Butterfly

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Enero » Capítulo 6

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El Paso, Texas Occidental, 1952.

Rachel contempló ávidamente la bandeja de donuts. Por lo que podía ver a través del cristal, los había con azúcar glaseado y azúcar en polvo, cubiertos de chocolate, avellanas y crema de leche y los que a ella más le gustaban, los grandes y azucarados, rellenos de roja mermelada. Llevaba dos días en El Paso y no había comido nada desde que descendiera del autobús de la compañía Greyhound. Si alguien no le hubiera robado el bolso, en aquellos momentos no solo podría comer sino que, además, ya estaría de nuevo en el autobús, dirigiéndose a su previsto destino…, California.

Por el rabillo del ojo estudió al hombre del mostrador. Estaba friendo «burritos» y frijoles y sirviéndolos en enormes bandejas. En el último lugar donde había intentado pasar la noche, el dueño la había echado literalmente a la calle. Pero aquella ciudad fronteriza de Texas que miraba a México desde el otro lado del Río Grande era un lugar muy peligroso para una niña sola de catorce años. Rachel se había pasado el día recorriendo los bazares mexicanos donde los turistas compraban tequila José Cuervo y flores de papel, y pensando que ojalá tuviera unos pocos pesos para comprar tortillas y frijoles. También había descansado un poco en las iglesias católicas donde las mujeres indias y mexicanas rezaban con las cabezas cubiertas por chales negros. Ahora ya era de noche y los turistas se encontraban de vuelta en sus hoteles. Rachel trató de pasar lo más desapercibida posible en el café lleno de humo de cigarrillos, confiando en que la dejaran en paz y le permitieran permanecer sentada toda la noche junto a la mesa, a salvo del frío viento y leyendo su libro. A pesar de que no había pedido ninguna consumición. Ni siquiera un café.

A Rachel jamás se le hubiera ocurrido pedir algo para comer sin poder pagarlo y teniendo que enfrentarse posteriormente con las consecuencias. Su honradez innata no se lo permitía.

Era medianoche y el ruidoso café parecía haberse convertido en un lugar de reunión de insomnes. Casi todos ellos eran antipáticos y peligrosos y esa era otra de las razones por las cuales Rachel intentaba pasar lo más inadvertida posible, acurrucada detrás de una palmera de plástico, leyendo las páginas de su libro con el rostro sostenido por ambas manos cerradas en puño. Estaba llegando al final de Crónicas Marcianas, al último relato titulado «La merienda campestre del millón de años» y, cuando lo terminara, ya no tendría el consuelo del libro.

Pensaba en su madre. Incesantemente. Había llorado en el autobús hasta llegar a Alburquerque, y varias veces había estado a punto de apearse y regresar a casa corriendo. Pero sabía que su madre tenía razón. Su padre se lo había hecho una vez. No había ninguna razón para que no lo volviera a hacer.

¡Si, por lo menos, no se hubiera equivocado de autobús! Pero Rachel estaba tan afligida y lloraba tanto que no se percató de su error hasta que llegaron a El Paso, Texas. ¡Hubiera tenido que ir a California! Bajó del autobús para comer algo y entonces descubrió que le faltaba el bolso. ¡Con todo su dinero y la dirección de la dueña del salón de belleza de Bakersfield! No tenía ni siquiera una moneda de diez centavos para llamar a su madre.

Levantó los ojos y vio a un extraño, mirándola desde el mostrador. Vestía una chaqueta de cuero y tenía la cara picada de viruelas. Y a Rachel no le gustaba su manera de mirarla.

Rachel trató de concentrarse en el libro. Ray Bradbury había escrito: «La madre era esbelta y delicada, con una trenza de cabello como hilos de oro en lo alto de la cabeza, como si fuera una diadema…». Y Rachel se echó a llorar.

—¿Qué te pasa, niñita?

Sobresaltada, Rachel levantó los ojos. El de la chaqueta de cuero se encontraba de pie a su lado, esbozando una siniestra sonrisa. Rachel se sintió súbitamente pequeña e indefensa.

—¿Qué haces aquí tan tarde, criatura? —preguntó el hombre, sonriendo—. ¿Necesitas compañía?

Rachel se tragó las lágrimas.

—N… no, gracias. Estoy bien.

—Ya lo veo —el hombre acercó una silla y se sentó—. ¿Te gustaría divertirte un poco conmigo?

Olía intensamente a cerveza.

Rachel miró desesperadamente por encima de su hombro, tratando de llamar la atención del hombre del mostrador. Pero el hombre no estaba, solo había unos cuantos clientes adormilados, tomando café.

—Vamos —dijo el hombre con creciente impaciencia—. Mi casa no está lejos. Tú y yo lo pasaremos bien. Tengo unos amigos a los que también les gustarías mucho.

Rachel percibió los fuertes latidos de su corazón. Se sentía atrapada.

—Debes estar muerta de hambre con lo flacucha que estás. En casa tengo comida.

—N… no, gracias.

—Apuesto a que te has escapado de casa. Eso es contrario a la ley, ¿sabes? Avisaré a la policía y te detendrán.

Rachel abrió los ojos, asustada. El hombre la asió por la espalda. Su mano estaba húmeda y caliente.

—Vamos. Te prometo que lo pasaremos bien.

—¡No! Estoy… ¡estoy esperando a una persona!

—Ah, ¿sí? ¿A quién?

—A mi… novio.

—¡A tu novio! ¿Tú? —El hombre miró el techo y soltó una carcajada—. Mira, nena, he conocido a muchos embusteros, pero tú te llevas la palma. Si tú tienes novio, yo soy el Papa.

—Disculpadme, Santidad —dijo una voz a su espalda. Rachel levantó la mirada. Un delgado joven medio pelirrojo estaba mirando a Chaqueta de Cuero con una leve sonrisa en los labios—. Resulta que estáis sujetando la muñeca de mi novia.

Hubo un instante de tenso silencio hasta que, al final, Chaqueta de Cuero se levantó de un salto y dijo:

—Ah, bueno.

Después, extendió las manos y se alejó a toda prisa.

—No volverá —dijo el amable desconocido—. ¿Te encuentras bien?

Las lágrimas asomaron a los ojos de Rachel. Echaba mucho de menos a su madre.

—Tranquila —dijo el joven, sentándose—. Suelta lo que sea, tan grave no será, digo yo.

Algo en su voz y en la tierna expresión de sus ojos borró las lágrimas de Rachel y la indujo a mirarle con más detenimiento. Rachel no era muy experta en juzgar la edad de los adultos, pero aquel joven se parecía un poco al hijo de la encargada del estacionamiento de caravanas que tenía diecinueve años, aunque él era más guapo que el hijo de la encargada. En realidad, era guapísimo. Y tenía una sonrisa deslumbradora.

—¿Qué está haciendo una cosa tan bonita como tú, sola a esta hora? —preguntó el joven.

Y Rachel se enamoró de él.

—Mira —dijo el muchacho un cuarto de hora más tarde, sentado con ella tomando tacos, enchiladas y zumo de naranja de la marca Nehi—, yo siempre he pensado que huir de casa no resolvía nada. Pero, en tu caso, creo que hiciste bien.

Fiel a su carácter, porque no sabía ser de otra manera, Rachel le había contado toda su historia mientras el desconocido asentía ocasionalmente con la cabeza en gesto de comprensión.

—Pobrecilla —dijo ahora el joven, sacudiendo la cabeza.

Se llamaba Danny Mackay y se dirigía a San Antonio. Rachel adivinó que era texano por su manera de terminar una frase en tono de pregunta. Cosa como «¿Regreso a casa?» o «¿Me he pasado un año en California?».

Danny encendió un cigarrillo Camel y dijo:

—Me acaban de licenciar del ejército. Fort Ord, allá en California. La verdad, no veía ninguna razón para quedarme allí. Por eso vuelvo a mi casa de Texas. ¿Te vienes conmigo? —preguntó, pagando la cuenta—. A lo mejor, podremos encontrar por el camino alguna solución a tu problema.

Pero Rachel ya no estaba preocupada por su situación. Danny Mackay era la persona más amable que jamás hubiera conocido y había dicho que cuidaría de ella. Y ella le creía.

Se detuvieron en un motel de la carretera e hicieron el amor. No fue nada del otro jueves…, en realidad, si Rachel hubiera sido más experta, hubiera sufrido una decepción. Pero Rachel no lo sabía ni le importaba. Tampoco le importaba la pérdida de la virginidad a los catorce años. Se sentía rebosante de esperanza y de felicidad porque había sido consolada por el calor de otro ser humano y había recibido sus primeros besos y él le había dicho que era bonita. No le importaba lo que hubiera ocurrido ni el dolor que había sentido (no tan intenso como el que le produjo su padre, porque intuyó que ese era un dolor natural que formaba parte de lo que las mujeres tenían que soportar). Lo único que le importaba a Rachel Dwyer, inmensamente dichosa por primera vez en su vida, era tener finalmente a alguien a quien amar.

Al día siguiente, cruzaron el Río Grande y una ciudad de la frontera con México donde Rachel vivió otra nueva experiencia.

Se emborrachó por primera vez.

Y sufrió también otra clase de dolor.

—Estate quieta, cariño —oyó que le decía la voz de Danny.

Estaba asustada, pero no mucho porque, en primer lugar, se había emborrachado como una cuba y, en segundo, intuía en su estado de semiinconsciencia que estaba haciendo algo por Danny. El joven la acompañó a una extraña habitación situada encima de una cantina, dio instrucciones a la mexicana más gorda que Rachel hubiera visto en su vida, y le tomó la mano mientras un ardiente y agudo dolor le quemaba la parte interior del muslo.

A la mañana siguiente, Danny le dijo que se había desmayado y que él la había conducido de nuevo al motel. Estaba preocupado por ella e inquieto por sus molestias… incluso le había administrado una aspirina para que se le calmara el dolor.

—Me siento muy orgulloso de ti, cariño. Algunas mujeres no lo soportan muy bien.

Rachel se fue al cuarto de baño para ver lo que le habían hecho, y experimentó un sobresalto. En la parte interior del muslo derecho, a escasos centímetros de sus partes privadas, había un tatuaje.

Una pequeña mariposa.

Era tan realista y estaba tan bien hecha que cualquiera hubiera creído que había revoloteado hasta allí y ahora se estremecía sobre la pálida piel.

—¿Qué te parece? —le preguntó Danny desde la puerta.

—Me duele.

Se te pasará.

Rachel le miró.

—¿Por qué, Danny? ¿Por qué me has hecho eso?

Él se acercó y la estrechó entre sus brazos.

—Porque quiero que me pertenezcas —contestó, besándole la cabeza—. Y esa es mi manera de conseguir que seas mía.

Rachel no pudo resistir la tentación de aquellas palabras. A pesar del dolor y de la violación de su cuerpo, Rachel jamás había experimentado en su vida un deseo más vehemente que el de pertenecer a alguien. Y, si ese era el significado de la mariposa, se alegraba de tenerla allí.

Llegaron a San Antonio al día siguiente.

Sentada orgullosamente al lado de Danny en el viejo Ford, Rachel observó cómo el paisaje de Texas iba pasando gradualmente de las tierras desérticas a los campos de labranza. La carretera cortaba vastas extensiones de caliche, una clase de blancuzco terreno arcilloso en el que no podía crecer ninguna planta, y zonas de achaparrados mezquites y huisaches. Al final, llegaron al Hill Country donde los mezquites eran árboles en lugar de arbustos y donde, le explicó Danny, ahora había una vaca por cada dos hectáreas en lugar de por cada veinte. La desolación cedía gradualmente el paso a los asentamientos humanos…, gasolineras, ranchos, viejas casas mexicanas de adobe… Rachel pensó que, ahora que habían llegado a su destino final, tañerían para ella las campanas nupciales.

Le encantaba observar a Danny mientras conducía el vehículo. Cuanto más lo miraba, tanto más guapo le parecía. Tenía la nariz ligeramente torcida y una cicatriz (resultado de una pelea, según él le había explicado) le desfiguraba un poco la boca, pero estos pequeños defectos contribuían a hacerlo todavía más atractivo a los ojos de Rachel. El tupido cabello casi pelirrojo le caía sobre la frente en un solo mechón. Sus ojos verdes mostraban una expresión indolente y estaban peremnentemente entornados, incluso cuando miraban graciosamente a Rachel de soslayo. Sin embargo, su cuerpo era vigoroso y nervudo. Tanto si jugueteaba con un cigarrillo como si tamborileaba con los dedos sobre el volante, Danny no podía estarse quieto. Rachel intuía en él una fuerza especial, como si tuviera demasiada energía y buscara algún medio de expulsarla. Siempre que la miraba con sus lánguidos ojos o levantaba una comisura de la boca en una sonrisa, Rachel experimentaba una sacudida de emoción. Danny Mackay era mágico.

Ya no soñaba con buscar a su hermana en California; ahora tenía otro sueño.

—Sí, señor —dijo Danny mientras sintonizaba la radio del automóvil con una emisora que estaba transmitiendo música gospel—. Me voy a convertir en alguien. ¡Algún día seré un hombre importante y con mucha influencia!

Rachel sonrió y le comprimió el brazo.

—Estoy deseando conocer a tu familia, Danny.

—No tengo familia —dijo él.

La ciudad de San Antonio se encontraba situada en el mismo borde del llamado mal país mexicano y a Rachel le pareció que se estaba adentrando en la vieja España. Se llenó de emoción mientras Danny circulaba con su Ford por delante de hermosas y antiguas misiones y plazas mexicanas y recorría calles llamadas Soledad, Nueva y Flores. Para la romántica mente de Rachel, el Salvaje Oeste estaba en los nombres de calles como Houston y Crockett. Pasaron por delante de ruinosas casonas de estilo español, de grandes mansiones parecidas a las del Sur y de míseras tiendas que le recordaron a Rachel las pequeñas localidades de Arizona y Nuevo México. Cuando doblaron una esquina y apareció El Álamo, Rachel se quedó sin respiración. Había leído un libro sobre el sitio de El Álamo y el pequeño grupo de valientes que lucharon por la independencia texana, audaces y trágicos héroes como James Bowie y Davy Crockett.

¡Y pensar que ella iba a vivir allí con Danny!

Al final, Danny se detuvo delante de un edificio que a Rachel le pareció una vieja granja. Se levantaba al borde de un árido chaparral y estaba rodeado por gigantescas chumberas. En lo que antaño debió de ser una extensión de césped había una oxidada camioneta sin ruedas, levantada sobre unos bloques de hormigón. Detrás había muchas cuerdas de tender la ropa. Danny le dijo a Rachel que esperara, y subió los peldaños. Llamó una sola vez y le abrieron.

Danny tardó en regresar más de lo que Rachel esperaba, por cuyo motivo esta decidió entretenerse, leyendo. Había cerrado el libro en el café de El Paso y no lo había vuelto a abrir desde entonces. Recordó que solo le quedaban tres páginas para el final. El padre había prometido a la madre y a los chicos mostrarles unos marcianos de verdad.

Rachel se medio volvió y abrió la maleta del asiento de atrás, rebuscando entre sus escasas pertenencias. El libro no estaba.

Danny regresó a los pocos minutos.

—Mi amigo dice que podremos alojarnos aquí unos cuantos días hasta que encontremos un sitio. ¿Qué ocurre?

—¡He perdido el libro!

—Ya buscaremos otro.

La casita era muy mísera. Rachel lo adivinó nada más pisar el umbral. Lo primero que le llamó la atención fue el penetrante olor de pañales sucios. Lo segundo fue la zarrapastrosa mujer que, junto a la tabla de planchar, estaba escuchando la misma música gospel que Danny había sintonizado en el automóvil. La mujer apenas saludó a Rachel. Se limitó a levantar los ojos y a esbozar una leve sonrisa antes de regresar a la monotonía de su trabajo. Rachel vio un montón de camisas y vestidos recién planchados y comprendió que la mujer se debía de dedicar a lavar y planchar ropa. Desde algún lugar del fondo de la casa se oía el inequívoco ritmo de una máquina de coser.

Había un joven de aproximadamente la misma edad que Danny. Tenía un lacio cabello rubio y mantenía las manos en los bolsillos posteriores de los pantalones. Dijo llamarse Bonner Purvis y acompañó a la pareja cruzando un comedor en el que Rachel vio los platos del desayuno todavía en la mesa. Unos restos de panqueques y de congelada manteca de cerdo aparecían empapados de jarabe, y una mosca se paseaba por la mantequilla destapada.

Les acompañaron a un dormitorio en el que había una cama de hierro sin sábanas. El combado colchón estaba constelado de manchas y sobre la cabecera colgaba un cuadro con la imagen de Jesús.

—Era la habitación del viejo Tom —explicó enigmáticamente el amigo de Danny.

—De acuerdo Bonner —dijo Danny, rodeando posesivamente a Rachel con su brazo—. Nos irá muy bien, ¿verdad, cariño? —añadió mientras Rachel le miraba más radiante que un amanecer, pensando que la habitación era un palacio.

Durmieron allí durante dos semanas con mantas prestadas. Se dormían cada noche y se despertaban cada mañana con el constante zumbido de la vieja y cansada máquina de coser.

Danny la dejaba sola allí todo el día, pero a Rachel no le importaba. A diferencia de su padre, Danny salía de verdad a buscar trabajo. Rachel ignoraba a qué se dedicaba Bonner. Ambos se mostraban muy evasivos en relación con sus actividades, pero Rachel no tenía la menor duda de que muy pronto ella y Danny dispondrían de su propia casa. Sabía exactamente lo que iba a hacer. Primero de todo, pondría unas cortinas amarillas. A continuación, sembraría unas semillas de geranio delante de la puerta para que la gente supiera que aquella era una casa acogedora. Después, se compraría un libro de cocina. Y no es que Danny y Bonner se quejaran de sus guisos. Regresaban a casa, devoraban las hamburguesas con especias que ella les preparaba y se volvían a largar por la tarde. La madre de Bonner decía que Rachel era un tesoro porque se encargaba de la cocina y, de este modo, ella disponía de más tiempo para planchar.

Una furgoneta llegaba tres veces a la semana con grandes sacos de ropa sucia y se llevaba la limpia. Y tres veces a la semana Bonner se quedaba el dinero de su madre.

Danny le hacía el amor a Rachel todas las noches. Ella estaba tan acostumbrada que ya no le hacía efecto, sobre todo, teniendo en cuenta que duraba muy poco. El tatuaje ya se le había curado (y la otra herida también, tal como su madre le había dicho). Le encantaba la manera en que Danny se quedaba dormido, rodeándola con sus brazos.

La única nube que empañaba aquella aparente felicidad era el hecho de no poder ponerse en contacto con su madre.

San Antonio quedaba muy lejos de Alburquerque, pero convenció a Danny de que la dejara llamar al estacionamiento de caravanas. Rachel se quedó destrozada cuando la encargada le dijo que los Dwyer se habían marchado sin decir adónde iban.

Rachel pensó que ya encontraría el medio de localizarlos. Algún día los volvería a encontrar. En su calidad de esposa de Danny Mackay, podría cuidar debidamente de su madre.

Una noche Danny regresó a casa con una buena noticia.

—Haz la maleta, cariño —le dijo—. Te voy a sacar de aquí.

—¡Danny! —exclamó Rachel, riéndose—. ¿A dónde vamos?

—Ya lo verás. Es una sorpresa.

Se detuvieron por el camino para tomarse unos «burritos» con frijoles y después abandonaron el centro de la ciudad, se alejaron del río y, al final, se adentraron por un laberinto de calles con muchos bares y chicas en los portales y una gran cantidad de hombres, casi todos de uniforme.

—Hay dos bases aéreas cerca de aquí —explicó Danny, enfilando con el Ford a una oscura calleja—. Kelly y Lackland. Los de aviación vienen aquí para divertirse un poco.

Danny se detuvo al final de la callejuela donde el asfalto cedía el lugar a la tierra y a los campos. Rachel contempló el más extraño espectáculo que jamás hubiera visto. Al final de aquella callejuela en la que todas las tiendas ya habían cerrado, se levantaba una especie de castillo brillantemente iluminado, con torres redondas, grandes miradores y adornos algo cursis por todas partes. Todas las ventanas estaban iluminadas y Rachel pudo ver que la casa era de color amarillo chillón con cenefas de color blanco. Había numerosos automóviles estacionados en un recinto de tierra cercado por una barrera de chumberas mientras una estridente música se escapaba a través de la puerta.

Danny avanzó cuidadosamente con el Ford y rodeó el edificio por detrás. Se detuvo para encender un Camel y dijo:

—Vamos, Rachel.

Cruzaron una puerta con cancela y entraron en una cocina brillantemente iluminada en la que se aspiraba un delicioso aroma de cochino asado. Rachel vio a una negra, amasando pasta en un mostrador; había un enorme cuenco de melocotones cortados a trozos para la elaboración de un pastel relleno. La cocina era muy espaciosa y estaba caldeada por el fuego. Rachel jamás había visto una cocina tan grande.

—Hola —dijo amablemente la mujer, mirándoles con una sonrisa.

Danny le dijo a Rachel que se sentara y esperara, que en seguida volvía.

Ella le vio alejarse por una puerta giratoria a través de la cual penetraba la música y algo que parecía un grito de vaquero. Después, miró desconcertada a su alrededor.

—Madre mía —exclamó la negra, secándose las manos en su blanco delantal—. ¡En mi vida he visto a una chica más delgada que tú! Debes de tener hambre. Siéntate aquí. Sería una tontería no comer algo mientras esperas.

Rachel hizo lo que le mandaban y muy pronto se vio delante de un gran trozo de pastel de manzana caliente con helado de vainilla encima y un vaso de leche fría.

—Yo soy Eulalie —dijo la mujer, regresando a su tarea—. ¿Y tú quién eres?

—Rachel.

—Un nombre muy bonito. ¿De dónde vienes, hija?

El helado se estaba derritiendo sobre el pastel caliente. Rachel soltó el tenedor y utilizó una cuchara para recogerlo.

—De Nuevo México —contestó.

—Hola, cariño —dijo la mujer que acababa de aparecer en la puerta.

Rachel la miró. Nunca había visto tanto maquillaje en una cara. Llegó a la conclusión de que la mujer debía de ser muy rica. Además, estaba gorda, lo cual significaba que comía muy bien.

—Levántate. Deja que te eche un vistazo.

—¿Dónde está Danny?

—Hablando con unos amigos. Estás más delgada de lo que él me había dicho.

La mujer entró en la cocina y examinó el rostro de Rachel. En las semanas transcurridas, Danny había hecho olvidar a Rachel su fealdad, pero ahora el detenido examen de aquella mujer se la estaba haciendo recordar de nuevo.

—No te muevas. No te voy a comer. Mmmm. ¿Cuántos años tienes?

—Catorce.

—¿Ya tienes la regla?

—Pues… yo…

—No te preocupes. Se lo preguntaré a Danny.

Como si hubiera estado escuchando al otro lado de la puerta, Danny apareció de repente.

—Bueno, ¿qué te parece? —le preguntó a la mujer.

—Un poco feúcha, ¿no crees?

Danny esbozó una sonrisa.

—Rachel tiene gracias ocultas.

Acercándose a él y tomándole del brazo, Rachel preguntó:

—Danny, ¿podemos irnos ahora?

—Pues, me temo que no. Verás, Hazel es una vieja amiga mía y se ha ofrecido generosamente a aceptarte y a darte trabajo. No quiero que piense que somos unos desagradecidos.

Rachel le miró, parpadeando.

—¿Darme trabajo? —Rachel miró a la negra, la cual seguía amasando la pasta con un rostro un tanto enojado, como si estuviera sola en la cocina—. ¿Qué clase de trabajo, Danny?

—Haz lo que Hazel te diga.

—¿Quieres decir como una criada? ¿Eso es una casa de huéspedes, Danny?

—Todo irá bien. Apuesto a que incluso te gustará.

—Pero ¿qué es? ¿Qué quieres que haga, Danny?

Danny la miró con una cara muy seria y le habló con voz tan severa como la de un clérigo.

—Mira, si quieres que te diga la verdad, cariño, estamos sin un céntimo y yo no he podido encontrar trabajo. Hazel ha accedido a darte trabajo aquí. A pesar de que no tienes la edad y ella ya dispone de suficientes chicas. No será por mucho tiempo, cielo. Te lo prometo. Después, nos buscaremos una casa, tal como tú querías.

—Pero… —Rachel miró a la mujer que se estaba inspeccionando las uñas con cara de aburrimiento—. ¿Qué tengo que hacer?

—Ser amable con los clientes, eso es todo. Como una anfitriona, más o menos.

—Danny, no…

—Es muy sencillo. El medio más cómodo de ganar dinero. Tú te tiendes y dejas que el cliente haga todo el trabajo.

—Oh, Dios mío, Danny. ¡No!

Danny le comprimió con más fuerza los hombros.

—Mira, escúchame. Me he matado buscando un trabajo, pero no lo he conseguido. Ahora tú tendrás que echarme una mano. No querrás ser un parásito y vivir a costa mía, ¿verdad?

De repente, Rachel oyó la voz de su padre. Parásito.

—Danny —dijo entre sollozos—. Por favor, no me hagas…

—Mira, Rachel. Ahora ya estás acostumbrada al sexo. Ya sabes que no es nada. Tú te llevas a los clientes de Hazel a tu habitación y te tiendes en la cama tal como hacías conmigo.

Rachel estaba llorando a lágrima viva.

Danny miró a Hazel con impaciencia y esta se encogió de hombros, diciendo:

—Las jovenzuelas siempre lloran al principio. Ya se le pasará.

—Maldita sea, Rachel. Tengo que reunirme con Bonner y voy con retraso. No seas niña. Si de veras eres eso, olvídate de lo nuestro. Yo me largo y me busco a una chica que me quiera.

—¡Yo te quiero, Danny!

—Si me quisieras, no armarías tanto alboroto por nada. Por el amor de Dios. Vas a tener un sitio donde vivir, comida a su hora y un salario. Como es lógico, Hazel me entregará tu paga a mí para que la guarde en nuestra hucha. Pero yo te daré una asignación. Y te podrás comprar vestidos bonitos.

—¡Yo no quiero vestidos, Danny! —gritó Rachel mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas—. ¡Yo solo te quiero a ti!

—Bueno, ¡pues yo no te querré a ti como seas una bruja tan egoísta! —contestó Danny, empujándola y volviéndose de espaldas.

—¡Danny! —chilló Rachel—. ¡No me dejes! ¡No puedo vivir sin ti!

—Decídete, cariño —dijo Hazel, imperturbable—. Solo tienes una alternativa. Si le das un disgusto a tu hombre, él se largará de tu vida.

Rachel la miró con asombro. Hipó y se tragó los sollozos. Mientras su pecho subía y bajaba afanosamente, acercó la mano a la nariz para quitarse los mocos. Por un instante, no aparentó los catorce años que tenía. Parecía una niña pequeña.

Al ver que Hazel asentía satisfecha, Rachel se acercó a Danny, le rodeó con sus brazos y sollozó contra su rígida espalda.

—¡No me dejes! —gritó—. ¡Haré lo que tú digas, Danny, pero no me dejes!

Danny se volvió sonriendo.

—Así me gusta mi niña —dijo estrechándola en sus brazos y besándola—. Ya sé que es muy duro para ti —añadió— porque estás en una ciudad nueva y todo eso. Pero te diré una cosa. Volveré el martes y te llevaré a El Álamo. ¿Te gustará?

Rachel asintió y le abrazó con fuerza.

—Bueno, pues, ahora me tengo que ir. Yo y Bonner tenemos un asunto entre manos. Hazel se encargará de ti.

—Pero, Danny… —dijo Rachel en un susurro—. ¿Con… con otros hombres?

Danny le rozó la punta de la nariz con un dedo.

—Te voy a contar un secreto. La manera más fácil de hacerlo consiste en cerrar los ojos y pensar que soy yo. ¿Te acordarás?

Rachel contempló la insistente mirada de aquellos lánguidos y falsos ojos que parecían ejercer tanto poder sobre ella, y asintió con la cabeza.

—Te veré el martes. Será un día especial, tú y yo solos. Iremos a Little Laredo y comeremos las mejores tortillas con frijoles que hayas saboreado en tu vida. ¿Qué te parece?

Danny la volvió a besar y se marchó.

Rachel apenas se dio cuenta de lo que ocurrió a continuación. Una chica mexicana llamada Carmelita se la llevó al piso de arriba y le explicó que iban a ser compañeras de habitación. Le mostró a Rachel el cuarto de baño, le enseñó cómo colocarse la esponja que Hazel exigía que llevaran todas sus chicas y la dejó sola.

La llamada a la puerta unos minutos más tarde fue tan discreta que incluso a Rachel le pareció ridículamente fuera de lugar en un sitio como aquel.

—Adelante —dijo Rachel, viendo entrar tímidamente a un hombre.

El desconocido le dirigió una nerviosa sonrisa y empezó a quitarse automáticamente la ropa. Cuando estuvo desnudo (años más tarde Rachel recordaría sus piernas delgadas como palillos y su fláccido miembro), le dijo:

—¿No quieres desnudarte?

Rachel se movió como en un sueño. La blusa y los pantalones a media pierna, la ropa interior de algodón con alguno que otro roto. Después recordó lo que Danny le había dicho. Se tendió, miró al techo y separó las piernas.

El cliente tuvo la delicadeza de apagar la luz y Rachel advirtió en seguida que el colchón se hundía bajo su peso.

Cerró los ojos. Una lágrima cayó sobre la almohada. Danny, gritó su corazón, Danny…

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