Butterfly

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Enero » Capítulo 5

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El vestido, aunque bonito, resultaba incómodo. Le empujaba el busto hacia arriba y le apretaba tanto la cintura que apenas podía respirar. Pese a ello, la doctora Linda Markus se gustó mucho cuando se miró en el espejo a toda altura. Una «beldad» del pasado. Frágil y delicada, un objeto de adoración.

«Santo cielo», pensó. «Las mujeres se sentían realmente así en otros tiempos».

Se apartó del espejo y contempló el dormitorio. Parecía un sueño. Los cortinajes de raso, la soberbia cama cubierta con una colcha de raso a juego con el dosel de raso…, todo de color melocotón. La preciosa alfombra, el mobiliario dorado, los encantadores cuadros de la pared, los jarrones de flores. Todo muy femenino y muy romántico.

Era la misma estancia que había utilizado la semana anterior, cuando su «cita» con el ladrón había sido interrumpida por la llamada del hospital. Desde entonces había tratado de concertar otra cita en Butterfly. Pero habían surgido complicaciones. O no podía ella o no podía él.

Qué extraño. Linda experimentó una momentánea punzada de celos al saber que no podía estar con él en una noche determinada. Por primera vez en todos los meses que llevaba visitando Butterfly, Linda Markus analizó la realidad de aquel compañero obligado a atender a otras socias. Y, por primera vez, sintió que él le pertenecía. La razón le decía: «Es un amante de pago. Atiende a otras mujeres». Pero el sentimiento la inducía a pensar: «Es mío. Me pertenece».

Solo había estado tres veces con aquel compañero. Antes había tenido a otros, pero ninguno de ellos le había resultado satisfactorio ni había podido ayudarla. Pero, de pronto, le conoció. Fue el día de su fantasía veneciana. Los antiguos ciudadanos de Venecia solían utilizar máscaras cuando paseaban por la plaza de San Marcos. Se le ocurrió la idea tras haber visto la película Amadeus. Un hombre vestido enteramente de negro, con capa negra y máscara negra, había entrado subrepticiamente en su habitación y le había hecho exquisitamente el amor.

Fue lo más parecido a un orgasmo que Linda hubiera experimentado en mucho tiempo.

Por eso volvió a solicitar sus servicios.

La segunda vez fue el Salteador de Caminos del célebre poema. Deslumbrante, enérgico, pero tierno a la vez, entró en la estancia, la sorprendió con su labor de costura y le hizo el amor. Aquella vez también estuvo a punto de alcanzar aquel éxtasis sexual que jamás había conocido en su vida. Por eso la tercera vez que llamó a Butterfly para concertar una nueva cita, solicitó el mismo compañero y pidió que se presentara vestido de ladrón.

Pero la sesión fue interrumpida por el buscapersonas. Aquella noche, él debería presentarse vestido de oficial confederado de la guerra de Secesión, o, por lo menos, luciendo un uniforme de oficial confederado y llevando un antifaz como si acudiera a un baile de disfraces.

Cualesquiera que fueran las circunstancias, Linda exigía que sus hombres llevaran una máscara. No deseaba ver el rostro de su amante. Y él tampoco podía ver el suyo. Ahora la máscara protegía su identidad.

Fue a consultar su reloj, pero recordó que se lo había quitado. Quería interpretar en todos sus detalles la fantasía de aquella noche. Tras quitarse su moderno atuendo y ponerse el disfraz que le habían preparado, Linda guardó sus cosas en el cuarto de vestir y cerró la puerta. El cierre de aquella puerta era el símbolo de la exclusión de la vida moderna. Privándose de todos los detalles del hoy (el bolso, el reloj, el buscapersonas, los pantys), le sería más fácil deslizarse hacia el ayer.

Cosa muy necesaria para que el experimento diera resultado.

Linda sabía por experiencia que el compañero podía aparecer de un momento a otro. Sobre todo, en aquellos decorados de época. Sabía que algunas socias del club no se molestaban en pedir decorados especiales y disfraces. Solicitaban a un modelo determinado, ocupaban una habitación y se entregaban al sexo sin más preámbulos. Otras, como ella, disfrutaban y necesitaban el teatro y las cosas de mentirijillas.

Para curarse de su problema, o eso esperaba ella por lo menos.

Por eso estaba Linda allí, en Butterfly, y no en el hospital, leyendo publicaciones de medicina o trabajando en el discurso que iba a pronunciar durante el banquete de la Asociación de Médicos del condado. Normalmente, la vida de Linda giraba en torno a su trabajo. Le quedaba muy poco tiempo para la vida social o las actividades de ocio. Pero sus visitas a Butterfly no eran realmente un placer. Estaba allí para resolver un problema. Sin embargo, como médica que se trataba a sí misma, tenía dificultades para distanciarse de la curiosidad profesional, lo cual era imprescindible para que el tratamiento fuera eficaz y consiguiera librarla de su problema.

Paseando por la mullida alfombra mientras el miriñaque susurraba a su alrededor y las suaves luces de la araña de cristal arrojaban una soñadora incandescencia sobre los objetos de la estancia, Linda trató de identificarse con su papel. Pero no podía.

¿A cuántas socias atiende en un día?, se preguntó. (Aquí todas somos socias, le había dicho la directora durante la entrevista de orientación. No hay clientas sino socias. Y nuestros hombres son «compañeros»). A fin de cuentas, ¿cuántas veces puede un hombre excitarse en un día, por muy joven y viril que sea? ¿Cuántas veces puede satisfacer a una mujer?

«No tiene por qué eyacular cada vez», se dijo.

Trató de desterrar aquellos pensamientos. No servían para nada. Estaba allí para que le hicieran el amor, no para analizar la logística fisiológica de los hombres. Linda quería dejar su curiosidad científica y sus conocimientos médicos al otro lado de la puerta. De lo contrario, el experimento no daría resultado.

¡Oyó unas pisadas en el pasillo!

Se volvió y miró hacia la puerta. El tirador empezó a moverse.

De repente, Linda Markus se quedó sin respiración y se olvidó de todo. Los pensamientos huyeron de su mente mientras el tirador dorado giraba poco a poco y ella se imaginaba la mano que lo hacía girar, el propietario de aquella mano, aquellos apretados músculos, aquella mandíbula cuadrada y aquella profunda y refinada voz.

La primera vez que estuvo con él, quienquiera que fuera, poco faltó para…

La puerta se abrió muy despacio. Linda contuvo el aliento.

Lo primero que vio fueron unas lustrosas botas, después un largo brazo cubierto por una manga gris con bordados amarillos y, finalmente, un rostro enmarcado bajo un sombrero gris de general confederado. Una suave y atenta voz le dijo:

—¿Qué tal está usted, señora?

Linda se mantuvo perfectamente inmóvil. Debían de contratar a actores profesionales, pensó. Qué bien lo hacía.

Maldita sea, Linda, se dijo inmediatamente. Procura participar en la fantasía.

Sin embargo, sus muchos años de ejercicio de la medicina le habían reportado una mente analítica. Las fantasías le resultaban difíciles. Jamás podía apartarse de la agudeza y perspicacia mental adquiridas en la facultad de medicina.

«Santo cielo, qué guapo es».

—Espero no molestarla, señora —dijo la suave voz mientras el hombre rozaba con los dedos el ala de su sombrero de fieltro gris. Después, cuando ella esperaba que se acercara y le besara la mano o hiciera algo por el estilo, el hombre la sorprendió—. ¿Le parece correcto que un caballero se prepare un trago? —le preguntó.

Linda miró desconcertada a su alrededor.

¿Eso era lo que tenía que decir?

—Creo que hay un carrito de bebidas por allí…

El hombre se dirigió al carrito y tomó un frasco lleno de un líquido color ámbar. Tras escanciar el líquido en un vaso de cristal y tomar un trago, el hombre se volvió a mirarla a través de los orificios de la máscara.

Ojos negros orlados de pestañas negras en una máscara negra.

Linda sintió que se le aceleraba el pulso.

—¿Nos hemos conocido antes, señora? —preguntó él con suave voz.

—Pues, yo…

¡A Linda se le había trabado la lengua!

—Busco a una amiga mía. Se llama Charlotte. ¿La conoce usted por casualidad?

Linda le miró perpleja.

El embriagador perfume de las rosas llenaba la atmósfera. La luz de las distintas velas de la estancia parecía desplazarse en ondulante movimiento. Linda se sintió arrastrada por el romántico ambiente.

¡Pero todo es ficticio!

Aquellos deslumbrantes ojos negros no buscaban a una mujer llamada Charlotte. Eran para ella, para Linda Markus, que había solicitado sus servicios y ya estaba empezando a sentirse su dueña.

—No sé lo que debo contestar. Quiero decir…, ¿quién es Charlotte?

La sonrisa del hombre levantó levemente su máscara. Esta vez, a diferencia de la ocasión en que llevaba puesto un pasamontañas, Linda le podía ver la mitad inferior del rostro. Y… era muy guapo.

—Entonces me habré equivocado de casa.

Linda le miró, confusa. ¿La habrían puesto en una habitación equivocada? Pero no… Aquel era sin lugar a dudas el compañero que ella había pedido. Entonces, ¿qué?…

El hombre se acercó con el vaso de cristal en la mano.

—Pero, a lo mejor —dijo en un susurro—, no me importa no encontrar a Charlotte.

Linda le miró, de pie a su lado. ¿Cómo había podido olvidar lo alto que era? De pronto, percibió un aroma conocido. Un leve perfume de colonia de hombre. La misma de las otras veces. ¿Cómo se llamaba? Le pareció reconocerla…

La mano del hombre se acercó a su mejilla. Unos largos dedos siguieron los perfiles de su rostro, rozaron sus labios, le acariciaron los párpados. Nada en él era apresurado. Sus gestos eran lánguidos, casi perezosos, como si tuvieran toda la noche por delante.

—¿Le está permitido a un caballero presentarse a una dama? —preguntó suavemente el hombre—. Mi nombre es Beau.

Inclinó la cabeza y rozó levemente los labios de Linda con los suyos.

Linda lanzó un suspiro. Todo era perfecto. Nada de nombres ni de rostros, nada de preguntas sobre lo que él iba a pensar después, ninguna necesidad de explicar su problema, la causa del fracaso de sus dos matrimonios y de la brusca interrupción de todas sus nuevas relaciones. Él no estaba autorizado a preguntar ni hacer comentarios. Simplemente tenía que hacer lo que le pagaban para que hiciera. Y enviarla a casa curada.

Linda le devolvió el beso.

«Beau» se tomó las cosas con calma. Se quitó muy despacio su casaca gris de oficial y después la camisa de lino. La contemplación de su atlético torso, pese a que ya lo había visto dos veces, dejó a Linda sin respiración. No tenía demasiados músculos, justo lo suficiente para demostrar su fuerza. Tampoco estaba excesivamente bronceado. Nada era exagerado en aquel hombre tan apuesto. Ni siquiera sus besos o caricias, como si aquella fuera la primera vez que estaban juntos. Cuántas veces, en la primera o la segunda cita con hombres que aparentaban ser considerados, Linda había tenido que soportar los urgentes y devoradores besos, la prisa por bajarle las bragas, las prematuras acometidas de una erección cuando ella todavía no estaba preparada.

Sintió la erección de Beau. La sintió a través de varios metros de raso y encaje y a través de la lana de sus pantalones de oficial confederado. ¡Qué delicioso era aquello! La demora del misterio, la emoción anticipada. Ningún apremio. Las cosas que les hubiera podido enseñar aquel hombre a otros hombres.

De pronto, el hombre pareció impacientarse. Justo en el momento más oportuno, cuando ella necesitaba que se diera prisa. Linda empezó a respirar afanosamente y se aferró a él con los brazos y la boca. Sintió que sus dedos le desabrochaban los botones de la espalda. El corpiño de raso le cayó hasta la cintura, pero Linda aún estaba protegida por encajes, camisolas de algodón, cintas y corsés. Beau la libró expertamente de todo sin dejar de besarla ni de abrazarla.

Linda se quedó de pronto únicamente con las enaguas. Tomándola súbitamente en sus brazos, el hombre la llevó a la cama y la tendió suavemente en ella. Los besos proseguían sobre su rostro, su cuello, sus pechos. Cuando ella gemía, Beau se demoraba en un punto hasta conseguir que se le arqueara el cuerpo y ella dijera entre jadeos:

—Ahora…

Beau se quitó las botas y los pantalones. Pero, cuando extendió la mano hacia las cintas de las enaguas, ella lo rechazó.

Beau se tendió encima suyo, besándola, acariciándola, llevándola a las más altas cimas. Cuando su mano se deslizó entre sus piernas, ella la apartó en silencio. Cuando la penetró sin apenas tocarla, justo lo suficiente para guiarse, Beau no hundió el rostro en su cuello sino que permaneció apoyado sobre sus codos para poder mirarla a través de la máscara negra. Linda se quedó prendida en aquellos ardientes ojos negros. Mientras ambos oscilaban juntos, Linda dijo en un susurro:

—Ven, Beau, ven, por favor.

Pero él se movía despacio como en un soñador ritmo oceánico. Linda le rodeó el cuello con los brazos y le apresó los muslos con sus piernas.

—¡Ven! —dijo en voz baja—. Por favor. ¡Date prisa!

Linda creyó ver un destello de perplejidad en los negros ojos. De pronto, el cuerpo de Beau experimentó un cambio. Ahora se movía rápidamente y mantenía los ojos cerrados como si quisiera concentrarse mejor.

—¡Sí! —dijo con la voz ronca—. ¡Sí!

Al final, se estremeció, gimió y la atrajo con tanta fuerza contra su cuerpo que, por un instante, Linda no pudo respirar.

—¿Tuviste un orgasmo? —preguntó la psiquiatra mientras Linda paseaba por la alfombra.

—Tú sabes que no, maldita sea. —Linda se detuvo y miró a la doctora Virginia Raymond, sentada en una silla de mimbre contra el espectacular telón de fondo de Los Ángeles—. Cada vez me ocurre lo mismo —añadió Linda—. Las relaciones son fantásticas, pero yo me reprimo. No puedo evitarlo. Por mucho que él haga y por mucho que yo me excite, no respondo por dentro. Hago todo lo necesario, hablo, me muevo, le digo lo que quiero. Pero después… nada. Y, cuando todo termina, vuelvo a sentir rencor.

—¿Rencor hacia quién o hacia qué? —preguntó la doctora Raymond.

Linda miró sonriendo a la psiquiatra.

—La verdad es que no lo sé. Puede que hacia los médicos que me hicieron tantas operaciones cuando era pequeña. O hacia la olla de agua hirviendo que me provocó el trauma. O tal vez hacia mi madre. O hacia los hombres que no quieren permanecer a mi lado el tiempo suficiente para curar mi frigidez. Hacia el mundo en general, supongo.

Linda se detuvo ante el ventanal que se abría desde el suelo hasta el techo. Estaban en enero y era uno de aquellos impresionantes días del sur de California. Se veía a lo lejos el azul nacarado del océano; las verdes palmeras y las blancas nubes del cielo contribuían a crear una imagen perfecta. En la calle de abajo un enorme cartel mostraba el conocido rostro del hombre que encabezaba el movimiento de la Honradez Moral. Linda lo había visto algunas veces en la «Hora de la Buena Nueva». No cabía duda de que el reverendo era un orador carismático. Jamás hubiera podido creer que un cristiano fundamentalista pudiera conseguir tan elevado número de seguidores. Las encuestas de popularidad señalaban que el reverendo tenía muchas posibilidades de ganar la nominación republicana en la convención de junio.

Linda se apartó del ventanal y se acomodó sobre los cojines color mandarina de un sofá de mimbre. El despacho de la doctora Raymond era un apacible refugio semejante a un jardín en el mismo centro de la bulliciosa Century City. Linda lo visitaba desde hacía diez años.

—Deseo con toda mi alma compartir mi vida con alguien —dijo Linda en un susurro—. No me gusta vivir sola. Quisiera tener un marido y unos hijos. Me esforcé todo lo que pude en lograr que mis dos matrimonios no fracasaran. Me esforcé de veras.

La doctora Raymond asintió con la cabeza. La doctora Markus empezó a visitar su consultorio cuando su primer matrimonio ya se estaba viniendo abajo. El marido de Linda alegó no poder soportar sus prolongados horarios en el hospital ni las llamadas urgentes.

—¡Dice que, por lo menos una vez, quisiera poder ver una película entera! —comentó Linda.

Pero tanto ella como la doctora Raymond conocían la verdadera razón de que su marido quisiera divorciarse. No tenía nada que ver con los horarios hospitalarios. La razón era la frigidez de Linda.

Cuatro años más tarde, su segundo marido repitió como un eco las mismas palabras, afirmando que se había cansado de que el buscapersonas de Linda interrumpiera su vida social (y a veces incluso amorosa). Pero Linda y su psicoanalista comprendieron el verdadero motivo.

El segundo matrimonio duró apenas once meses. Desde entonces, la doctora Raymond había sido la confidente de las breves aventuras de Linda, todas ellas insatisfactorias, hasta que, al final, Linda se dio por vencida.

Linda consultó su reloj. Al devolver la llamada del productor de televisión, Linda había descubierto que el despacho de Barry Greene se encontraba en el mismo edificio que el consultorio de su psiquiatra y había concertado una cita con él antes de su habitual visita semanal a la doctora Raymond.

—Dice que tiene un trabajo para mí —le había comentado a la doctora Raymond al principio de la sesión—. ¡Un trabajo! ¡Como si ya no estuviera suficientemente sobrecargada con el que hago!

—¿Pero lo vas a aceptar de todos modos? —preguntó Virginia Raymond.

—Me halaga que haya pensado en mí. Es algo muy agradable: trabajar en un estudio de televisión e indicarles a las actrices cinematográficas cómo interpretar los papeles de profesionales de la medicina. Le he dicho con toda sinceridad que nunca he visto su programa, aunque muchos amigos me han comentado que Cinco Norte es uno de los mayores éxitos televisivos. Y él quiere que yo sea su asesora técnica. Me ha parecido un desafío interesante.

—A pesar del horario tan apretado que ya tienes.

Eso las llevó a centrarse de nuevo en el problema de Linda.

—Tú ya sabes por qué me busco tantas ocupaciones, Virginia —dijo Linda. Eso me evita tener que regresar a mi solitaria casa, donde constantemente recuerdo que apenas tengo treinta y ocho años y deseo tener una familia más que nada en el mundo. Pero, para tener una familia, necesito a un marido y, para tener un marido, necesito resolver mi maldito problema de alcoba. Mira… —Linda se inclinó hacia adelante en el sofá y miró con la cara muy seria a su psiquiatra—. ¡Tengo tantos deseos de curarme y de ser normal que parece que eso tendría que ser muy fácil! —Linda se levantó y empezó a pasear de nuevo por la estancia—. No puedo seguir viviendo así, Virginia. No quiero que el hospital sea toda mi vida para, de este modo, olvidarme de que estoy sola. Por eso he decidido que ya es hora de hacer algo, de enfrentarme con mi problema y tratar de resolverlo. Por eso, cuando mi amiga Georgia me habló de este club llamado Butterfly y de lo bien que la había ido a ella, decidí probarlo.

—¿Y te ha ido bien?

—No estoy muy segura. No consigo entregarme totalmente a la fantasía. Creo que, si lo consiguiera, si pudiera ser otra persona aunque solo fuera por un rato, entonces tal vez me podría liberar de este estigma de una vez por todas.

—¿Y crees que la fantasía te ayudará?

—Pensé que, si pudiera convertirme en otra, lograría superar mi bloqueo sexual. ¡Puede que, en el papel de María Antonieta, no tenga ninguna disfunción en la cama! Pero lo malo es que estoy tan acostumbrada a controlarme y dominar cualquier situación que no logro soltarme y no permito que la fantasía me domine.

Linda se apartó del ventanal y miró a su psiquiatra. Virginia Raymond llevaba varios años intentando ayudar a Linda a superar su problema (un problema causado por un accidente infantil y que, por consiguiente, no era puramente psicológico), y había apoyado la decisión de Linda de hacerse socia de Butterfly.

—Puede ser peligroso —le advirtió—. Puede que no encuentres lo que andas buscando.

—Estoy dispuesta a correr el riesgo —replicó Linda—. Los retos no me dan miedo.

—¿Qué opinas de las máscaras? —le preguntó Linda ahora—. ¿Crees que me servirán de algo?

—Tal como ya te he dicho otras veces, Linda, si no consigues relajarte jamás podrás disfrutar del sexo. La utilización de máscaras te ayuda a alcanzar la necesaria relajación y te permite disfrutar de cualquier psicodrama que te inventes, tanto si el protagonista es un ladrón como si es un oficial confederado. La máscara suprime a la doctora Linda Markus y contribuye a que emerja otra personalidad distinta. Tú tienes miedo del sexo, Linda, o, mejor dicho, tienes miedo del rechazo durante las relaciones sexuales a causa de las cicatrices. La superación del temor es uno de los pasos más importantes hacia el disfrute del sexo.

—Pero ¿crees que dará resultado?

—Hay que darle tiempo. Y tienes que aprender a relajarte.

Linda guardó silencio. Ya estaba esbozando mentalmente el próximo argumento… con su amante enmascarado.

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