Butterfly

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Febrero » Capítulo 13

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¿Serás tú mi mamá? Preguntó la chiquilla, tratando de rodear con sus brazos el cuello de Linda.

La doctora Markus tomó los pobres bracitos vendados, los colocó bajo las mantas y contestó:

—Tienes un papá muy simpático que cuidará de ti. ¿Es que no quieres a tu papá?

—Sí —la niña de seis años frunció el ceño como una persona mayor—. Pero me gustaría tener también una mamá.

Linda sonrió, acarició el poco cabello que le quedaba a la niña después del incendio y se levantó de la cama donde estaba sentada.

—Mañana vendré a verte otra vez. ¿Qué te parece?

La boca con visibles cicatrices se curvó en una sonrisa.

—Vale —dijo la chiquilla.

En la sala de las enfermeras, Linda hizo unas anotaciones en el historial de la niña. La enfermera jefe, estudiando a su lado las instrucciones de atención a los pacientes, preguntó:

—¿Cómo está la niña, doctora?

—Los injertos de piel van muy bien. Creo que la semana que viene podrá pasar a la sala general.

—Así lo espero. Necesitamos la cama.

La doctora Markus estaba fuera de lugar en la Unidad Infantil de Quemados del St, Catherine’s Hospital. Aunque se había puesto una bata de laboratorio sobre su vestido de noche para pasar la visita vespertina, llevaba el cabello elegantemente recogido hacia arriba y rociado con polvillo de oro, sus pendientes reflejaban las antisépticas luces y el estetoscopio competía alrededor de su cuello con el collar de brillantes. Linda se dirigía a una fiesta en Beverly Hills en compañía de Barry Greene, el productor de televisión. Había pasado por el hospital para echar un último vistazo a sus niños antes de marcharse.

—El doctor Cane atenderá las llamadas que me correspondan —le dijo a la enfermera—. Pero no creo que haya nada. La enfermera esbozó una sonrisa de experta.

—Nunca ocurre nada cuando usted le pasa el buscapersonas a otro doctor. Pero, en cuanto se lo devuelven, ya está. ¿Sabe una cosa, doctora? A veces me han llamado cuando me encontraba en situaciones de lo más interesantes.

Pensando en Butterfly y en su interrumpida cita con el ladrón, Linda se rio diciendo:

—¡Algún día compararemos notas!

Una vez cumplida su misión, Linda dejó la bata de laboratorio en el colgador de las visitas, se guardó el estetoscopio en su bolso de noche y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo donde Barry Greene paseaba con impaciencia.

—¡Los hospitales! —exclamó Barry, saliendo con ella a la oscuridad de la noche—. ¡Los odio!

—¿Y eso lo dice usted? —replicó Linda, riéndose—. ¿El creador y productor de la serie médica de más éxito en toda la historia de la televisión?

—¿Qué quiere usted que le diga? Soy un masoquista.

Linda se acomodó en el asiento posterior del automóvil mientras el chofer mantenía la portezuela abierta. Cuando Barry se sentó a su lado y se sirvió un trago en el pequeño bar, Linda no pudo evitar levantar los ojos hacia las ventanas de la cuarta planta…, la Unidad Infantil de Quemados.

«¿Serás tú mi mamá?».

Bien sabe Dios que quisiera serlo, pensó Linda mientras el vehículo enfilaba la autopista de la Costa del Pacífico. Pero hacer niños presupone el sexo y, por desgracia, el sexo es un problema para mí.

Contempló el oscuro océano extendiéndose hacia el horizonte estrellado y pensó de nuevo en Butterfly.

Y en su compañero.

La semana anterior había sido un oficial confederado. El miércoles por la noche sería otra cosa…, alguien tan emocionante que Linda estaba deseando que llegara aquella noche. Sería una fantasía tan maravillosa y singular y ella se esforzaría tanto en abandonarse por entero que, a lo mejor, daría resultado.

—La veo distraída —dijo Barry a su lado.

Linda se volvió a mirarle sobresaltada.

—Estaba pensando en mis niños —explicó con una sonrisa—. Estas pobres víctimas de las quemaduras. Nadie puede saber lo que es una quemadura si no la ha sufrido. Estos niños necesitan cuidados muy especiales.

—No me cabe duda de que usted se los prodiga.

—Sí —dijo Linda, contemplando la sonrisa de Barry Greene.

Era un hombre apuesto y a Linda le apetecía salir con alguien que no estuviera relacionado con el mundo de la medicina. Además, le gustaban las personas que, como ella, ocupaban un cargo importante y tenían poder. Su amplio círculo de amistades estaba integrado por hombres y mujeres influyentes, y Barry Greene era indiscutiblemente uno de los hombres más poderosos que jamás hubiera conocido. Aquella era su primera cita con él. Se preguntó si volvería a llamarla para salir y si ella aceptaría.

La casa de la colina estaba tan brillantemente iluminada que parecía el Partenón a la espera de los turistas. Beverly Highland era célebre por las fastuosas fiestas que organizaba; nadie rechazaba jamás sus invitaciones. Como consecuencia de ello, la hilera de automóviles que ahora estaban cruzando la impresionante verja de hierro forjado se extendía desde el Sunset Boulevard y todo el Beverly Canyon Road hasta la residencia Highland. El vehículo de Barry se incorporó a la fila y transcurrieron quince minutos antes de que él y Linda pudieran pisar los peldaños de la entrada de la mansión.

Las doncellas recibían a los invitados, tomaban sus abrigos y estolas y ofrecían a las damas unos ramilletes de eléboros negros. La parte principal de la fiesta se celebraría en el jardín de atrás, donde, bajo un toldo a rayas, una orquesta New Age estaba interpretando melodías de Kitaro y Vangelis. Bajo un soberbio dosel se había dispuesto un impresionante festín: unas alargadas mesas aparecían cubiertas de enormes jamones endulzados con miel, exquisitos rosbifs y deliciosas chuletas. Detrás de cada una de las mesas había un chef con chaqueta y un cuchillo de trinchar listo para entrar en acción. Al salir al fresco aire nocturno a través de una puerta-ventana, Linda vio unas ensaladas primorosamente dispuestas, unas fabulosas esculturas de hielo y unos braserillos que conservaban calientes los distintos platos. Las doncellas circulaban entre los invitados con bandejas rebosantes de entremeses: granos de uva rellenos de queso azul, tostadas noruegas con gelatina a la pimienta verde, gambas, ostras, quesos, huevos preparados de mil maneras distintas…, todo aquello ya era un festín en sí mismo, antes incluso de que cada uno se acercara a las mesas de la cena. Casi todas las fiestas de Beverly Highland se proponían allegar fondos para distintas causas y la de aquella noche no era una excepción. Beverly quería recoger dinero para la campaña del fundador y presidente de la Pastoral de la Buena Nueva, el famoso telepredicador que aspiraba a la candidatura en las elecciones presidenciales de aquel año. Con su programa electoral de la Honradez Moral, el carismático reverendo se había situado muy por delante de los demás en las encuestas de popularidad y tenía muchas posibilidades de alzarse con la nominación republicana en junio. Con tantas personas dispuestas a pagar quinientos dólares a cambio del privilegio de saborear las exquisiteces de la célebre cocina de la señorita Highland y de codearse con los famosos, Linda estaba segura de que la fiesta de aquella noche daría lugar a un considerable volumen de donaciones con destino a la campaña.

El reverendo tenía en la señorita Highland a una gran valedora. Todo el mundo sabía que las campañas exigían montones de dinero, y los comités políticos que en aquellos momentos se estaban organizando en todos los estados del país demostraban que el reverendo contaba con un importante respaldo económico. En caso de que ganara la nominación en junio, lo debería en buena parte al entusiasta apoyo de Beverly Highland.

Linda no conocía muy bien a aquella destacada representante de la alta sociedad; habían hablado brevemente en varias fiestas benéficas, aunque Linda había oído decir que nadie conocía realmente a Beverly Highland. Cuando no la iluminaban los focos por algún acontecimiento especial, Beverly era algo así como una reclusa soltera y sin compromiso, pese a que su nombre se relacionaba en las publicaciones del corazón con los distintos senadores y presidentes de grandes empresas.

Linda vio a la bellísima Beverly moviéndose entre los invitados en la extravagante terraza que, según decían, se había construido imitando la de Versalles. Desde el lugar donde Linda se encontraba, Beverly no aparentaba cincuenta y un años. Llevaba el cabello rubio platino recogido hacia atrás para subrayar la belleza de su perfil y lucía una sencilla túnica negra con una estola de visón negro para protegerse de la fría noche de febrero.

Dejando a Barry con un director cinematográfico a quien llevaba varias semanas tratando de localizar, Linda se alejó paseando entre los invitados.

Los nombres formaban una lista impresionante. Astros del cine, por supuesto, y un buen surtido de magnates de la industria cuyos nombres no eran conocidos a pesar de la considerable influencia que ejercían. Había también muchos políticos, unos cuantos peces gordos de la universidad de California en Los Ángeles, el cirujano jefe del hospital de Linda, dos famosos cirujanos plásticos y un elevado número de gorristas. Por lo menos quinientas personas, calculó Linda, todas ellas deshaciéndose en adulaciones ante la gentil señorita Highland, la cual se movía entre sus invitados como si, aunque soplara un vendaval, no se le pudiera escapar ni un solo cabello del impecable aunque ligeramente anticuado moño francés.

Linda estaba a punto de reanudar su paseo entre los invitados cuando uno de los camareros pasó por delante de ella portando una bandeja de plata con copas de champaña. Linda le miró brevemente, preguntándose dónde le habría visto antes. De pronto, se quedó petrificada.

Era un compañero de Butterfly.

Un año antes, cuando se hizo socia del club, las sesiones iniciales de Linda se habían desarrollado siempre con hombres a cara descubierta. La idea de llevar todavía más lejos el anonimato y la protección que el club ofrecía, se le ocurrió en la tercera cita, al pensar en la posibilidad de encontrarse casualmente con alguno de aquellos compañeros en el mundo exterior…, ¡en la sala de urgencias del hospital, por ejemplo, en su calidad de médica! A partir de entonces, todas las sesiones tuvieron lugar con los rostros enmascarados. Sin embargo, aquel joven bronceado como un surfista había sido su tercer compañero. Y ahora estaba allí, sirviendo bebidas en al fiesta de Beverly Highland.

Linda le observó. El joven se volvió lentamente, miró en la dirección en la que ella se encontraba, sonrió a los demás invitados, sirvió el champaña y volvió a mirar a Linda. Por un instante, los ojos de ambos se cruzaron. Después, el joven se volvió y siguió sirviendo champaña sin dar la menor muestra de haberla reconocido.

—Nuestros hombres practican la máxima discreción —le había asegurado la directora de Butterfly a Linda durante la entrevista del año anterior—. No debe temer que se averigüe su identidad o que se pueda encontrar usted en una situación embarazosa.

Mientras le veía alejarse entre los vestidos de noche y los esmóquines, Linda pensó de nuevo en su compañero especial de Butterfly, en su amante enmascarado y en la complicada fantasía que pensaba organizar el miércoles por la noche. Si diera resultado y pudiera curarse, tal como su psiquiatra la doctora Raymond parecía creer posible, Linda sería libre de entablar relaciones con alguien como el atractivo Barry Greene y entregarse a ellas con todo su entusiasmo y sin el menor temor.

Buscó a Barry y le vio conversando con un hombre y una mujer. Por la cara que ponía, dedujo que debía de estar hablando de dinero. Decidió irse a comer algo.

Sirviéndose una ración de ostras asadas con salsa mignonette y aceptando una alta copa de champaña Cristal, Linda se acercó a una silla del borde de la piscina y se sentó entre los susurros de las conversaciones de los invitados.

Observó al surfista-camarero. Vestía una chaquetilla roja y unos ajustados pantalones negros. Su rubio cabello se rizaba sobre el cuello de su blanca camisa almidonada y él se movía entre la gente con toda la sinuosa gracia de un gato. Linda sorprendió a más de una mujer, mirándole con interés.

Recordó la única ocasión en que se había acostado con él y pensó una vez más en su compañero enmascarado. La directora le había asegurado que no era nada insólito que una socia de Butterfly solicitara repetidamente al mismo hombre. En realidad, pocas eran las socias que optaban por variar cada semana. A fin de cuentas, se podía establecer una relación segura, cómoda y sexualmente satisfactoria, sin trabas de ninguna clase.

Qué bonito sería, pensó nostálgicamente Linda, poder establecer una relación como aquella con alguien de verdad, tener hijos, envejecer con él y disfrutar de sus noches juntos en la cama. No echaba la culpa a sus dos exmaridos del fracaso de sus matrimonios anteriores, Linda se consideraba culpable de haberse inventado excusas (dolor de cabeza, una operación a primera hora de la mañana, cansancio tras pasarse toda una noche de guardia en la sala de urgencias) y sabía que no había sido justa con ellos.

La velada estaba en pleno apogeo. La gente se movía de un lado para otro como un mar alborotado, haciendo contactos, evitando contactos, pavoneándose y presumiendo o permaneciendo razonablemente en segundo plano, tal como estaba haciendo la doctora Linda Markus, cuya mente se encontraba en otro lugar. Aceptó un emparedado de queso y un poquito de mousse de salmón de una bandeja que pasaba, pero rechazó con una sonrisa los exquisitos postres y licores. Mientras saboreaba un café Kenya y observaba a Barry Greene pasando de un contacto a otro, Linda se preguntó una vez más si habría una segunda cita. Hasta entonces, Barry y ella se habían reunido profesionalmente en los estudios, repasando los guiones semanales de Cinco Norte. Después, él le preguntó si le gustaría acompañarle a aquella fiesta y, tras dudar un poco, Linda aceptó con cierto temor.

De pronto, cesó la música y Linda vio a Beverly Highland subiendo al pequeño estrado de los músicos y levantando los brazos para pedir silencio. Era asombroso que tantas personas pudieran permanecer tan calladas. En cuanto cesaron las conversaciones y la música, pareció que toda la ciudad de Beverly Hills hubiera quedado desierta. Ningún sonido llegaba hasta el refugio de la cumbre de la colina.

Beverly habló en tono sereno y mesurado, explicando por qué razón el reverendo no había podido asistir a la fiesta de aquella noche (se encontraba en el hospital, junto al lecho de su hijo menor, operado de urgencia de apendicitis) y después empezó a describir el programa electoral del reverendo, asegurándoles a sus invitados que estaban apoyando una de las causas más dignas de la nación en aquellos momentos.

—Vamos a limpiar nuestras ciudades —dijo—. Si este hombre llega a la presidencia, barreremos la mugre del rostro de Norteamérica con la ayuda de la Pastoral de la Buena Nueva.

Hubo ensordecedores aplausos mientras se escuchaban de nuevo los acordes de la música. Barry se acercó a Linda y se disculpó por haberla abandonado, asegurándole que no había sido esa su intención; cuando, poco después, ambos subieron al Rolls-Royce y Barry le preguntó a Linda si le apetecería subir a su casa a tomarse un último trago, esta declinó la invitación, alegando un programa muy apretado de intervenciones quirúrgicas a primera hora de la mañana.

—Ha sido otro éxito espectacular, Bev —dijo Maggie Kern, siguiendo a su jefa por la impresionante escalinata de la mansión.

El último invitado ya se había retirado, los músicos estaban recogiendo sus cosas y el equipo de limpieza ya había iniciado silenciosamente su trabajo bajo la vigilante mirada de los guardias de seguridad de la casa. Ambas mujeres se dirigieron al dormitorio de Beverly donde una doncella francesa estaba preparando la cama de sábanas de raso y depositando encima de ella un camisón de seda y encaje. En el espacioso cuarto de baño de mármol otra doncella francesa estaba preparando el habitual baño nocturno de su señora, cuyos exóticos aceites llenaban la atmósfera con su perfume.

Maggie se quitó los zapatos y, pisando la mullida alfombra, se dirigió a una mesita donde estaba dispuesto un piscolabis de última hora. Llenando dos vasos con agua Perrier helada, le ofreció uno a Beverly y se hundió con gesto cansado en un sillón tapizado de seda azul celeste.

—Sí, ha estado muy bien —dijo Beverly, entregándole la estola de visón negro a la doncella. Después, se acercó a la mesita y tomó un trozo de zanahoria de una bandeja llena de hortalizas frescas. No había probado bocado en toda la noche.

Ocupada en la supervisión de la fiesta, Maggie tampoco había comido, pero, a diferencia de su jefa que constantemente vigilaba su peso, se sirvió una generosa ración de pan con salmón ahumado y queso fresco.

—Y, dentro de tres semanas —dijo Beverly, acercándose a la ventana para contemplar la fría noche de febrero—, las primarias de New Hampshire.

Maggie la miró y, por un instante, los ojos de ambas se cruzaron. Después, Beverly volvió la cabeza y siguió contemplando la noche.

Ambas estaban experimentando los efectos de aquella carrera contra el reloj.

La secretaria de cuarenta y seis años estudió largo rato a su jefa. La rigidez del esbelto cuerpo de Beverly traicionaba la tensión y la inquietud que esta debía de sentir. Ambas se mostraban muy inquietas desde que el reverendo anunciara su intención de presentarse a la candidatura presidencial. En los veinte años que llevaba como secretaria particular de Beverly, Maggie no recordaba ni una sola vez en que el reverendo no hubiera sido objeto de una estrecha vigilancia por parte de Beverly, la cual jamás se había perdido ni una sola «Hora de la Buena Nueva». Estaba al corriente de todos sus movimientos y, ahora que aspiraba a la Casa Blanca, Beverly aspiraba con él.

Era algo así como una obsesión.

¿A dónde nos llevará todo esto?, se preguntó Maggie, posando el plato vacío y recuperando sus zapatos.

Antes de abandonar el dormitorio, se detuvo para mirar a su jefa. Beverly mantenía la mirada tan perdida como si estuviera hipnotizada y Maggie comprendió que no necesitaba molestarse en decirle buenas noches… Beverly no la hubiera oído. Después, Maggie contempló el calendario del escritorio con la fecha rodeada por un círculo rojo. El 11 de junio. Ahora estaba ya tan cerca…

Unos minutos más tarde, Beverly salió de su ensimismamiento, mandó retirarse a las doncellas, cerró la puerta y empezó a pasear lentamente por la estancia con un vaso de agua Perrier helada en la mano.

Sí, la fiesta había sido un éxito. Beverly había ganado muchos votos para el reverendo. Una gota en un vaso de agua, por supuesto, teniendo en cuenta que la Pastoral de la Buena Nueva contaba con unos fondos de mil millones de dólares y un millón de seguidores. Beverly le había conseguido los votos como un escalón más en su ascenso al poder. No había nada que Beverly Highland no hubiera estado dispuesta a hacer con tal de llevarle a la cumbre. Se había entregado en cuerpo y alma a esta misión. Y la fiesta de aquella noche no había sido más que un peldaño de la escalera por la que tan ansiosamente estaba subiendo. El 11 de junio…, faltaban menos de cinco meses. Aunque las encuestas eran favorables al reverendo y predecían un respetable número de votos, el triunfo no estaba asegurado. Otros dos aspirantes republicanos lo aventajaban. Para que consiguiera la nominación en junio, Beverly tendría que reforzar su campaña. Nada tendría que interponerse en sus ambiciones.

Se sentó en el borde de la cama y tomó la fotografía de marco dorado que presidía su escritorio. Su hermosa y atractiva sonrisa llegó hasta ella desde detrás del cristal. La fotografía estaba autografiada y, debajo de la firma, el reverendo había añadido: «loado sea Dios». Beverly tenía cincuenta y un años y estaba firmemente dispuesta a alcanzar su objetivo aunque tardara otros cincuenta y un años en conseguirlo.

La cumbre. La máxima cumbre. Con el reverendo Danny Mackay.

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