Butterfly

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Enero » Capítulo 7

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Cuando el juez dijo: «Fallo a favor del acusado, Mickey Shannon», el demandante se levantó de su asiento y gritó:

—¡No saldrás bien librado de esta, mierda asquerosa!

Y se armó un alboroto en la sala.

Mickey Shannon, el famoso astro de rock, estaba furioso y en tensión. Pero Jessica Franklin apoyó una mano en su brazo y le mantuvo sentado, evitando que se levantara mientras el juez golpeaba con su martillo para imponer orden en la sala. Después, tras asegurarse de que el joven e impetuoso Mickey no se iba a levantar para atacar al tipo que acababa de llamarle mierda, Jessica se puso en pie y, en medio de aquella barahúnda, gritó con una voz que se oyó en toda la abarrotada sala:

—Señoría, exijo una inmediata suspensión y el alejamiento del señor Walker de mi cliente.

El abogado del demandante se levantó, gritando:

—¡Protesto, señoría!

Los fotógrafos y reporteros que se apiñaban en la sala se lo estaban pasando en grande. Se trataba de uno de aquellos juicios famosos que saltaban a los primeros titulares de la prensa. Sin embargo, mientras que en el equipo del demandante parecía haber una cierta discrepancia interna, Jessica Franklin mantenía el suyo bajo control. Lo cual era un milagro, teniendo en cuenta el exaltado temperamento de Mickey Shannon.

La abogada había conseguido dominarle en los siete años que ambos llevaban juntos como letrada y cliente. Mickey era un actor desconocido cuando Jessica, recién salida de la facultad de Derecho, colgó su placa en el Sunset Strip.

Mickey cruzó su puerta. Era un joven humillado y confuso que había sido engañado por un agente cinematográfico sin escrúpulos. Jessica consiguió que Mickey cobrara el dinero que le debía el agente y, a partir de aquel momento, empezó a asesorarle en los contratos y las disputas salariales, permaneció a su lado incluso cuando él no podía pagarle y, al final, le proporcionó la presentación que lo llevó al estrellato. Cuando sus canciones encabezaron las listas de éxitos y Mickey se hizo famoso de la noche a la mañana, este no abandonó a Jessica a favor de algún prestigioso bufete jurídico de Century City donde todos los grandes astros tenían a sus agentes y abogados. Mickey Shannon se mantuvo fiel a la joven abogada que lo aceptó como cliente cuando nadie en Hollywood lo hubiera hecho. Y, en aquella fría mañana de enero, estaba cosechando los frutos de su lealtad.

Les Walker, el conocido fotógrafo de los famosos, se había dedicado a acosar excesivamente a Mickey dando lugar a que este le arrancara finalmente la cámara de las manos y la arrojara al suelo donde la cámara se rompió y se veló el carrete. Demandó al astro de rock por haber obstaculizado el ejercicio de su profesión exigiendo daños y perjuicios por la inutilización de su equipo y una indemnización de cinco millones de dólares.

Furioso, Mickey acudió a Jessica y esta le dijo muy tranquila que no tenía por qué preocuparse. Se opondrían a la demanda. Jessica defendió eficazmente a su cliente en una sala llena hasta el tope, utilizando en su defensa una dramática descripción de los excesos cometidos por el fotógrafo, el cual había seguido peligrosamente a Mickey Shannon por la carretera, había bloqueado su automóvil estacionado y le había acosado sin piedad a lo largo de todo el día hasta el punto de que ahora Mickey exigía una indemnización por la angustia mental experimentada en las peligrosas situaciones en las que el fotógrafo lo había colocado con su conducta.

Y el juez había fallado a favor.

Cuando cesó el alboroto y la sala recuperó la calma, el juez decretó una suspensión temporal contra el señor Walker y estableció la fecha para una vista durante la cual se determinarían las razones por las cuales la suspensión no debería ser permanente. Mickey Shannon, el apuesto ídolo del rock de millones de adolescentes, le echó los brazos al cuello a su abogada y le estampó un beso en la boca.

Habían ganado.

A la salida de la sala, Jessica y su cliente fueron inmediatamente rodeados por los reporteros y las cámaras de televisión. Jessica hizo una prolija declaración con voz fuerte y triunfante y rostro resplandeciente de satisfacción mientras los representantes de la prensa tomaban nota de que Jessica Franklin, la dinámica abogada de Mickey Shannon, «menuda y femenina, iba elegantemente vestida con un traje a la medida y llevaba una cartera de documentos a juego con el bolso y los zapatos…».

Jessica hubiera deseado asistir al almuerzo de celebración en el Spago, pero tenía un programa demasiado apretado. Tenía que recoger a su marido en el aeropuerto, después regresaría a su despacho para dictar unas cosas y finalmente efectuaría una visita muy necesaria a su mejor amiga, Trudie.

En eso precisamente estaba pensando Jessica mientras circulaba a gran velocidad por la autopista de San Diego en su Cadillac Fleewood azul marino. Trudie tenía que contarle algo muy misterioso relacionado con una mariposa.

—¡Es absolutamente necesario que me hagas un hueco en tu programa! —le había dicho Trudie por teléfono la víspera. Hablaba casi sin resuello y apenas podía contener su emoción—. Quiero hablarte de Butterfly. ¡No te lo vas a creer!

Y eso fue todo. El teatro y el sigilo eran muy típicos de Trudie. Estaba dramatizando algo que probablemente sería una cuestión de lo más vulgar. Pero esa era precisamente una de las cosas que más le gustaban a Jessica de Trudie… su afición a exagerarlo todo y a infundir vida a cualquier cosa. El entusiasmo vital de Trudie había salvado la vida de Jessica años atrás. A eso se debía en parte el estrecho vínculo que las unía. Para su gran consternación, Jessica llegó con retraso al aeropuerto. John ya estaba junto a la cinta transportadora, reclamando sus maletas.

—Hola, cariño —le dijo, besándola en la mejilla.

John Franklin era un hombre muy bien parecido. Aparentaba más años de los apenas cuarenta que tenía debido a su cabello entrecano, pero se mantenía en forma corriendo ocho kilómetros diarios y jugando al balonmano tres veces por semana. Brooks Brothers lo vestía con trajes de ejecutivo de tres piezas y su porte naturalmente arrogante hacía que la gente se fijara inevitablemente en él. En el vuelo desde Roma, Jessica estaba segura de que habría sido objeto de las especiales atenciones de las azafatas de primera clase.

Cuando salieron de la terminal, John se detuvo para mirar a su alrededor y comentó:

—Otra vez brumoso, como de costumbre.

A Jessica le parecía un día precioso, pero no dijo nada.

—¿Por qué te has retrasado? Anoche te indiqué la hora de llegada de mi vuelo.

—Estuve en los tribunales. El caso de Mickey Shannon…

La voz de Jessica se perdió sin concluir la frase.

John Franklin no miró a su mujer. Cuando el semáforo se puso verde, cruzó sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Ella apuró el paso a su lado. John mantenía el ceño fruncido y las inconmovibles facciones que había perfeccionado a lo largo de sus muchos años de permanecer sentado en la presidencia de los consejos de administración. Su mirada indicaba en aquellos momentos que no aprobaba la profesión de su mujer. Según John Franklin, Mickey Shannon era un vulgar punk drogadicto que estaba muy por debajo de personas como los Franklin. Y que ciertamente no era digno de ser cliente de Jessica.

Cuando llegaron al automóvil estacionado en el aparcamiento, John preguntó:

—¿Por qué has venido con el Cadillac?

Jessica no supo qué contestar. Hubiera tenido que pensarlo aquella mañana antes de salir de casa. Pero estaba totalmente centrada en el juicio. John aborrecía el Cadillac. Mientras que para ella era un impresionante símbolo de sus muchos años de lucha antes de convertirse en una abogada del mundo del espectáculo, para John no era nada más que una vulgaridad.

—Tú sabes que prefiero el BMW —dijo.

—No he tenido tiempo de regresar a casa. He venido directamente desde los juzgados.

John se acomodó en el asiento del pasajero y puso en marcha el acondicionador de aire a pesar de que el día era gélidamente invernal.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó Jessica mientras maniobraba nerviosamente para sacar el enorme automóvil del angosto espacio que ocupaba. Cuando lo utilizaba sola o con Trudie, le daba la sensación de que hubiera podido practicar el slalom con él. Pero, ante la silenciosa expresión de reproche de su marido, Jessica se sentía súbitamente incapaz de conducir—. ¿Ha sido un éxito?

John lanzó un suspiro y se desabrochó los botones del chaleco.

—He echado a Frederickson y he dejado a un hombre nuevo a cargo de las operaciones. Veremos los resultados casi instantáneamente. El sustituto se lo he robado a Telecom —añadió, esbozando una seca sonrisa.

Jessica condujo un rato en silencio, tratando, sin conseguirlo, de entrar en la rampa de acceso de la autopista de San Diego Norte, por lo que tuvo que dar la vuelta mientras su marido permanecía sentado a su lado sin decir nada.

Una vez en medio del tráfico, John preguntó finalmente:

—¿Qué ha ocurrido con el caso de Shannon?

Jessica apretó con fuerza el volante. Aún se encontraba bajo los efectos de la vertiginosa emoción de aquella mañana. La excitación de la victoria.

—Hemos ganado.

—Muy bien. Esperemos que este pequeño hijo de puta te pague los honorarios que te debe. Por cierto, ¿has hecho lo que te pedí a propósito del jardinero?

Jessica se mordió el labio. Había estado demasiado ocupada con el juicio y había olvidado que no tenía que pagarle la factura al jardinero hasta que este arreglara el rociador que aseguraba no haber roto.

—John —dijo con cierta vacilación. Tenía que decirle una cosa. No hubiera querido hacerlo, pero era mejor que él estuviera prevenido—. Sobre este juicio Shannon…

—¿Qué hay?

Jessica contempló el severo y aristocrático perfil de su marido.

—Me temo que van a hablar de mí en los periódicos.

—Maldita sea, Jessica —dijo John en voz baja—. No quiero que llames la atención. Cada vez que eso ocurre, tengo que pagarlo. Cuando asisto a una reunión de algún consejo, la gente no habla más que del último actor de cine que mi mujer representa. ¿No te das cuenta de que la fama de ser el marido de Jessica Franklin me perjudica y afecta mi credibilidad?

—Lo siento —dijo Jessica, lanzando un suspiro de alivio al ver acercarse la rampa de salida del Sunset Boulevard.

—Esta tarde iré al gimnasio. Supongo que tú tendrás que volver al despacho, ¿verdad?

—Sí, tengo que ordenar muchos papeles. Y después me reuniré con Trudie para un almuerzo de última hora en el Kate Mantlini…

—Ten cuidado con eso, Jess —dijo John, mirándola de soslayo—. Me parece que estás volviendo a engordar.

Cuando Trudie vio entrar a su amiga desde la calle y detenerse en la puerta, se levantó de un salto y corrió a abrazarla.

—¡Enhorabuena, Jess! —dijo Trudie—. ¡Ya era hora de que alguien le parara los pies a este hijo de puta de Walker!

Jessica dirigió una sonrisa a los clientes que la miraron mientras seguía a Trudie hasta la mesa. La noticia de la victoria de Mickey Shannon aquella mañana ya se había difundido y todo el mundo la comentaba. Cuando Jessica se sentó casi sin resuello y con las mejillas arreboladas por la emoción, se oyeron unos murmullos de aprobación desde las mesas contiguas. Volvía a ser el centro de la atención y le encantaba.

—¡Este será tu triunfo definitivo! —dijo Trudie sin apenas poder estarse quieta de tan emocionada como estaba—. ¡Hubiera querido estar presente esta mañana! ¡Han dicho por la radio que Shannon te ha dado un beso! ¡En plena boca!

Jessica se ruborizó levemente. Y rezó para que John no se enterara.

—Te lo digo, Jess —añadió Trudie, radiante de felicidad por la victoria de su amiga—, que tú y Fred vais a tener que rechazar clientes a partir de ahora.

Jessica se rio y agitó su corta melena de cabello castaño. Tenía la sensación de encontrarse en la cima del mundo.

—¡Así lo espero!

Trudie observó que el brillo de los ojos de su amiga se empañaba ligeramente.

—Él no estaba contento, ¿verdad?

—Bueno, es que tiene razón, ¿comprendes? El juicio se ha convertido en una especie de circo. Yo hubiera tenido que insistir en que se restableciera la atmósfera de dignidad.

—¡Pero a ti te ha encantado, lo sé! —Trudie sacudió la cabeza—. Oh, Jess, ¿cuándo vas a reconocer que tu marido es un pelmazo?

—Eso no es cierto, John es un hombre bueno…

—A ver si dejas ya de defender a este memo. Vamos a pedir algo, estoy muerta de hambre.

Kate Mantilini era en aquellos momentos el restaurante más de moda de Los Ángeles, en el que los peces gordos y los más destacados representantes de la industria cinematográfica competían por las mejores mesas. Los hombres vestidos con modelos de Members Only y Rive Gauche se sentaban en los reservados con mujeres que lucían joyas falsas y peinados modelados con espuma.

Trudie pidió un bocadillo de carne picada y Pan Maravilloso y un pastel caliente de chocolate con leche, nueces y fruta, mientras que Jessica se limitó a pedir una ensalada.

Trudie contempló decepcionada la lechuga de su amiga. Quería que aquello fuera una pecaminosa celebración del triunfo de Jessica en los tribunales. Pero, en su lugar, la comida de su amiga más parecía un castigo que una recompensa. Trudie adivinó que John le habría vuelto a hacer algún comentario sobre su peso.

El temor a engordar era la principal debilidad de Jessica, y Trudie sabía que John explotaba aquel temor, convirtiéndolo en una especie de dominio sobre ella. Jessica estaba tan obsesionada con su peso que una vez su obsesión estuvo a punto de matarla.

Fue en sus tiempos de estudiantes en la universidad de California Santa Bárbara trece años antes, cuando ambas eran alumnas de primero y compartían la misma habitación en la residencia. La tímida Jessica Mulligan, recién salida de los claustros de una escuela femenina católica, y Trudie Stein, la descarada e insolente chica del valle de San Fernando que afirmaba estar segura de que algún diablillo se había introducido subrepticiamente en el linaje de sus antepasados. Ambas se sintieron mutuamente atraídas casi de inmediato porque Jessica jamás había conocido a ninguna persona tan libre y alocada como Trudie, y esta se sentía casi intimidada por la conventual sobrenaturalidad e inocencia de Jessica. Al principio, Trudie envidiaba a Jessica. Doce años de escuelas católicas la habían convertido en una inteligente e instruida joven que siempre alcanzaba las máximas calificaciones y las mejores puntuaciones en los exámenes de aptitud escolar. En cambio, Trudie había recibido una instrucción esporádica a través de su padre y del instituto de Taft con su perenne ambiente de concentración deportiva y partido de fútbol. Trudie Stein había sido animadora del equipo y reina de las vacaciones, sabía desmontar y volver a montar un automóvil con la misma facilidad que un chico y había superado por los pelos el promedio de puntuación necesario para el acceso a la universidad. Pero ella no pensaba convertirse en una abogada como Jessica. Trudie seguiría los pasos de su padre en el negocio de la construcción.

Una lluviosa noche en que ya se acercaban los exámenes finales, Trudie descubrió la verdad sobre su inteligente y brillante compañera de habitación: Jessica se estaba literalmente matando de hambre.

—Comes muy poco —le dijo Trudie ahora, mientras saboreaba su bocadillo de carne—. ¿No tienes apetito?

—Tengo muchísimo apetito. Pero John insiste de nuevo en que adelgace.

—Maldita sea, Jess, estás muy bien de peso. ¡Ya quisiera yo tener tus muslos!

—No, John tiene razón. Tengo que vigilarme un poco más.

—Me parece que deberías decirle que se fuera al…

Jessica esbozó una sonrisa.

—Lo que más aborrezco en este mundo es pelearme con John. Tú sabes que no soporto que se enfade conmigo. Es más, me esfuerzo mucho por conservar la paz.

—Te ha comido el coco para que pienses que de todo tienes tú la culpa. Un matrimonio lo integran dos personas, por si no lo sabes.

—Por favor, True. ¿No podemos dejar eso? Y ahora cuéntame esta cosa tan emocionante que querías decirme. Anoche me hablaste por teléfono de algo sobre una mariposa.

Trudie jugueteó con aire distraído con uno de sus largos pendientes. ¿Cómo plantear la cuestión de Butterfly? Ansiaba convertir a Jessica en socia y hacerle experimentar la indescriptible emoción y satisfacción que jamás podría encontrar en el mundo real. Tras separarse de su amante del cabello plateado, Trudie pensó, rebosante de euforia, que Butterfly también podría ayudar a Jessica.

—Verás —dijo Trudie—, ¿te acuerdas de mi prima Alexis?

—¿La pediatra? Sí.

—Bueno, pues tiene una amiga cirujana. Ambas estudiaron juntas. Resulta que la amiga de Alexis la introdujo en una especie de club privado y ahora Alexis me ha convencido para que me haga socia…

Mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie las escuchaba, Trudie se inclinó hacia Jessica y le describió en voz baja su velada en las estancias situadas encima de Fanelli.

Cuando terminó, Jessica se echó a reír y le dijo:

—¡No hablarás en serio!

—Absolutamente en serio, Jess.

—Pero… —Jessica miró por encima de su hombro y bajó la voz—. ¿Quieres decir como un burdel? Donde los clientes son mujeres y los hombres que hay dentro son, bueno… ¿qué es lo que son?

—Les llaman compañeros.

—No lo creo. ¿Aquí mismo, en Beverly Hills? ¿Cómo es posible que algo así se mantenga en secreto?

—Pues, mira, yo por mi parte no pienso contarlo por ahí al primero que encuentre y supongo que las demás socias piensan lo mismo. Corremos un riesgo porque eso es ilegal. La selección de las aspirantes a socias es muy exhaustiva. No hay ninguna posibilidad de que se introduzca en el club una reportera o una representante de la policía.

—Pero eso es muy arriesgado. ¿Y las enfermedades? ¿Y el sida?

—Es más seguro que las aventuras casuales del sábado por la noche. Los compañeros son sometidos a constantes pruebas y se les exige el uso de preservativos.

—Pero ¿tú, por qué haces eso, Trudie? Tú no necesitas pagar para disfrutar del sexo. Con lo guapa que eres.

—No se trata solo de sexo, Jess, aunque eso constituye una parte muy importante. —Trudie apartó su plato a un lado y tomó la taza de café—. Es algo más que eso. Es la… fantasía que entraña. Mira, en Butterfly puedes vivir cualquier fantasía o argumento que se te antoje. Es convertir tus sueños en realidad, por lo menos durante un ratito.

Jessica se reclinó en su asiento. Sus ojos castaño oscuro traicionaban el interés que sentía. Sí, ya se imaginaba a Trudie mezclada en algo como aquello…, a Trudie siempre le había gustado correr riesgos, siempre le habían gustado los desafíos y el elemento de peligro.

—¿Qué encontraste exactamente anoche que no puedas encontrar en otro lugar?

Trudie frunció el ceño porque no conocía realmente la respuesta. Se había pasado la víspera y todo aquel día tratando de comprender la razón de que su encuentro con el compañero del cabello plateado hubiera sido tan intensamente satisfactorio.

—Es un amante excelente —dijo en voz baja, mirando a Jessica con sus ojos aguamarina desenfocados—. Muy atento… Hizo todo lo posible por satisfacerme. Pero… —A lo mejor había algo más que no lograba identificar—. Quizás es simplemente el elemento de fantasía. El hecho de que yo no supiera quién era y él no me conociera a mí y no nos fuéramos a intercambiar nuestros números de teléfono ni simular que nos volveríamos a ver. —Trudie miró a Jessica y sacudió la cabeza—. En realidad, no lo sé, pero, cuando entré por aquella puerta y vi la habitación y después entró él, fue como si el resto del mundo, el mundo real, ya no existiera. Fue como si, durante unas horas, todas mis inquietudes, mis temores y mis decepciones se desvanecieran. Dejándome completamente libre para vivir un sueño.

Ambas amigas se miraron un momento en medio del bullicio del restaurante. Después, Jessica dijo en un susurro:

—En tal caso, me alegro por ti.

Trudie se inclinó hacia adelante.

—Quiero que lo pruebes, Jess. Quiero que conozcas la misma felicidad.

—¿Yo? —Jessica se rio, sacudiendo su corta melena castaña—. Yo nunca podría hacer eso, Trudie.

—¿Por qué no?

—Pues, porque no.

Sin embargo, mientras Jessica lo negaba, Trudie vio un destello de interés en sus ojos. Sabía que la idea la intrigaba y que la afición innata de Jessica a los desafíos luchaba contra su sentido común. Por eso era Jessica Franklin tan buena abogada…, nunca retrocedía ante los riesgos, siempre estaba dispuesta a aceptar una apuesta.

—Estoy casada, True. ¿Por qué demonios tendría que ir yo a Butterfly?

—¿Acaso no tienes fantasías? El simple hecho de que estés casada no significa que no sueñes, ¿verdad?

—No —contestó Jessica en un susurro, pensando en su secreta fantasía, en el sueño en el que se refugiaba a veces por las noches cuando John y el mundo guardaban silencio y ella estaba preocupada por algún juicio inminente. Era siempre el mismo sueño: un vaquero de suave voz en un bar del Oeste. Evocaba la escena y al hombre hasta en sus más mínimos detalles, la conversación, la forma en que él la miraba, el contacto de sus manos, el beso… y, por regla general, se quedaba dormida y la fantasía se trocaba en un sueño en cuyo transcurso vivía una hora de éxtasis antes de tener que enfrentarse de nuevo con el competitivo mundo real.

Pero no era más que un sueño. Jamás podría hacerlo de verdad.

Trudie se bebió el café en silencio, contemplando el abarrotado restaurante. No quería acosar a Jessica. A Butterfly se tenía que recurrir cuando una lo necesitaba. A pesar de las apariencias…, una carrera triunfal, un apuesto y distinguido marido, una preciosa casa en el Sunset Boulevard…, Trudie sabía que había una desesperada carencia en la vida de su amiga. Algo contra lo que Jessica llevaba luchando desde pequeña, algo que la había llevado al borde de la muerte trece años antes.

Observando que Jessica apenas había probado la ensalada, Trudie sintió una punzada de inquietud. No quería que se repitiera aquella pesadilla de trece años antes, cuando Jessica sufría de anorexia y hubiera muerto por esta causa de no haber sido por su rápida intervención. En los años transcurridos desde entonces, Jessica había luchado contra el fantasma que la acosaba noche y día, el morboso temor a engordar, y Trudie la había ayudado a superar días de hambre y de castigos autoinflingidos durante los cuales una profunda necesidad de aprobación amenazaba con manifestarse por medio de padecimientos corporales.

Jessica se había matado de hambre en primer curso, pero después consiguió controlar la anorexia. Ahora estaba delgada, pero no demasiado. Su peso era el adecuado para su talla. Pero, cuando se miraba al espejo, veía cosas que los demás no veían, y aquella imagen invisible la aterrorizaba.

—No lo consideres un burdel, Jess —dijo Trudie en voz baja—. Considéralo un lugar en el que se conservan los sueños y en el que las fantasías se hacen realidad.

—¿Por eso se llama Butterfly, mariposa?

—No sé por qué se llama Butterfly.

—¿Quiénes son las personas que lo dirigen?

—No tengo ni idea.

—Oh, Trudie —dijo Jessica sacudiendo lentamente la cabeza—. Me parece muy peligroso.

—¿Y acaso no lo es irte a casa con un desconocido de Peppy’s un sábado por la noche?

—Yo no hago eso. Tengo a John.

—No. John te tiene a ti. Hay una diferencia.

Jessica consultó su reloj y fue a tomar la cuenta. Pero Trudie se le adelantó diciendo:

—Invito yo. Jess, quiero simplemente que lo pienses, ¿de acuerdo? Si mañana yo diera tu nombre, aún tardarías un par de semanas en recibir la pulsera con la mariposa.

—No —dijo Jessica, colgándose el bolso del hombro y empujando la silla hacia atrás—. Eso no es para mí, True. Tú eres soltera. Es distinto.

Ambas se encaminaron juntas hacia la puerta y se detuvieron para ponerse las chaquetas. La hora punta había provocado un embotellamiento de tráfico en la calle.

—Una última cosa —dijo Trudie cuando ambas ya se habían abrazado y se disponían a separarse—. Butterfly tiene toda clase de habitaciones en el piso de arriba, no simplemente comedores privados. También hay dormitorios, elegantes cuartos de baño… —Trudie se subió el cuello de la chaqueta—. Y un bar del Oeste con aserrín en el suelo y Kenny Rogers cantando a través del tocadiscos automático. Piénsalo, es lo único que te pido —añadió, mirando con una sonrisa a Jessica.

Jessica no podía pensar en otra cosa. Butterfly. Llegó a casa tan trastornada que no oyó a su marido, llamándola desde el estudio. John salió al pasillo y se quitó las gafas de lectura.

—¿Cariño? ¿Te encuentras bien?

Jessica se volvió bruscamente.

—¿Cómo? Ah, sí.

John se acercó a ella con los brazos extendidos.

—Debe de hacer mucho frío afuera. Tienes la cara colorada.

A Jessica le gustaba que John la abrazara de aquella manera, con una dulzura no exenta de firmeza. La casa olía bien. El ama de llaves estaba preparando la cena. Jessica decidió apartar su mente de aquella tontería de Butterfly.

—¿Qué tal tu encuentro con Trudie? —preguntó John mientras ambos se dirigían al estudio tomados del brazo.

—Muy bien. Una conversación entre amigas.

Jessica se apartó de su marido y echó un vistazo a la correspondencia. El primer sobre contenía una invitación a una fiesta benéfica en casa de Beverly Highland.

Jessica y John habían estado allí en varias ocasiones; Beverly Highland siempre andaba organizando fiestas benéficas en favor de distintas instituciones o para llamar la atención de la gente sobre alguna cuestión importante. Aquella fiesta se organizaba en favor del telepredicador que aspiraba a la presidencia de los Estados Unidos.

—Creo que tendríamos que ir, Jess —dijo John al ver la invitación que ella estaba leyendo—. El reverendo es un hombre honrado. Me gustaría verle en la Casa Blanca.

—Sí —dijo Jessica con aire ausente mientras John se sentaba y encendía el televisor.

Estaba contemplando la invitación sin verla. Beverly Highland era famosa por su severa moralidad y por su defensa de la honradez pública. ¿Qué haría, se preguntó Jessica, si averiguara las actividades secretas que tenían lugar en el piso de arriba de Fanelli?

Butterfly…

Un lugar donde puedes ver realizados tus sueños.

—Es caro —le había dicho Trudie—. Pero tú te lo puedes permitir, Jess. Cuesta lo mismo que hacerte socia de un club campestre lujoso. Con mucha clase y muy discreto. Te pones la pulsera al llegar a la tienda y de este modo te identifican las empleadas especiales. Echas un vistazo a los modelos, eliges al que te gusta, lo anotas en un papel junto con cualquier otra cosa que te interese…, por ejemplo, ponerte un miriñaque o ser cortejada por Don Juan… y, cuando todo está preparado, te avisan.

Jessica sacudió la cabeza y siguió revisando la correspondencia. De pronto, oyó que el presentador de la televisión mencionaba su nombre.

Se volvió justo a tiempo para verse en los peldaños de los juzgados, rodeada de reporteros y jactándose de su victoria sobre Les Walker. Por un curioso efecto de la lente de la cámara, Jessica parecía alta y su cara mostraba una expresión eufórica. Con solo mirarla, un desconocido hubiera podido afirmar que Jessica Franklin era la personificación de la confianza y la seguridad en sí misma. A continuación, apareció una fotografía en la pantalla. Mickey Shannon besando a su abogada en la sala.

—Esta noche —estaba diciendo el presentador— la señora Franklin es sin duda la envidia de millones de adolescentes que han convertido a Mickey Shannon en el superastro del rock de este año…

El televisor enmudeció de repente y John se levantó, arrojando al suelo el mando a distancia. Jessica sintió que se le helaba la sangre.

—No puedo creer que hayas tolerado semejante cosa —dijo John—. Es humillante para ti y para mí.

—Jonh, yo…

John abandonó la estancia hecho una furia y Jessica le siguió.

—Espera. No he podido evitarlo. Mickey me pilló por sorpresa. Estábamos tan contentos de que el juez hubiera fallado a nuestro favor…

—Yo no aprobé desde un principio que aceptaras a Shannon como cliente. En contra de mis firmes objeciones, tú le seguiste representando. Has hecho gala de una sorprendente falta de sentido común.

—Mickey no tiene nada de malo.

—Por Dios bendito, Jessica, no hay más que verle. Es un rockero punk. Y estoy seguro de que consume drogas.

«Mickey no consume droga», protestó Jessica en silencio. «Incluso ha hecho anuncios televisivos contra la droga».

—Si tú crees que con esto tú y Fred van a hacer mejores negocios, Jessica, estás completamente equivocada. Lo único que conseguirás es que acudan a tu despacho tipos poco recomendables, con lo cual resultarás todavía más ridícula de lo que ya eres.

—Todo el mundo tiene derecho a ser representado por un abogado —dijo Jessica.

—Pero no por mi mujer. Todo este asunto me disgusta mucho, Jessica. Si no te importa, preferiría cenar solo esta noche.

Cuando su marido estaba a punto de dar media vuelta para retirarse, Jessica le asió el brazo.

—¡John! No seas así, por favor.

—¿Cómo quieres que sea si vuelvo a casa y me encuentro con eso? —replicó John, señalando con el dedo la puerta del estudio—. Tengo una reunión muy importante mañana por la mañana, Jessica, y sobre mi cabeza penderá el fantasma del error de mi mujer.

Jessica trató de decirle algo que le convenciera de que lo ocurrido aquella mañana en la sala no tenía nada de malo y de que estaba equivocado en cuanto a Mickey Shannon y los asuntos legales que ella llevaba. Pero no consiguió que le saliera la voz. Unas lágrimas de frustración asomaron a sus ojos.

—Lo siento —musitó—. No quería que se me escapara de las manos. Tienes razón, hubiera tenido que mostrar un poco más de sentido común en este caso. No volverá a ocurrir. Te lo prometo.

John la miró largo rato y, poco a poco, la tensión de su cuerpo se desvaneció.

—Así me gusta mi chica —dijo—. Mira, he estado ausente una semana. No quiero que nos peleemos, ¿de acuerdo?

Jessica experimentó una oleada de alivio y soltó una carcajada.

John la rodeó con sus brazos y la atrajo consoladoramente hacia sí.

—Qué estupidez tan grande —dijo sin soltarla—. Hace siete años, Mickey Shannon hubiera dado cualquier cosa con tal de que lo fotografiaran y ahora anda por ahí rompiendo las cámaras de los fotógrafos. ¡Qué arrogante es el muy hijo de puta!

«¡Sin embargo, todo el mundo sabe en el ambiente del espectáculo lo hijo de puta que es Les Walker!», hubiera querido replicar Jessica. «¿Te gustaría a ti que alguien te persiguiera noche y día y te disparara un flash en la cara cada vez que te volvieras?».

—Mira —dijo John, levantando su rostro con una mano para darle un beso—. ¿Por qué no aplazamos un rato la cena y subimos al dormitorio?

Sus peleas terminaban siempre en la cama, donde John solía olvidarse del incidente… (era su manera de decirle que la perdonaba) y Jessica permanecía tendida en la oscuridad, sintiendo que nada se había resuelto y que el problema todavía persistía. Y entonces, tal como solía ocurrirle en tales ocasiones, Jessica buscaba el consuelo de su fantasía: el desconocido vaquero del bar.

Mientras caminaba por el suelo de aserrín y se acercaba a su sonriente amante imaginario, una nueva y aterradora idea surgió en su mente: aquello ya no tenía por qué ser simplemente una fantasía…

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