Butterfly

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Febrero » Capítulo 14

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Nuevo México, 1954.

«Danny Mackay, Danny Mackay», parecían murmurar las ruedas del tren sobre la vía. «Danny Mackay, Danny Mackay».

Cuando sonó el silbido, Rachel se despertó sobresaltada y experimentó un momento de confusión…, ¿dónde estaba? Después lo recordó, se agitó nerviosamente en su asiento y miró a través de la ventanilla.

El desierto se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Había pasado por allí casi dos años y medio antes, pero la Rachel Dwyer que ahora se dirigía al Oeste desde Texas hacia Alburquerque no se parecía en nada a la atemorizada niña de catorce años que se había equivocado de autobús en Greyhound. Aquella huesuda niña no tenía ni idea de adónde iba. En cambio, la Rachel de dieciséis años, la mujer que ya había vivido toda una vida, sabía exactamente adónde iba.

A encargarse de que algún día Danny Mackay pagara su crimen.

Cuando una oleada de dolor se apoderó de ella, Rachel se apretó el vientre con las manos y contuvo la respiración. En cuanto se le calmó un poco el dolor, consultó su reloj. Solo habían pasado dos horas desde la última pastilla, pero no notaba ninguna mejoría. El dolor era cada vez más fuerte. Y también la hemorragia, comprobó Rachel alarmada.

Mirando a los pocos pasajeros que había en el vagón (afortunadamente, casi todos ellos estaban adormilados en sus asientos), Rachel se levantó y se dirigió discretamente al baño del fondo. Allí su alarma se convirtió en horror al ver la cantidad de sangre que estaba perdiendo.

Era una hemorragia masiva.

Tratando de vencer el miedo, volvió a consultar su reloj. El tren llegaría a Alburquerque antes de una hora. Bajaría y buscaría una farmacia. Después, intentaría localizar a su madre.

Era el primer plan que había hecho al abandonar San Antonio…, localizar a su madre. Aunque sabía que sus padres habían abandonado el estacionamiento de caravanas dos años antes, Rachel sospechaba que no andarían muy lejos de allí. Cuando Dave Dwyer recogía sus cosas y se marchaba, jamás iba muy lejos, justo a una cercana localidad donde hubiera un bar. Rachel confiaba en que todavía estuvieran en Nuevo México. Su madre cuidaría de ella.

Aparte de eso, sus planes para más adelante eran muy vagos. El único plan concreto a largo plazo era Danny Mackay…

Tras tomarse otro comprimido de morfina, regresó a su asiento y se hundió en él. Las pastillas se las había facilitado Carmelita, la cual también en cierta ocasión había sufrido un aborto…

Carmelita…

Rachel cerró los ojos y se imaginó el bonito rostro aceitunado de su amiga. La víspera Rachel fue despertada en su cama por la mañana y vio aquel rostro inclinado hacia ella con sus grandes ojos castaños llenos de tristeza.

—Lo siento, amiga mía —le dijo la mexicana—, pero Hazel me manda decir que hagas las maletas. Dice que tienes que irte. Aquí tienes tu paga.

Sumida en las brumas de la pesadilla de la noche anterior, Rachel no acabó de comprenderla al principio.

—¿Adónde… —preguntó en un débil susurro—, adónde voy a ir?

—Eso depende de ti, amiga mía. Tienes que marcharte de aquí. De lo contrario, dice que te echará a la calle. Y ten por seguro que lo hará. La he visto hacerlo una vez…

—¿Quieres decir que Hazel me echa de la casa? —preguntó Rachel mientras la bruma empezaba a disiparse.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Carmelita.

—Dice que no quiere alborotadoras en su casa.

Sin embargo, Rachel sabía la verdadera razón de que Hazel la echara. Danny le habría dicho que lo hiciera.

Belle y Carmelita la ayudaron a recoger sus escasas pertenencias con lágrimas en los ojos. Le dieron todo el dinero que pudieron reunir y después la acompañaron a la estación donde la abrazaron y volvieron a llorar un poco más.

—Ojalá pudiera irme contigo, amiga mía —dijo Carmelita—, pero es que ahora no puedo dejar a Manuel, ¿comprendes?

—No te preocupes —contestó Rachel—, lo comprendo.

Y lo comprendía. Demasiado bien.

—Pero escúchame una cosa —añadió Carmelita, asiendo con fuerza el brazo de Rachel—, si alguna vez me necesitas, me llamas y voy corriendo. ¿Me oyes? Si tienes alguna dificultad o necesitas dinero o cualquier otra cosa, llamas a Carmelita. ¿Me lo prometes?

Rachel se lo prometió, añadiendo:

—Lo mismo te digo a ti. Si alguna vez tú me necesitas a mí, me llamas y vengo.

Rachel contempló el paisaje desértico y se preguntó por qué estaría desenfocado. Cerró los ojos y esperó a que se le pasara el dolor. Se sentía desesperadamente enferma. Entonces hizo lo que solía hacer siempre cuando su cuerpo se encontraba en alguna circunstancia desagradable; trató de distraerse y se concentró en algo agradable. Acudió a su mente la ciudad de San Antonio con la que tanto se había encariñado. Evocó sus plazas e iglesias, las picantes comidas mexicanas en los pequeños y caseros restaurantes de Little Laredo, los paseos nocturnos por el River Walk donde unos focos ocultos entre los arbustos iluminaban las nuevas baldosas a lo largo del río San Antonio, los arqueados puentes para peatones y las barquitas en el agua donde los soldados hacían el amor con sus novias. Danny la llevó una vez a pasear en barca por el río bajo las luces y la romántica luna…

Un súbito y punzante dolor en el vientre la obligó a incorporarse. Sacando fuerzas de flaqueza, arrojó el pasado a su espalda y trató de imaginarse el futuro. A partir de aquel momento, se concentraría en lo que iba a ocurrir, no en lo que ya había ocurrido.

Primero, localizaría a su madre, decidió Rachel mientras unas nuevas oleadas de dolor la envolvían por todas partes. Después, cuando se curara y recuperara las fuerzas, iría a Hollywood y buscaría a su hermana gemela.

La morfina no le hacía efecto. Sentía una hoguera en su interior y se moría de sed. Recordando que había una máquina dispensadora de agua al final del vagón, Rachel trató de levantarse. Curiosamente, el asiento estaba mojado.

El tren experimentó una sacudida y Rachel se tambaleó. Le pareció oír gritar a alguien, ¿o acaso había sido de nuevo el silbido del tren?

Un rostro apareció por encima de ella, borroso al principio y después cada vez más claro. La boca sonreía, pero los ojos no. Los ojos estaban preocupados.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó el desconocido.

Rachel trató de pensar. ¿Cómo se encontraba? Dolor. Sí, sentía dolor hacía un rato. Pero ahora el dolor había desaparecido. En realidad, sentía el cuerpo extrañamente entumecido. Estaba tendida boca arriba. Y el tren no se movía. ¿Se habrían detenido?

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—En un hospital. Te caíste en el tren cuando este entraba en la estación. ¿No te acuerdas?

—No.

Sentado en el borde de la cama, el desconocido estudió el rostro de Rachel.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.

—Dieciséis.

El desconocido pareció sorprenderse. ¿Qué era lo que pensaba? ¿Qué tenía más años? ¿O menos?

—¿Estoy en… —Rachel tragó saliva y se notó la garganta reseca—. Alburquerque?

—Sí. Tu billete decía que venías aquí. ¿Tenía que recogerte alguien? ¿Hay alguien a quien podamos avisar?

Rachel reflexionó un instante y sintió deseos de echarse a llorar.

—No. No hay nadie. ¿Es usted médico?

—Sí.

La voz se puso muy seria.

—Has perdido mucha sangre, pero te recuperarás. Tendrás que quedarte aquí unos cuantos días, pero te pondrás bien.

—Me noto muy rara.

—Porque acabas de salir de una operación.

—¡Una operación!

—No te preocupes —dijo amablemente el desconocido—. Ahora ya estás fuera de peligro.

El médico regresó unos días más tarde para despedirse de Rachel cuando esta se disponía a dejar el hospital.

—Lo siento, Rachel —le dijo finalmente con sincero pesar—, pero el que te hizo el trabajo fue un carnicero. Me temo que… —añadió, mirándola directamente a la cara— que nunca podrás tener hijos.

Tardó cinco días en reponerse y, al salir del hospital, se fue directamente al estacionamiento de caravanas que había sido su último domicilio en Nuevo México.

Era invierno y había nieve en el suelo. Un frío viento la penetraba a través del jersey cuando contempló la pequeña y destartalada caravana en la que había transcurrido el último día de su infancia. Después, se fue al despacho para preguntar.

Había una nueva encargada (aquella gente también solía cambiar mucho de sitio). Pero la mujer conocía los antecedentes del aparcamiento a través de su predecesora, la cual era muy chismosa.

—¿Los Dwyer? —dijo—. Sí, he oído hablar de ellos. Ocurrió hace un par de años, creo. Ella lo asesinó, ¿sabes?

Rachel permaneció de pie en el gélido despacho mientras el viento invernal hacía estremecer las delgadas paredes.

—¿Qué lo asesinó?

—Sí. Menuda pareja estaban hechos, por lo que yo he oído decir. Él se emborrachó una noche y ella le dio en la cabeza con una sartén. Pero no fue eso lo que lo mató. Por lo que me han dicho, él se recuperó, ¡aunque ella tuvo la clara intención de matarle entonces! No, acabó con él una semana más tarde con un cuchillo de trinchar carne.

Fue como si el cortante viento de Nuevo México le atravesara la piel y le congelara los huesos. Rachel se sintió tan atontada como si se encontrara de nuevo bajo los efectos de la morfina.

—¿Qué fue de ella después?

—Pues, no tengo ni idea. Se largó. La policía la buscó, pero ya se había largado hacía mucho rato.

«¿Qué fue, mamá?», pensó Rachel mientras se dirigía a la estación. «¿Qué fue lo que finalmente te acabó la paciencia?». ¿Llegaste al límite tal como yo llegué con Danny? Menuda pareja estamos hechas, «¿verdad, mamá?».

Mientras compraba un billete para Los Ángeles, que era el final del trayecto, Rachel pensó con determinación: te encontraré, mamá. De la misma manera que voy a encontrar a mi hermana, te encontraré a ti. Y entonces cuidaré de ustedes y volveremos a ser una familia.

Era un caluroso día de noviembre en el que una niebla muy espesa cubría todo el sur de California. La impresionante Terminal de la Union Station le recordó el clásico estilo español de la de San Antonio. Rachel la cruzó presurosa y salió a la célebre luz del sol de California.

Había palmeras por todas partes.

En una parada de taxis preguntó el camino de Hollywood y le indicaron el autobús que debería tomar. Rachel contó la calderilla que tenía y se sentó en el banco de la parada. El autobús tardó una hora y media en llegar. Una hora después, Rachel bajó a la acera y su primer pensamiento fue: Hollywood no es en absoluto tal como yo lo imaginaba.

Sabía, por supuesto, lo que le había contado Belle, la cual era una «experta» en el tema. No vio grandes mansiones ni piscinas ni mujeres envueltas en abrigos de visón. Simplemente hileras de viejas tiendas de aire cansado, cafeterías que parecían naves espaciales y una interminable cadena de apartoteles. Lo primero que hizo fue buscarse una habitación en un motel muy sencillo donde pagó una semana por adelantado, gastando casi todo el dinero que le quedaba tras haber pagado la factura del hospital de Alburquerque. Después, salió a comer algo. Una hamburguesa y una bebida de fresa malteada. Fue su primera comida por su cuenta.

En la cafetería, preguntó si tenían algún trabajo para ella. Por supuesto, dijo el encargado. ¿Tenía experiencia como camarera? ¿No? Pues, lo lamentaba.

Al llegar a la cuarta cafetería, Rachel ya había aprendido a mentir. Preguntó por el encargado y le dijo que era una experta camarera y necesitaba trabajo. El hombre estudió su rostro demasiado rato y después le dijo que no.

Al salir a la calle, Rachel se preguntó cuál habría sido la razón de que la rechazara. ¿Su fealdad? ¿O el hecho de no haberla creído cuando ella le dijo que tenía dieciocho años?

Tras recorrer cinco kilómetros más y ser rechazada otras cuatro veces, Rachel regresó al motel y se sumió en un profundo sueño.

Se despertó a la mañana siguiente con un apetito feroz, pero se limitó a beber un café. Después, tomando la dirección contraria a la de la víspera, se echó de nuevo a la calle.

Su querida amiga Carmelita caminaba a su lado como un fantasma. Rachel se consoló con su imaginada presencia, escuchó su alentadora conversación y varias veces se sorprendió contestándole en voz alta. ¡Si ambas hubieran podido abandonar la casa de Hazel juntas!

Rachel comprobó que Hollywood era una especie de anodina extensión de edificios que parecía prolongarse indefinidamente y en la cual la gente corría de un lado para otro con rostros inexpresivos y las palmeras languidecían en medio de la niebla. Por todas partes proliferaban unos curiosos restaurantes en forma de perro, de salchicha o de sombrero, con unas camareras vestidas de vaqueras, que se desplazaban sobre patines o lucían unos enormes pañuelos prendidos a las blusas. En todas partes la respuesta era la misma: no había trabajo para ella.

Mientras pasaba bajo las alegres luces del Teatro Chino de Grauman y se detenía para observar a los turistas que pisaban las huellas de los astros de cine grabadas en el cemento, Rachel se sintió invadida por la soledad y la desesperación. Pero se sobrepuso. Tenía que seguir adelante. No por sí misma sino por su madre y para poder alcanzar su objetivo. Cuando se desanimaba, pensaba en Danny Mackay. Cuando le gruñía el estómago de hambre, cuando le salían gigantescas ampollas en los pies de tanto caminar, cuando algunos siniestros sujetos le decían groserías en los callejones, cuando oía a los huéspedes de la habitación de al lado peleándose y sentía deseos de huir de aquel Hollywood tan terrible, Rachel pensaba en Danny Mackay. Y eso le infundía fuerza.

Al tercer día, decidió empezar a buscar a su hermana.

—Solo te puedo decir dos cosas —le había dicho su madre—. Tú naciste en el hospital Presbiteriano. Y el abogado se llamaba Hyman Levi.

Rachel buscó en la guía telefónica del motel. Había varios Hyman Levi en la zona de Los Ángeles. Pero solo uno figuraba como abogado. Rachel marcó el número y le contestó una secretaria. Pidió una cita.

—¿De qué asunto se trata? —preguntó la secretaria.

—Es confidencial.

Le dijeron que acudiera al despacho aquella tarde a las tres.

Por ser una ocasión tan importante, Rachel sacó su mejor blusa y su mejor falda, las alisó todo lo que pudo y se vistió. Después, se sentó en el banco de la parada del autobús, dispuesta a esperar durante una inevitable hora.

Milagrosamente, consiguió llegar puntual al despacho de Levi en la Western Avenue.

No era un despacho espectacular como los que ella había visto en la televisión. Pero se adivinaba que llevaba allí mucho tiempo. Rachel se preguntó si la ficha de su hermana estaría precisamente en aquel archivador situado a la espalda de la secretaria. Aquella idea le aceleró los latidos del corazón. Pensó que ojalá Carmelita y Belle estuvieran sentadas allí con ella en el sofá Naugahide.

Le dijeron que el señor Levi se había retrasado un poco y entonces Rachel se levantó y empezó a pasear por la estancia. La secretaria no paraba de mirarla. Rachel comprendió que parecía terriblemente joven para acudir a entrevistarse con un abogado. Confiaba en que no la echaran a la calle. Solo quería que le facilitaran la dirección de su hermana. Rachel sabía lo que ocurriría a continuación. Se produciría un reencuentro increíble; recuperarían los dieciséis años perdidos desde su separación y después, su hermana, que sin duda sería rica, insistiría en que ella viviera con su familia adoptiva y ambas serían finalmente verdaderas hermanas.

Rachel se detuvo ante un diploma enmarcado que colgaba de la pared. Decía que Hyiman Levi se había graduado en la facultad de derecho de la universidad de Stanford en 1947.

Hacía siete años.

Rachel contempló el diploma aturdida. Hyiman Levi se convirtió en abogado siete años después de que ella naciera.

Se había equivocado de hombre.

—Perdone —le dijo en voz baja a la secretaria—, me he equivocado…

Después, corrió a la puerta y la cerró de golpe a su espalda.

La secretaria estaba perpleja cuando, un momento más tarde, un hombre cruzó la misma puerta.

—Disculpe, Dora, me he retrasado —dijo el hombre, mirando a su alrededor en la sala de recepción—. ¿Dónde está la persona que tenía cita conmigo a las tres?

Dora se encogió de hombros.

—Ha estado aquí, señor Levi. De pronto, se ha marchado corriendo. Era solo una chiquilla. A lo mejor, ha sido una travesura.

El hombre se dirigió sonriendo al despacho interior. Al llegar a la puerta, se volvió y preguntó:

—¿Ya ha llamado mi padre?

—Aún está en los juzgados.

—Cuando llame, ¿querrá decirle que tengo otros seis casos de adopción que quisiera revisar con él?

—Sí, señor Levi —contestó la secretaria mientras Hyimán Levi, hijo, cruzaba la puerta del despacho que compartía con su padre.

Rachel permaneció largo rato tendida en la cama del motel, sollozando con desconsuelo. Estaba segura de que localizaría a su hermana. Ahora ya había perdido las esperanzas. Su madre se había ido, y no podría encontrar a su hermana…, estaba verdaderamente sola en el mundo.

Después, haciendo un esfuerzo para pensar en Danny, se cambió de ropa, se lavó la cara y se echó nuevamente a la calle.

En cuestión de un par de días, se le acabaría el dinero para el alquiler de la habitación y tendría que irse. Necesitaba un trabajo. En seguida.

A primera vista, Hollywood de noche parecía muy bonito. Pero, si se lo examinaba de cerca, se descubrían las manchas. Mientras Rachel recorría las bulliciosas calles, su corazón se compadeció de las prostitutas que aguardaban en los portales y permanecían apoyadas en las farolas. Mis hermanas, pensó. Mis únicas hermanas verdaderas.

Entró en otras cinco cafeterías y fue rechazada en todas ellas. Al final, uno de los encargados tuvo la honradez de decirle que era demasiado joven.

—Necesitas un permiso de trabajo —le dijo—. Tú no tienes dieciocho años.

Hambrienta y cansada, Rachel llegó al cruce entre dos calles de mucho tráfico. Varios jóvenes esperaban con ansia en las cuatro esquinas. Rachel contempló los iluminados rótulos de las calles. Highland Avenue y Beverly Canyon Drive. Qué nombres tan rimbombantes, pensó, para un barrio tan miserable.

Observó a las prostitutas y a los hombres que aminoraban la marcha de sus vehículos para elegir alguna.

Era una historia tan vieja como las rocas de las montañas: las mujeres lo vendían y los hombres lo compraban. ¿Por qué nunca ocurría al revés?

Quizás por falta de oportunidades, pensó Rachel. Y por una especie de estigma social. A las chicas se las educaba de una manera distinta que a los chicos. Las chicas tenían que llegar vírgenes al matrimonio y los chicos, en cambio, tenían que ser expertos y, además, ¿durante cuántos siglos se les había enseñado a las chicas que las mujeres «buenas» no tenían que buscar activamente el sexo sino que era más «femenino» esperar a que la buscaran a una? A sus dieciséis años, Rachel llegó a la conclusión de que la promiscuidad era el privilegio más celosamente conservado de los hombres. En las novelas había aprendido que sus hermanas de las generaciones anteriores habían estado sojuzgadas por los constantes embarazos. Al parecer, una mujer cargada de hijos y con el vientre perennemente hinchado no sentía apetencias sexuales. Y, por esta razón, no se «descarriaba».

Pero ¿y si las mujeres pudieran ser tan libres como los hombres para disfrutar del sexo?, se preguntó ahora Rachel. ¿Y si se eliminara el temor al embarazo? ¿Se convertirían entonces en agresoras sexuales? ¿Saldrían a buscar el sexo? Y, si los hombres lo pusieran a la venta, ¿las mujeres lo comprarían?

Rachel vio también a tres jóvenes prostituidos en la calle, pero sabía que también eran para los hombres.

Se volvió y contempló el rótulo de un pequeño restaurante sin pretensiones. Tony’s Royal Burgers, decía con letras un tanto llamativas. Miró al interior. Había tres personas acodadas en la barra. Los reservados estaban vacíos.

Sabía que no podía albergar ninguna esperanza de que la contrataran allí, no parecía que tuvieran dinero siquiera para pagar la factura de la electricidad, pero tenía que seguir intentándolo, tenía que seguir adelante. «Danny Mackay, Danny Mackay…».

En la caja había una rubia de aspecto cansado, pintándose las uñas. Ni siquiera levantó los ojos cuando Rachel le dijo:

—Quisiera ver al propietario, por favor.

Un pulgar señalando en la dirección de lo que probablemente era la cocina indujo a Rachel a cruzar el pequeño local. Esta vez no mentiría sobre su edad, pensó, sintiéndose tan cansada como la rubia. Las mentiras no le daban resultado.

Cruzó la puerta de la cocina más pequeña que jamás hubiera visto en su vida. Un hombre bajito y medio calvo con un delantal blanco constelado de manchas de grasa se encontraba de pie junto a una mesa, preparando unas hamburguesas. Rachel carraspeó. El hombre levantó la mirada.

—¿Sí? ¿Qué quieres?

—¿Es usted Tony?

—No, Tony murió hace cuatro años. No puedo permitirme el lujo de cambiar el rótulo. ¿En qué puedo ayudarte?

—Necesito trabajo.

El hombre la miró. La simplicidad de sus palabras y su forma de pronunciarlas le hizo dejar la carne de las hamburguesas y limpiarse las manos con el delantal.

—¿Qué clase de trabajo?

—Cualquier cosa.

—¿Has servido alguna vez como camarera?

—No.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis.

El hombre la miró de arriba a abajo. Santo cielo, qué delgada estaba. ¡Y qué ropa! El Ejército de Salvación la hubiera rechazado. Qué chiquilla tan patética.

—¿Dónde vives, cariño?

—En el motel Wheel-in.

El hombre hizo una mueca.

—Menudo nido de ratas. Eso está a tres kilómetros de aquí. ¿Has venido andando?

Rachel levantó un pie. En el centro de la suela del zapato había un agujero cubierto con cartón.

El hombre sacudió la cabeza.

—Mira, nena. Eres demasiado joven. No puedo contratarte. Tendría problemas con las autoridades. Tendrías que estar en la escuela, ¿comprendes?

—Tengo hambre —dijo Rachel en voz baja—. Y no tengo dinero.

—¿Dónde está tu familia?

—No tengo.

—¿No tienes ningún pariente?

—No.

El hombre arqueó las cejas. Pasó fugazmente por su mente la imagen de las chicas de la calle. ¿Cuántas historias similares habría por allí?

—No puedes trabajar en el local —dijo con aire pensativo—. Vienen agentes de la policía a la hora del almuerzo. ¿Sabes fregar platos?

—Sí —contestó Rachel con tan esperanzada rapidez que el cínico corazón del propietario se conmovió.

—Verás, cariño —dijo este, acercándose a ella y mirando a través de la ventanilla redonda de la puerta que daba acceso al local—, mi mujer y yo regentamos este restaurante. Ella está en la caja. Solo tenemos dos camareras. Y yo me encargo de la cocina. Pero… —El hombre se frotó la barbilla—. A veces, se nos acumula el trabajo…

—Por favor.

—Te daré un empleo siempre y cuando te quedes aquí dentro y no me plantees problemas…

—Se lo prometo —dijo Rachel en un susurro.

Eddie observó en ella una extraña vehemencia. Parecía que jamás en su vida hubiera sonreído. Examinándola más de cerca, vio en sus ojos una alarmante mirada de persona adulta… o más bien una sabiduría propia de una persona anciana, como si un alma muy vieja y experta se hubiera refugiado en aquel escuálido y joven cuerpo.

—No te podré pagar mucho —añadió Eddie muy despacio, sorprendiéndose de su repentino acceso de generosidad. En sus veinte años de lucha por salir adelante, jamás había tenido un momento de debilidad semejante—. Pero con eso podrás hospedarte en un sitio un poco más limpio que el Wheel-in. Mi hermana regenta una pensión bastante aceptable en Cherokee, al otro lado del Sunset.

—Trabajaré duro para usted —dijo Rachel en un susurro— y nunca le causaré ningún problema.

Eddie contempló sus ardientes ojos castaños y vio en ellos algo que casi le dio miedo. Cualquier cosa que le hubiera ocurrido a aquella chica y cualesquiera que fueran las cicatrices y pesadillas que la dominaban, Eddie pensó que por nada del mundo hubiera querido ser su enemigo.

—Trato hecho, entonces —dijo Eddie, tendiéndole su grasienta mano—. Me llamo Eddie. Y aquella es Laverne, mi mujer.

Rachel no le dio la mano. No quería tocar a nadie. Pero consiguió esbozar una leve sonrisa y dijo:

—Hola, Eddie.

—¿Tú cómo te llamas, nena?

Rachel iba a contestar Rachel Dwyer, pero se detuvo. Aquella noche había emprendido un nuevo camino que la conduciría a una nueva vida. Eso requería un nuevo nombre. De pronto, acudieron a su mente los rótulos del cruce de calles.

Beverly —contestó—. Me llamo Beverly Highland…

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