y llegando a un antiguo canal de Marte. Su madre se había ido al motel de más abajo de la carretera donde, en el despacho del encargado, un nuevo televisor Philco acercaba el «Teatro Estelar Texaco» a los dispersos ciudadanos del desierto del Suroeste.

Al cabo de tres horas de forzar la vista, Rachel se vio obligada a interrumpir la lectura. Tenía calambres y le dolía el estómago.

—Las mujeres tienen que pasar por eso, cariño —le había explicado su madre el año anterior con la máxima delicadeza posible cuando Rachel tuvo su primera menstruación.

Como no había estudiado sexto y séptimo grado en la escuela, Rachel no había recibido la llamada educación higiénica femenina. La hemorragia la alarmó. La señora Dwyer encontró un día a su hija llorando y diciendo que se iba a morir. Entonces le trajo una caja de compresas, le enseñó a ponérselas e intentó torpemente explicarle lo que era aquello.

—Parece que el dolor es nuestro destino, cariño. Las mujeres se acostumbran al dolor. Lo tenemos que sufrir toda la vida. Y el de tener hijos es el peor dolor de todos. Por eso yo nunca quise tener más después de nacer tú.

—¿Por qué? —preguntó inocentemente Rachel—. ¿Por qué tenemos que sufrir dolor?

—Pues, no lo sé. Es algo que dice la Biblia, si no recuerdo mal. Un castigo por lo que hizo Eva, supongo.

—¿Y qué hizo Eva?

—Pues, inducir a Adán a pecar, cariño. Él era puro y ella lo convirtió en impuro. Y las mujeres tenemos que pagarlo desde entonces.

La señora Dwyer intentó establecer después una relación entre la menstruación y el tener hijos, pero no supo explicarlo muy bien, porque era más bien ignorante a propósito del cuerpo femenino y sus funciones. Y, de este modo, Rachel emergió de aquella conversación sin haber aprendido casi nada.

Aquella lluviosa noche, mientras dejaba el libro para ir a tomarse un par de aspirinas, esperó culpablemente que su madre tuviera que quedarse en el motel a causa de la lluvia. De esta manera, se podría pasar toda la noche leyendo y gastando la necesaria electricidad, cuyo coste a duras penas podían pagar.

Al entrar en la minúscula cocina, se dio cuenta de que tenía hambre. Los armarios estaban más bien vacíos, como de costumbre. Pero quedaba un poco de carne picada en la nevera. Aunque la señora Dwyer fuera una sencilla y ajada mujer como muchas de las desesperadas viajeras que cruzaban el desierto del Suroeste, poseía una cualidad que la distinguía de las demás. Hacía unas hamburguesas fabulosas. La receta se la había dado una anciana en cuya casa había servido en su adolescencia.

—El secreto para que la comida sepa bien —le dijo la anciana— está en las especias.

La señora Dwyer había aprendido a conferir sabor a las hamburguesas gracias al estragón y el tomillo, el romero y una pizca de pimentón picante. A lo largo de los años había perfeccionado hasta tal punto su receta de las especias que ya no hubiera podido transmitírsela a los demás ni anotarla por escrito. Era algo que hacía con tanta naturalidad como respiraba. Dondequiera que vivieran los Dwyer, los vecinos siempre se extasiaban ante las hamburguesas de la señora Dwyer.

El arte se lo había transmitido a su hija. Y a Rachel se le empezó a hacer la boca agua de solo pensar en una jugosa hamburguesa aderezada con ketchup y un poquito de mostaza.

Mientras las hamburguesas se freían en la sartén, Rachel reanudó la lectura de la epopeya marciana bajo la escasa luz de la cocina. Unos minutos después, mientras «la luna retenía y congelaba» al capitán Wilder y a los miembros de su tripulación en una desierta ciudad marciana, Rachel oyó el rumor de un automóvil acercándose a la caravana.

Pensando que era su madre, se dijo: «Mamá tendrá frío y se habrá mojado. Herviré agua y nos tomaremos un té». Pero después, pensando que podía ser su padre, acompañado a casa por alguna de sus amistades del bar, Rachel se llenó de temor.

Su padre aborrecía los libros. Los odiaba y ella no sabía por qué.

—Es porque no ha tenido instrucción —le explicó su madre una noche en que su padre arrojó por la ventana un montón de libros de la biblioteca—. Nunca pasó del quinto grado. Y se siente avergonzado. Dice que por eso no puede conservar los empleos. Verte leer a ti de esa manera y con tanta soltura, bueno…

Rachel jamás había comprendido la animosidad de su padre hacia ella. Algunas veces, levantaba los ojos de lo que estuviera haciendo (lavar los platos, remendar la ropa, preparar la cena) y lo sorprendía, estudiándola con una sombría y enigmática expresión. Solía sostener en la mano una lata de cerveza o, en los días en que acababa de recibir el cheque del gobierno, un vaso de whisky bourbon. Sus húmedos ojos la observaban y ella experimentaba un inexplicable estremecimiento por todo el cuerpo.

Era su padre y, sin embargo, le parecía un extraño. Llevaban catorce años viviendo juntos, pero ella no le conocía. Le preparaba la cena, le lavaba la ropa, le oía orinar en el lavabo, pero era tan inescrutable para ella como cualquier extraño de la carretera. Según las novelas, ella hubiera tenido que ser su «niñita» y, sin embargo, su padre no parecía fijarse en ella. Iba y venía, despertándose con un gruñido y una maldición y largándose cualquiera sabía donde mientras su madre se pasaba el día mirando con inquietud el reloj y atisbando a través de las cortinas.

Hacía apenas dos años, cuando contaba doce, Rachel se dio cuenta de que su madre le tenía miedo. Aunque, en realidad, eso no hubiera tenido que ser una sorpresa.

Lo que Rachel recordaba haber visto cuando era una chiquilla en pañales seguía ocurriendo con repugnante regularidad. El rumor de las pisadas de su padre sobre el barato pavimento, la puerta del dormitorio cerrándose de golpe y haciendo estremecer toda la caravana y después los inútiles gemidos de su madre ante las inevitables bofetadas y, al final, los sollozos. A la mañana siguiente, la señora Dwyer se levantaba con el rostro magullado, él salía dando un portazo y, a lo mejor, se pasaba tres o cuatro días sin aparecer por casa. Y Rachel lo observaba todo con los ojos muy abiertos y sufría en silencio tal como hacía su madre, sin pensar ni por un instante que la situación pudiera cambiar porque su madre tampoco parecía pensarlo. Si su madre no se revelaba contra él, Rachel tampoco lo haría.

Curiosamente… él jamás había puesto la mano encima de su hija.

Ahora Rachel permaneció inmóvil junto al hornillo de la cocina, escuchando el rumor del automóvil sobre el trasfondo del aguacero. Se cerró una portezuela. Alguien gritó buenas noches. Las ruedas resbalaron sobre el barro y el motor rugió mientras el vehículo se alejaba. Pisadas sobre los peldaños de madera. Al final, el chirrido del tirador de la puerta.

Rachel se asustó de repente. ¿Sería acaso por la tormenta? ¿O tal vez porque tenía calambres y en aquel momento se sentía más hembra y, por consiguiente, más vulnerable? Se apoyó contra el pequeño mostrador de la cocina y clavó los ojos en la puerta mientras el corazón le latía furiosamente en el pecho.

Ya sabía que no era su madre, de regreso del motel.

La puerta se abrió de par en par y Rachel se quedó sin respiración. Dave Dwyer se tambaleó un instante en el umbral y después entró, cerrando la puerta a su espalda. No miró a Rachel y no pareció percatarse de su presencia. Chorreando agua como un perro peludo, se acercó a una alacena, sacó una botella y se retiró al desvencijado sofá.

Al verle apartar de un puntapié uno de sus libros, Rachel le dijo:

—¡No toques eso!

Pero inmediatamente se arrepintió.

Unos ojos inyectados en sangre se clavaron finalmente en ella.

—¿Qué es eso?

—Es… un libro de la biblioteca. Si lo devuelvo… estropeado, lo tendré que pagar.

—¡Pagar! Pero ¿qué sabes tú del dinero? —rugió Dave—. ¡Tú no eres más que un maldito parásito! Si no fuera por mí, te morirías de hambre. Ya eres mayorcita; ¿por qué no te buscas un trabajo?

Rachel se asustó y se quedó sin habla.

Su padre la miró, entornando los ojos como si la viera por primera vez.

—Por cierto, ¿cuántos años tienes?

—Tú tendrías que saberlo, papá.

—«Tú tendrías que saberlo, papá» —repitió él, imitando su voz—. ¿Cuántos años tienes? —tronó.

—Ca… catorce.

Su padre arqueó las cejas.

—Ah, ¿sí? —La miró de arriba a abajo y Rachel fue dolorosamente consciente de sus calzones cortos, de sus piernas desnudas y de su blusa a lo Peter Pan a la que le faltaba un botón—. ¿Tienes algún novio, Rachel?

¡Un novio! ¿Cómo iba a conocer a los chicos si se pasaba todo el día encerrada en la caravana? Además, los chicos con la cara llena de granos no podían compararse con los salteadores de caminos y los centuriones romanos.

Por alguna extraña razón, su silencio enfureció a su padre. O quizás fue su temor. De la misma manera que las manifestaciones de temor enfurecen a los perros.

Su padre se levantó y ella retrocedió.

—Curioso —rugió su padre—. Una niña que tiene miedo de su propio padre.

—Tú no me in… timidas.

—¡Intimidar! —dijo Dave, soltando una risotada—. ¡Mírala! ¡Siempre utilizando palabras rimbombantes! Te gustan las palabras rimbombantes, ¿verdad, niñita?

Rachel retrocedió un poco más, pero él se adelantó un paso.

—Cuidado que eres fea. ¡Mírate la cara!

—Por favor, papá, no…

—¡A mí no me llames papá! ¡No me entra en la cabeza que haya podido engendrar una cosa tan fea como tú!

Ahora Rachel lo tenía muy cerca, apestando a alcohol y sin apenas poder tenerse en pie.

—Pero qué bruja tan pamplinera eres. Exactamente igual que tu madre. ¡Es tan sufrida que me entran ganas de vomitar! ¿Y dónde está mi amante esposa esta noche? ¿Por qué no está aquí para servirme y atender todas mis necesidades? ¡Las mujeres me dais asco! —Su padre extendió el brazo, pero no consiguió agarrarla porque ella se echó hacia atrás. Sus dedos le rozaron el brazo. Se sostenía mejor de lo que ella pensaba. Al segundo intento, adivinó lo que ella iba a hacer y la asió dolorosamente por la muñeca—. ¿Por qué no utilizas más palabras rimbombantes? Me excita oírlas. Más que las palabrotas.

—¡Papá! —gritó Rachel, tratando de soltarse.

Él la asió por la otra muñeca y le hizo dar una vuelta.

La lluvia golpeaba el techo de hojalata de la caravana. Sonaba como el fuego de una ametralladora, o como mil granizadas. Estalló un trueno y la caravana se estremeció. También se estremeció cuando Dave Dwyer le hizo dar una vuelta a su hija y, sujetándole ambas muñecas a la espalda con una mano, tiró de sus calzones cortos con la otra.

—¡No, papá! —gritó Rachel, forcejeando con él.

Pero su padre la sujetaba con fuerza. Rachel sintió que la mano de su padre se introducía por debajo de los calzones y se los bajaba alrededor de los muslos.

—Recuerdas la primera vez que lo hice, ¿eh? —gritó Dave—. La noche en que me dijiste que no podíamos tener más hijos. Cuando me acusaste de haberme librado de la otra niña. ¡Maldita bruja, nos quedamos con la que no debíamos! Rachel es fea. ¡Nos libramos de la que no debíamos! Bueno, pues, si no quieres más hijos, ya me encargaré yo de eso. Aquí tienes una nueva palabra que añadir a tu impresionante vocabulario. ¡Sodomía! ¿Te gusta?

Dolor.

Rachel lanzó un grito.

La puerta se abrió de par en par y la lluvia penetró en la caravana. Un trueno retumbó justo en el mismo instante en que un segundo sonido llenó la noche…, una especie de sordo sonido de algo que se rajara, como cuando un melón cae al suelo. Después, su padre le soltó las muñecas, se apartó de ella y Rachel notó que le desaparecía el dolor.

Instintivamente, Rachel cayó hacia adelante y buscó a tientas sus calzones. Entre sollozos, se dirigió a trompicones hacia la pequeña puerta del dormitorio, ciegamente y sin pensar, consciente tan solo del dolor que él le había causado, un dolor mucho más fuerte que el de los calambres o el de tener niños e incluso que el de morir.

Se lo había hecho. Se lo había hecho.

Cuando unas manos volvieron a extenderse hacia ella, Rachel luchó como un gato enfurecido. Pero, al oír la voz de su madre, diciéndole: «¡No, cariño! ¡Soy yo!», se tranquilizó.

Hubo un momento de consoladora oscuridad. Cuando Rachel volvió a abrir los ojos, se encontró tendida en el sofá mientras su madre la lavaba delicadamente. En el suelo de la cocina, despatarrado y apoyado contra los armarios bajos, vio a su padre.

—¿Está muerto? —preguntó Rachel.

—No, cariño. No está muerto. Le he dado con la sartén, pero aún está vivo.

Rachel rompió a llorar muy despacio, ocultando el rostro entre sus brazos.

—¿Por qué lo ha hecho, mamá? ¿Por qué me ha hecho eso?

La señora Dwyer no pudo hablar al principio. Recogió la toalla y la palangana de agua y dijo:

—Te curarás. Dentro de unos días ya no sentirás ninguna molestia.

Rachel miró a su madre con el rostro surcado de lágrimas.

—¡Tú dejas que te lo haga! ¡Constantemente!

—No tengo más remedio, cariño. Tengo que dejarle.

—¿Y tú te has curado?

La señora Dwyer se acercó al fregadero de la cocina y se volvió a mirar a su hija. La soñadora niña de catorce años había adquirido de pronto la mirada de una persona adulta.

—Tú no lo entiendes, cariño. Hay ciertas cosas entre marido y mujer que…

—Si fuera mi marido, le mataría —dijo Rachel entre sollozos.

—No digas eso, cariño. Tú no sabes lo que son estas cosas.

Rachel intentó incorporarse, pero le resultó doloroso.

—¿Por qué te quedas con él? Es un monstruo…

—No, no lo es. A su manera, me quiere. Es que sufre por dentro. Ocurrieron ciertas cosas en el pasado, antes de que tú nacieras…

—Ha dicho que se libró de la otra niña. ¿Qué ha querido decir con eso?

La señora Dwyer palideció.

—Dios mío —musitó—. ¿Él te ha dicho eso?

—Mamá, tengo derecho a saberlo.

La señora Dwyer miró a su hija por un instante mientras afuera amainaba la lluvia y el temporal se alejaba. Llegó a una decisión personal y se sentó en el sofá al lado de Rachel.

—Cariño —dijo en un susurro, tomando las manos de su hija entre las suyas—. Cuando fui al hospital para tenerte estábamos sin un céntimo. Después, vino una depresión y tu papá, bueno, tienes que comprender que era un hombre bueno… al principio. Nacieron unas gemelas y no teníamos dinero para pagar la factura del hospital. Entonces, un día vino un hombre al hospital. Dijo que era abogado y que conocía a un matrimonio excelente que deseaba adoptar a una niña. Nos pagaría mil dólares, dijo.

Rachel miró fijamente a su madre.

La señora Dwyer contempló con inquietud a su marido tendido inconsciente en el suelo de la cocina, y añadió en voz baja:

—Yo estaba en contra. Pero tu papá me convenció, diciendo que necesitábamos el dinero y que la niña iría a una buena casa. Si rechazábamos la propuesta del abogado, dijo, nos quedaríamos sin el dinero y con las dos niñas, ¿y qué clase de hogar podríamos ofrecerles? Insistió hasta que, al final, me di por vencida. He rezado a Dios cada día desde entonces, confiando en que la decisión fuera acertada. Quiero pensar, Rachel, que tu hermana vive en una preciosa casa y asiste a fiestas…

—Tú… ¿tú vendiste a mi hermana?

—No digas eso, Rachel. Tú no puedes comprenderlo. Y, de todos modos… —La señora Dwyer volvió a mirar a su marido inconsciente— ahora tienes que irte de aquí. Ya no puedes quedarte aquí.

Rachel fue a protestar, pero comprendió que su madre tenía razón. Una vez superado el sobresalto inicial, Rachel se echó a llorar.

La señora Dwyer estrechó a su hija en un torpe abrazo.

—Mira, cariño. Tienes que ser fuerte y valiente. Tienes que irte de aquí. Esta noche. Lo más lejos que puedas. He conseguido ahorrar unos dólares sin que tu padre lo sepa. Lo suficiente para que te mantengas durante algún tiempo si no los malgastas. Vete a California. Vete a Bakersfield. Puedes alojarte en la Asociación Cristiana de Jóvenes. Es barato y allí te cuidarán. Pero no les digas que solo tienes catorce años porque entonces avisarían a la policía. Aquí tienes la dirección de una señora a quien conozco. Es propietaria de un salón de belleza. Les dirás que eres la hija de Naomi Burgess… —La señora Dwyer dobló una hoja de papel y la introdujo en el bolso de Rachel— y ella te dará trabajo. Te las arreglarás bien porque eres muy lista. Hay un autobús que llega a la ciudad a medianoche. Tienes que tomarlo.

—¡Pero tú te vienes conmigo!

—No, no puedo. Tengo que quedarme con él.

—¿Y soportar su brutalidad?

—Rachel, yo le quiero —dijo la señora Dwyer en voz baja.

—¿Cómo puedes quererle?

—Eres demasiado joven para comprenderlo ahora, cariño. Pero algún día, cuando seas mayor, te enamorarás de un hombre y entonces comprenderás lo que es eso.

Rachel permaneció sentada en silencio un buen rato, sintiendo dolor y humillación y contemplando al hombre que se los había causado.

—Tienes que irte —la apremió su madre—. Pronto volverá en sí.

Rachel la miró con la cara muy seria.

—¿Y qué va a hacer contigo, mamá?

—Por mí no te preocupes, yo lo puedo manejar.

Rachel reflexionó un instante y preguntó:

—¿Crees que mi hermana se debe de parecer a mí?

La señora Dwyer miró asombrada a su hija.

—Pues, no lo sé, cariño.

—Somos gemelas.

—Verás, es que hay dos clases de gemelos. Están los que se llaman gemelos fraternales y los idénticos. No sé por qué, en una de estas clases los gemelos no son necesariamente iguales. No sé a cuál de ellas pertenecíais vosotras.

Espero que sea guapa —dijo Rachel suavemente—. Y no fea como yo. ¿Y sabes una cosa, mamá? Pienso buscarla.

—Oh… —La señora Dwyer se asustó de repente—. ¿Y por qué quieres hacer eso?

—Porque es mi hermana. Y porque, si sabe que la vendieron, a lo mejor se consolará al saber el motivo.

Contemplando en ansia de afecto y la soledad que reflejaban los ojos de su hija, la señora Dwyer se enterneció. Conocía la desesperada necesidad de Rachel de amar a alguien y de pertenecer a alguien. Era algo que ella misma había sentido a lo largo de todos los días de su vida.

—Tú naciste en Hollywood, California, Rachel. No lo sé, pero puede que ella aún viva allí. Te diré todo lo que sé sobre la adopción. Aunque no es mucho. Pero ahora tienes que irte de aquí.

Quince minutos más tarde, mientras su padre aún permanecía tendido en el suelo, Rachel se encaminó hacia la puerta con una vieja maleta en la mano. La maleta llevaba adherida la etiqueta de un hotel, pero se trataba del recuerdo de otra persona. Lo único que llevaba Rachel consigo era la fotografía de su madre con las dos gemelas, algunos recuerdos de su infancia y las Crónicas Marcianas, un libro robado en una biblioteca.

Los ojos de ambas reflejaban dolor. Era como si Rachel y su madre se estuvieran mirando en el mismo espejo. La tormenta había cesado y la noche estaba serena. A sus catorce años, Rachel no tenía ni idea de adónde iba, pero, aún así, le dijo a su madre:

—Volveré, mamá. Encontraré a mi hermana y vendremos por ti. Abandonaremos a papá y las tres formaremos una familia. Yo cuidaré de ti, mamá. Ya nunca más tendrás que aguantar… —Rachel contempló en cuerpo inanimado del hombre que jamás había significado nada para ella— nunca más tendrás que aguantar eso.

La señora Dwyer abrazó a su hija y la miró con los ojos llenos de lágrimas mientras se alejaba sola a través del barro hacia la distante carretera.

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